C. G. Jung: Psicología & Religión.Segunda conferencia

02.12.2013 19:48

Capítulo II

EL DOGMA Y LOS SIMBOLOS NATURALES

El primero de estos sueños (el que precede al de la iglesia) refiérese a una ceremonia con la cual se intenta reproducir a un mono. Una explicación suficiente de ese punto demandaría excesivo pormenor. Me reduciré sólo a señalar que el “mono” connota la personalidad instintiva del soñador, descuidada por éste en favor de una actitud puramente intelectualista, cuya consecuencia fue que vencieran sus instintos, acometiéndole de tanto en tanto en forma de estallidos indómitos. La “reproducción” del mono significa la reconstrucción de la personalidad instintiva dentro del marco de la jerarquía de la conciencia -reconstrucción posible sólo cuando la acompañan importantes modificaciones de la actitud consciente. Como es natural, temía las tendencias de lo inconsciente, pues hasta entonces habíansele presentado en su forma más desfavorable. El sueño siguiente, el de la iglesia, constituye un intento de -apelar ante este miedo- al amparo de la religión establecida por una iglesia. El tercer sueño –que alude a la “transformación de animales en seres humanos” - prosigue evidentemente con el tema del primero: el mono es reproducido con el único fin de ser más tarde metamorfoseado en ser humano. El paciente, sería entonces otra persona, lo cual equivale a decir que, mediante la sustitución de su vida instintiva, hasta ahora separada de él, debe someterse a un cambio importante y devenir así un hombre nuevo. El espíritu moderno ha olvidado esas antiguas verdades alusivas a la muerte del viejo Adán, a la creación de un nuevo hombre, al renacimiento espiritual y a otros “absurdos místicos” pasados de moda. Moderno hombre de ciencia, en más de una oportunidad mi paciente sentíase presa de pánico cuando reparaba hasta qué punto tales pensamientos apoderábanse íntimamente de su ser. Temía enloquecer, aunque dos milenios antes los hombres se habrían alegrado sobremanera ante semejantes sueños, en la esperanza de que fueran el anuncio de un renacimiento del espíritu y de una vida renovada. Pero nuestra actitud moderna habla con orgullo de las tinieblas de la superstición y de la credulidad medieval o primitiva, olvidando por completo que con nosotros llevamos todo el pasado, escondido en los sótanos del rascacielos que es nuestra conciencia racional. Sin esos estratos inferiores nuestro espíritu hállase en el aire; no debe sorprendernos, pues, que en tal situación alguien se vuelva nervioso. La verdadera historia del espíritu no se conserva en los libros doctos, sino en el organismo vivo, anímico, de cada individuo.
Sin embargo, debo admitir que la idea de renovación adoptó formas que en verdad podrían resultar chocantes a un espíritu moderno. Efectivamente; si no imposible, es cuando menos difícil hacer concordar aquello que comprendemos por “renacimiento” con la forma descrita en los sueños. Mas antes de ocuparnos de la singular e inesperada transformación a que hemos hecho referencia, debemos aún hablar del otro sueño, claramente religioso, que mencioné arriba.
En tanto que el sueño de la iglesia se halla más bien al comienzo de la larga serie, el siguiente pertenece a los estadios más tardíos del proceso. El texto literal reza así:
“Entro en una casa sumamente solemne, la "Casa de la Meditación". En el fondo hay muchas velas dispuestas en forma especial, de modo que cuatro puntas señalan hacia arriba. Afuera, junto a la puerta de la casa, se encuentra un hombre viejo. Hay gente que entra. No dicen nada y quedan parados, sin moverse, a fin de concentrarse. El hombre de la puerta dice a propósito de los visitantes de la casa: "Tan pronto salgan serán puros". Ahora entro yo mismo en la casa y me puedo concentrar por completo. Entonces una voz dice: Lo que haces, es peligroso. La religión no es el impuesto que debes abonar a fin de poder prescindir de la imagen de la mujer, pues esta imagen es imprescindible. ¡Guay de aquellos que usen la religión a manera de sustituto de otro aspecto de la vida del alma! Están equivocados y se hallarán condenados. La religión no es ningún sustituto, sino que, como última perfección, ha de ser agregada a las otras actividades del alma. De la plenitud de la vida habrás de engendrar tu religión; sólo entonces serás bienaventurado”. Junto con la última frase, pronunciada especialmente fuerte, oigo una música lejana, acordes simples tocados en un órgano. Alguna cosa en ellos me hace recordar el motivo del fuego mágico, de Wagner. Ahora, al salir de la casa, veo una montaña en llamas y pienso que "un fuego que no se puede apagar, es un fuego sagrado”.

El paciente está hondamente impresionado por este sueño. Constituye para él una vivencia solemne e importante: una de las que produjeron una profunda transformación de su actitud frente a la vida y a la humanidad.
No resulta arduo ver que este sueño representa un paralelo del sueño de la iglesia; sólo que esta vez la iglesia se convierte en una “Casa de la Solemnidad” y de la “Meditación íntima”. No hay alusión alguna a ceremonias ni a otros atributos conocidos de la Iglesia católica, con la única excepción de las velas encendidas, dispuestas en una forma simbólica, acaso proveniente del culto católico. Forma cuatro pirámides o puntas que, posiblemente, anticipan la visión final de la montaña en llamas. En efecto, el número cuatro aparece con frecuencia en los sueños del paciente y desempeña un papel de suma importancia. El fuego sagrado se refiere a “Santa-Juana” de Bernard Shaw, según señala el propio sujeto. De otra parte, el fuego que "no se puede apagar" es un bien conocido atributo de la divinidad, mencionado no sólo en el Viejo Testamento sino también como alegoría de Cristo en una sentencia no canónica del Señor que se halla en las Homilías de Orígenes: “Ait ipse salvator: qui iuxta me est, iuxta ignem est, qui longe est a me, longe est a regno”. (Quienquiera está cerca de mí, está cerca del fuego; quienquiera está lejos de mí, está lejos del reino). A partir de Heráclito la vida ha sido representada como un pyraeizoon, es decir, como un fuego eternamente vivo, y dado que Cristo mismo se caracteriza como “la Vida”, compréndese la sentencia no canónica. El símbolo del fuego con el significado de “vida”, armoniza con la índole del sueño que destaca que la “plenitud de la vida” es la única fuente legítima de la religión. Así, las cuatro puntas de fuego casi desempeñan la función de un icono que indica la presencia de la divinidad o de un ser parecido, es decir, de igual valor. En el sistema de los Barbelistos, el autogenés (el nacido de sí mismo, o el increado) hállase rodeado de cuatro velas. Esta extraña figura correspondería asimismo al monogenés de la gnosis copta del Códice Bruciano. También allí el monogenés está caracterizado como símbolo de la cuaternidad.
Según expliqué arriba, el número cuatro cumple en esos sueños un papel destacado y alude siempre a una idea afín con la tetractis de los pitagóricos.
El cuaternario o la cuaternidad tiene larga historia. No se presenta sólo en la iconología y especulación mística cristiana; acaso desempeñe un papel mas significativo aún en la filosofía gnóstica, y a partir de ésta a través de toda la Edad Media hasta entrar en el siglo XVIII .
En el sueño tratado, la cuaternidad se presenta como el más elevado exponente del culto religioso tal como lo había creado lo inconsciente. En su sueño el paciente entra solo en la “Casa de la Meditación”, en lugar de hacerlo con un amigo, según ocurre en el sueño de la iglesia. En el interior se encuentra con un hombre viejo, que ya en un sueño anterior habíasele aparecido como el sabio, indicándole en aquella oportunidad un sitio especial de la tierra como apropiado para que viviera allí. El viejo le explica que el culto es un ritual de purificación. Mas del texto del sueño no se desprende a qué tipo de purificación se refiere o de qué ha de purificarse. El único rito que en verdad ocurre, parece una concentración o meditación que nos lleva al fenómeno extático de la voz.
En esta serie onírica se halla a menudo la voz, haciendo siempre una declaración autoritaria o dando una orden que, o bien exhibe un sorprendente sentido común, o bien constituye una observación de sentido filosófico. Por lo regular trátase de una comprobación definitiva y de ordinario aparece hacia el final de un sueño y, casi invariablemente, es tan clara y convincente que el soñador no halla réplica alguna. Lo que dice la voz tiene, de hecho, carácter de verdad incontrastable, de modo que resulta poco menos que imposible no ver en ello sino la conclusión irrefutable de una prolongada e inconsciente meditación y ponderación de argumentos. A menudo proviene ella de un individuo imperioso, por ejemplo, de un jefe militar o del capitán de un buque o de un viejo médico. Algunas veces trátase simplemente de una voz que, al parecer, viene de la nada. Resultó interesante ver cómo recibió la voz este hombre, intelectual y escéptico. Muchas veces era contraria a su conveniencia y sin embargo la aceptó sin preguntar, e inclusive con humildad. Así, en el curso de varios centenares de sueños, cuidadosamente apuntados, la voz se reveló como representante esencial y aun categórica del inconsciente. Como de ningún modo constituye el paciente el único caso en el cual haya observado el fenómeno de la voz en sueños y en otros estados especiales de conciencia, debo admitir que lo inconsciente suele manifestar una inteligencia y una finalidad superiores a la comprensión consciente de que somos actualmente capaces. Es incuestionable que este hecho observado en un caso cuya actitud espiritual consciente apenas parecía capaz de producir fenómenos religiosos -constituye un fenómeno religioso básico. No raras veces me ha sido dable hacer observaciones parecidas en otros casos, y he de confesar que no puedo formular los hechos de otra manera. Con frecuencia he debido encarar la objeción de que los pensamientos pregonados por la voz no son sino los propios pensamientos del individuo. Tal vez sea así: pero yo tan sólo designaría un pensamiento como mío si lo hubiera pensado yo, así como únicamente consideraría mía una suma de dinero que yo hubiese adquirido consciente y legítimamente. Si alguien me lo hubiese regalado, no le diría ciertamente a mi bienhechor: “Te agradezco mi dinero”; aunque podría decir luego a una tercera persona: “Este dinero me pertenece”. En una situación parecida hállome respecto a la voz. La voz me facilita ciertos contenidos, del mismo modo que un amigo me comunicaría sus ideas. Si afirmase que lo que él dice, originariamente y en primer lugar, son mis propias ideas, ello no sería decente, ni correspondería a la verdad, sino que se trataría de un plagio.
De ahí que yo distinga entre lo que he creado o adquirido por mi propio empeño consciente y lo que, clara e inequívocamente, constituye una creación de lo inconsciente. Podría objetarse que lo llamado inconsciente es meramente mi propia psique y que por ende sobra tal discriminación. Mas de ningún modo estoy persuadido de que lo inconsciente sea, en rigor, tan sólo mi psique, pues el concepto de “inconsciente” significa que no tengo conciencia de ello. El concepto de inconsciente es, en verdad, un mero supuesto cómodo. En realidad, me hallo inconsciente acerca de ello; en otras palabras, no sé ni siquiera dónde se origina la voz. No sólo soy incapaz de producir voluntariamente el fenómeno, sino que tampoco me es posible conocer anticipadamente el contenido del mensaje. En estas condiciones sería una audacia calificar el factor productor de la voz como mi inconsciente o mi espíritu. Por lo menos no sería exacto. El hecho de que percibamos la voz en nuestros sueños no demuestra nada, pues también podemos percibir el ruido de una calle y a nadie se le ocurriría considerar este ruido como suyo propio.
Existe una única condición bajo la cual con toda licitud podríamos llamar nuestra a la voz: cuando suponemos que la personalidad consciente constituye una parte de un todo o es un círculo menor contenido en otro mayor. Un auxiliar de banco que al mostrar a un amigo la ciudad le indicase el edificio donde trabaja diciéndole: “Y éste es mi banco”, utilizaría el mismo privilegio.
Podemos suponer que la personalidad humana comprende dos cosas: primero, la conciencia y todo cuanto ésta abarca, y segundo, el amplio fondo indeterminablemente grande que constituye la psique inconsciente. La personalidad consciente es definible con menor o mayor claridad; tratándose de la personalidad humana en su conjunto, hemos de reconocer la imposibilidad de una descripción completa. En otros términos: en toda personalidad hay, inevitablemente, algo adicional, ilimitado e indefinible, puesto que la personalidad muestra una parte inconsciente y observable; ahora bien, a fin de explicar determinados hechos nos vemos obligados a postular ciertos factores no contenidos en dicha parte consciente. Estos factores desconocidos constituyen aquello que designamos como la parte inconsciente de la personalidad.
No podemos penetrar la naturaleza de esos factores, en razón de que sólo nos es dable observar sus efectos. Los suponemos de índole psíquica, semejante a la de los contenidos conscientes, pero,en este respecto, no existe seguridad alguna. Supuesta tal analogía, impónense casi por fuerza algunas inferencias más. Dado que los contenidos anímicos sólo son conscientes y perceptibles en la medida en que se asocian a un ego, sería factible que el fenómeno de la voz, con su carácter decididamente personal, procediera asimismo del centro de un ego, que no sería, empero, idéntico al yo consciente. Tal conclusión será admisible siempre que consideremos al yo subordinado o contenido en un “sí-mismo” (Selbst) superior que constituye el centro de la personalidad psíquica total, ilimitada e indefinible.
No soy partidario de argumentos filosóficos que se recrean con las complicaciones inventadas por ellos mismos. Si bien mi planteamiento parece sofístico, representa, cuando menos, una bien intencionada pretensión de formular hechos observados. Verbigracia, podría decirse muy simplemente: dado que no lo sabemos todo, prácticamente toda experiencia, hecho u objeto, involucran algo desconocido. Por consiguiente, si hablamos de la totalidad de una experiencia, el término “totalidad” sólo puede referirse a la parte consciente de la misma. Como no cabe suponer que nuestra experiencia abrace la totalidad del objeto, es claro que la totalidad absoluta de éste necesariamente habrá de contener una parte no experimentada. Esto mismo es válido -según dije antes- para toda experiencia y, asimismo, para la psique,
cuya totalidad absoluta abarca en todos los casos una extensión harto mayor que la conciencia. En otras palabras: la psique no constituye excepción alguna a la regla general según la cual la esencia del universo sólo puede conocerse en la medida permitida por nuestro organismo psíquico.
La experiencia psicológica invariablemente me ha mostrado que ciertos contenidos proceden de una psique más amplia que la conciencia. Con frecuencia encierran un análisis, una comprensión o un saber superiores al que la conciencia sería capaz de producir. El término apropiado para estos acontecimientos es intuición. Al oírlo, la mayoría de la gente experimenta un sentimiento agradable, como si con él se dijera algo. Pero jamás reparan que la intuición no se hace, sino que, por el contrario, siempre adviene espontáneamente: se tiene una ocurrencia, originada de por sí, y a la que podemos captar sólo cuando le echamos mano con suficiente rapidez.
Por lo tanto, explícome la voz escuchada en el sueño de la casa solemne como un producto de la personalidad más completa -parte de la cual representa la faceta consciente del soñador. Y opino que ahí reside el motivo de que la voz muestre una inteligencia y claridad superiores a la conciencia simultánea del paciente. Esa superioridad explica la autoridad absoluta de la voz.
El mensaje implica una crítica notable a la actitud del soñador. En el sueño de la iglesia intentó éste reunir los dos aspectos de la vida mediante una suerte de compromiso barato. Ya sabemos que la mujer desconocida -el anima- no estaba de acuerdo con ello y desapareció del escenario. En este sueño la voz parece haber ocupado el lugar del anima. Es cierto que no formula una protesta de carácter meramente afectivo, sino que avanza una verdadera explicación, de dos tipos de religión. Prueba ello que el paciente inclínase a usar la religión a manera de sustituto de la “imagen de la mujer”, según reza el texto. La palabra “mujer” hace referencia al anima, tal como se desprende de la oración siguiente, donde se alude a la religión utilizada a título de reemplazante del “otro lado de la vida del alma”. Conforme expliqué antes, el anima es el “otro lado”; representa la minoría femenina oculta bajo el umbral de la conciencia: a lo inconsciente. La crítica vendría, pues, a decir: “Tú ensayas la religión a fin de huir de tu inconsciente. La usas como sustituto de una parte de la vida de tu alma. Pero la religión es fruto y culminación de la vida conducida a la perfección, de una vida que entraña ambos aspectos”.
Una atenta confrontación con otros sueños de esa misma serie denuncia en forma inequívoca qué es ese “otro lado”. El paciente de continuo buscaba esquivar sus necesidades afectivas, pues temía que pudieran causarle inconvenientes -- el matrimonio, etc., etc., y enredarle en nuevas responsabilidades, como el amor, la entrega de sí, la fidelidad, la confianza, la dependencia afectiva y, en general, la subordinación a las exigencias del alma. todo ello era ajeno a la ciencia o a una carrera académica; además, la palabra “alma” sólo significaba una inconsciencia intelectual en la que a todo precio no debía incurrirse.
El “secreto” del anima es la alusión religiosa –gran enigma para mi enfermo que, como es natural, de la religión no sabía sino que era una confesión, y nada más. También sabía que la religión podía ocupar el lugar de ciertas exigencias afectivas desagradables, acaso eludibles mediante la religiosidad. Los prejuicios de nuestra época refléjanse con toda nitidez en los temores del soñador. La voz, por lo demás nada ortodoxa, resulta inclusive chocante en su falta de convencionalismo: toma en serio la religión, la instala en la cumbre de la vida, de una vida con “ambos lados”, quebrantando así los más estimados prejuicios intelectualistas y racionalistas. Ello significó para mi paciente tan enorme subversión, que a menudo temía enloquecer. Pues bien, como que conocemos al intelectual adocenado de hogaño y de antaño, nos es dable compadecer su ingrata situación. Tomar en seria consideración la “imagen de la mujer”, lo inconsciente, ¡qué fiasco mayúsculo para el ilustrado sentido común! 
Inicié el tratamiento personal luego de haber examinado su primera serie de aproximadamente 350 sueños. Hacia entonces, sufría una violenta reacción a causa de sus vivencias íntimas. Habría querido escapar de su propia ventura. Pero el hombre, felizmente, poseía “religio”: “tomó en consideración cuidadosa su experiencia”, y tenía en relación con sus experiencias, la suficiente pistis o lealtad como para atenerse a ellas y proseguirlas. Poseía la gran ventaja de ser neurótico y, por eso, cada vez que intentaba apartarse de su experiencia o de negar la voz, el estado neurótico reaparecía de inmediato. No pudo “apagar el fuego”, y debió finalmente admitir el carácter inconcebiblemente numinoso de su experiencia. Hubo de reconocer que el fuego es inapagable, “sagrado”. Fue ésta la conditio sine qua non de su curación.
Tal vez se arguya que se trata de un caso de excepción, en la medida que son excepciones los hombres completos. Es innegable que la enorme mayoría de la gente culta está integrada por personalidades fragmentarias, así como que en reemplazo de los bienes genuinos apélase a una gran variedad de sustitutos. Mas, para este hombre, el ser un fragmento equivalió a una neurosis, y lo mismo ocurre con un amplio número de personas. Lo que corrientemente y por lo general acostúmbrase denominar “religión” representa en tal asombroso grado un sustituto, que me pregunto con toda seriedad si tal religión –a la que yo prefería denominar “confesión”- no desempeñará una importante función en la sociedad humana. El sustituto persigue la finalidad evidente de reemplazar la experiencia inmediata por una selección de símbolos adecuados envueltos en un dogma y ritual firmemente organizados. La Iglesia Católica los sostiene en virtud de su autoridad absoluta; la “Iglesia” protestante (si es permisible emplear aquí el concepto de “iglesia”) por su acentuación de la fe en el mensaje de los Evangelios. En tanto ambos principios sean eficaces, los hombres se ven adecuadamente protegidos contra la experiencia religiosa inmediata . Y es más; si no obstante ello ocúrreles algo inmediato, pueden acudir a la Iglesia, que está en condiciones de decidir si la experiencia provino de Dios o del diablo, si hay que aceptarla o rechazarla.

En mi profesión he tratado individuos con esa experiencia inmediata que, o no querían someterse a la decisión de la autoridad eclesiástica, o no podían hacerlo. Debí acompañarles a través de sus crisis y violentos conflictos, a través del miedo a la locura, de desequilibrios y de depresiones a un tiempo desesperadas, grotescas y horribles, de modo que estoy plenamente persuadido de la extraordinaria importancia del dogma y del ritual, al menos como métodos de higiene espiritual. Si el paciente es un católico practicante, aconséjole, sin excepción, que se confiese y comulgue para resguardarse contra una experiencia inmediata, acaso superior a sus fuerzas. Con los protestantes la tarea no es de ordinario tan fácil, porque dogma y rito se han decolorado y debilitado tanto que han perdido en alto grado su eficacia. Por lo común la confesión no existe, y los pastores comparten la general antipatía hacia los problemas psicológicos y, por desgracia, también la extendida ignorancia psicológica. El sacerdote católico que hace de consejero, por lo general exhibe mayor habilidad psicológica, y acaso, asimismo una más profunda comprensión. Por otra parte, los pastores protestantes han pasado por el entrenamiento científico de la Facultad de Teología, que con su espíritu crítico mina la ingenuidad de la fe; al paso que en la educación de un sacerdote católico, una grandiosa tradición histórica habitualmente fortalece la autoridad de la institución.
En mi carácter de médico, fácil me resultaría adherir a la llamada creencia “científica”, con arreglo a la cual una neurosis no contiene sino sexualidad infantil o afán de poder reprimidos. Mediante tal depreciación de los contenidos anímicos, en alguna medida sería posible resguardar a cierto número de pacientes contra el peligro de las experiencias inmediatas. Pero sé que esta teoría sólo es verdadera en parte; que no penetra más que algunos aspectos de la psique neurótica. Y no puedo decir a mis pacientes nada de lo cual no me halle cabalmente convencido.
Dado que soy protestante, podría ahora observárseme: “Pero también cuando recomienda al católico en cuestión que vea a su sacerdote para confesarse, indica usted algo en que no cree”. A fin de contestar a esa objeción debo señalar antes que -en tanto me es dable evitarlo de algún modo- nunca predico yo mi fe. Si se me pregunta, defiendo, claro esta, mis convicciones, que no van más allá de lo que estimo mi saber. Estoy persuadido de aquello que sé. Lo restante es hipótesis; por lo demás hay sinnúmero de cosas que puedo abandonar a lo desconocido. Esas últimas no me inquietan. Pero, sin duda alguna, empezarían a preocuparme en cuanto sintiera que debería saber algo a su respecto. Por consiguiente, si un enfermo está persuadido del origen exclusivamente sexual de su neurosis, no contrariaría su opinión, porque sé que tal convencimiento, sobre todo si está hondamente arraigado, constituye una excelente defensa contra el asalto de la terrible ambigüedad de la experiencia inmediata. Mientras esta defensa resulte eficaz, no la derribaré, porque tengo presente que han de existir poderosos motivos para que el paciente se vea constreñido a pensar dentro de tan estrecho círculo. Pero si sus sueños empiezan a socavar la teoría protectora, debo acudir en apoyo de la personalidad más amplia -según lo hice en el caso del sueño que acabo de describir. De idéntico modo, y por el mismo motivo, refuerzo la hipótesis del católico practicante en tanto ella le auxilie. En ambos casos apuntalo un medio defensivo contra un riesgo grave sin entrar en la cuestión académica de si la forma de defensa es algo así como una verdad última. Me contento cuando y mientras obre.
En nuestro paciente, el muro de protección católico habíase derribado mucho antes de haber visto yo el caso. Si le hubiera aconsejado que se confesara, o algo parecido, habríase reído de mí, como se reía de la teoría sexual, que tampoco era preciso sostener ante él. Pero en todas las oportunidades hacíale notar que yo estaba por entero del lado de la voz, a la que reconocía como una parte de su futura personalidad más amplia, destinada a librarle de su actitud unilateral.
Para cierta mediocridad intelectual –caracterizada por un racionalismo ilustrado- una teoría científica que simplifique las cosas constituye un excelente recurso de defensa, debido a la inquebrantable fe del hombre moderno en todo cuanto lleve la etiqueta de “científico”. Tal rótulo de inmediato tranquiliza el entendimiento, con resultados casi tan buenos como los de“Roma locuta causa finita”. En mi opinión, desde el punto de vista de la verdad psicológica, toda teoría científica, por sutil que sea, posee en sí menos valor que el dogma religioso, y ello por el simple motivo de que una teoría es por fuerza abstracta y exclusivamente racional, al paso que el dogma expresa por su imagen una totalidad irracional. Este método garantiza una reproducción sobremanera mejor de un hecho tan irracional como la existencia psíquica. Además, el dogma debe su existencia y su forma, por un lado, a las experiencias de la “gnosis” -llamadas inmediatas y reveladas, como, por ejemplo, el Hombre-Dios, la cruz, la partereogénesis, la Inmaculada Concepción, la Trinidad, etcétera-, y por otro a la ininterrumpida colaboración de muchos espíritus y siglos. Acaso no resulte del todo clara la razón por la que denomino ciertos dogmas “experiencias inmediatas”, dado que un dogma es en sí mismo precisamente lo que excluye la experiencia “inmediata”. Mas hay que tomar en cuenta que las imágenes cristianas a que he hecho referencia, no son exclusivas del cristianismo (si bien éste les ha dado un desarrollo y una perfección de sentido que apenas admiten parangón con las de otras religiones). Con idéntica frecuencia encontramos estas imágenes en religiones paganas y, además, con todas las variaciones posibles, pueden reaparecer espontáneamente en forma de fenómenos psíquicos -tal como en un pasado remoto habían provenido de visiones, sueños y estados hipnóticos. Esas ideas no fueron inventadas nunca; nacieron cuando la humanidad no había aprendido aún a emplear el espíritu como actividad que se ajusta a fines. Antes de que los hombres aprendieran a producir pensamientos, les vinieron los pensamientos. No pensaron, sino que percibieron su función espiritual. El dogma se asemeja a un sueño que refleja la actividad espontánea y autónoma de la psique objetiva, de lo inconsciente. Semejante expresión de lo inconsciente constituye un arbitrio de protección contra nuevas experiencias inmediatas harto más eficaz que una teoría científica. Esta última ha de descuidar los valores afectivos de la experiencia; y, justamente en este aspecto, el dogma es, por el contrario, muy expresivo. Una teoría científica pronto es superada por otra; el dogma perdura por siglos incontables. El Hombre-Dios que sufre tiene, por lo menos, 5.000 años; y la Trinidad acaso sea aún más vieja.
El dogma constituye una expresión del alma más completa que una teoría científica, pues esta última sólo es formulada por la conciencia. Además, para la representación de algo vivo, la teoría únicamente puede valerse de conceptos abstractos, en tanto el dogma, sirviéndose de la forma dramática del pecado, de la penitencia, del sacrificio y de la salvación, logra expresar adecuadamente el proceso vivo de lo inconsciente. Desde este punto de vista, no puede sino sorprender que no se haya podido evitar la separación protestante. Mas, como el protestantismo convirtióse en el credo de los germanos, siendo acompañado por la avidez de aventuras, la curiosidad, la sed de conquistas y la desconsideración características de estas tribus, es lícito suponer que su índole especial no armonizaba--al menos a la larga- con la paz de la Iglesia. Parece ser que aún no habían alcanzado el punto de poder soportar un proceso de salvación y someterse a una divinidad que se había manifestado en la grandiosa construcción de la Iglesia. Acaso la Iglesia tenía demasiado del Imperio Romano y de la Pax Romana, al menos para sus energías que -como en el presente- también hallábanse aún poco domesticadas. Tal vez necesitaban una experiencia de Dios inmitigada y menos templada, según suele acontecer con los pueblos aventureros e inquietos, harto jóvenes para cualquier forma de conservatismo o domesticación. De ahí que, unos menos otros más, eliminaran la intercesión eclesiástica entre Dios y el hombre. A consecuencia de la destrucción de los muros de salvaguardia, los protestantes perdieron las imágenes sagradas como expresión de importantes factores inconscientes, y, asimismo, el rito, que desde tiempos inmemoriales ha constituído un camino firme para acomodarse con los poderes insondables de lo inconsciente. Así se liberó gran cantidad de energías, que en seguida fluyó por los viejos canales de la curiosidad y de la sed de conquistas, convirtiendo a Europa en madre de dragones que devoraron casi toda la tierra.
A partir de esos días, el protestantismo se erigió en almácigo de cismas y, a la vez, de un rápido desarrollo científico y técnico que atrajo tan intensamente a la conciencia humana que se echó en olvido las fuerzas insondables del inconsciente. Se necesitaron la catástrofe de la guerra del 14 y las extraordinarias manifestaciones ulteriores de honda conmoción espiritual para que se cuestionase si en verdad estaba todo en su sitio en lo que respecta al espíritu del hombre blanco. Antes del estallido de la conflagración del 14, todos estábamos absolutamente persuadidos de que era posible ordenar el mundo con medios racionales. Ahora presenciamos el cuadro singular de ver estados enteros proclamar la viejísima exigencia de la teocracia, de la totalidad, a la que inevitablemente acompaña la supresión de la libertad de opinión. Volvemos al espectáculo del degollamiento mutuo entre las gentes a causa de teorías pueriles sobre cómo realizar el paraíso en la tierra. No resulta difícil comprender que las potencias del mundo subterráneo -para no decir del infierno-, antes con menor o mayor éxito encadenadas dentro de un gigantesco edificio del espíritu, ahora están creando –o al menos tratando de crear- una esclavitud estatal y una prisión estatal desprovistas de todo encanto anímico o espiritual. No son pocos los hombres que en el presente están convencidos de que la mera razón humana no está verdaderamente a la altura de la enorme empresa de contener la erupción del volcán.
Todo este proceso es destino. No inculparía por ello ni al protestantismo ni al Renacimiento. Mas una cosa tengo por segura: el hombre moderno -no importa si es o no protestante- ha quedado excesivamente falto de protección de los muros de la Iglesia que desde los días de Roma se habían erigido y fortificado cuidadosamente; y debido a esta pérdida, se ha acercado a la zona ígnea destructora y creadora del mundo. La vida se ha vuelto más veloz e intensa y nuestro mundo se ve sacudido e inundado por olas de inquietud y de miedo.
El protestantismo era -y continúa siendo- un gran riesgo y al propio tiempo una gran posibilidad. De avanzar el proceso de su desintegración como iglesia, ello tendrá por resultado que el hombre se verá despojado de todos sus dispositivos de seguridad y medios de defensa espirituales que le resguardan contra la experiencia inmediata de aquellas fuerzas, radicadas en el inconsciente, que aguardan su liberación. ¡Contémplese toda la increíble crueldad de nuestro llamado mundo civilizado, todo ello no tiene más origen que la naturaleza humana y su estado espiritual!. ¡Contémplese los diabólicos medios de destrucción!. Los inventaron señores enteramente inocentes, ciudadanos sensatos y respetados, que son cuántos deseamos. Y si todo esto estalla y se abre un infierno indescriptible de destrucción, nadie será en apariencia responsable. Simplemente, ocurre. Sin embargo, todo es obra de los hombres. Mas como cada uno para sí hállase ciegamente persuadido de no ser más que una mera conciencia, harto humilde y nada importante, que cumple sus tareas y se gana el modesto sustento de la vida, nadie repara en que toda esa masa racionalmente organizada que se llama estado o nación, está empujada por una potencia, al parecer impersonal, invisible, pero horrible, que nadie ni nada pueden contener. Por lo general se intenta explicar esa terrible potencia como el miedo a la nación vecina, a la que se supone impulsada por un demonio mal intencionado. Como nadie puede conocer en qué punto y con cuánta fuerza él mismo está poseído e inconsciente, proyéctase simplemente el propio estado sobre el vecino, y llega a constituirse en un deber sagrado el poseer los cañones más grandes y el gas más venenoso. Y lo peor, es que con razón. Pues, al igual que uno mismo todos los vecinos hállanse poseídos por un miedo incontrolado e incontrolable. Es hecho bien conocido en los manicomios que los enfermos de miedo son harto más peligrosos que los impulsados por la ira o el odio.
El protestante está entregado a Dios sólo. No hay para él ni confesión, ni absolución, ni posibilidad alguna de cumplir una obra de divina expiación. Tendrá que digerir solo sus pecados, y no confía mucho en la gracia divina que, por falta de un ritual adecuado, se ha vuelto inaccesible. A esta situación débese que la conciencia protestante se haya tornado alerta convirtiéndose en una mala conciencia que reúne las desagradables propiedades de una enfermedad perniciosa y que pone a los hombres en estado de malestar. Pero en virtud de ello el protestante disfruta la oportunidad única de concienciar el pecado hasta un grado apenas accesible a la mentalidad católica, que siempre tiene a su alcance la confesión y la absolución que habrá de equilibrar un exceso de tensión. El protestante se halla, en cambio, librado a su tensión, que puede continuar aguzando su conciencia. La conciencia, y muy en particular la mala, utilizada con miras de alcanzar una más elevada autocrítica, puede ser un don divino, una verdadera gracia. Como actividad introspectiva, discriminante, la autocrítica es imprescindible para todo intento de comprender la propia psicología. Cuando se ha incurrido en algo inexplicable, y se pregunta por su causa, requiérese el acicate de la mala conciencia y de su facultad discriminatoria inherente a fin de descubrirla. Sólo así puede el hombre incautarse de los motivos que dominan sus actitudes. El aguijón de la mala conciencia inclusive estimula al descubrimiento de cosas antes inconscientes, y de este modo tórnasele posible al hombre franquear el umbral de su inconsciente y percibir las fuerzas impersonales que lo convierten en instrumento inconsciente del asesino múltiple instalado en su interior. Al protestante que sobrevive a la completa pérdida de su Iglesia y se conserva, empero, protestante, es decir, hombre ante Dios, desamparado y desprotegido por muros o comunidades, bríndasele la posibilidad espiritual de alcanzar la experiencia religiosa inmediata.

No sé si he logrado trasmitir el significado que en mi paciente tenía la experiencia del inconsciente. De todo modos, no se dispone de medida objetiva alguna para evaluar la magnitud de tal experiencia. Hemos de estimarla en el justo valor que tiene para la persona de la experiencia. Acaso nos impresiona el hecho de que ciertos sueños, aparentemente insignificantes, puedan ser de importancia para un hombre inteligente. Pero si no nos es posible aceptar sus afirmaciones al respecto, o si no nos es dable ubicarse en su lugar, más valdría no entrar a juzgar su caso. El genius religiosus es un viento que “sopla donde quiere”. No existe punto de Arquímedes alguno desde el cual juzgar, porque no es posible distinguir a la psique de su manifestación. La psique constituye el objeto de la psicología e, infortunadamente, también su sujeto, y esto ha de tenerse muy en cuenta.
Los escasos sueños que elegí a fin de ilustrar lo que designo como “experiencia inmediata”, seguramente resultarán muy poco atractivos para una mirada inexperta. No son espectaculares, sino modestos testimonios de una experiencia individual. Se presentarían ciertamente mejor si me fuera dable describirlos dentro de su serie y acompañado por el rico material simbólico que se ha ido acumulando en el transcurso del proceso entero. Mas tampoco la serie onírica entera podría compararse ni en belleza ni en fuerza de expresión con un aspecto cualquiera de una religión tradicional. El dogma es siempre resultado y producto de muchos espíritus y de muchos siglos. Hállase purificado de todo lo extravagante, de todo lo insuficiente y perturbador de la experiencia individual. Ello no obstante, la experiencia individual es, justamente en su pobreza, vida inmediata, cálida sangre roja que pulsa hoy las venas de los modernos. Quien busque la verdad, la encontrará más persuasiva que la mejor de las tradiciones. Y la vida inmediata es siempre individual, pues el individuo es el sustentáculo de la vida. Todo cuando proceda del individuo es, en cierto modo, único y, por ello, pasajero e imperfecto; en especial cuando se trata de productos anímicos espontáneos, como los sueños y otras cosas semejantes. Aun cuando algunos padezcan problemas idénticos a los míos, nadie tendrá los mismos sueños que yo. Pero así como no existe un individuo a tal punto diferenciado que presente un estado en absoluto singular, tampoco hay creaciones individuales de índole absolutamente única. Así como los sueños -y en muy alto grado- están hechos con material colectivo, así en la mitología y en el folklore de diversos pueblos repítense ciertos motivos en forma casi idéntica. A estos motivos los he llamado “arquetipos” : designación con la que significo formas o imágenes de naturaleza colectiva, que se dan casi universalmente como constituyentes de los mitos y, al propio tiempo, como productos individuales autóctonos de origen inconsciente. Los motivos arquetípicos provienen, verosímilmente, de aquellas creaciones del espíritu humano trasmisibles no sólo por tradición y migración sino también por herencia. Esta última hipótesis es ineludible, dada la reproducción espontánea de las imágenes arquetípicas, inclusive las complejas, aun en casos en que no existe posibilidad alguna de tradición directa.
La teoría de las ideas primitivas, anteriormente conscientes, no es, en absoluto, invención mía -según lo demuestra la palabra “arquetipo”, que pertenece a los primeros siglos de nuestra era. Con referencia especial a la psicología, encontramos esta teoría en las obras de Adolf Bastian y luego en Nietzsche. En la literatura francesa, Hubert y Mauss, y Lévy-Bruhl mencionan ideas parecidas. Con mis investigaciones minuciosas no he hecho más que dar fundamento empírico a la teoría de lo que antes solía denominarse ideas primitivas o elementales, “categorías” o “hábitos directores de la conciencia”, etc.
En el segundo de los sueños arriba tratados, hemos encontrado un arquetipo que aún no he tomado en consideración. Me refiero a la rara disposición cónica de las velas encendidas, formando cuatro pirámides. Esta ubicación destaca el significado simbólico del número cuatro, pues lo hallamos en el lugar del altar o iconostasio, es decir, allí donde esperaríamos encontrar las imágenes sagradas. Como el templo es llamado la “Casa de la Meditación”, podremos suponer que este carácter se halla expresado por la imagen o el símbolo que aparece en el sitio de adoración La tetractis (la cuaternidad) -para emplear la expresión de los pitagóricos- refiérese de hecho a la “meditación íntima”, según lo muestra con toda claridad el sueño de nuestro paciente. En otros sueños el símbolo se presenta, por lo general, en la forma de un círculo dividido en cuatro partes o conteniendo cuatro partes principales. En otros sueños de la misma serie, el símbolo adopta asimismo la apariencia de un círculo no dividido, de una flor, de una plaza o un espacio cuadrado, de un cuadrado, de una bola, de un reloj, de un jardín simétrico con surtidor en el medio, de cuatro personas en un bote, en un avión o ubicadas alrededor de una mesa, de cuatro sillas que rodean una mesa, de cuatro colores, de una rueda de ocho rayos, de una estrella, de ocho rayos o de un sol, de un sombrero redondo seccionado en ocho partes, de un oso de cuatro ojos, de una celda cuadrangular, de las cuatro estaciones del año, de una fuente que contiene cuatro nueces, del reloj del mundo cuya esfera está dividida en 4 por 8 = 32 partes, etc. 
Esos símbolos de la cuaternidad preséntanse en 400 sueños nada menos que 71 veces. El ejemplo en cuestión no es en este respecto excepcional. He observado muchos otros en que se presentó el cuatro, y en todos los casos el número era de origen inconsciente, o sea que el soñador lo recibió primero por un sueño sin tener idea alguna de su significado ni haber oído hablar jamás del sentido simbólico del cuatro. Naturalmente, si se tratase del tres sería otra cosa, dado que la Trinidad representa un número cuyo reconocido simbolismo es asequible a todos. Pero a nosotros, así como a un hombre de ciencia moderno, el cuatro no le dice más que cualquier otro número. El simbolismo de los números y su historia secular constituyen un campo científico completamente ajeno a los intereses espirituales de nuestro paciente. Si, en tales condiciones, los sueños insisten en la importancia del cuatro, con todo derecho podremos considerarlo de origen inconsciente. En el segundo sueño el carácter numinoso de la cuaternidad hácese evidente. Partiendo de este hecho debemos suponerla dotada de un significado que debemos llamar “sagrado”. Como el soñador no es capaz de referir este carácter especial a una fuente consciente, aplico un método comparado a fin de aclarar su sentido simbólico. Naturalmente, dentro del marco de estas conferencias no es posible suministrar una descripción completa de este método comparativo. Debo constreñirme, pues, a meras alusiones.
Dado que muchos de los contenidos inconscientes son, al parecer, residuos de estados históricos del espíritu, hemos de remontarnos sólo unos pocos siglos hasta alcanzar aquella etapa de la conciencia que constituye el paralelo de nuestros sueños. En nuestro caso son apenas trescientos los años que debemos retrotraernos a fin de reunirnos con estudiosos de las ciencias naturales y filósofos de la naturaleza que con toda seriedad discutían el problema de la cuadratura del círculo. Este insólito problema constituyó, a su vez, una proyección psicológica de cosas harto más viejas e inconscientes. Pero en aquellos días sabíase que el círculo significaba la divinidad: “Deus est figura intellectualis, cujus centrum est ubique, circumferentia vero nusquam” (Dios es la figura intelectual cuyo centro se halla por doquier, y por ninguna parte la circunferencia) -según dijo uno de estos filósofos, repitiendo así a San Agustín. Un hombre tan introvertido e introspectivo como Emerson, apenas pudo evitar la misma idea y citar, también él, a San Agustín. La imagen del círculo que a partir del Timeo de Platón -autoridad suprema de la filosofía hermética- considérase la forma más perfecta, "fue atribuída también a la sustancia mas perfecta, el oro, y además la anima mundi o anima media natura y a la primera luz creada. Y como el macrocosmos, el gran mundo, fue hecho por su creador en “forma redonda y de globo” , aún la más íntima parte del todo, el punto, está dotada de esta naturaleza perfecta. Según dice el filósofo: “La más simple y la más perfecta de todas las figuras es, en primer lugar, la redonda que descansa en el punto” . Esta imagen de la divinidad, que duerme y se esconde en la materia, fue lo que los alquimistas llamaron el primer protocaos o la tierra del paraíso o el pez redondo en el mar, o el huevo, o, simplemente, lo redondo. Este círculo poseía la llave mágica que abría la puerta cerrada de la materia. Según el Timeo, tan sólo el Demiurgo, el ser perfecto, es capaz de disolver la tetractis, el abrazo de los cuatro elementos. Dice la Turba Philosophorum -una de las grandes autoridades a partir del siglo XIII- que lo redondo puede disolver el cobre en cuatro. Así, el tan buscado oro filosófico fue redondo. Las opiniones dividíanse en punto al procedimiento con el cual sería posible apoderarse del Demiurgo dormido. En tanto unos confiaban en poder atraparle en forma de una materia primaria que contenía una particular concentración o una especie singularmente apropiada de esta sustancia, esforzábanse otros por crear la sustancia redonda mediante una suerte de síntesis, llamada “conjunctio”. El autor anónimo del Rosarium Philosophorum expresábase al respecto: “Haz del hombre y de la mujer un círculo redondo, extrae de él un cuadrado, y un triángulo de éste. Haz redondo el círculo, y recibirás la piedra filosofal” .
Esta piedra milagrosa fue simbolizada como un ser vivo perfecto de naturaleza hermafrodita, correspondiente al Esferos de Empédocles, al Eudaimonéstatos Theós y al hombre hermafrodita, redondo como una esfera, de Platón. Ya a comienzos del siglo XIV, Petrus Bonus comparó allapis (piedra filosofal) con Cristo, como una “alegoría” . Pero en la Aurea Hora -tratado de un Pseudo-Tomás del siglo XIII-, considérase el misterio de la piedra más sublime que los misterios de la religión cristiana. Menciono estas cosas sólo a objeto de mostrar que para no pocos de nuestros doctos antepasados el círculo o la esfera que contienen el cuatro significaban una alegoría de la divinidad.
De los tratados latinos despréndese también que el Demiurgo latente que duerme y se oculta en la materia es idéntico al llamado hombre filosófico, al segundo Adán. Este último es el hombre espiritual, superior, el Adán Kadmón que, a menudo, es identificado con Cristo. En tanto el primer Adán era mortal, porque se componía de los cuatro elementos perecederos el segundo Adán es inmortal porque está formado de una esencia pura e imperecedera. Dice el Pseudo Tomás: “El segundo Adán que se compone de elementos puros ha pasado a la eternidad. Por eso, porque consiste de una esencia simple y pura, permanece eternamente” . El mismo tratado interpreta como “segundo Adán” la sustancia de la cual habría dicho el viejo maestro Senior que “nunca muere sino que permanece en aumento continuo”.
De esas citas se sigue que la sustancia redonda, perseguida por los filósofos, fue una proyección de índole muy parecida a nuestro simbolismo onírico. Disponemos de testimonios históricos que nos demuestran que los sueños, las visiones e inclusive las alucinaciones hallábanse con frecuencia mezclados con el la obra filosófica. Nuestros antepasados, que aún tenían una constitución espiritual más ingenua, transfirieron sus contenidos inconscientes a la materia. Fácil le resultó a ésta aceptar semejantes proyecciones, ya que por ese entonces constituía un ser casi desconocido e incomprensible, y dondequiera halle el hombre algo enigmático transfiérele sus supuestos, sin la menor autocrítica. Pero hoy, que conocemos bastante bien la materia química, no nos es ya posible hacerle atribuciones con esa misma libertad que nuestros antepasados. Finalmente, debemos admitir que la tetractis es algo psíquico; y todavía no sabemos si, en un futuro más o menos lejano, se probará que asimismo esto es una proyección. Por ahora contentámonos con el hecho de que una idea de Dios -por completo ausente al espíritu consciente del hombre moderno- vuelve a presentarse en una forma que, tres o cuatro siglos ha, era un contenido de la conciencia.
Sobra subrayar que el paciente ignoraba esta parte de la historia del espíritu. Podría decirse con las palabras de un poeta clásico: “Que expulses la naturaleza en la horca y, sin embargo, volverá”.
Era idea de estos viejos filósofos el que Dios se reveló primero en la creación de los cuatro elementos. Estos fueron simbolizados con las cuatro partes del círculo. Así leemos en un tratado cóptico del Codex Brucianus acerca del Hijo Unigénito (Monogenés o Anthropos): “Es éste mismo que vive en la mónada, la cual se halla en el setheus (Creador) y provino de un lugar del cual nadie puede decir dónde se encuentra.. De él vino la mónada, a la manera de un barco cargado con todas las cosas buenas, y a la manera de un campo, lleno o poblado de todas las especies de árboles, y a la manera de una ciudad colmada de todas las razas de la humanidad... en su velo que la envuelve como un muro de protección hay doce portones. .. la misma es la ciudad-natal (metrópolis) del Hijo Unigénito”. En otro pasaje, el ánthropos mismo es la ciudad y sus miembros son los cuatro portones. La mónada es una chispa luminosa (spinther), un átomo de la divinidad. El monogenés es imaginado como si se hallara parado sobre una tetrápeza, una plataforma sostenida por cuatro pilares, correspondientes a la cuaternidad cristiana representada por los evangelistas, o al tetramorfo, la caballería simbólica de la iglesia, consistente en los símbolos de los cuatro evangelistas, el ángel, el águila, el buey y el león. La analogía con la Nueva Jerusalén de la Revelación tampoco parece fuera de lugar.
La división en cuatro, la síntesis del cuatro, la aparición maravillosa de los cuatro colores y las cuatro frases de la obra: la nigredo, dealbatio, rubefactio y citrinitas constituyen una preocupación constante de los viejos filósofos. El cuatro simboliza las partes, las cualidades y los aspectos de lo Uno. ¿Mas por qué hubo de repetir mi paciente estas viejas especulaciones?.
Lo ignoro. Sólo sé que en modo alguno se trata de un caso aislado. Muchos otros sujetos observados por mí o por mis colegas han producido, espontáneamente, el mismo simbolismo. No quiero decir, claro está, que éste se originó hace tres o cuatro siglos. Por entonces sólo se discutió particularmente el asunto; la idea es mucho más vieja que la Edad Media, según demuestran el Timeo o Empédocles. Tampoco constituye una herencia clásica o egipcia, pues podemos encontrarla asimismo en lugares bien diversos de la tierra. Piénsese, por ejemplo, en la enorme importancia que los indios adjudican a la cuaternidad.
Si bien el cuatro es un símbolo antiquísimo, probablemente prehistórico, invariablemente relacionado con la idea de una divinidad creadora del mundo, sorprende observar que el hombre moderno difícilmente lo interpreta así cuando se le presenta en la actualidad. Siempre ha acuciado muy especialmente mi interés ver cómo la misma gente interpreta este símbolo cuando se la abandona a sus propias ocurrencias y no están enterados de su historia. Por eso me he cuidado mucho de no influir con mis opiniones y, por regla general, he encontrado que, según su modo de ver, simboliza a ellos mismos o, más bien, algo de ellos mismos. Lo sentían como algo que les pertenecía muy íntimamente, como una especie de fondo creador y como un sol dador de vida en las honduras de lo inconsciente. Aunque no era nada difícil advertir que ciertas representaciones mandálicas a menudo eran casi una repetición de la visión de Ezequiel, muy contadas veces ocurrió que se conociera la analogía, aun cuando la gente tuviera conocimiento de la visión; conocimiento -dicho sea de paso- muy raro en la actualidad. Lo que casi cabría denominar una ceguera sistemática es, simplemente, el efecto del prejuicio de que la divinidad se halla fuera del hombre. Si bien este prejuicio es exclusivamente cristiano, ciertas religiones no lo comparten en absoluto. Por el contrario, a semejanza de ciertos místicos cristianos, insisten en la identidad esencial de Dios y hombre, ya en forma de una identidad a priori, ya como una meta alcanzable mediante ciertos ejercicios o iniciaciones, como las conocemos, por ejemplo, por las Metamorfosis de Apuleyo, para no mentar ciertos métodos yogas.
La aplicación del método comparativo muestra, de un modo inconcuso, que la cuaternidad es una representación más o menos directa de un Dios que se manifiesta en su creación. Por eso podríamos concluir que el símbolo espontáneamente producido en los sueños de los hombres modernos, mienta una cosa parecida: el Dios interno. A pesar de que por lo regular la gente no repara en esta analogía, nuestra interpretación es muy probablemente acertada. Si tomamos en consideración que la idea de Dios es una hipótesis “no científica”, resultará fácil comprender por qué los hombres olvidaron pensar en este sentido. Y aun cuando tengan cierta fe en Dios, rechazarían la idea del Dios interior debido a su educación religiosa que, tildándola de “mística”, siempre despreció esta idea. Sin embargo, es precisamente esta idea “mística” la que se impone a la conciencia a través de sueños y visiones. Al igual que mis colegas yo mismo he visto tantos casos que desarrollaron idénticas clases de simbolismos, que resulta imposible ya cuestionar su existencia. Además, mis observaciones remóntanse al año 1914, y he esperado catorce años antes de mencionarlas en una publicación.

Incurriría en error lamentable quien estimase mis observaciones como una suerte de demostración de la existencia de Dios. Ellas sólo demuestran la existencia de una imagen arquetípica de la divinidad y, en mi entender, esto es todo cuanto es dable afirmar psicológicamente acerca de Dios. Pero como es un arquetipo de gran significado y de poderosa influencia, su existencia relativamente frecuente parece constituir un hecho digno de consideración para toda teología natural. Como la vivencia de ese arquetipo a menudo tiene, en alto grado, la cualidad de lo numinoso, le corresponde la categoría de experiencia religiosa.
No puedo menos que llamar la atención acerca del hecho interesante de que en tanto la fórmula de lo inconsciente representa una cuaternidad, el simbolismo cristiano central es una trinidad. Cierto que, en rigor, la fórmula cristiana ortodoxa no es del todo completa, por cuanto carece del aspecto dogmático del principio malo de la Trinidad que, sin embargo, en la persona del diablo lleva una existencia separada de índole más o menos incierta. Sea como fuere, la Iglesia Católica no excluye, al parecer, una relación íntima del diablo con la Trinidad. Respecto a esta cuestión una autoridad católica se expresa del siguiente modo: “La existencia de Satanás, empero, no puede comprenderse sino partiendo de la Trinidad” . “Toda discusión teológica del diablo que no se refiera a la conciencia trinitaria de Dios constituye un desacierto con relación a la verdadera realidad” . Según esa concepción, el diablo tiene personalidad y libertad absoluta. De ahí que pueda ser el verdadero y personal “adversario de Cristo”. “En esto se nos revela una nueva libertad de la naturaleza de Dios: por libertad tolera a su lado al diablo y permite que su reino exista para siempre”. “La idea de un diablo poderoso es incompatible con la representación de Jehová. Pero no ocurre lo propio con la representación trinitaria. En el secreto del Dios tripersonal revélase una nueva libertad divina en las profundidades de su ser, que posibilita también la idea de un diablo personal junto a Dios y contra él” . Por lo tanto, el diablo tiene una personalidad autónoma, libertad y eternidad, y posee estas propiedades metafísicas en común con la divinidad, en tal forma que hasta puede existir contra Dios. Según ello, no es posible negar ya que sea católica la idea de la relación del diablo con la Trinidad y aún su pertenencia (negativa) a ésta.
El incluir al diablo en la cuaternidad no es, en absoluto, una especulación moderna o un inaudito producto de lo inconsciente. En un filósofo de la naturaleza y médico del siglo XVI, el Dr. Gerardus Dorneus, encontramos una larga exposición en la que contrapónese el símbolo de la Trinidad al de la cuaternidad, atribuyéndose la última al diablo. Dorneus rompe con toda la tradición cuando, de modo rigurosamente cristiano, sostiene el punto de vista que el tres es lo Uno y no el cuatro, que alcanza su unidad en la quinta esencia. Conforme a este autor, la cuaternidad es, de hecho, “diabolica fraus” (engaño del diablo). Así, opina que el diablo, en la caída de los ángeles, decidióse por la región cuaternaria y elemental (in quaternariam et elementariam regionem decid). Trae también una minuciosa descripción de la operación simbólica mediante la cual el diablo creó la “serpiente doble (dualidad) de los cuatro cuernos (cuaternidad)”. En rigor, la dualidad es el diablo mismo, el “quatricornutus binarius” (el binario de los cuatro cuernos).
Dado que un dios idéntico al hombre individual significa un supuesto harto complejo, lindante con la herejía , también el “Dios interior” constituye una dificultad dogmática. Pero la cuaternidad tal como es producida por la psique moderna, remite, en forma muy directa, no solo al Dios interior sino también a la identidad de Dios con el hombre. Hay aquí, en contraposición con el dogma, cuatro aspectos, y no tres. Fácil sería concluir que el cuarto representa al diablo. Si bien tenemos la palabra del Señor, que dice: “Yo y el Padre somos uno. Quien me ve a mí, ve al Padre”, estimaríase una blasfemia o una locura hacer hincapié en la humanidad dogmática de Cristo en grado tal que el hombre mismo se identificara con Cristo y su homoousia (identidad esencial) . Mas parece que el símbolo natural se refiere precisamente a esto. Por ello, desde el punto de vista ortodoxo podría calificarse la cuaternidad natural de“diabolica fraus”, y la principal prueba de ello residiría en la asimilación del cuarto aspecto, que representa la parte condenable del cosmos cristiano. Entiendo que la Iglesia debe rechazar todo intento de considerar seriamente tales resultados. E inclusive es posible que deba reprobar toda tentativa de reconciliación con esas experiencias, pues no le es dable permitir que la naturaleza reúna lo que ella separó. La voz de la naturaleza percíbese claramente en todas las vivencias vinculadas con la cuaternidad, y esto da lugar a todas las viejas sospechas frente a cuanto -aunque sea muy remotamente- recuerde lo inconsciente. El estudio científico de los sueños es la vieja oniromancia con ropaje nuevo, de ahí que acaso sea él tan condenable como las otras artes “ocultas”. En los tratados alquimistas se nos dan rasgos muy parecidos a los del simbolismo onírico, y unos y otros son igualmente heréticos . Parece que esto constituía una razón esencial para mantener en secreto todos estos conceptos, encubriéndolos con metáforas protectoras. Los enunciados simbólicos de la vieja alquimia proceden del mismo inconsciente que los sueños modernos, y en ellos se revela, en forma parecida, la voz de la naturaleza.
Si aún viviéramos bajo las condiciones medievales, época de pocas dudas acerca de los problemas últimos y en que toda historia universal comenzaba con el Génesis, fácil nos resultaría dejar de lado los sueños y cosas parecidas. Desgraciadamente, vivimos en condiciones modernas, que nos hacen parecer cuestionable cuanto de esencial se diga acerca del hombre; en las cuales existe una prehistoria de prodigiosa extensión y en las que la gente tiene plena conciencia de que, si existe una experiencia numinosa, ésta es propia de la psique. No podemos figurarnos ya un empíreo que gira alrededor del trono de Dios y, ni en sueños, buscaríamos a Dios en algún lugar más allá del sistema de la Vía Láctea. Pero nos parece como si el alma humana escondiera secretos, en razón de que para el empírico toda experiencia religiosa consiste en un especial estado anímico. Si queremos averiguar algo con respecto al significado de la experiencia religiosa para quienes la tienen, bríndasenos en el presente una oportunidad óptima para estudiarla en toda forma imaginable. Y si significa algo para quienes la tienen, este algo es: “todo”. Tal es, al menos la ineludible conclusión a que se arriba en el estudio cuidadoso de las pruebas. Inclusive cabría definir la experiencia religiosa como aquella caracterizada por la valoración suma, haciendo caso omiso de todos sus contenidos. La actitud espiritual del hombre moderno, bajo el veredicto de “extra ecclesiam nulla salus” (fuera de la iglesia no hay salvación alguna), se dirigirá al alma como a una esperanza última. ¿En qué otra parte se podría encontrar la experiencia?. La respuesta será aproximadamente de la índole descrita por mí. La voz de la naturaleza contestará, y todos los que se preocupen del problema espiritual del hombre enfrentarán nuevas cuestiones desconcertantes. A causa del desamparo espiritual de mis pacientes me he visto obligado a hacer el serio intento de comprender por lo menos algunos de los símbolos producidos por lo inconsciente. Como llevaría demasiado lejos entrar en los pormenores, tanto de las consecuencias intelectuales como de las éticas, he de contentarme aquí con la simple mención del hecho.
Las principales figuras simbólicas de una religión son siempre la expresión de las especiales actitudes morales y espirituales que le son inherentes. Cito, por ejemplo, la cruz y sus diferentes significados religiosos. Otro símbolo principal lo constituye la Trinidad. Posee carácter exclusivamente masculino; sin embargo, el inconsciente lo transforma en una cuaternidad que es, a la vez, unidad, así como las tres personas de la Trinidad son uno y el mismo Dios. Los antiguos filósofos de la naturaleza representaron la Trinidad -en cuanto estaba “imaginata in natura” (representada en la naturaleza)- como las tres asómata o “spiritus” o “volatilia”, a saber: el agua, el aire y el fuego. La cuarta parte integrante era el sómaton, la tierra o el cuerpo. Esta última parte, simbolizábanla por la Virgen. De este modo, a su trinidad física agregaron el elemento femenino, creando así la cuaternidad o el círculo cuadrado, cuyo símbolo era el rebis hermafrodita, el filius sapientiae (hijo de la sabiduría). Con el cuarto elemento los filósofos medievales de la naturaleza referíanse, sin duda alguna, a la tierra y a la mujer. Al principio del mal no se lo mencionaba abiertamente; sin embargo, aparecía en la cualidad venenosa de la prima materia, así como en otras alusiones. En los sueños modernos la cuaternidad es una creación de lo inconsciente. Según expliqué en el primer capítulo, el inconsciente a menudo se halla personificado por el anima -una figura femenina-. Al parecer, el símbolo de la cuaternidad proviene de ella, que sería, entonces, lamatrix, la tierra madre de la cuaternidad, una teotokos o madre de Dios, del mismo modo que se consideró a la tierra como madre de Dios. Pero como la mujer, al igual que el mal, queda excluída de la divinidad en el dogma de la Trinidad, el elemento del mal constituiría también una parte del símbolo religioso, si el último fuese una cuaternidad. No demanda ningún esfuerzo especial a la fantasía adivinar la amplia consecuencia espiritual de este simbolismo.

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