NACER ES COMENZAR A MORIR

09.05.2013 17:24

 

 

“Nacer es comenzar a morir. Lo que hagamos mientras, dictará nuestro destino y quizás, quién sabe, nuestra próxima experiencia de vida… Este es el sentido de los ciclos inmutables en el mundo de las formas: nacer y morir en un infinito vacío que contiene un todo eterno.”

El viaje de Riddhi

Toda persona se encuentra en cada instante en un permanente proceso de muerte y resurrección; en pequeño matices nunca somos los mismos. Nuestro cuerpo está renovándose constantemente a nivel celular. Cada noche, al caer en el sueño, “muere” nuestra presencia consciente, aunque la dejemos ir gustosos con la certeza de que “resucitará” al día siguiente, trayéndonos consigo una sensación de renovada fortaleza. Y sin embargo, hay algo inefable que constituye la esencia de nuestro ser y que no muere jamás… Ni en sueños.

 

Quizás gran parte del secreto de la felicidad consista en aprender a aceptar la transitoriedad de nuestras vidas. No es casual que las personas que han experimentado la inminencia de la muerte se vuelvan más lúcidas y reduzcan a lo esencial sus valores, dejando a un lado lo que normalmente consideramos aspectos importantes en la personalidad. Se liberan del miedo a morir, despertándose en ellos un desinterés por todo lo que -mirado con desapego- no deja de proceder de un temor que surge al ignorar nuestra naturaleza esencial. De esa ignorancia nacen las tres preguntas que todas las generaciones se han planteado en algún momento: de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos. Quien ha experimentado en sí la evidencia de la muerte, hallará su respuesta a la segunda pregunta; las otras, conocida ésta, se responden por sí solas.

En el conocido símbolo del yin-yang se expresa bellamente la unidad existente en la aparente dualidad de los contrarios en el mundo de las formas. Esa unidad, observada desde un punto de vista científico, bien pudiera ser denominada energía. La muerte, desde esa perspectiva, significaría la desintegración de la estructura orgánica que constituye cualquier entidad corporal: llegado el momento de la muerte, el orden estructural se desmoronaría, liberándose la energía que mantenía compacta la unidad de la forma como un todo independiente, y disgregándose de nuevo en la materia todos sus elementos.

Pero existe una inteligencia que encauza y dirige esa energía a todos los niveles: desde lo microscópico a lo macrocósmico. Hay algo -Eso- que nos une a todos los seres vivos: a todos los cuerpos aparentemente inertes y al Universo en sí -como el Todo que contiene en su vacío a toda la Manifestación. Desde esa perspectiva “espiritual”, morir es transitar desde la conciencia que se autoidentifica como una personalidad que interactúa en el plano material por medio de un cuerpo y una mente, hacia la Conciencia Pura (hacia el Vacío potencial que asienta el Todo manifiesto de las “diez mil cosas”…) Expresado con la belleza visual de la metáfora de la gota de agua que desaparece en el mar, morir es desaparecer como aparente individualidad, fundiéndonos en la Unidad, en la Fuente de la que mana y retorna todo lo manifiesto. Según afirman los sabios espirituales, este proceso puede ocurrir estando en vida corporal, por decirlo así. De igual modo, la muerte física no implica necesariamente el tránsito inmediato a la Conciencia Pura (generalmente, por apegos intensos al plano de manifestación material).

Pero volviendo a la Tierra… la muerte del cuerpo es el único hecho que resulta para todos una realidad incuestionable. La intensidad con que nos aterra esa realidad incuestionable (nuestra transitoriedad corporal) afecta muchísimo a nuestro paso por la vida; normalmente, mucho más de lo que estamos dispuestos a darnos cuenta. La mayoría de los miedos, si no todos, tienen a la muerte como germen. Aceptarla profundamente como una realidad que todos experimentaremos en su momento, nos liberaría de bastantes temores cotidianos que ni por asomo asociaríamos con ella.

Aprender a aceptar la muerte con respeto más que con miedo o resignación es una vía profunda y reconocida de valorar el fenómeno de la existencia. Quizás habría que aprender de otras culturas y celebrar junto con el día de los difuntos un día de la muerte, pero con carácter festivo, tal como hacen los mejicanos. A veces, la mejor manera de perder el miedo a las cosas es restarle trascendencia… Además, aceptar que siempre habrá preguntas sin respuestas forma parte de la magia de la vida. Y junto con la magia, la paradoja: cuanto más definida tengamos nuestra visión de la muerte, más conseguiremos colmarnos de vida.

Perdido ya este temor que nos paraliza, cabe preguntarse no qué nos dará la vida, sino qué seremos capaces de recrear con ella. Si cada ser humano es único por cuanto viene a este plano a desempeñar una función exclusiva para él (y que ayudará a su desarrollo personal y al mismo tiempo a su entorno y a sus congéneres), hemos de comenzar por aceptarnos incondicionalmente; tal y como nos encontremos, con nuestras luces y sombras. Así, no sólo debiéramos intentar asumir nuestra inevitable mortandad, sino incluso -de ser posible- convertir nuestro último acto en un reflejo digno que sintetice nuestra actitud ante la vida.

La vida es pura vinculación, puro fluir compartido; lo enseña la naturaleza. La vida no es de nadie –ni tan siquiera la nuestra nos pertenece. No nacemos ni morimos a la vida: Nacemos y morimos en la Vida -y ésta, por medio nuestro, se recrea.

Pero al margen de lo que asuma cada individuo como su realidad, no puede liberarse con tanta facilidad de las creencias que rijan las conductas de la sociedad en la haya de vivir y morir. Desde esta última perspectiva, la social: ¿Mejoraríamos como sociedad si se permitiera a cada persona mayor de edad y capaz, decidir libremente cuándo y cómo morir si se encuentra en un estado desahuciado? ¿Desde esa actitud que asume y dignifica la muerte, debieran los hospitales disponer de espacios que propiciaran la introspección a aquellas personas que escogieran morir en la fase terminal de su enfermedad? No sólo asesoramiento religioso, sino la posibilidad de experimentar lo que nunca se ha permitido en vida: artes, danza, prácticas gnósticas, etc., en un entorno íntimo, sin miradas hirientes. ¿Mejoraría la calidad y la dignidad de los últimos instantes de vida de los enfermos si se les incentivara y ayudara a trabajar con su dolor en vez de sumirlos en estados cuasi vegetativos inducidos químicamente? ¿Sería más digno morir con la máxima conciencia posible, o sedado, insensible y a la espera del último sueño? ¿No sería más digno que pudiera decidirlo el paciente, otorgándole pleno poder a su criterio y no como mero gesto protocolario?

¿Habría que anteponer la trascendencia de la muerte en la vida de los enfermos, ayudando a que los pacientes sufrieran lo menos posible (al menos, evitarles un sufrimiento innecesario, ajeno al propio de su enfermedad), dignificando en su trato y entorno su condición humana, empleando con respeto y mente abierta técnicas que aún hoy la medicina tradicional occidental no considera dignas de ser tenidas en cuenta? ¿Debiera tener el paciente no sólo derecho sino pleno poder para disponer y elegir tratamientos alternativos a los tradicionales?

Preguntas sin respuestas… Lo que no admite lugar a dudas es que la muerte está ahí, como nuestra última sorpresa. O quizás, quién sabe, como la primera.

Ojala así sea.

 

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María del Carmen

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