Nacemos de Mujer, de Adrienne Rich

05.11.2013 10:42

Existe una peculiar tensión entre un viejo sistema de ideas que ha perdido su energía pero que se apoya en la fuerza acumulada de la costumbre, la tradición, el dinero y las instituciones, y un naciente conjunto de ideas que está lleno de energía pero es todavía un torbellino, descentralizado, anárquico, constantemente bajo ataque, que sin embargo se expresa poderosamente a través de la acción. En nuestro siglo, varias ideas viejas cohabitan el enclave de su status privilegiado: la superioridad de los pueblos europeos y cristianos; el derecho de la fuerza como superior al derecho de relación; lo abstracto como modo más desarrollado o “civilizado” que lo concreto y particular; la adscripción de un valor humano intrínseco más alto a los hombres que a las mujeres.

Este libro fue escrito hace más de diez años en resistencia a todas estas ideas, pero especialmente a la última. Lo escribí como persona concreta y particular, y en él utilicé experiencias concretas y particulares de mujeres (incluyendo las mías) y de algunos hombres. En el momento en que lo empecé, en 1972, o sea a cuatro o cinco años de haber comenzado una nueva politización de las mujeres, prácticamente no había nada escrito sobre el tema de la maternidad. Había, sin embargo, un movimiento en fermento, un clima de ideas, que escasamente existía cinco años antes. Me parecía que la devaluación de la mujer en otras esferas y las presiones sobre las mujeres para validarse a través de la maternidad merecían ser investigadas. Quería examinar la maternidad (incluida la mía) en un contexto social, inscripta en una institución política: o sea, en términos feministas.

Nacida de Mujer fue alabado y atacado por lo que fue considerado su extraño enfoque: testimonio personal mezclado con investigación, y teoría derivada de ambos. Pero este enfoque nunca me pareció extraño, mientras escribía. Lo que todavía parece extraño es el “autor ausente”, la autora que asienta especulaciones, teorías, hechos y fantasías sin ninguna base personal. Por otra parte, recientemente he sentido que la tesis del movimiento de liberación femenina de fines de los ‘60 de que “lo personal es político” (tesis que ayudó a dar origen a este libro) está siendo cubierta por un borroneo New Age de lo-personal-por-lo-personal-mismo, como si “lo personal es bueno” se hubiera convertido en el corolario, olvidando la tesis. Audre Lorde pregunta en un poema reciente:

Qué queremos unas de otras después de haber contado nuestras historias

Queremos ser curadas queremos una musgosa calma que crezca sobre nuestras cicatrices queremos la hermana todopoderosa que no asuste

que hará que el dolor se vaya que el pasado no sea así (2)

La pregunta de qué queremos más allá de un “espacio seguro” es crucial en lo que respecta a las diferencias entre el relato individualista sin lugar donde ir, y un movimiento colectivo que dé poder a las mujeres.

Durante los últimos quince años ha crecido un vigoroso y amplio movimiento femenino de cuidado de la salud, que ha desafiado a una industria de la medicina en la que las mujeres son mayoría, como clientes y como trabajadoras de la salud (la mayoría en puestos de bajo nivel salarial y horizontalmente segregados), un sistema notable por su arrogancia y a veces brutal indiferencia hacia las mujeres, y también hacia la pobreza y el racismo como factores de enfermedad y mortalidad infantil. (3) En particular, el movimiento de salud femenino se ha focalizado sobre ginecología y obstetricia, los riesgos y la disponibilidad de métodos de control de la natalidad y aborto, la demanda, por parte de las mujeres, de poder de decisión sobre su vida reproductiva. Sus activistas han establecido fuertes conexiones políticas entre el conocimiento de nuestros cuerpos, la capacidad de tomar nuestras propias decisiones en lo sexual y en lo reproductivo, y la toma de poder más general por parte de las mujeres. Si bien este movimiento comenzó con mujeres contando sus historias de partos en estado de inconsciencia, abortos ilegales fallidos, cesáreas innecesarias, esterilizaciones involuntarias, encuentros individuales con médicos arrogantes, éstas nunca fueron meras anécdotas, sino testimonios a través de los cuales la negligencia y el abuso de las mujeres por parte del sistema de salud podían ser sustanciados, creando nuevas instituciones que atendieran a las necesidades de las mujeres. (4)

Una de las primeras y fundamentales instituciones, por ejemplo, fue el Los Angeles Feminist Women’s Health Center, fundado en 1971 por Carol Downer y Lorraine Rothman, donde se enseñaba a las mujeres a realizar el autoexamen cervical con una linterna, un espejo y un espéculo. Esta enseñanza era tanto práctica como simbólica; dio por tierra con la suposición ortodoxa de que el ginecólogo que examina a una mujer acostada sobre una camilla con sus pies en estribos está más familiarizado con el sistema reproductivo de esta mujer que la mujer misma. Activistas como Downer y Rothman sostenían que este desequilibrio del conocimiento contribuía a la mistificación de los cuerpos y la sexualidad de las mujeres. Al aprender a conocer su vulva y su cérvix y a rastrear sus cambios a lo largo del ciclo menstrual, la mujer está menos alienada de su cuerpo, es más consciente de sus ciclos físicos, más capaz de tomar decisiones, y menos dependiente de los “expertos” en obstetricia y ginecología.

El movimiento por la desmedicalización del parto, o sea por tratarlo como un evento en la vida de la mujer y no como una enfermedad, se nacionalizó, con un aumento de partos en el hogar, prácticas de parto alternativas y el establecimiento de “centros de parto” y “salas de parto” en los hospitales. Las parteras profesionales estuvieron inicialmente al frente de este movimiento, junto con mujeres que querían experimentar el parto entre familiares y amigos, con la mayor autonomía posible en la elección de cómo hacer el trabajo de parto. En la medida en que el movimiento por un parto alternativo se ha focalizado en el parto como único tema, esta reforma ha sido fácilmente subsumida en un nuevo idealismo de la familia. Sus orígenes feministas se han desdibujado, junto con el desafío potencial a la economía y la práctica del parto medicalizado y a la separación de maternidad y sexualidad. (5) Los centros de parto no necesariamente resultaron como se los pensó originalmente; las parteras-enfermeras han sido reemplazadas por obstetras que se rehúsan a aceptar clientes sin cobertura médica; el mobiliario simple ha sido reemplazado por carísimas camas “obstétricas”. (6)

Un movimiento restringido a embarazo y parto que no pregunte y no demande respuestas sobre la vida de los niños, las prioridades del gobierno… un movimiento en el cual cada familia dependa del consumismo y del privilegio educativo para brindar a sus propios hijos nutrición, escolaridad y atención médica, si bien ser percibe a sí mismo como progresivo o alternativo, puede solamente existir como una contradicción menor dentro de una sociedad en la que la mayoría de los niños crecen en situación de pobreza y cuya mayor prioridad es la tecnología bélica.

En los diez años que transcurrieron desde la publicación de este libro, poco ha cambiado y mucho ha cambiado. Depende de qué estemos buscando. Una generación de mujeres políticamente activas modificó sustancialmente el clima y las esperanzas de los ‘70, trabajando para obtener buenas guarderías a bajo costo, partos centrados en la mujer y el bebé en lugar de trabajo de parto medicalizado y alta tecnología obstétrica, igual remuneración por igual trabajo, la legalización del aborto gratis y seguro, evitar la esterilización abusiva, el derecho de las madres lesbianas a la custodia de sus hijos, el reconocimiento de la violación (incluyendo la violación marital) como acto de violencia y del acoso sexual en el lugar de trabajo como discriminación sexual, acción afirmativa, un sistema de salud que responda bien a las mujeres, cambios respecto de los prejuicios masculinos en las ciencias sociales y humanísticas, y mucho más. Sin embargo todas estas han sido, en el mejor de los casos, victorias parciales, que deben ser logradas una y otra vez en los tribunales y en la conciencia pública. Lo suficiente ha cambiado como para que, para algunas mujeres (aquellas mayoritariamente blancas y educadas, con más posibilidades de salir en los medios), las condiciones de vida sean aparentemente infinitamente mejores que las de sus madres y abuelas, e incluso las de sus hermanas mayores.

En 1976, una mujer joven con educación terciaria podía experimentar sexualmente gracias a la píldora, estudiar Derecho, vivir con su novio, y posponer su maternidad (con recurso al aborto legal y seguro en caso de necesidad). Para 1986, casada y trabajando como abogada, podía decidir tener un hijo en un hogar con dos ingresos, dar a luz en casa con una partera y un obstetra que concuerda con su decisión, y descubrir que, mientras el primer ímpetu del movimiento de liberación femenina había apoyado sus decisiones en los ’70s, una sociedad cada vez más obsesionada con la vida familiar y las soluciones personales ahora le daba su aprobación por ser madre. Tenía lo mejor de los dos mundos, decía. Era una post-feminista, nacida libre.

O bien, según los medios, esta mujer estaba diciendo que la liberación no solucionaba nada. Quizás las opciones eran demasiadas. El mundo profesional de las leyes (o de las finanzas corporativas, o del marketing) era implacable, demasiado competitivo si una apuntaba alto; te obliga a adaptar tu vida privada, tensa demasiado las relaciones. Había más autonomía, más libertad real, en la maternidad a tiempo completo. O por lo menos así se transmitían sus opiniones en los medios.

¿Habían cambiado las cosas lo suficiente para ella? Incluso para ella las opciones aparentemente más amplias estaban estrictamente limitadas. Tenía la opción de competir en un sistema económico en el que la mayor parte del trabajo pago realizado por mujeres se lleva a cabo en el ghetto femenino y horizontalmente segregado del trabajo de servicio y de oficina, limpieza, atención de mesas en restaurantes y bares, trabajo doméstico, enfermería, enseñanza de escuela elemental, venta detrás de un mostrador, por mujeres con menor educación y menos opciones. Y las revistas de papel satinado no preguntaban a esas mujeres sobre sus sentimientos conflictivos, sus problemas con el cuidado de los niños. Más bien entrevistaban a hombres blancos de clase media sobre “crianza”, sobre “maternidad masculina”, el lujo de cuidar a un bebé cuya madre eligió trabajar fuera del hogar.

Hacia 1980 una nueva ola de conservadurismo (político, religioso, profundamente hostil a los logros obtenidos por las mujeres en los ‘70) atravesaba el país. Si bien una creciente mayoría de familias en los Estados Unidos no se ajustaban al modelo “nuclear”, la ideología del sistema de familia patriarcal estaba nuevamente en ascenso. La “guerra contra los pobres” de los ‘80 ha sido, por sobre todo, una guerra contra mujeres pobres y sus hijos, contra hogares encabezados por mujeres a los cuales, implacablemente, se les han retirado los servicios y apoyos federales. Las campañas antihomosexuales y antiabortistas, fuertemente financiadas por la Derecha y las iglesias, han erosionado las opciones que habían sido ampliadas por el movimiento de derechos homosexuales y por las decisiones de 1973 de la Suprema Corte de Justicia sobre el aborto. La madre trabajadora con maletín era, en sí misma, un toque cosmético sobre una sociedad profundamente resistente a cambios fundamentales. Las esferas “pública” y “privada” estaban todavía disociadas. Esta mujer no se había encontrado a la entrada de una nueva sociedad en evolución, en transformación. Había sólo sido integrada en las mismas estructuras que habían hecho necesarios los movimientos de liberación. No era que el movimiento de liberación femenina no hubiera tenido éxito, que “no hubiera solucionado nada”. Había habido una contrarrevolución, y esta mujer había sido absorbida.

No se produjeron cambios suficientes para el 61% de adultos pobres que, en 1984, eran mujeres : para la madre soltera encarcelada por un crimen no violento (robo menor, emisión de cheque sin fondos, falsificación) a quien se prohíbe ver a sus hijos o incluso saber dónde han sido llevados ; para la madre chicana que trabaja como enlatadora que trata de alimentar a sus hijos durante una huelga (no por salarios más altos sino contra la reducción de los salarios) y que es desalojada por atrasarse en el pago del alquiler; para la empleada doméstica negra, organizadora de su comunidad, que se lleva a vivir con ella en su pequeño departamento a su hija desempleada y a sus nietos; para las muchas otras que, a partir de los recortes en los programas para madres e hijos establecidos en los ‘80 y el creciente desempleo, se encontraron no sólo en la pobreza sino en la desesperación y, cada vez más, sin hogar; para la pareja lesbiana de clase obrera que trata de criar a sus hijos en un clima de homofobia intensificada y una economía deprimida; para las madres de clase obrera que antes estaban orgullosas de su capacidad para arreglárselas y ahora se encuentran con sus hijos haciendo fila frente a la olla popular. Mujeres sin maletín, muchas de ellas refugiadas en el torbellino del desarraigo, el lenguaje desconocido, la nueva cultura.

Algunas ideas no son realmente nuevas, pero tienen que ser afirmadas, una y otra vez, desde el principio. Una de ellas es la idea, aparentemente simple, de que las mujeres son intrínsecamente tan humanas como los hombres, que ni las mujeres ni los hombres son meramente la ampliación de un negativo de códigos genéticos, de datos biológicos. La experiencia nos forma, la aleatoriedad nos forma, las estrellas y el clima, nuestro amoldarnos y rebelarnos, y sobre todo, el orden social que nos rodea.

Mientras escribo esto, el ataque al derecho de las mujeres al aborto seguro y a bajo costo va fuertecrescendo. La bibliografía de textos (a favor y en contra, legales, teológicos, éticos, políticos) relacionados con el aborto se ha duplicado desde que escribí el último capítulo de este libro. A la lucha se han sumado los autodenominados “pacifistas antiabortistas” y “feministas antiabortistas”, además de los terroristas, junto con fundamentalistas cristianos con fuertes convicciones derechistas respecto de la familia nuclear y fuertes objeciones a la interferencia del Estado en la esfera de la vida familiar. “Desde su punto de vista, la familia está por un lado sitiada y por el otro es sagrada, y cualquier política que intente dirigirse a los miembros de una familia como entidades separadas, más que como un conjunto orgánico, es, a priori, nociva.”

Los argumentos contra el aborto tienen en común una valoración del feto nonato superior a la de la mujer viva. Si “el debate sobre el aborto es un debate sobre el ser persona [personhood]” , el movimiento de liberación femenina es también un movimiento sobre el ser persona (como cualquier movimiento de liberación). La mujer viva y politizada reclama ser una persona ya sea que esté vinculada a una familia o no, que esté vinculada a un hombre o no, que sea madre o no. La postura antiabortista busca introducir una única y monolítica cuña en un conjunto de temas tales como las prerrogativas sexuales masculinas, la heterosexualidad prescriptiva, la desventaja económica femenina, el racismo, la prevalencia de la violación y del incesto paternal. Así, la mujer es aislada de su contexto histórico como mujer; su decisión a favor o contra el aborto está desconectada del peculiar status de la mujer en la historia de la humanidad. El movimiento antiabortista trivializa los impulsos de la mujer hacia su educación, su independencia y su autodeterminación, considerándolos autoindulgencia. Su texto no escrito más profundo no trata sobre el derecho a la vida, sino sobre el derecho a ser sexual, a separar la sexualidad de la procreación, a hacernos cargo de nuestra capacidad procreativa.

Al permitir que el “acto individual” del aborto sea considerado el tema real, algunos de los que están a favor han recaído en la estéril argumentación de que se trata de “un simple procedimiento quirúrgico”. Pero la posición feminista general ha sido más compleja, y tiene que ver con contextos, con transformación social, con el uso y abuso de poder, con relaciones liberadas de los modelos de dominación y sumisión. Aunque reclama para sí una postura moral superior, la retórica antiabortista reduce el alcance y la riqueza de la opción moral. No ve al mundo más allá del feto sino en el resbaladizo argumento de que, al permitir la matanza de fetos, pasaremos directamente a matar a los viejos, los retardados mentales, los discapacitados físicos. Pero el desequilibrio entre la preocupación por las mujeres y la preocupación por los fetos se repite en el desequilibrio entre la atención que los antiabortistas prestan al feto y la que prestan a la gente más vulnerable que ya vive bajo terrible presiones en la sociedad estadounidense: los viejos, los sin techo, los discapacitados, los de piel más oscura, los niños de edad preescolar (uno de cada cuatro) que viven en la pobreza, los niños maltratados o abusados en la familia nuclear.

Una moralidad antiabortista que no respete el valor humano intrínseco de la mujer, es hipocresía. Pero también lo es una moralidad antiabortista que abunda sobre los derechos y valores del feto y sin embargo condona la cínica indiferencia hacia el espectro total de la vida humana que constituye ahora la política oficial en los Estados Unidos.

Hoy no terminaría este libro, como lo hice en 1976, afirmando que “la reposesión de nuestros cuerpos por parte de las mujeres provocará un cambio más esencial en la sociedad humana que la posesión de los medios de producción por parte de los trabajadores.” Si, en efecto, el libre ejercicio por parte de todas las mujeres de sus opciones sexuales y procreativas catalizará enormes transformaciones sociales (y yo creo que sí), también creo que esto puede suceder sólo junto con, y ni antes ni después de, otros reclamos que a las mujeres y a ciertos hombres han sido denegados por siglos: el derecho a ser persona; el derecho a compartir en forma equitativa el producto de nuestro trabajo; a no ser usados meramente como un instrumento, un rol, un útero, un par de manos o una espalda o un conjunto de dedos; a participar plenamente de las decisiones en nuestro lugar de trabajo, en nuestra comunidad; a hablar por nosotras mismas, por derecho propio.

La mayor parte del trabajo, en todo el mundo, es realizada por mujeres: esto es un hecho. En todo el mundo, las mujeres tienen y crían niños; cultivan, procesan y comercializan alimentos; trabajan en fábricas y talleres; limpian hogares y edificios de oficinas; practican el trueque, crean e inventan la supervivencia del grupo. La elección procreativa es, para las mujeres, un equivalente a la demanda por la jornada laboral legalmente limitada que Marx consideraba la coyuntura más importante para los obreros del siglo XIX. Las luchas por esa “modesta Magna Carta”, como la llama Marx, surgieron de una época en la que el empleador era literalmente el dueño de la vida del trabajador. Las Leyes de Fábricas no terminaron con el capitalismo, pero cambiaron la relación de los trabajadores con sus propias vidas. También reemplazaron la impotencia del trabajador individual con la toma de consciencia de que la confrontación colectiva podía ser efectiva.

Durante siglos, las mujeres también han actuado, a menudo sin confrontación directa, a partir de un entendimiento colectivo de que sus cuerpos no serían explotados. Orlando Patterson informa que en Jamaica, en época de la esclavitud, “no sólo la tasa de mortalidad era anormalmente alta, sino, más extraordinariamente, las mujeres esclavas se rehusaban absolutamente a reproducirse, en parte por desesperación e indignación, como una forma de rebelión ginecológica contra el sistema, y en menor grado debido a prácticas de amamantamiento peculiares”. Angela Davis informa sobre esquemas similares de las esclavas afro-americanas. Michael Craton nota que, si bien las mujeres esclavas en Jamaica podían ser relevadas del trabajo pesado en los campos si tenían y criaban cierto número de hijos, no tenían hijos o tenían muy pocos. A partir de la emancipación, la tasa de natalidad aumentó.

Angela Davis enfatiza el hecho de que, si bien “las mujeres negras han abortado desde los primeros días e la esclavitud”, el aborto no ha sido considerado “un punto de partida hacia la libertad”, sino un acto de desesperación “motivado… por las opresivas condiciones de la esclavitud”. Con el debido respeto hacia Davis, creo que ella subestima hasta qué grado las mujeres blancas han recurrido al aborto como “acto de desesperación” dentro del contexto no de esclavitud, sino de otras presiones: violación, traición sexual, incesto familiar, total falta de apoyo para la madre soltera, pobreza, falla de los intentos anticonceptivos, e ignorancia sobre o falta de disponibilidad de métodos anticonceptivos. El aborto puede ser un acto de desesperación económica en situación de explotación económica que, aunque menos total y abiertamente violenta que la esclavitud, ofrece a las mujeres opciones mínimas, tanto en el lugar de trabajo como en el hogar. Si es derecho al aborto es un punto de partida hacia la libertad, puede serlo sólo junto con otros tipos de puntos de partida, otras clases de acción. Y, como señala Davis, un movimiento feminista por los derechos reproductivos debe ser sumamente claro en su disociación del racismo de los movimientos de “control poblacional” y eugénicos, oponiéndose a la esterilización involuntaria como parte integral de su política.

Como mujer blanca, de clase media y educada, que a fines de los años ‘50 tuvo que rogar y argumentar para conseguir la esterilización después de haber tenido tres hijos, al principio sólo entendí que la esterilización a pedido era tan necesaria como el aborto legal y gratuito. Recuerdo vívidamente el impacto de la contradicción que surgió en los ‘70: mientras el establishment médico estaba poco dispuesto a esterilizar mujeres como yo, los mismos profesionales y el gobierno federal ejercían presión y coerción para esterilizar a gran número de mujeres indias, negras, chicanas, blancas pobres y portorriqueñas. Una política de hace treinta años de la U.S. Agency for International Development dio como resultado la esterilización del 35% de las mujeres puertorriqueñas en edad de tener hijos. Entre 1973 y 1976, 3.406 indias fueron esterilizadas; en un hospital del Indian Health Services en Oklahoma, una de cada cuatro mujeres internadas fue esterilizada: 194 en un solo año. (In 1981, 53,6% de los hospitales universitarios de Estados Unidos todavía tenía como requisito para abortar la esterilización). Las demandas legales iniciadas por el Southern Poverty Law Center en defensa de las hermanas Relf (ver pág. 75) o el juicio Madrigal versus Quilligan en defensa de diez mujeres de origen mexicano contra el Los Angeles County Hospital en 1974 mostraron dramáticamente la contradicción y dieron origen al activismo contra la esterilización abusiva, exigiendo la emisión, por parte del HEW (Department of Health, Education and Welfare), de una guía para la esterilización voluntaria. Hasta la emisión de dicha guía, HEW financiaba 100.000 esterilizaciones anuales a través de Medicaid y agencias para la planificación familiar.

En 1977, la Enmienda Hyde canceló el uso de fondos de Medicaid para abortos, pero continuó financiando esterilizaciones. En el mismo año, en la National Conference on Sterilization Abuse, una amplia coalición (mujeres indias, negras y latinas, activistas feministas de la salud, medios alternativos, grupos religiosos y de acción social comunitarios) presionó al HEW para que reglamentara todas las esterilizaciones financiadas por el gobierno federal. “El consentimiento informado sobre el procedimiento y las alternativas debía ser otorgado, en el idioma preferido por la cliente; el consentimiento no podía ser obtenido durante el trabajo de parto; era obligatorio un período de espera de treinta días; y había una moratoria para la esterilización de mujeres de menos de 21 años.” (La mayoría de la gente objeto de esterilización involuntaria son mujeres.)

Hubo una tormenta de oposición por parte de administradores de hospitales, obstetras, ginecólogos y una variedad de organizaciones de planificación familiar e incluso feministas. La National Organization for Women y la National Abortion Rights Action League sostuvieron que las reglamentaciones eran una forma indeseable de legislación proteccionista, detractoras de la autonomía femenina. Muchas feministas blancas no lograron entender que las facilidades para obtener “esterilización a pedido”, sin período de espera, podían convertirse, y en efecto se convirtieron, en esterilizaciones abusivas en los casos en que la mujer era de piel oscura, vivía de subsidios o en una reservación indígena, hablaba poco o nada de inglés, o bien si su inteligencia y capacidad de juzgar por sí misma se suponían por debajo del nivel aceptable, por cualquiera de las razones antes mencionadas. Yo misma tuve que luchar contra esta contradicción: basándome en mi propia experiencia, no había reparado en las otras facetas de las políticas en cuestión. El tema de la esterilización me demostró cómo la raza y la clase social diferencian incluso las experiencias más básicas, comunes a todas las mujeres: la experiencia de que nuestras decisiones reproductivas sean tomadas por nosotras, por instituciones dominadas por hombres.

Con la promulgación de las reglamentaciones del HEW en 1978, muchos grupos que luchaban contra la esterilización abusiva se desbandaron o reagruparon alrededor del tema del aborto. Pero las reglamentaciones no han sido una solución a los problemas estructurales que rodean este tema. Shapiro descubrió, en 1985, que mientras “hasta hace poco, las minorías eran esterilizadas en proporciones sustancialmente mayores que las blancas”, actualmente “las pobres son esterilizadas a tasas desproporcionadamente altas… La esterilización de las minorías no ha declinado. En cambio, están aumentando las esterilizaciones entre las blancas, notablemente blancas pobres que dependen de subsidios.

Las actitudes enquistadas respecto de las mujeres (analizadas en las Capítulos IV, V y VIII de este libro), de los pobres, de la gente de color; una creciente dependencia de la medicina y la tecnología para la resolución de problemas sociales; una actitud mental neo-Malthusiana de control poblacional focalizada en la “superpoblación” en lugar de la justa distribución de los recursos… estos factores subsisten. Como dice Shapiro, “el Estado hace que sea más fácil, para la madre dependiente de subsidios, obtener una esterilización, que mantener a sus hijos abrigados en invierno, conseguir guarderías, o darles una alimentación nutritiva.”

El vínculo del derecho al aborto con la esterilización abusiva es muy fuerte, porque conecta los temas reproductivos femeninos a través de las líneas de clase y raza, y porque dramatiza la necesidad de las mujeres, sean cuales fueren, de decidir cómo serán usados sus cuerpos, si tendrán o no hijos, de elegir ser sexuales y maternales. Es posible que en los próximos años el aborto sea nuevamente criminalizado [en Estados Unidos]. En este caso, miles de mujeres morirán, en dolor y soledad, por abortos ilegales fallidos o por autoabortos. Las mujeres pobres son quienes más sufrirán y quienes tendrán el mayor índice de mortalidad. Los traficantes del aborto ganarán miles de dólares, y los profesionales conscientes que se arriesguen (incluyendo a mujeres que ayuden a otras mujeres) irán a la cárcel. Pero actualmente existe una masa crítica de mujeres que, en forma colectiva, saben mucho más de lo que la mayoría de las mujeres han sabido en este siglo sobre el cuidado físico de sí mismas y de otras. Existe no simplemente un movimiento político de mujeres de casi dos décadas, sino un movimiento de autoeducación y educación sanitaria femenino que ha creado enormes recursos. La lucha será continuada, abiertamente y a escondidas, por mujeres y algunos hombres que son plenamente conscientes de que este no es un tema aislado o simplista, que la disponibilidad del aborto seguro, a pedido, es meramente una de las cuestiones para las que tenemos que unirnos todos, que de lo que se trata no es del aborto per se, sino del poder de las mujeres de elegir cómo y cuándo usaremos nuestra sexualidad y nuestras capacidades reproductivas, y que esto, en todas sus múltiples implicancias, abre la puerta a un nuevo tipo de comunidad humana.

Como gran pare de la bibliografía feminista radical de su época, este libro depende en gran medida del concepto de patriarcado como depósito al que van a parar todos los factores negativos de la historia. Intenté en estas páginas definir al patriarcado lo más concretamente posible, no dejarlo caer en la abstracción. Pero no quise, y ciertamente no quiero hacerlo ahora, dejar que el término “patriarcado” se convierta en una bolsa tan amplia que oscurezca áreas específicas de la experiencia femenina. El problema del encuadre de la opresión específica de las mujeres en tanto mujeres ha sido tratado de distintas maneras por diferentes grupos de feministas. Por ejemplo, en Capitalist Patriarchy and the Case for Socialist Feminism, un volumen de ensayos publicado en 1979 y editado por Zillah Eisenstein, pueden verse las dificultades que encontraron las Marxistas-feministas blancas al tratar de unir el análisis feminista con el de clase: en términos de Rosalind Petchesky, de “disolver el guión”. En el mismo libro, en “The Combahee River Collective: A Black Feminist Statement” puede verse cómo las mujeres negras trabajan para separar y para reconectar los frentes de batalla de clase, raza y sexo.

El patriarcado es un concepto concreto y útil. Ya sea que sea considerado como un fenómeno capitalista o como parte de la historia precapitalista de muchos pueblos, que también debe ser confrontado en los socialismos existentes, ahora es ampliamente reconocido como el nombre de una jerarquía sexual identificable. No estamos en peligro de perder nuestro enfoque del patriarcado como forma fundamental de dominación, paralela a e interconectada con raza y clase. Pero ver al patriarcado como un producto puro, no relacionado con la opresión económica o racial, me parece, hoy, que desvía las líneas de análisis que seguimos para actuar.

El otro lado del patriarcado-como-bolsa es la idealización de las mujeres. Aparentemente, a las feministas blancas no les ha resultado fácil expresar una visión feminista sin tropezar con ese ámbito conocido como “la cultura femenina, que tan a menudo corresponde fuertemente a la “esfera separada” de la clase media femenina victoriana. Como madres, las mujeres hemos sido idealizadas y también explotadas. Afirmar el valor intrínseco humano de la mujer mientras éste continúa siendo negado en forma insidiosa y flagrante no es algo fácil de hacer en términos estables, claros y no sentimentales. Para las mujeres blancas de clase media, en particular, la mística de la superioridad moral de la mujer (derivada de los ideales del siglo XIX de la castidad femenina y de lo maternal) puede acecharnos, incluso una vez que el pedestal ha sido echado por tierra.

En este sentido, me resultan dudosas las políticas de los grupos pacifistas femeninos, por ejemplo, que celebran la maternalidad como base para el compromiso en acción antimilitarista. No creo que una madre con su hijo sea ni más moralmente creíble ni más moralmente capaz que cualquier otra mujer. Un niño puede ser usado como credencial simbólica, como objeto sentimental, como un distintivo de rectitud. Yo cuestiono la creencia implícita de que sólo “las madres” con “sus hijos propios” tienen un interés real en el futuro de la humanidad.

Y esta es seguramente uno de los puntos que, en los Estados Unidos, las mujeres indias y las negras han entendido de forma muy diferente, sobre la base de la historia y los valores de sus respectivas comunidades: la preocupación compartida por muchos miembros de un grupo respecto de todos sus niños.

En mi capítulo “Motherhood and Daughterhood” traté estas diferencias en forma superficial. Estaba tratando de estudiar el territorio con los instrumentos que, en ese momento, me eran más familiares: mi propia experiencia, la literatura escrita por mujeres anglosajonas blancas de clase media (Virginia Woolf, Radclyffe Hall, Doris Lessing, Margaret Atwood), y el estudio de Carroll Smith-Rosenberg sobre relaciones entre mujeres blancas de clase media en el este de los Estados Unidos en el siglo XIX. Si bien no me limité a estos materiales únicamente, se convirtieron en el lente a través del cual miraba a mi sujeto, a tal punto que incluso el testimonio personal quedó desvirtuado. Al escribir, por ejemplo, sobre haber sido cuidada por una niñera negra, intenté desdibujar esa relación para convertirla en la relación madre-hija. Pero un “entendimiento” personalizado no evitó que me deslizara sobre el sistema concreto en el cual las mujeres negras han debido nutrir a los hijos del opresor. (Ver mi nota de 1986 a este pasaje, pág. 255). Es más, basándome en la mitología griega, siempre a mano, generalicé que “la catexis entre madre e hija” estaba en peligro siempre, en todo el mundo. Un estudio de los mitos y las filosofías indígenas, africanos y afroamericanos podría haber sugerido modelos distintos.

La riquísima literatura escrita por mujeres afro- y caribeño-americanas, y crecientemente por mujeres indígenas, asiático-americanas y latinas, ofrece la complejidad de esta perspectiva diferente. En la obra de teatro Florence de Alice Childress, la madre es ferozmente protectora de su hija y está totalmente determinada a apoyar sus aspiraciones, en un mundo que quiere que su hija no sea más que una empleada doméstica. En The Bluest Eye de Toni Morrison, Pauline Breedlove ha sido tan dañada por el racismo internalizado que no puede ni amar ni intentar proteger a su propio hijo, a la vez que se desvive por los rubios hijos de su empleador. El cuento “Medley” de Toni Cade Bambara está escrito en la voz de una madre que “recién ahora lo está logrando”, una buena manicura a quien los hombres no engañan ni fascinan. Mientras arregla las uñas de un conocido tahúr o canta en la ducha con su novio, el proyecto que declara es “hacer un hogar para mi hija”. En otro cuento de la misma autora, la madre (una revolucionaria en algún lugar del mundo que sugiere Vietnam) entrega su hija a una compañera para que la cuide hasta la liberación de la ciudad, un evento en el cual la niña, educada maternalmente, también participará. Si bien los personajes no son ostensiblemente negros, el cuento refiere a la historia de las rebeliones de los esclavos del siglo XIX y al Underground Railroad [organización clandestina que ayudaba a escapar a los esclavos]. En Brown Girl, Brown Stones de Paule Marshall, el intenso conflicto entre madre e hija marca lo que Mary Helen Washington denominara “el más complejo tratamiento del vínculo madre-hija en la literatura estadounidense contemporánea”. Eva Peace, en Sula de Toni Morrison, se ve forzada a volcar todas sus fuerzas en la lucha por la supervivencia de sus hijos; su amor maternal se expresa en acción hasta el fin, en un contexto tan básico en cuanto a sus dificultades que no permite ningún “mundo femenino de amor y ritual”. En Zami, Audre Lorde retrata una madre inmigrante de las Indias Occidentales que cría a sus tres hijas en el ajeno mundo de Harlem, New York; es una mujer estricta, auto-contenida, leal a su esposo, que no demuestra su afecto salvo en el momento de la primera menstruación de su hija. Es su casa la que la hija debe dejar para convertirse en poetisa y en lesbiana. Pero aún en esta corta lista hay diferencias culturales específicas que median las interacciones madre-hija: afroamericanas, de las Indias Occidentales, urbanas, rurales.

Consideremos las implicancias de la siguiente afirmación de Joyce Ladner:

“Las mujeres negras son socializadas… temprano en sus vidas para convertirse en mujeres fuertes e independientes que, debido a las precarias circunstancias que surgen de la pobreza y el racismo, pueden eventualmente tener que convertirse en cabeza de sus propias familias.”

Ser mujer negra, cabeza de familia, no implica poseer un mayor poder social y político, aunque a menudo implica liderazgo y responsabilidad dentro de la comunidad. Conlleva las diversas tareas de proveer, proteger, enseñar, establecer objetivos, siempre en el contexto antagonista y casi siempre violento del racismo. Gloria I. Joseph, que ha realizado estudios pioneros sobre maternidad e hijidad [daughterhood !] negras, amplifica a Lardner al descubrir que

“existe una tremenda cantidad de conocimientos transmitidos por las madres negras a sus hijas, que permite a éstas sobrevivir, existir, tener éxito y ser importantes para las comunidades negras, a lo largo de los Estados Unidos. Estas actitudes se internalizan y transmiten a las generaciones futuras.”

Joseph también señala que es típico, en las familias negras, que la crianza sea compartida con muchas personas, incluidos los hermanos:

“Las mujeres negras tienen roles integrales en la familia, y frecuentemente es irrelevante si son madres biológicas, hermanas o miembros de la familia extendida. Desde el punto de vista de muchas hijas negras, podría ser: mi hermana, mi madre; mi tía, mi madre; mi abuela, mi madre.”

El psicoanálisis y la psicología han priorizado las relaciones “primales” asumidas en la familia nuclear de clase media europea del siglo XIX, de la que surgió el psicoanálisis: padre, madre, hija, hijo. Pero al leer el comentario de Gloria Joseph, recuerdo un poema de Bea Medicine, una antropóloga lakota:

“Una mujer de muchos nombres

todas las designaciones de familia

Tuwin: tía

Conchi: abuela

Hankashi: prima

Ina: madre

todas honorables,

todas buenas.”

En la reciente literatura escrita por mujeres de color en este país, la afirmación del vínculo madre-hija está poderosamente expresada, no primariamente en términos de una díada sino como una faceta de una cultura de mujeres y de una historia grupal que no es meramente personal. Existen, obviamente, grandes variaciones de cultura e historia, enmarcadas en el factor del racismo y de las posiciones ocupadas por las mujeres de color en una economía racista y sexista. El primer volumen bilingüe de narrativa escrita por latinas comienza:

“La mayoría de las latinas, buscando algún tipo de tradición literaria entre nuestras mujeres, hablan usualmente de los ‘cuentos’ que nos contaron nuestras madres y abuelas… En la mayoría de los casos, nuestras vidas y las vidas de las mujeres que nos precedieron jamás han sido contadas completamente, salvo en forma oral. Pero ya no podemos arriesgarnos a mantener nuestra tradición oral: una tradición que se basa en estrechas redes familiares y que depende de que las varias generaciones vivan en la misma ciudad o barrio.”

Así, los cuentos de la madre, e incluso la lengua materna, son la fuente de literatura. La misma idea ha sido expresada por Paule Marshall, por Audre Lorde en Zami, por Cherríe Moraga en “La Güera” , y es furiosamente explorada por Nellie Wong en su poema “On the Crevices of Anger”:

“Ai ya, yow meng ah! Cómo podemos siquiera empezar

a saber, a entender si cerramos nuestros oídos,

si cerramos nuestros ojos a la luna,

hacemos cráteres en nuestros propios cuerpos, ignoramos

el toque humano?

Tengo ahora a mi madre en mis brazos

aunque ella no está aquí.

Nunca me tuvo en sus brazos

nunca me tuvo en sus brazos

pero no es demasiado tarde,

no cuando respiro y descifro su voz,

aunque dura, estridente, llamando

a través de las escamaciones de mi piel.

… Todavía busco a mi madre

que no conoció fama ni notoriedad, que pelaba camarones

por una monedas diarias…

Escribió un poco en inglés, un poco en chino

y lloró después del nacimiento

de cada hija.

Ella es la poetisa que veía y que no me vio.”

En un ensayo sobre feminismo asiático-americano, Merle Woo habla de terminar con el silencio de las mujeres asiáticas: un manifesto escrito como una carta a su madre. En la novela Obasan de Joy Kogawa, el silencio protector (y autoprotector) de la tía abuela issei [nacida en Japón] es roto por la militante tía nisei [primera generación de inmigrantes], la historiadora familiar. Kogawa estudia cómo una familia japonesa-canadiense extendida es diezmada por la guerra y el racismo; sin embargo, la niña cuya madre apenas sobrevive Hiroshima tiene dos guardianas mujeres, y cada una hace lo que mejor sabe hacer, a pesar de los años de reubicación, desposesión y fragmentación.

Al escribir sobre la resistencia a la Relocation Act [ley de reubicación] para los pueblos hopi y navajo de Big Mountain, Arizona, Victoria Seggerman resalta el papel que tuvieron las “abuelas” (mujeres maduras y ancianas) en la vida de la familia extendida y como líderes de la resistencia:

“Las madres son responsables del conocimiento económico, social y ritual de sus hijas… Las abuelas tienen una posición especial, porque transmiten la pertenencia al clan y el linaje, además de la mitología y las ceremonias… Las relaciones de poder, autoridad e influencia se estructuran en forma matrilinear; la descendencia y la socialización son responsabilidad del linaje materno. Las mujeres son respetadas por su asesoramiento, su maternidad y sus capacidades económicas.”

Lamentablemente, algunas feministas blancas han tendido a idealizar y expropiar los valores indígenas, tratando de absorberlos en una espiritualidad o un utopismo feministas, eclécticos y desarraigados, con poca preocupación activa respecto de la continua destrucción, por parte de los blancos, de familias, tribus, naciones y pueblos indígenas; de la separación forzada de los niños de sus casas maternas; del desalojo de las tierras de sus abuelas; de la esterilización abusiva de las mujeres indígenas. El poder espiritual y práctico de la mujer indígena adulta se ve cruelmente constreñido por las coerciones del gobierno de los Estados Unidos.

Menciono estos trabajos como parte del material que, respecto de mis ideas del Capítulo IX, ha representado un reto o una ampliación.

En 1986, la visibilidad y la variedad de la maternidad lesbiana son mayores que en 1976. En ese momento parecía importante analizar la maternidad lesbiana como parte integral de la experiencia de la maternidad en general, para no clocar a las madres lesbianas aparte, en un capítulo separado. Las lesbianas que criaban hijos de anteriores matrimonios, solas o en parejas lesbianas, comenzaban a ser visibles, a medida que muchas mujeres previamente identificadas como heterosexuales, empezaron a dejar sus matrimonios y a definirse [come out] como lesbianas.

Quizás el tema más evidentemente doloroso y divisivo en los años ‘70 era el de los hijos varones. Muchas comunidades lesbianas tenían dificultades respecto del lugar de los hijos varones en los espacios físicos concretos o en los intereses políticos de la comunidad. En el fondo, la disputa era entre la objeción a “dar energía” a varones (por más jóvenes que fueran), y la esperanza de que un varón joven criado en una comunidad femenina políticamente consciente se convertiría en un nuevo tipo de hombre. Como resulta obvio del Capítulo VIII de este libro, yo comparto esta esperanza.

Actualmente, después de una década de litigios legales por el derecho de las madres lesbianas a la custodia de sus hijos, surgen nuevos temas y nuevas perspectivas. Muchas lesbianas, en pareja o no, están teniendo hijos por inseminación artificial. Mujeres que co-crían [co-parent] hijos con madres lesbianas buscan su reconocimiento como madres, incluyendo derechos de visita y custodia. Firmar un boletín, visitar un niño hospitalizado o dar consentimiento para un tratamiento médico en ausencia de la madre se convierten en un tema de derechos legales para la co-madre [co-parent] lesbiana, a diferencia de lo que ocurre con una madrastra o un padrastro casados. En situación de muerte o incapacidad de la madre biológica, lo más probable es que el hijo sea asignado al padre o a cualquier otro familiar sanguíneo, sin importar la duración y la calidad del vínculo entre co-madre e hijo. Mientras tanto, en cualquier juicio por custodia, las madres biológicas lesbianas todavía deben enfrentar prejuicios homofóbicos.

Sandra Pollack señala que gran parte de la investigación sobre maternidad lesbiana ha surgido la de lucha por la custodia, y que su énfasis ha estado puesto en mostrar que “las madres lesbianas son idénticas a cualquier otra madre, o por lo menos a cualquier madre soltera.” Cuando los tribunales intentan establecer la “capacidad de crianza” [parental fitness], los estereotipos heterosexuales y tradicionales respecto de los roles sexuales son tenidos por norma; la hija de una lesbiana será considerada sana y estable si usa vestidos, juega con muñecas y no se muestra afectada por las decisiones no tradicionales de su madre. Pollack se opone a esta perspectiva, sugiriendo que las madres lesbianas son diferentes y que las diferencias son complejas y tienen que ver en parte con la homofobia social y sus efectos (discriminación habitacional y laboral, temor a ser descubierta, invisibilidad lésbica), pero también con una ausencia de roles sociales rígidos, con modelos de independencia, auto-suficiencia, confianza en sí misma, y con la diversidad cultural e individual que existe en los hogares lesbianos. Impulsa una investigación que se aparte de la “homogeneización” de la maternidad lesbiana dentro de la heterosexualidad convencional, y apunte hacia las verdaderas vidas y necesidades de las lesbianas y sus hijos.

Es precisamente porque la lesbiana es diferente que un sistema de valores que prescribe un conjunto limitado de posibilidades para las mujeres no puede ni tolerarla ni afirmarla. Es precisamente porque la diferencia es tan poderosa (si bien lo “diferente” puede socialmente carecer de poder) que se convierte en blanco de amenazas, acoso, violencia, control social, genocidio El poder de la diferencia es el poder de la propia plenitud de la creación, la estimulante variedad de la naturaleza. Cada niño que nace es testimonio de cuán intrincadas y amplias son las posibilidades inherentes a la humanidad. Sin embargo desde el nacimiento, en la mayoría de los hogares y de los grupos sociales, enseñamos a los niños que sólo algunas de sus posibilidades son vivibles; les enseñamos a oír sólo ciertas voces dentro de ellos, a sentir sólo lo que nosotros creemos que deben sentir, a reconocer sólo a ciertos otros como humanos. Enseñamos al niño a odiar y despreciar esos lugares de sí mismo en los que se identifica con las mujeres; enseñamos a la niña que hay un solo tipo de femineidad y que las partes incongruentes de sí misma deben ser destruidas. La repetición o reproducción de esta restringida versión de humanidad, que una generación transmite a la siguiente, es un ciclo cuya ruptura constituye nuestra única esperanza.

En 1976 analicé la entrada de los hombres a la tarea del cuidado infantil [child care], tanto en las familias como en sistemas de guardería. Actualmente este tema me parece mucho más amplio que el proyecto de desarrollar habilidades de crianza en los hombres, o que los niños reciban atención primaria tanto de mujeres como de hombres. La pregunta cada vez más acuciante es: ¿cómo lograr tener, en esta sociedad, cuidado infantil no explotador, más allá de que sea realizado y organizado por mujeres, por hombres o en forma conjunta? Ya abundan las guarderías con licencia, impulsadas comercialmente, a medida que un creciente número de madres debe salir a trabajar, sin importar qué sienten respecto de quedarse en la casa con los hijos. Las guarderías corporativas pueden pronto convertirse en una multimillonaria industria de servicios. Si pensamos en los sistemas de salud o de educación de este país como modelos posibles, sabemos que éstos están organizados para beneficiar a quienes más pueden pagar, y que incluso en estos casos pesa más la tecnología que el respeto y el cuidado del individuo. ¿Quién se ocupará realmente de los niños? ¿Cómo serán entrenadas estas personas? ¿Cuánto se les pagará, en una profesión denigrada hace tanto tiempo por ser “trabajo de mujeres”? ¿En qué medida determinarán los padres las políticas? ¿Quién determinará los standards? ¿Se reconocerá la experiencia y la imaginación de quién? ¿Cómo se respetará la diversidad cultural y sexual, en un país donde prevalece la norma de la familia nuclear, estable, rubia y de ojos azules?

Para muchos estadounidenses, el estereotipo de la guardería pública deriva de la propaganda antisocialista de la Guerra Fría: niños de tierna edad son separados por la fuerza de sus madres y entregados al Estado; un estereotipo de uniformidad y adoctrinamiento colectivistas opuesto al individualismo maternal/paternal. En esta pesadilla, los niños son convertidos en pequeños robots que aprenden a traicionar a sus padres. Pero sabemos (nos han forzado a saber) que dentro de la unidad familiar nuclear individual estadounidense ha habido una epidemia de violación sexual, en general padre a hija o hermano a hermana, a veces con la negación o la colaboración pasiva de la madre; que existe el maltrato infantil además del maltrato a la mujer; también, y en particular en el caso de adolescentes, que el rechazo de los padres lleva al abandono voluntario o a la entrega de jóvenes al sistema judicial juvenil. A partir de su investigación de asesinatos seriales de mujeres y de jóvenes de la calle, Jean Swallow ha establecido conexiones entre el abuso sexual infantil y la “delincuencia” adolescente femenina: prófugas, prostitutas, chicas de la calle, alcohólicas adolescentes. Los niños golpeados y violados de la no examinada familia estadounidense se encuentran en las calles de Seattle o St. Paul, jóvenes que tratan de sobrevivir, y que dependen de extraños.

Entre un Estado patriarcal y la familia patriarcal como guardianes de los niños, hay poco para elegir. Pero existe otra posibilidad: el surgimiento de un movimiento colectivo antipatriarcal, que adjudique el mayor valor al desarrollo de los seres humanos, a la justicia económica, al respeto por la diversidad racial, cultural, sexual y étnica, a brindar las condiciones materiales para que los niños florezcan en mujeres y hombres responsables y creativos, y a redireccionar y finalmente extirpar la propensión a la violencia.

Ha sido extraño vivir nuevamente este libro de cerca y en forma crítica. Otra vez he sentido el ardor y la necesidad que sentí durante los cuatro años de investigación y redacción. Porque el tema no se agotó en mí cuando terminé el libro. Seguí con otros temas, pero éste ha perdurado, bajo tierra y en las formas concretas en que mis hijos y yo hemos estado juntos y separados. En las formas concretas en que yo y otras mujeres hemos estado juntas y separadas.

Nunca quise que este libro se prestara a la sentimentalización de las mujeres o de la capacidad de crianza o espiritual de las mujeres. Fui reprendida, por una respetada mentora, por terminar el libro con un capítulo sobre violencia maternal. Ella pensaba que yo estaba dando munición al enemigo por la mera inclusión de ese capítulo. Pero yo creía en lo que escribí en 1976: “las teorías de poder femenino y de ascendencia femenina deben tener plenamente en cuenta las ambigüedades de nuestro ser, y elcontinuum de nuestra consciencia, las potencialidades de energía, tanto creativa como destructiva, en cada una de nosotras.” Todavía sigo creyéndolo. La opresión no es la madre de la virtud; la opresión puede desvirtuarnos, minarnos, hacer que nos odiemos a nosotras mismas. Pero también puede hacernos realistas, que no nos odiemos a nosotras mismas ni nos asumamos como meras víctimas inocentes e inimputables.

Al preparar esta edición de 1986, decidí no corregir el cuerpo del libro, excepto unas pocas cosas que abrevié; la actualización de la mayor cantidad de datos posible, y la indicación, tanto en las notas como en esta introducción, de ciertos puntos que hoy cuestiono o incluso veo en forma diferente de lo que escribí hace diez años. Este libro es el trabajo de una mujer que ha continuado aprendiendo, reflexionando, actuando, y escribiendo. También es un documento basado en un movimiento político mundial que, en sí mismo, ha estado en proceso, lucha y debate interno continuos durante estos años. Quiero que esta nueva edición muestra ambas cosas.

Santa Cruz, California, marzo , 1986

NOTAS

1- Esta introducción fue escrita para la Edición del Décimo Aniversario.

2- Audre Lorde, “No Hay Poemas Honestos sobre Mujeres Muertas”, en Our Dead Behind Us (New York: Norton, 1986)

3- Ver por ejemplo Nancy Stoller Shaw, Forced Labor (New York, Pergamon, 1974); Barbara Ehrenreich y Deirdre English, For Her Own Good: 150 Years of the Experts’ Advice on Women (New York: Anchor Books, 1979); Michelle Harrison, Woman in Residence (New York: Penguin, 1983).

4- Para una descripción histórica detallada del movimiento femenino de salud y una lista de las organizaciones actuales, ver “The New” Our Bodies, Ourselves de Boston Women’s Health Book Collective (New York: Simon and Schuster, 1984). Ver también Jo Freeman, The Politics of Women’s Liberation (New York: David McKay, 1975), pág. 158.

5- “La Escuela Familiar Cristiana ofrece dos cursos de parto casero… Creemos, y lo hemos confirmado con nuestra experiencia, que la mayoría de los partos pertenecen al hogar, y que los padres pueden aprender todo lo que necesitan para un parto seguro … Cuando Ud. está en la Escuela Familiar Cristiana, … le pedimos que se abstenga de bebidas alcohólicas, lenguaje obsceno, sexo no marital, drogas y el uso de aparatos tales como radios a transistor, grabadores, linternas y cámaras. También pedimos que los hombres usen pantalones largos y las mujeres vestidos hasta el tobillo” en Janet Isaacs Ashford, ed., The Whole Birth Catalogue: A Sourcebook for Choices in Childbirth (Trumansburg, N.Y.: Crossing Press, 1983), pág. 119

6- Ver Katherine Olsen, In-Hospital Birth Centers in Perspective (B.A. thesis, Board of Studies in Anthropology, University of California, Santa Cruz, 1981). En abril de 1986 se analizará en California una ley que establezca un proceso de licencias que incorpore a las parteras al sistema de salud. El movimiento que propugna partos atendidos por parteras ha sido enérgicamente combatido por la profesión médica, a pesar de que las estadísticas muestran niveles dramáticamente inferiores de complicaciones y muerte perinatal en partos caseros atendidos por parteras. La actividad de partera es actualmente legal o desregulado en 36 estados (Janet Isaacs Ashford, “California Should Legalize Lay Midwives”, en San Jose Mercury, 31 de marzo de 1986).

7- El 9 de septiembre de 1986, el New York Times publicó como nota de tapa de su revista dominical un artículo sobre “la mujer que trabaja, como modelo” (“The Working Mother as Role Model”). Las “mujeres que trabajan” en cuestión eran jóvenes profesionales con maletines. Todas eran blancas. Si bien el artículo apoyaba su decisión de trabajar al mismo tiempo que crían a sus hijos, aparecía la conocida cuestión de los posibles “efectos psicológicos” de esta decisión sobre los niños.

8- Ver James Reston, “Do We Really Care” en New York Times, 16 de febrero de 1986.

9- Laura Boytz, “Incarcerated Mothers Kept from Children”, en Plexus: West Coast Women’s Press, Vol. 11, No. 9, diciembre 1984, pág. 1

10- Ver Kristin Luker, Abortion and the Politics of Motherhood (Berkeley, California: University of California Press, 1984), pág. 173. Luker continúa notando que “esto explica la frecuente oposición de los “pro-vida” a… comidas escolares, guarderías, nutrición adicional para embarazadas y programas anti-abuso… no porque se opongan necesariamente al contenido de tales programas, sino porque se resisten a la idea de permitir al Estado entrar en el sacrosanto territorio del hogar.” El movimiento “pro-vida” también considera “abortivo” todo método de control de la natalidad. Los únicos métodos considerados aceptables son la “planificación familiar natural” (una elaboración del antiguo “método del ritmo”) o la abstinencia. Ver Luker, págs. 165-166

11- Ibídem, pág. 5

12- En Our Right to Choose: Toward a New Ethic of Abortion (Boston: Beacon, 1983), Beverly Wildung Harrison sostiene que “la desvalorización de las mujeres” es “una herencia moral inaceptable que debe ser corregida” (pág. 7). Resalta que “a menos que la opción procreativa sea entendida como una posibilidad histórica deseable, sustancialmente conducente al bienestar de toda mujer, cualquier debate sobre el aborto estará descentrado desde el principio. Sin embargo, no hay tema más descuidado, en la evaluación moral del aborto, que el tema de si las mujeres deben tener opción procreativa” (pág. 41)

13- Un análisis de las actitudes hacia el aborto de mujeres discapacitadas puede encontrarse en Michelle Fine y Adrienne Asch, CARASA News, Committee for Abortion Rights and against Sterilization Abuse (New York: June-July, 1984). Ver también “Abortion, Amniocentesis and Disability” en “The New” Our Bodies, Ourselves, pág. 303

14- Karl Marx, Capital (Chicago: Charles H. Kerr & Co., 1906), I, págs. 255-330

15- Orlando Patterson, Slavery and Social Death: A Comparative Study (Cambridge: Harvard University Press, 1982), pág. 133; Angela Davis, Women, Race and Class (New York: Random House, 1981), pág. 205; Michael Craton con Garry Greenland, Searching for the Invisible Man: Slaves and Plantation Life in Jamaica (Cambridge: Harvard University Press, 1982), pág. 96. Ver también Linda Gordon, “The Folklore of Birth Control”, en Woman’s Body, Woman’s Right: A Social History of Birth Control in America(New York: Grossman-Viking, 1976), págs. 26-46

16- Davis, págs. 204-205

17- Ibídem, págs. 202-221. Ver también Sterilization: Some Questions and Answers (1982, Committee for Abortion Rights and against Sterilization Abuse, 17 Murray St., Fifth Floor, New York, N.Y. 10007); los comentarios de Helen Rodríguez sobre la propaganda sobre esterilización en Helen B. Holmes, Betty B. Hoskins, Michael Gross, eds., Birth Control and Controlling Birth: Woman-Centered Perspectives (Clifton, N.J.: Humana Press, 1980), págs. 127-128; y Adrienne Rich, On Lies, Secrets, and Silence: Selected Prose 1966-1978 (New York: Norton, 1979), págs. 266-267, y Committee for Abortion Rights and against Sterilization Abuse, Women under Attack: Abortion, Sterilization Abuse and Reproductive Freedom (New York: CARASA, 1979)

18- Sterilization: Some Questions and Answers, pág. 9

19- Thomas M. Shapiro, Population Control Politics: Women, Sterilization and Reproductive Choice(Philadelphia: Temple University Press, 1985), págs. 91-93

20- Ibídem, pág. 115

21- Ibídem, págs. 137-142

22- Ver Robert H. Blank, “Human Sterilization: Emerging Technologies and Re-emerging Social Issues”, en Science, Technology and Human Values, Vol. 9, No. 3 (Summer 1984), págs. 8-20

23- Shapiro, pág. 139

24- En su ensayo de 1983 “Racism and Sexism in Nazi Germany: Motherhood, Compulsory Sterilization and the State”, Gisela Bock analiza cómo este tema se manifestó en el período nazi (y, según su ensayo, cómo está resurgiendo en Alemania). Sugiere que “cuando hay sexismo y racismo, en particular con características nazis, todas las mujeres están igualmente implicadas en ambos, pero con experiencias diferentes. Están sujetas a un apolítica coherente de doble filo, de racismo sexista o de sexismo racista (un matiz sólo de perspectiva), pero son segregadas a medida que viven los dos lados de esta política, una división que también funciona para segregar sus formas de resistencia al sexismo tanto como al racismo… En lo que concierne a la lucha por nuestros derechos reproductivos (por nuestra sexualidad, nuestros hijos y el dinero que queremos y necesitamos), la experiencia nazi puede enseñarnos que, para tener éxito, la lucha debe apuntar a obtener tanto los derechos como los medios económicos que permitan a las mujeres elegir entre tener o no tener hijos… Los recortes de ayuda social a madres solteras, la esterilización abusiva y los ataques contra el aborto legal y gratuito son sólo distintos aspectos de un ataque dirigido a dividir a las mujeres. La actual política poblacional y familiar en los Estados Unidos y en el Tercer Mundo hacen que la experiencia alemana bajo el NacionalSocialismo resulte particularmente relevante” (Renate Bridenthal, Atina Grossman, Marion Kaplan, eds. When Biology Became Destiny: Women in Weimar and Nazi Germany [New York: Monthly Review Press, New Feminist Library, 1984], págs. 271-296

25- Shapiro, págs. 98-103

26- Ibídem, pág. 189

27- Zillah Eisenstein, ed., Capitalist Patriarchy and the Case for Socialist Feminism (New York: Monthly Review Press, 1979). Ver también Gloria I. Joseph, “The Incompatible Ménage a Trois: Marxism, Feminism and Racism” en Lydia Sargent, ed., Women and Revolution (Boston: South End Press, 1981)

28- Alice Childress, Florence, en Masses & Mainstream, Vol. III (October 1950), págs. 34-47; Toni Morrison, The Bluest Eye (New York: Pocket Books, 1972, 1976); Toni Cade Bambara, The Sea Birds Are Still Alive (New York: Random House, 1977); Paule Marshall, Brown Girl, Brown Stones (New York: Feminist Press, 1981); Toni Morrison, Sula (New York: Bantam, 1974); Audre Lorde, Zami: A New Spelling of My Name (Trumansburg, N.Y.: Crossing Press, 1982). Para un valioso análisis de las madres y las hijas en la obra de Toni Morrison, ver Renita Weems, “‘Artists without Art Form’: A Look at One Black Woman’s World of Unrevered Black Women”, en Barbara Smith, ed., Home Girls: A Black Feminist Anthology (New York: Kitchen Table/Women of Color press, 1983)

29- Joyce Ladner, Labeling Black Children: Some Mental Health Implications, V (Washington, D.C.: Institute for Urban Affairs and Research, Howard University, 1979), pág. 3, citado en Gloria I. Joseph, “Black Mothers and Daughters: Traditional and New Populations”, SAGE: A Scholarly Journal on Black Women, Vol. 1, No. 2 (Fall 1984), pág. 17

30- Gloria I. Joseph y Jill Lewis, Common Differences: Conflicts in Black and White Feminist Perspectives(New York: Anchor Books, 1981), págs. 75-186. El trabajo de Joseph es particularmente rico en el análisis de estilos culturales y de instituciones culturales tales como el “Día de la Madre”, y de actitudes maternalmente transmitidas respecto de los hombres y el matrimonio.

31- Ibídem, pág. 76. En su artículo en SAGE de 1984, Joseph estudia la maternidad lesbiana y la maternidad adolescente. Pide a las comunidades negras que acepten a las madres lesbianas y a sus hijos, y sugiere cuál es el papel que tienen el racismo y la pobreza, además del sexismo, en la desposesión de las mujeres negras pobres de cualquier aspiración posible más allá de un hijo propio.

32- Bea Medicina, “Ina 1979″ en Beth Brant, ed., A Gathering of Spirit: Writing and Art by North American Indian Women (Montpelier, Vt.: Sinister Wisdom Books, 1984), págs. 109-110

33- Alma Gómez, Cherríe Moraga, Mariana Romo-Camma, eds., Cuentos: Stories by Latinas (New York, Kitchen Table/Women of Color Press, 1983), pág. viii

34- Cherríe Moraga, “La Güera”, en Gloria Anzaldúa y Cherríe Moraga, eds., This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color (New York, Kitchen Table/Women of Color Press, 1981), págs. 27-35

35- Nellie Wong, “On the Crevices of Anger” en Conditions, Vol. 1, No. 3 (Spring 1978), págs. 52-57. “Yow meng ah!”: ten piedad

36- Merle Woo, “Letter to Ma”, en This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color, op. cit., págs. 140-147; Joy Kogawa, Obasan (Boston: Godine, 1981, 1984)

37- Victoria Seggerman, “Navaho Women and the Resistance to Relocation” en off our backs (March 986), págs. 8-10. Ver también Kate Shanley, “Thoughts on Indian Feminism”, Beth Brant, “A Long Story” y Lynn Randall, “Grandma’s Story”, en A Gathering of Spirit, op. cit., págs. 213-216, 100-107 y 57-60 respectivamente.

38- Sin embargo, Sandra Pollack ha señalado que, en la ideología convencional, la madre lesbiana es todavía una “categoría teóricamente imposible, mientras que a principios de los ‘70 las lesbianas definidas que trabajaban en el movimiento feminista eran a menudo ‘madres ocultas’ [closet mothers].” En 1976 se estimaba que entre el 10% y el 20% de las mujeres adultas eran lesbianas, y que entre el 13% y el 20% de éstas eran madres (Sandra B. Pollack, “Lesbian Mothers: An Overview and Analysis of the Research, a Lesbian Feminist Perspective”, a aparecer en un libro sobre crianza lesbiana, coeditado por Sandra B. Pollack y Jeane Vaughan y publicado en 1987 por Firebrand Books, Ithaca, N.Y.). Las estadísticas citadas por Pollack provienen de Nan Hunter y Nancy Polikoff, “Custody Rights of Lesbian Mothers: Legal Theory and Litigation Strategy”, Buffalo Law Review, Vol. 25, No. 691 (1976), pág. 691

39- Pollack, op. cit.

40-Ver por ejemplo “Corporate Child-Care Grows Up” en San Jose Mercury News, 10 de junio de 1986, pág. 1E

41- Ver Jean Swallow, “Not So Far from Here to There”, ensayo inédito, 1986. Los recientes trabajos sobre incest incluyen Louise Armstrong, Kiss Daddy Goodnight: A Speakout on Incest (New York: Pocket Books, 1979); Sandra Butler, Conspiracy of Silence: The Trauma of Incest (San Francisco: New Glide Publications, 1978); Judith Herman y Lisa Hirschman, Father-Daughter Incest (Cambridge: Harvard University Press, 1981); Toni McNaron y Yarrow Morgan, eds., Voices in the Night: Women Speaking about Incest (Minneapolis: Cleis Press, 1982); y el trabajo pionero de Florence Rush The Best-Kept Secret (New York: McGraw-Hill, 1980). Ver también Wini Breines y Linda Gordon, “The New Scholarship on Family Violence” en Signs, Vol. 8, No. 3 (Spring 1983), págs. 495-531, que incluye un importante análisis de “la familia como locus histórico de fuertes luchas entre los dos sexos y las diferentes generaciones”.

© 1986, Adrienne Cecile Rich. RIMA: Red Informativa de Mujeres de Argentina. URL de este archivo:https://www.rimaweb.com.ar/articulos/2010/nacemos-de-mujer-de-adrienne-rich/. Puede reproducirse en internet citando la fuente y/o directamente linkeando a la dirección antedicha. Para publicación en papel por favor comunicarse con la autora o el autor.

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