C. G. Jung: Psicología & Religión.Tercera y última conferencia

02.12.2013 19:53

Capítulo III

HISTORIA Y PSICOLOGIA DE UN SIMBOLO NATURAL

No querría defraudar la curiosidad filosófica, mas prefiero no perderme en una discusión de los aspectos éticos e intelectuales del problema planteado por el símbolo de la cuaternidad. Su importancia psicológica es por cierto notable, sobre todo desde el punto de vista práctico. Es verdad que no nos ocupamos aquí de la psicoterapia sino del aspecto religioso de ciertos fenómenos psíquicos, pero quisiera puntualizar que fue la investigación psicopatológica el objetivo que me indujo a exhumar símbolos y figuras históricas de sus tumbas polvorientas. En mi época de joven psiquiatra no tenía la más mínima idea de que alguna vez haría yo algo así. Y no tomaré a mal si alguien encuentra que esta larga exposición en torno al símbolo de la cuaternidad, el circulus cuadratus y los intentos heréticos de completar el dogma de la Trinidad, son demasiado rebuscados y tratados con desmedida morosidad. No obstante, todo mi discurso acerca de la cuaternidad no constituye, en rigor, sino una introducción lamentablemente breve e insuficiente a la última parte (remate de toda la cuestión) del caso elegido por mí a guisa de ejemplo.
Muy al comienzo de nuestra serie onírica aparece ya el círculo. Toma, verbigracia, la forma de una serpiente que circunscribe un círculo alrededor del soñador. En sueños ulteriores se presenta como un reloj, como un círculo con punto central, como blanco redondo para ejercicios de tiro, como reloj que representa un aparato de movimiento perpetuo, como pelota, como bola, como mesa redonda, como fuente, etc. Aproximadamente hacia el mismo tiempo el cuadrado adopta también la forma de plaza o jardín cuadrangular con un surtidor en el medio. Poco más tarde, el cuadrado aparece en conexión con un movimiento circular: gente que se pasea dentro de un cuadrado; una ceremonia mágica (la transformación de animales en seres humanos) se lleva a cabo en un ambiente de forma cuadrangular en cuyos rincones se hallan cuatro víboras, y hay gentes que circulan alrededor de los cuatro rincones; el soñador viaja en un taxi alrededor de una plaza cuadrangular; una celda cuadrangular: un cuadrado vacío que gira, etc. En otros sueños, el círculo se halla representado por la rotación: por ejemplo, cuatro niños llevan un "anillo oscuro" y marchan describiendo un círculo. El círculo aparece también combinado con la cuaternidad, como fuente de plata con cuatro nueces en los cuatro puntos cardinales, o como mesa con cuatro sillas. El centro parece especialmente acentuado. Está simbolizado por un huevo en el centro de un anillo; por una estrella formada por un destacamento de soldados; por una estrella que gira en círculo, representando los cuatro puntos cardinales y las cuatro estaciones del año; por el polo; o por una piedra preciosa, etc.
Finalmente, todos estos sueños remataron en una imagen que se presentó al paciente como impresión visual repentina. En varias oportunidades había percibido ya semejantes imágenes o visualizaciones fugaces, mas esta vez se trató de una vivencia sumamente impresionante. Según dice él mismo: "Fue una impresión de la armonía más sublime". En un caso así no importa en absoluto cuál es nuestra impresión o qué es lo que pensamos nosotros acerca del asunto. Sólo cuenta lo que experimenta el sujeto. Es su experiencia, y si ella ejerce una influencia esencial sobre su estado, todo argumento en contra es inútil. El psicólogo no puede sino tomar nota del hecho y, con tal que se sienta a la altura de la tarea, puede asimismo tratar
de comprender por qué esta visión obró sobre esa persona justamente en tal forma. La visión constituyó un momento crítico en el desarrollo anímico del paciente.
He aquí el texto literal de la visión:
"Es un círculo vertical y otro horizontal con punto central común. Este es el reloj del universo. Lo lleva el pájaro negro.
"El círculo vertical es un disco azul de margen blanco, dividido en 4 X 8 = 32 partes; encima de él gira una manecilla.
"El círculo horizontal está formado de cuatro colores. Sobre él hállanse parados cuatro hombrecitos con péndolas, y alrededor de él se encuentra el anillo, anteriormente oscuro y ahora de oro (que antes fue llevado por los cuatro niños).
El "reloj" tiene tres ritmos o pulsos:
"El pulso pequeño: la manecilla del círculo vertical azul adelanta 1/32.
"El pulso mediano: una rotación entera de la manecilla. Simultáneamente, el círculo horizontal adelanta 1/32.
"El pulso grande: 32 pulsos medianos constituyen una vuelta del anillo de oro".
La visión reúne todas las alusiones de los sueños anteriores. Parece un intento de lograr un conjunto significativo que agrupe los símbolos fragmentarios de antes, que por entonces fueron caracterizados como círculo, bola, cuadrado, rotación, reloj, estrella, cruz, cuaternidad, tiempo, etc.
Naturalmente, es difícil comprender por qué esta figura abstracta es capaz de producir un sentimiento de "la armonía más sublime". Pero si pensamos en los dos círculos del Timeo de Platón y en la armoniosa forma esférica de su alma del mundo, tal vez nos resulte posible dar con el camino para esa comprensión. Además, el concepto de "reloj del universo" evoca la antigua concepción de la musical armonía de las esferas. Por lo tanto, trataríase de una especie de sistema cosmológico. Si fuera una visión del firmamento y de su rotación silenciosa, o del movimiento acompasado del sistema solar, fácil sería para nosotros comprender y apreciar la armonía perfecta de la imagen. También nos es dable admitir que la visión platónica del cosmos se vislumbra vagamente a través de la niebla de una conciencia de carácter onírico. Pero hay en esta visión algo que no concuerda enteramente con la perfección armoniosa de la imagen platónica. Los círculos son diferentes en cuanto a su naturaleza. No sólo difieren en su movimiento, sino también en su color. El círculo vertical es azul, y el horizontal, que contiene cuatro colores, tiene color de oro. Es muy verosímil que el círculo azul simbolice el hemisferio del firmamento, y que el círculo horizontal represente el horizonte con los cuatro puntos cardinales personificados por los cuatro hombrecitos y caracterizados por los cuatro colores. (En un sueño anterior los cuatro puntos fueron representados en una ocasión por cuatro niños, y en otra por las cuatro estaciones del año). Esta imagen de inmediato nos recuerda las representaciones medievales del mundo en forma de un círculo o en la figura del Rey de la Gloria con los cuatro evangelistas o la melotesia, en la que el horizonte está formado por el zodíaco. La representación de Cristo triunfante parece guardar parentesco con imágenes parecidas de Horus y sus cuatro hijos. También en Oriente encontramos analogías: en los mandalas o círculos budistas, casi siempre de origen tibetano. Por regla general, consisten en un padma o loto redondo que contiene un edificio sagrado de forma cuadrangular y con cuatro portones que aluden a los cuatro puntos cardinales y a las estaciones del año. En el centro hállase un Buda o, con más frecuencia la unión de Siva con su Sakti o un equivalente símbolo de dorje (belemnita) . Son yantras o instrumentos rituales que sirven para la contemplación y la transformación final de la conciencia del yoga en la divina conciencia del todo.
Por muy evidentes que sean, estas analogías, no satisfacen enteramente, por cuanto todas acentúan en tal forma el centro que parecen servir a la exclusiva finalidad de destacar la importancia de la figura central. En nuestro caso, empero, el centro está vacío. No consiste sino en un punto matemático. Los símiles citados retratan a la divinidad que crea el mundo o que lo domina, o también al hombre en su dependencia de las constelaciones divinas. Mas nuestro símbolo es un reloj que representa al tiempo. La única analogía de este símbolo la constituye, que yo sepa, el horóscopo. También éste tiene cuatro puntos cardinales y un centro vacío. Otra singular correspondencia es la del movimiento de rotación, mencionado en los sueños anteriores y casi siempre descrito como de paso izquierdo. El horóscopo tiene doce casillas, cuya numeración se efectúa en el sentido opuesto al de las manecillas del reloj.
Pero el horóscopo está compuesto de un solo círculo, y además no contiene contraste alguno entre dos sistemas evidentemente contrarios. De ahí que tampoco el horóscopo ofrezca ninguna analogía satisfactoria, si bien arroja alguna luz sobre el aspecto temporal de nuestro símbolo. Si no poseyéramos el tesoro del simbolismo medieval nos hallaríamos obligados a desistir de nuestros esfuerzos dirigidos a encontrar fenómenos psicológicos paralelos. Por una feliz coincidencia di con un poco conocido autor medieval de los albores del siglo XIV, Guillaume de Digulleville, prior del monasterio de Châlis y poeta normando, quien, entre 1330 y 1335, escribió tres "Peregrinajes" . Se llaman "El peregrinaje de la vida humana, del alma y de Jesucristo". En la última Canción del peregrinaje del alma encontramos una visión del paraíso.
El paraíso hállase formado de 49 esferas giratorias, llamadas “siècles”, siglos, que son los prototipos o arquetipos de los siglos terrestres. Pero -según explica el ángel que sirve de guía a Guillaume- la expresión eclesiástica “in saecula saeculorum” refiérese, no al tiempo común, sino a la eternidad. Un cielo de oro rodea todas las esferas. Cuando Guillaume levantó la mirada hacia el cielo de oro, de pronto percibió un pequeño círculo color de zafiro cuyo diámetro era tan sólo de tres pies. Dice de este círculo: "En un punto salía del cielo de oro y en otra parte volvía a entrar en él y daba toda la vuelta" Evidentemente, el círculo azul, a semejanza de un disco, corría encima de un círculo grande que cortaba en dos la esfera de oro del cielo.
Henos aquí con dos sistemas diferentes, el uno de oro, el otro azul, y el uno corta en dos al otro. ¿Qué es el círculo azul?. El ángel vuelve a explicar a Guillaume, que está admirado:

“Este círculo que ves es el calendario
Que, dando una vuelta entera,
Muestra los días de los Santos,
Cuando hay que celebrarlos.
Cada estrella corresponde allí a un día,
Cada sol, al lapso
de treinta días o zodíaco”.

El círculo azul es el calendario eclesiástico. De este modo tenemos otro rasgo parecido, el elemento del tiempo. Se recordará que el tiempo es caracterizado o medido en nuestra visión por tres pulsos o ritmos. El círculo del calendario de Guillaume tiene un diámetro de tres pies. Además, mientras Guillaume está mirando el círculo azul de súbito se le aparecen tres espíritus vestidos de púrpura. El ángel le explica que en ese momento se celebra la fiesta de los respectivos tres santos, y pronuncia un discurso acerca del zodíaco entero. Al llegar a los peces menciona la fiesta de los doce pescadores que precede a la de la Santísima Trinidad. En este instante le interrumpe Guillaume y le confiesa al ángel que nunca ha comprendido del todo el símbolo de la Trinidad. Le ruega tener la gentileza de explicarle este misterio. A lo cual respóndele el ángel: "Pues bien, hay tres colores principales en él: el verde, el rojo y el oro". Se les puede ver juntos en el abanico del pavo real. Y agrega: "El rey todopoderoso que pone en unidad tres colores, ¿no puede también hacer que una sustancia sea tres?" El color oro, así dice, le pertenece al Padre, el rojo al Hijo y el verde al Espíritu Santo. Luego el ángel le previene al poeta que no pregunte más y desaparece.
Por la información del ángel sabemos, felizmente, que el tres se vincula con la Trinidad. Y así sabemos también que nuestra anterior digresión en el campo de la especulación mística acerca de la Trinidad no fue del todo absurda. Simultáneamente, damos con el motivo de los colores; mas, por desgracia, nuestro paciente tiene cuatro, en tanto Guillaume, o más bien el ángel, no habla sino de tres: oro, rojo y verde. Podríamos citar las palabras con que empieza el Timeo: "Son tres, ¿dónde ha quedado el cuarto?" O también, podría agregarse las palabras exactamente iguales del Fausto de Goethe, de la escena de los cabiros, en la segunda parte de la obra donde los cabiros levantan del mar aquella misteriosa y "severa figura".
Los cuatro hombrecitos de nuestra visión son enanos o cabiros. Representan tanto los cuatro puntos cardinales y las cuatro estaciones del año, como los cuatro colores y los cuatro elementos. En el Timeo, al igual que en el Fausto y en el Peregrinaje, parece ocurrir algo con el número cuatro. El cuarto color que falta es, evidentemente, el azul. Es el color que pertenece a la serie oro, rojo y verde. ¿Por qué falta el azul?. ¿Qué no concuerda con el calendario?. ¿O con el tiempo?. ¿O con el color azul? 
El viejo Guillaume, sin duda alguna, habrá tropezado con idéntico problema: "Son tres, pero ¿dónde está el cuarto?". Está curioso por saber algo de la Trinidad, a la cual -según dice- nunca había comprendido del todo. Y resulta un tanto sospechoso que el ángel muestre tanto apuro de retirarse antes que Guillaume formule nuevas preguntas capciosas.
Pues bien, me imagino que Guillaume hallábase bastante inconsciente frente al reino de los cielos; de otro modo no habría dejado de derivar ciertas conclusiones de lo que observaba allí. Y, en verdad ¿qué pudo ver allí?. Primero percibió las esferas o “siècles”, habitadas por aquellos que habían llegado a la eterna bienaventuranza. Luego vio el cielo de oro, el “ciel d'or”; allí, el Rey de los cielos sentado sobre un trono de oro, y junto a él, la Reina de los cielos sobre un trono redondo de cristal marrón. Ese último detalle se refiere al supuesto de que María había entrado con su cuerpo en el reino de los cielos -único ser mortal al cual habíasele permitido reunirse con su cuerpo antes de la resurrección universal de los muertos. En estas representaciones y en otras por el estilo, el rey es Cristo triunfante junto con su esposa, la Iglesia. Ahora resulta que -y éste es el hecho más importante- Cristo como Dios es también, al par, la Trinidad, que se convierte en cuaternidad por agregarse una cuarta persona- la reina. La pareja real representa en forma ideal la unidad del dos bajo el dominio de lo uno, “binarius submonarchia unarii” -según diría Dorneus-. Además, en el cristal marrón, aquella región cuaternaria y elemental en la cual había caído en su tiempo el "binario de los cuatro cuernos", se halla elevada al trono de la mayor abogada. Con ello, la cuaternidad de los elementos naturales preséntase en la más grande proximidad, no sólo del cuerpo místico de la Iglesia desposada o de la Reina de los Cielos -a menudo es difícil distinguir entre las Idos- sino también en inmediata relación con la Trinidad.
Azul es el color del manto celestial de María. Ella es la tierra cubierta por la bóveda celeste. ¿Pero por qué no se hace mención de la Madre de Dios? Según el dogma ella no es divina, sino sólo beata. Además, representa a la tierra, que asimismo es el cuerpo y sus oscuridades. Ese es el motivo de que ella, la madre llena de gracias, sea la abogada autorizada de todos los pecadores, y de que también ella -no obstante su posición privilegiada (la propiedad seráfica de no poder pecar)- con la Trinidad-se encuentre en una relación que no se capta con la razón y que es estrecha y lejana a la vez. En la medida en que es matrix, receptáculo y tierra, es decir, lo que contiene, ella es, para la intuición alegorizante, lo redorado, que se determina por los cuatro puntos cardinales, vale decir, el orbe con las cuatro regiones del cielo, como el escabel de la divinidad, o el cuadrado de la ciudad santa o "la flor del mar en la cual se esconde Cristo'' : el mandala. En la representación que del loto tienen los tantras, por razones fácilmente comprensibles el mandala es femenino. El loto es la eterna sede de nacimiento de los dioses. Corresponde a la rosa occidental en que está sentado el Rey de la Gloria, a menudo sobre la base formada por los cuatro evangelistas, que corresponden a los puntos cardinales.
Partiendo de este precioso trozo de psicología medieval nos es dable hacernos cierta idea acerca del significado del mandala de nuestro paciente. Reúne a los "cuatro", y ellos funcionan juntos, en armonía. Mi paciente había sido criado en la fe católica y se hallaba, pues, desprevenido ante ese mismo problema que, para el viejo Guillaume, probablemente había constituido una suerte de rompecabezas. En verdad para la Edad Media fue un gran problema de un lado, este misterio de la Trinidad, y de otro, ese reconocimiento tan sólo condicional del elemento femenino, la tierra, en fin, del cuerpo y de la materia que, sin embargo, en la forma del seno de María, fueron la sede sagrada de la divinidad y el imprescindible instrumento de la obra de salvación divina. La visión de mi paciente constituye una respuesta simbólica a la cuestión de los siglos. Tal sería la razón de que la imagen del reloj del universo produjera la impresión de "suma armonía". Fue la primera referencia a una posible solución del conflicto fatal entre la materia y el espíritu, entre los apetitos del mundo y el amor a Dios. El pobre e ineficaz compromiso que se da en el sueño de la iglesia, hállase por completo superado con esta visión mandálica en la que se reconcilian todos los contrastes fundamentales. Si es lícito aludir en esta conexión a la vieja idea de los pitagóricos, según la cual el alma es un cuadrado, el mandala expresa a la divinidad por medio del ritmo triple, y al alma por la cuaternidad estática, el círculo dividido en cuatro colores. Y así, el significado íntimo de la visión no sería nada menos que la unión del alma con Dios.
En la medida en que el reloj del universo representa también la cuadratura del círculo y el movimiento perpetuo, ambas preocupaciones del espíritu medieval hallan en nuestro mandala su adecuada expresión. El círculo áureo y sus contenidos representan la cuaternidad en la forma de los cuatro cabiros y de los cuatro colores, en tanto el círculo azul representa a la Trinidad y al movimiento del tiempo de acuerdo con Guillaume. En nuestro caso, la manecilla del círculo azul tiene el movimiento más rápido, al paso que el círculo de oro se mueve despaciosamente. En el cielo de oro, de Guillaume, el círculo azul parece algo incongruente, pero en nuestro caso los círculos vincúlanse en forma armoniosa. La Trinidad es la vida, el "pulso" del sistema entero con un ritmo triple que, sin embargo, se constituye sobre el 32, o sea, un múltiplo del cuatro. Esto corresponde al concepto arriba mencionado de que la cuaternidad se presenta como una conditio sine qua non del nacimiento de Dios y, por tanto, también de la vida intratrinitaria en general. De un lado, círculo y cuaternidad, ritmo triple del otro, compenétranse mutuamente, de suerte que el uno se halla contenido también en el otro. En la versión de Guillaume la Trinidad es evidente, pero la cuaternidad está oculta en la dualidad del Rey y de la Reina de los Cielos. Además, el color azul no pertenece a la Reina, sino al calendario, que representa al tiempo y se encuentra caracterizado por atributos trinitarios. Eso parece corresponder a una mutua compenetración de los símbolos, de un modo parecido al de nuestro caso.
Las mutuas compenetraciones de propiedades y contenidos son típicas, no sólo de los símbolos en general, sino igualmente de la semejanza de carácter de los contenidos simbolizados. Sin la última, tampoco la recíproca compenetración sería posible. Por eso, en el concepto cristiano de la Trinidad hallamos asimismo la interpenetración, en que el Padre aparece en el Hijo, el Hijo en el Padre, el Espíritu Santo en el Padre y en el Hijo y ambos en aquél, como Paráclito. El paso del Padre al Hijo y su aparición en un determinado momento representan un elemento temporal, mientras que el elemento espacial sería personificado por la Madre de Dios. (La cualidad de madre fue, originariamente, un atributo del Espíritu Santo, y un tipo de cristianos de la época temprana lo llamó Sophia -Sapientia). No era posible aniquilar del todo esta propiedad femenina y por lo menos sigue adherida al símbolo del Espíritu Santo: la paloma del Espíritu Santo. Pero en el dogma la cuaternidad falta por completo, si bien aparece en el simbolismo eclesiástico de los primeros tiempos. Me remito a la cruz de los palos iguales que se halla encerrada en el círculo, al Cristo triunfante con los cuatro evangelistas, al tetramorfo, etc. En el simbolismo tardío de la Iglesia se presentan la rosa mística, el vaso de la devoción, la fuente casta y el huerto cerrado como atributos de la Madre de Dios y de la tierra espiritualizada.

Si las representaciones de la Trinidad no fueran sino sutilezas de la razón humana, casi no valdría la pena mostrar todas estas conexiones bajo la luz de la psicología. Pero siempre he defendido el punto de vista que considera que estas representaciones forman parte del tipo de la revelación, es decir, de lo que Koepgen últimamente califica de “gnosis” (¡a lo que no debe confundirse con gnosticismo!). La revelación es, en primer término, un descubrimiento de las profundidades del alma humana, una “manifestación”, ante todo un modo psicológico, que -como es sabido- nada dice acerca de lo que podría ser además de esto. Lo último trasciende la ciencia. A esta concepción aproxímase la fórmula lapidaria de Koepgen, que tiene el imprímatur de la Iglesia y dice: “De modo que la Trinidad no sólo es una revelación de Dios, sino a la vez también del hombre”.
Nuestro mandala es una representación abstracta, casi matemática, de algunos de los principales problemas discutidos en la filosofía cristiana de la Edad Media. En rigor, la abstracción alcanza tal punto que sin la ayuda de la visión de Guillaume no habríamos advertido su vastísima raigambre histórica de esa visión. Nuestro paciente no poseía conocimiento alguno de estos materiales históricos. No sabe más de lo que puede saber toda persona a la cual en su temprana infancia se le enseñó un poco de catecismo. El mismo no percibió ninguna relación entre su reloj del universo y algún simbolismo religioso. Eso es fácil de advertir, por cuanto la visión no encierra nada que de primer intento haga recordar en forma alguna la religión. Pero su visión sobrevino un poco después del sueño que se ocupaba de la “Casa de la Meditación”. Y este sueño, a su vez, constituyó la respuesta al problema del tres y del cuatro, representado en un sueño aún anterior. Allí se refería a un ambiente cuadrangular a cuyos lados hallábanse cuatro vasos llenos de agua coloreada; una amarilla, otra roja, la tercera, verde, y la cuarta no tenía color. Faltaba, evidentemente, el azul; pero en una visión previa éste se hallaba combinado con los colores restantes, cuando, en la profundidad de una cueva, apareció un oso. El animal poseía cuatro ojos que irradiaban luz roja, amarilla, verde y azul. El azul había desaparecido extrañamente en el sueño ulterior. Al mismo tiempo, el cuadrado de costumbre se transformó en un rectángulo, que antes jamás se había presentado. La causa de esa evidente alteración fue una resistencia contra el elemento femenino representado por el anima. En el sueño de la "Casa de la Meditación", la voz afirma este hecho. Dice “Lo que haces, es peligroso. La religión no es el impuesto que debes pagar a fin de que te sea posible prescindir de la imagen de la mujer, pues esta imagen es imprescindible”. La “imagen de la mujer” es exactamente lo que llamaríamos anima.
Es normal en el hombre que se oponga resistencias al anima, porque -según he mencionado antes- ella representa lo inconsciente con todas las tendencias y contenidos hasta el momento excluídos de la vida consciente. Así ocurría en nuestro caso, por una serie de razones verdaderas y ficticias. Algunos contenidos hallábanse suprimidos y otros reprimidos. De ordinario, las tendencias que en la estructura psíquica del hombre representan la suma de los elementos antisociales (las llamo el “criminal estadístico” de cada cual) son suprimidas, eliminadas consciente e intencionalmente. Pero las tendencias sólo reprimidas tienen, por lo general, carácter dudoso. No son necesariamente antisociales, pero tampoco aquello que se llamaría convencional y ajustado a las normas de la sociedad. Igualmente dudoso es el motivo por el que se las reprime. Algunas personas lo hacen simplemente por cobardía, otras por moral convencional, y las terceras por cuidado de su reputación. La represión es una especie de dejar pasar las cosas en un acto semiconsciente e indeciso, o un menosprecio de las uvas inalcanzables o un mirar hacia otra dirección a fin de no ver los propios deseos. Fue Freud quien descubrió que la represión constituye uno de los principales mecanismos en la formación de una neurosis. La supresión corresponde a una decisión moral consciente, en tanto la represión constituye una inclinación, bastante inmoral, a deshacerse de decisiones desagradables. La supresión puede causar penas, conflictos y sufrimientos, pero nunca una neurosis. La neurosis es siempre un sustituto del sufrimiento legítimo.
Cuando se hace caso omiso del “criminal estadístico”, resta el extenso campo de las propiedades inferiores y de las tendencias primitivas, que pertenecen a la estructura psíquica del hombre, el cual es menos ideal y más primitivo de lo que querríamos que fuese. Abrigamos ciertas ideas acerca de cómo debería vivir un hombre civilizado, culto o moral y, de vez en cuando, ponemos todos nuestros afanes en observar nosotros mismos estas exigencias ambiciosas. Pero como la madre naturaleza no favoreció a todos sus hijos con idénticos bienes, hay seres más dotados y seres que lo están menos. Así, existen personas capaces de vivir “como se debe” y en forma respetable, o dicho en otros términos, en los que no hallamos nada malo. Cuando cometen faltas, o bien trátase de pecados menores o bien no tienen conciencia de ellas. Es sabido que nos mostramos más indulgentes con los pecadores que no tienen conciencia de sus actos. Pero en modo alguno obra así la naturaleza. Los castiga con la misma dureza que si hubieran cometido la falta a conciencia. Así tenemos -como en su tiempo señaló Drummond -que es precisamente la gente muy piadosa la que, inconsciente de esas cualidades suyas, muestran un carácter especialmente infernal que la hace insoportable a sus prójimos. La gloria de una santidad puede propagarse muy lejos y, sin embargo, la convivencia con el santo ocasiona un complejo de inferioridad y hasta una violenta irrupción de inmoralidad en individuos de más pobres atributos morales. La moral parece un don igualable en este respecto con la inteligencia. No es posible inculcarla sin perjuicio de un sistema al que no le es congénita.
Es, por desgracia, innegable que considerado en forma total, el hombre es menos bueno de lo que se figura o desea ser. A todo individuo síguele una sombra, y cuanto menos se halle ésta materializada en su vida consciente, tanto más oscura y densa será. El que es consciente de una inferioridad, tiene siempre la posibilidad de corregirla. Esta inferioridad encuéntrase también en continuo contacto con otros intereses, de modo que siempre se halla sometida a modificaciones. Pero si se encuentra reprimida y aislada de la conciencia nunca es corregida. Además, existe el riesgo de que, en un momento de descuido, lo reprimido estalle súbitamente. De todos modos, constituye un obstaculo inconsciente que hace fracasar los empeños mejor intencionados.
Con nosotros llevamos nuestro pasado, es decir, al hombre primitivo e inferior, con sus apetitos y emociones, y tan sólo nos es dable librarnos de este peso mediante un esfuerzo enorme. En los casos de neurosis enfrentamos siempre una sombra considerablemente aumentada. Y si se quiere curarla, antes habrá que encontrar un lugar donde la personalidad consciente, y la sombra puedan convivir.
Constituye éste un serio problema para todo el que se halle en tal desagradable situación, o deba auxiliar a los enfermos a retornar a la vida normal. La mera supresión de la sombra no es remedio alguno, como tampoco lo es la decapitación en caso de dolor de cabeza. Tampoco sirve de ayuda la destrucción de la moral de un hombre, porque ello antes mataría a su “sí mismo”, sin el cual ni la sombra tiene sentido. La reconciliación de estos contrastes es uno de los más importantes problemas que -inclusive en la antigüedad- ocupó a ciertos espíritus. Así sabemos que una -por lo demás legendaria- personalidad del siglo II, Carpócrates, filósofo neoplatónico cuya escuela -según el relato de Ireneo- defendió la doctrina de que el bien y el mal no son sino meras opiniones humanas y que, por lo contrario, antes de la muerte, las almas debían conocer hasta las heces todo lo humanamente experimentable, a no ser que quisieran volver a caer en la prisión del cuerpo. El alma, por decirlo así, podría redimirse de su arresto en el mundo somático del demiurgo únicamente mediante la perfecta satisfacción de todas las exigencias vitales. La existencia corpórea -tal como se da- es una suerte de hermano hostil cuyas condiciones deben observarse en primer lugar. Los carpocracianos interpretaron en este sentido a San Lucas, XII, 58 s. (res. San Mateo, V. 25 s.): “Pues cuando vas al magistrado con tu adversario, procura en el camino librarte de él; no sea que te arrastre al juez, y el juez te entregue al alguacil, y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allá, hasta que hayas pagado hasta el último maravedí”. En conexión con otra doctrina de los gnósticos, según la cual nadie puede ser salvado de un pecado no cometido, advertimos aquí (no importa que esté oscurecido por el antagonismo cristiano) un problema de alcance sumo, planteado por los filósofos neoplatónicos. En la medida en que el hombre está somáticamente comprometido, el "adversario" no es otra cosa que el “otro dentro de mí”. Es evidente que el pensar de los carpocracianos remata en el siguiente pasaje de Mateo, V. 22 ss: “Pero yo os digo, que cualquiera que se enojare consigo mismo, será culpado del juicio; y cualquiera que dijere, a sí mismo, Necio, será culpado del consejo; y cualquiera que dijere, Fatuo, será culpado del infierno del fuego. Por tanto, si trajeres tu presente al altar, y allí te acordares de que tienes algo contra ti mismo, deja allí tu presente delante del altar, y vete, vuelve primero en amistad contigo mismo, y entonces ven y ofrece tu presente. Concíliate contigo mismo presto, entre tanto que estás con él en el camino; porque no acontezca que tú mismo te entregues al juez”, etc. No dista mucho de este conjunto de problemas la palabra no canónica del Señor: “Cuando tú sabes qué es lo que haces, bienaventurado eres; pero cuando no sabes qué es lo que haces, condenado eres” y muy próximo se halla el símil del administrador injusto (Lucas, XVI), que, desde varios aspectos, constituye una "piedra de escándalo". “Et laudavit Dominus villicum iniquitatis, quia prudenter fecisset”. “Prudenter” corresponde a “phronimos” del texto primitivo, que quiere decir: “considerado, sensato, razonable”. Es innegable que aquí la razón aparece como una instancia de decisión ética. Es posible que en contra de Ireneo se les conceda a los carpocracianos esta comprensión, suponiendo que también ellos, a semejanza del administrador injusto, meritoriamente sabían salvar las apariencias. Es natural que, con su mentalidad más robusta, los padres de la Iglesia no supieran apreciar la fineza y valor de este argumento sutil y, desde el punto de vista moderno, singularmente práctico. Es un problema vital, mas también peligroso, y éticamente el más delicado de la civilización moderna, que ya no sabe ni comprende por qué la vida del hombre, en un sentido más elevado, debería ser un sacrificio. El hombre puede vivir cosas asombrosas, con tal que tengan sentido para él. Mas crear tal sentido es lo difícil. Naturalmente, debe tratarse de una convicción; pero ocurre que las cosas más persuasivas de que es capaz el hombre son todas medidas con vara idéntica y valen demasiado poco para también socorrerle con eficacia contra sus deseos y miedos personales.
Si las tendencias reprimidas de la sombra no fuesen más que malas, no habría problema alguno. Pero, de ordinario, la sombra es tan sólo mezquina, primitiva, inadecuada y molesta, y no absolutamente mala. Asimismo contiene propiedades pueriles o primitivas que en cierto modo vivificarían y embellecerían la existencia humana; mas choca uno con las reglas tradicionales. El público culto -flor y nata de nuestra civilización actual- hállase un tanto separado de sus raíces y envías de perder su conexión con la tierra. En la actualidad son contados los países civilizados cuyas capas de población inferiores no se encuentran en un inquieto estado de conflictos de opinión. En muchas naciones europeas este temple apodérase también de las capas superiores. Tal estado de cosas exhibe, en escala aumentada, nuestro problema psicológico, pues las colectividades no son sino acumulaciones de problemas individuales. Una parte se identifica con el hombre superior, y no puede descender, en tanto la otra, identificada con el hombre inferior, desea asomar a la superficie.
Tales problemas nunca se solucionan mediante legislación o artimañas. Sólo puede resolvérselos mediante un cambio universal de actitud. Y este cambio no se emprende con propaganda o mitines de masas o, menos aún, con la fuerza. Se inicia con la transformación interior del individuo. Producirá sus efectos en forma de una alteración de sus inclinaciones y antipatías personales, de su concepción de la vida y de sus valores, y sólo el acopio de esos cambios individuales traerá la solución colectiva.
El hombre culto procura reprimir en sí mismo al hombre inferior, sin reparar que con ello oblígale a la rebelión. Es característico de mi paciente el que en una ocasión soñara con una unidad militar que intentaba “estrangular por completo el ala izquierda”. Alguien observó que el ala izquierda era de suyo débil, mas los soldados replicaron que justamente por ello se la debía "estrangular". El sueño revélanos cómo procedió mi paciente con su propio “hombre inferior”. Evidentemente, éste no es el método adecuado. Por el contrario, el sueño de la "Casa de la Meditación" muestra una actitud religiosa como respuesta acertada a su pregunta. El mandala impresiona exactamente a manera de ampliación de este punto especial. Hemos visto que el mandala histórico servía de símbolo para aclarar filosóficamente la naturaleza de la divinidad o representarla en una forma visible con el objeto de que se la adorara; un uso semejante hacíase de él en Oriente, como yantra en los ejercicios yoga. La totalidad ("perfección") del círculo celestial y la forma cuadrada de la tierra, que contiene los cuatro principios, o elementos o cualidades psíquicas , expresan la perfección y unión. Así, el mandala ocupa el rango de un “símbolo de conjunción”. En cuanto la unión de Dios y el hombre se traduce con el símbolo del Cristo o de la cruz, podríamos esperar que el reloj del universo de nuestro paciente tuviera un significado conciliador parecido. Pero prevenidos como estamos por las analogías históricas, esperaríamos que el centro del mandala lo ocupara una divinidad. El centro, empero, está vacío; la sede de la divinidad hállase desocupada. Sin embargo, examinado a la luz de los modelos históricos, advertimos que el dios está simbolizado en el mandala por el círculo, y la diosa por el cuadrado. En lugar de "diosa" podríamos decir también “tierra” o “alma”. Mas, en oposición al prejuicio histórico, hemos de sostener que (como en la “Casa de la Meditación”, donde el lugar de la imagen sagrada estaba ocupado por la cuaternidad) no encontramos en el mandala rasgo alguno de divinidad, sino, muy a la inversa, un mecanismo. Pero no deberíamos pasar por alto un hecho tan importante en favor de una opinión preconcebida. Un sueño o una visión son exactamente lo que parecen ser. No son disfraz de cosa alguna, sino un producto natural, una cosa en sí, sin motivación externa a ella. He visto muchos mandalas en pacientes nada influidos, y casi siempre he dado con idéntico hecho: nunca hubo una divinidad en el centro. Por lo regular, el centro hállase destacado. Pero lo que allí encontramos es un símbolo de muy distinto significado. Es, por ejemplo, una estrella, un sol, una flor, una cruz de brazos iguales, una piedra preciosa, una fuente llena de agua o vino, una víbora enroscada o un ser humano, mas nunca un Dios.
Si en el rosetón de una iglesia encontramos a un Cristo triunfante supondremos, con razón, que éste debe ser un símbolo central del culto cristiano. Supondremos igualmente que toda religión enraizada en la historia de un pueblo es una manifestación de su psicología, como lo es, verbigracia, la forma de gobierno instaurada por dicho pueblo. Si aplicamos idéntico método a los modernos mandalas que los hombres ven en sueños o visiones, o que desarrollan por “imaginación activa”, arribamos a la conclusión de que los mandalas expresan una cierta actitud que no podemos menos que llamar “religiosa”. La religión es una relación con el valor supremo o más poderoso, sea éste positivo o negativo. Relación que es tanto voluntaria como involuntaria, es decir, que alguien puede hallarse inconscientemente obsesionado por un “valor”, o sea por un factor psíquico pleno de energía, o bien puede aceptar tal factor conscientemente. Aquel hecho psicológico que dentro de un hombre posee el poder máximo, obra como “Dios”, puesto que siempre es el factor psíquico avasallador al cual se da el nombre de “Dios”. Tan pronto como un dios deja de ser un factor avasallador, conviértese en mero nombre. Lo esencial en él ha muerto; su poder se ha disipado. Los antiguos dioses olímpicos perdieron su prestigio y su influencia sobre las almas humanas, porque habían cumplido su cometido y comenzaba entonces un nuevo misterio: Dios se hizo hombre.
Al atrevernos a inferir conclusiones partiendo de mandalas modernos, quizá deberíamos antes preguntar a la gente si veneran estrellas, soles, flores o víboras. Se comprobará que lo negarán, asegurando al propio tiempo que las esferas, estrellas, cruces y otras cosas por el estilo son símbolos de un centro de ellos mismos. Y cuando se les pregunta qué quieren decir con tal centro, se mostrarán un tanto embarazados y aludirán a una que otra experiencia -según hizo, por ejemplo mi paciente, que resumió todo cuanto de positivo sabía decir del “reloj del universo”, en la confesión de que la visión había dejado en él un sentimiento de armonía perfecta. Otros dicen que una visión semejante presentóseles en un momento de dolor supremo o de desesperación profunda. En otros se trata del recuerdo de un sueño impresionante o de un momento de culminación de largas y estériles luchas y de advenimiento de la paz. Cabe resumir aproximadamente así lo que la gente comunica acerca de sus experiencias: retornaron hacia sí mismos; pudieron volver a aceptarse; fueron capaces de reconciliarse consigo mismos y, con ello, reconciliáronse también con situaciones y acontecimientos ingratos. Trátase casi del mismo hecho que antes se expresaba con palabras:
“Ha hecho las paces con Dios, ha sacrificado su voluntad propia sometiéndose a la voluntad divina”.
Un mandala moderno es una confesión involuntaria de un particular estado espiritual. En el mandala no hay divinidad alguna, y tampoco se alude a ninguna sumisión a la divinidad o reconciliación con una divinidad. Parece que el lugar de la divinidad hállase ocupado por la totalidad del hombre.
Cuando se habla del hombre, cada uno se refiere a su yo -a su disposición personal, en la medida en que tiene conciencia de ella-; al hablarse de otros se los supone de una naturaleza bastante parecida. Mas como la investigación moderna ha demostrado que la conciencia individual se basa en una psique inconsciente, cuyas dimensiones no es posible precisar, y se halla como incrustada en esta última, despréndese la necesidad de revisar el prejuicio -un poco anticuado- de que el hombre no es más que su conciencia. A este ingenuo supuesto debe oponerse, acto seguido, la cuestión crítica: ¿la conciencia de quién?. Sería en verdad difícil tarea hacer concordar la imagen que yo tengo de mí con la que otras personas se han formado a mi respecto. ¿Quién está en lo cierto? ¿Y cuál es el verdadero individuo? Cuando se avanza todavía más y se atiende al hecho que el hombre es además todo aquello que no saben ni él mismo ni otras personas, un algo por de pronto desconocido pero cuya existencia es demostrable, el problema de la identidad tórnase harto más complejo todavía. En rigor, es imposible establecer la amplitud y carácter definitivo de la existencia psíquica. Cuando aquí hablamos del hombre, aludimos a su totalidad ilimitable, no susceptible de formulación y sólo simbólicamente expresable. He elegido la expresión “sí-mismo” (“Selbst”) para designar la totalidad del hombre; la suma de todo cuanto nos es dado de él, tanto consciente como inconscientemente. Tal expresión la he adoptado en el sentido de la filosofía oriental, interesada desde hace siglos en los problemas que se suscitan cuando se va más allá de la humanización de los dioses. La filosofía de los Upanishad corresponde a una psicología que desde mucho tiempo atrás advirtió la relatividad de los dioses. No debe confundirse esto con un error tan ingenuo como el del ateísmo. El mundo es lo que siempre fue, pero nuestra conciencia hállase sometida a extrañas transformaciones. Al parecer, en un principio, en tiempos remotos -aunque lo mismo puede observarse en los primitivos contemporáneos- la parte fundamental de la vida psíquica ocurría afuera, en los objetos humanos y no humanos: estaba proyectada - según diríamos hoy-. En un estado más o menos completo de proyección apenas puede haber conciencia. Por el abandono de las proyecciones, fue desarrollándose lentamente el conocimiento consciente. La ciencia -sorprende observarlo- comenzó con el descubrimiento de las leyes astronómicas, o sea, anulando la casi más lejana proyección. Fue ésta la primera fase de la “desanimación” del mundo. A un paso siguió otro: ya en la antigüedad los dioses fueron separados de las montañas y de los ríos, de los árboles y de los animales. Verdad es que nuestra ciencia moderna ya ha refinado sus proyecciones al punto de tornarlas casi irreconocibles, pero nuestra vida cotidiana rebosa de proyecciones. Abundan en diarios, libros, rumores y chismes corrientes. Allí donde hay una laguna, allí donde falta un saber efectivo, llénase con proyecciones. Todavía hoy estamos casi seguros de saber qué piensan o cuál es el verdadero carácter de los demás. Estamos convencidos de que ciertas personas poseen aquellas malas calidades que no encontramos en nosotros, o que se entregan a todos esos vicios que nunca, naturalmente, serían los nuestros. Todavía hoy debemos tener sumo cuidado para no proyectar nuestra propia sombra de un modo harto vergonzoso, y estamos como inundados por ilusiones proyectadas. Al representarse a una persona suficientemente valiente como para desprenderse por entero de toda proyección, piénsase en un individuo consciente de poseer una sombra considerable. Tal hombre se ha cargado de nuevos problemas y conflictos; se ha convertido en tarea seria para sí mismo, dado que no puede decir ya que son otros quienes hacen tal o cual cosa, ni que son ellos los culpables, y que hay que combatirlos. Vive en la “casa del autoconocimiento”, de la concentración íntima. Sea cual fuera la cosa que ande mal en el mundo, este hombre sabe que igual ocurre también dentro de él mismo, y si aprende sólo a “componérselas” con su sombra, habrá hecho en verdad algo para el mundo. Habrá logrado entonces dar respuesta a una ínfima parte, al menos, de los enormes problemas que se plantean en el presente, buena parte de los cuales oponen tantas dificultades en razón de hallarse como envenenados por las mutuas proyecciones. ¿Y cómo podrá ver claramente quien ni se ve a sí mismo ni aquellas oscuridades que, inconscientemente, está transfiriendo en todas sus acciones?
El desarrollo psicológico moderno nos conduce a una mejor comprensión de aquello de que en verdad se compone el hombre. Primero, los dioses de poder y belleza sobrenaturales vivieron en las nevadas cumbres de las montañas o en las oscuridades de las cuevas, bosques y mares: más tarde se fundieron en un solo Dios, que luego se hizo hombre. Pero en nuestra época parece que hasta el Dios hombre desciende de su trono para esfumarse en el hombre común. Por tal motivo hállase vacía su sede. A causa de esto, el hombre moderno sufre de una hybris de la conciencia que se está aproximando a lo patológico. A tal constitución psíquica del individuo, corresponde, en gran escala, la hipertrofia y pretensión de totalidad de la idea del estado. Así como el estado trata de “captar” al individuo, también el individuo figúrase haber “captado” su alma; e inclusive hace de ello una ciencia, sobre la base de la absurda suposición de que el intelecto -mera parte y simple función de la psique- basta para comprender el todo anímico, muchísimo más grande. En verdad, la psique es madre, sujeto y posibilidad de la conciencia misma. Trasciende ampliamente los límites de la conciencia, siendo así lícito comparar a ésta con una isla en el océano. Al paso que la isla es pequeña y estrecha, el océano es infinitamente ancho y profundo y encierra una vida que sobrepasa en todos los aspectos la vida isleña, tanto en su índole cuanto en su extensión. Cabría objetar a esta imagen el no haber aducido prueba alguna de que la conciencia no tenga más importancia que la asignada a una pequeña isla en medio del océano. Mas por cierto tal demostración es de por sí imposible, pues frente a la conocida extensión de la conciencia, se yergue la desconocida "extensión" de lo inconsciente, del cual en rigor sólo sabemos que existe y que, en virtud de su existencia opera sobre la conciencia y su libertad en un sentido restrictivo. Dondequiera señoree lo inconsciente se da también falta de libertad e inclusive obsesión. La amplitud oceánica no es al fin sino un símil alegórico de la capacidad de lo inconsciente de limitar y de amenazar a la conciencia. Es verdad que hasta hace poco el empirismo psicológico gustaba explicar lo “inconsciente” -según lo indica también el propio término- por una mera ausencia de la conciencia; más o menos como se explica la sombra por la ausencia de luz. No sólo en épocas anteriores, también en el presente, la observación rigurosa de los procesos inconscientes ha reconocido que lo inconsciente posee cierta autonomía creadora que jamás podría atribuirse a algo cuya naturaleza consistiese en una mera sombra. Cuando C. G. Carus, Ed. von Hartmann y en cierto sentido, igualmente Arturo Schopenhauer, equipararon lo inconsciente con el principio creador del mundo, no hicieron sino extraer la síntesis de todas las doctrinas del pasado que, sobre la base de la constante experiencia íntima, percibían lo que obraba misteriosamente como personificado en forma de dioses. A la moderna hipertrofia de la conciencia débese, precisamente, su mencionada hybris, y el hecho de que los hombres no reparen en esa peligrosa autonomía de lo inconsciente. El supuesto de la existencia de dioses o demonios invisibles constituye una formulación de lo inconsciente psicológicamente mucho más adecuada, aún cuando se trata de una proyección antropomórfica. Pues bien, como el desarrollo de la conciencia exige la renuncia a todas las proyecciones asequibles, tampoco es posible seguir sosteniendo ninguna mitología en el sentido de una existencia no psicológica. Si el proceso histórico de “des-animación” del mundo, o lo que es lo mismo, si la renuncia a las proyecciones, continúa progresando como hasta el presente, todo cuanto se halle afuera, sea de carácter divino o demoníaco, habrá de volver al alma, al interior desconocido del hombre, de donde aparentemente partió.
Parece que el error materialista fue en un comienzo inevitable. Como entre los sistemas galácticos no pudo descubrirse el trono divino, se concluyó que Dios no existía. Segundo error insalvable lo constituye el psicologismo: si después de todo Dios es algo, habrá de ser una ilusión motivada, por la voluntad de poder o por la sexualidad reprimida. Tales argumentos no son nuevos. Cosas parecidas dijeron los misioneros cristianos que derrumbaron los ídolos paganos. Pero al paso que en su lucha contra los antiguos dioses los misioneros primitivos tenían conciencia de servir a un Dios nuevo, los modernos iconoclastas no saben en nombre de quién destruyen los viejos valores. Al romper las viejas tablas, Nietzsche sintióse por cierto responsable: en efecto, sucumbió a la extraña necesidad de proteger sus espaldas con un Zaratustra redivivo, a la manera de segunda personalidad, de un alter ego (otro yo), con el cual se identificó en su gran tragedia “Así habló Zaratustra”. Nietzsche no fue ateo, pero su dios había muerto: Resultado de ello fue su escisión interior, y el sentirse compelido a personificar su otro “sí-mismo” por Zaratustra, o -en otras épocas- por Dionisos. En su enfermedad fatal firmó sus cartas como “Zagreus”, el Dionisos despedazado de los tracios. La tragedia de “Así habló Zaratustra” finca en que el propio Nietzsche, que no era ateo, convirtióse en Dios por haber muerto su dios. Tenía una naturaleza demasiado positiva para soportar la neurosis atea propia de los habitantes de las grandes ciudades. Aquel a quien se le “muere Dios”, será víctima de la inflación. Dios es, en rigor, la posición anímica efectivamente más fuerte, muy en el sentido del pasaje de San Pablo: “su dios es el vientre” (Filip. III, 19). El factor resueltamente más poderoso, y por tanto decisivo de una psique individual, a la fuerza obtiene la fe o el miedo, la sumisión o la lealtad que un dios exigiría del hombre. Lo predominante e inevitable es, en este sentido, “Dios”, y es lo absoluto si frente a este hecho natural la decisión ética de la libertad humana no logra establecer una posición igualmente invencible. En cuanto esta posición prueba su completa eficacia, se hace por cierto acreedora a que se le dé el predicado de Dios y, en efecto, el nombre de un Dios espiritual, dado que esta posición anímica ha procedido de la libre decisión ética, es decir, de la intención. A la libertad humana queda librado resolver si “Dios” es un “espíritu” o un fenómeno de la naturaleza, como la manía del morfinista, con lo cual establécese también si “Dios” ha de significar un poder benéfico o destructor.
Por indudables y claramente comprensibles que sean tales sucesos o decisiones anímicas, igualmente nos llevan a la errónea y no psicológica conclusión de que -por así decirlo- queda librado al criterio del hombre el engendrar o no a su “Dios”. Lejos de ello, cada cual hállase con una disposición anímica que limita su libertad en alto grado y que inclusive la torna casi ilusoria. La “libertad de la voluntad” no sólo constituye un serio problema desde el punto de vista filosófico sino también desde el práctico, pues rara vez se encuentran personas que no estén amplia y aun preponderantemente dominadas por sus inclinaciones, hábitos, impulsos, prejuicios, resentimientos y toda clase de complejos. La suma de estos hechos naturales funciona exactamente a la manera de un Olimpo poblado de dioses que reclaman ser propiciados, servidos, temidos, y venerados, no sólo por el propietario particular de esa compañía de dioses, sino también por quienes les rodean. Falta de libertad y posesión son sinónimos. Por eso, siempre hay algo en el alma que se apodera y limita o suprime la libertad moral. Para disimular por un lado esa verdadera pero desagradable realidad, y por el otro animarse a gozar la libertad, la gente se ha acostumbrado a usar el modismo -en el fondo apotrópico- que reza: “Tengo la inclinación, o el hábito, o el presentimiento...”, en lugar de hacer constar, según corresponde a la verdad: “Tal inclinación, o tal costumbre, o tal presentimiento me tienen a mí”. Este último modo de expresarnos también nos costaría la ilusión de la libertad. Pero, es de preguntar si, al fin de cuentas -en un sentido más elevado-, no sería ello mejor que ofuscarse inclusive con el lenguaje. De hecho y en verdad no gozamos ninguna libertad sin dueño, sino que de continuo nos hallamos amenazados por ciertos factores anímicos capaces de incautarse de nosotros bajo la forma de “hechos naturales”. La amplia renuncia a ciertas proyecciones metafísicas entréganos poco menos que desamparados a tales hechos, por cuanto en seguida nos identificamos con todo impulso, en lugar de darle el nombre de “otro”, con lo cual lo mantendríamos alejado -aunque no fuese más que el largo de un brazo- y no podría adueñarse acto seguido de la ciudadela del yo. Los “dominios” y los “poderes” existen siempre; no nos es dable producirlos ni falta hace que lo hagamos. Sólo es de nuestra incumbencia la elección del “amo” al que deseamos servir para así protegernos contra el dominio de los “otros”, a los cuales no hemos elegido. “Dios” no es producido, sino elegido. Nuestra elección designa y define a “Dios”. Pero nuestra elección es obra humana, y por ello la definición que la acompaña es finita e imperfecta. (Tampoco la idea de la perfección pone perfección alguna). La definición es una imagen que no eleva a la esfera de la comprensibilidad a la realidad desconocida indicada por la imagen. De otro modo sería lícito decir que se ha creado a un dios. El “amo” que hemos escogido no es idéntico a la imagen de él esbozada por nosotros en el tiempo y en el espacio. Al igual que siempre, actúa dentro de las profundidades anímicas como una magnitud no cognoscible. En realidad, ni conocemos cuál es la índole de un pensamiento sencillo, y mucho menos los principios últimos de lo psíquico en general. Tampoco podemos disponer, en manera alguna, de la vida íntima del alma. Pero como tal vida hállase sustraída a nuestro albedrío y a nuestras intenciones y se yergue libremente ante nosotros, puede darse el caso de que lo vivo elegido y designado por la definición, también contra nuestra voluntad desborde el marco de la imagen hecho por manos humanas. Entonces tal vez cabría decir con Nietzsche: “Dios ha muerto”. No obstante, mas acertado sería afirmar: “Abandonó la imagen que habíamos hecho de Él, ¿y dónde volveremos a encontrarle?”. El interregno está erizado de peligros, pues los hechos naturales impondrán sus derechos bajo la forma de diversos “ismos”. De ello no surge sino el anarquismo y la destrucción, porque a causa de la inflación, la hybris humana elige al yo, en su más ridícula mezquindad, para que enseñoree sobre el universo. Tal es el caso de Nietzsche, síntoma incomprendido de toda una época.
El yo humano individual es demasiado pequeño, y su cerebro en exceso débil para asimilarse todas las proyecciones retiradas del mundo. Es a consecuencia de ello que el yo y el cerebro estallan en pedazos (lo que el psiquiatra denomina esquizofrenia). Cuando Nietzsche dijo “Dios ha muerto”, enunció una verdad válida para la mayor parte de Europa. Los pueblos sufrieron su influencia, no porque verificaran tal hecho, sino porque constituyó la reafirmación de un hecho psicológico generalmente extendido. Las derivaciones no tardaron en hacerse notar: el oscurecimiento y la confusión por los “ismos”, y la catástrofe. Nadie supo extraer una conclusión del anuncio nietzscheano. ¿No guarda éste un parecido con aquella antigua frase: “Pan, el grande, ha muerto” , que señaló el final de las divinidades de la naturaleza?
La Iglesia comprende la vida de Cristo, de un lado, como un misterio histórico, y de otro, como un misterio eternamente existente. Esto se hace en especial notorio en la doctrina del sacrificio de la misa. Desde un punto de vista psicológico, cabría interpretar así esta concepción: Cristo vivió una vida concreta, personal y única, que en todos sus rasgos esenciales tenía a la vez carácter de arquetipo. Este carácter reconócese por las múltiples relaciones entre los detalles biográficos y motivos místicos de amplia difusión. Tales relaciones innegables explican por qué la investigación de la vida de Cristo choca con tantas dificultades en su empeño de extraer de los relatos de los Evangelios una vida individual despojada del mito. En los propios Evangelios los relatos de hechos, la leyenda y el mito hállanse entrelazados en un todo que precisamente constituye el sentido de los Evangelios. Este carácter de totalidad se pierde tan pronto se intenta separar con el escalpelo crítico lo individual y lo arquetípico. La vida de Cristo no es ninguna excepción, pues no pocas grandes figuras históricas han realizado de modo más o menos patente el arquetipo de la vida heroica con sus peripecias características. Pero, inconscientemente, también el hombre común vive formas arquetípicas que, sólo a causa del general desconocimiento psicológico no se hacen más visibles. Inclusive los fugaces fenómenos oníricos transparentan a menudo una formación claramente arquetípica. En rigor, todos los sucesos psíquicos fúndanse en el arquetipo y hállanse entretejidos con él de tal suerte que, en cualquier caso, requiérese un notable esfuerzo crítico para deslindar con seguridad el tipo y lo que se da una sola vez. De ello resulta que, en definitiva, toda vida individual es al propio tiempo la vida del eón de la especie. Lo individual es en todos casos “histórico” por hallarse rigurosamente vinculado con el tiempo. En cambio, la relación entre tipo y tiempo es indiferente. Pues bien, siendo la vida de Cristo en alto grado arquetípica, en igual medida representa la vida del arquetipo. Pero como el último constituye el supuesto inconsciente de toda vida humana, su vida evidente revela también la vida fundamental, secreta e inconsciente de todo individuo, o sea, que lo que acontece en la vida de
Cristo se da siempre y por todas partes; lo cual equivale a decir que toda vida de esta índole hállase preformada en el arquetipo cristiano y de continuo vuelve a expresarse en él, o se expresa de una vez. Así, en ese arquetipo también anticípase de un modo perfecto la cuestión de la muerte de Dios, que aquí nos ocupa. Cristo mismo es el tipo del dios que muere y se transfigura.
La situación psicológica de que partimos corresponde a las palabras: “¿quid quaeritis viventem cum mortuis? Non est hic”. (“¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos?. No está aquí”). Mas ¿dónde volveremos a encontrar al resucitado?
No espero que ningún cristiano creyente siga el curso de esas ideas, las que tal vez le parezcan absurdas. No están dirigidas tampoco a los beati possidentes (felices poseedores) de la fe, sino a muchas personas para las cuales se ha apagado la luz, se ha hundido el misterio y Dios ha muerto. Para la mayoría de ellas no hay retorno posible, y tampoco se sabe a ciencia cierta si en realidad sería el retorno lo mejor. A objeto de comprender las cosas religiosas, no hay en el presente otro camino que el psicológico; de ahí me empeño en refundir formas del pensar históricamente petrificadas y en transformarlas en conceptos de experiencia inmediata. Es, por cierto, difícil empresa reencontrar el puente que reúna la concepción del dogma con la inmediata experiencia de los arquetipos psicológicos; mas el estudio de los símbolos naturales del inconsciente facilita los materiales necesarios.
La muerte de Dios (o su desaparición) en modo alguno constituye un símbolo exclusivamente cristiano. La búsqueda que sigue a su muerte, repítese aún en el presente cuando muere un Dalai-Lama, así como en la antigüedad todos los años se celebraba la búsqueda de Coré. Esta amplia difusión se pronuncia en favor de la existencia general de este proceso típico del alma: se ha perdido el valor sumo que da vida y sentido. Este proceso constituye una experiencia típica, una experiencia que se repite a menudo, de ahí que se halle expresada también en un punto central del misterio cristiano. Esa muerte o pérdida tiene que repetirse de continuo. Cristo muere y nace siempre: pues, comparada con nuestro sentimiento de ligazón con el tiempo la vida psíquica del arquetipo es intemporal. Escapa a mi conocimiento el precisar las leyes que determinan la eficaz manifestación ya de este aspecto del arquetipo ya de aquel otro. Tan sólo sé -y con ello implico el saber de innumerables personas- que actualmente se da una época de muerte y desaparición de Dios. Dice el mito que no se le encontró allí donde se había depositado su cuerpo. El “cuerpo” corresponde a la forma exterior, visible, de la versión conocida hasta ahora, pero pasajera, del valor sumo. Pues bien, el mito agrega, además, que el valor resucita de modo milagroso, pero que ha cambiado. Esto parece un milagro, pues toda vez que un valor desaparece semeja definitivamente perdido. Por eso, su vuelta es un hecho por completo inesperado. El descenso a los Infiernos que se efectúa durante los tres días de la muerte, describe el hundimiento del valor desaparecido en lo inconsciente, donde -con la victoria sobre el poder de las tinieblas- establece un nuevo orden y de donde vuelve a emerger hasta elevarse a las alturas del cielo, o sea, a la claridad suma de la conciencia. La escasez de personas que ven al Resucitado, prueba que no son pocas las dificultades con que se tropieza cuando se aspira a reencontrar y reconocer el valor transformado.
Utilizando un sueño a manera de ejemplificación, en lo dicho hasta aquí he mostrado cómo lo inconsciente produce un símbolo natural al que, técnicamente, denominé mandala, y cuyo significado funcional es el de una reconciliación de los contrastes: la mediación. Tales ideas especulativas, signos de un arquetipo naciente, se remontan -y ello es significativo- aproximadamente a la época de la Reforma, cuando se trataba de formular mediante figuras físico-simbólicas de sentido ambiguo la naturaleza del “Deus terrenus” (Dios terrestre), a saber, el Lapis Philosophorum (piedra filosofal). En el comentario del Tractatus Aureus leemos, por ejemplo: "Esto a lo cual hay que hacer volver los elementos, es aquel círculo pequeño que tiene su lugar céntrico en esta figura cuadrada. Constituye, para ellos, el mediador que restablece la paz entre los enemigos, o sean los elementos, para que, en unión provechosa, se quieran mutuamente: o, para mejor decir, él solo lleva a cabo la cuadratura del círculo, hasta ahora buscada por muchos mas encontrada por pocos". Acerca de este “mediador", que es la piedra milagrosa, dice el epílogo de Orthelius. "Pues así como... el bien sobrenatural y eterno, el Mediador y Salvador nuestro, Cristo Jesús que nos libra de la muerte eterna, el diablo y todo mal, participa de dos naturalezas, es decir, la divina y la humana, así también este salvador terrestre consiste de dos partes, la celestial y la terrestre, con las cuales nos restituye la salud, y nos libra de las enfermedades celestiales y terrestres, espirituales y corporales, visibles e invisibles". Trátase aquí de un “salvador” que no proviene del cielo, sino de las profundidades de la tierra, es decir, de aquello que está por debajo de la conciencia. Estos “filósofos” supieron que allí había un “espíritu” encerrado en el recipiente de la materia, una “paloma blanca”, comparable al nous divino en el “kráter” de Hermes, del cual se dice: “sumérgete, si puedes, en este “kráter”, y conoce para qué finalidad se te ha creado y creyendo en que ascenderás hacia Él, que mandó a la tierra el “kráter” .
A este nous o “espíritu” se le denominó “Mercurio” , y a ese arcano refiérese también la sentencia de los alquimistas: “Est in Mercurio quidquid quaerunt sapientes” (se halla en Mercurio aquello que buscan los sabios). Una muy vieja noticia que Zósimo atribuyó al Ostanes legendario, reza así: “Vete a las corrientes del Nilo, y allí encontrarás una piedra que tiene un espíritu (pneuma)”. De una observación del texto, que sirve de comentario, despréndese que se refiere al mercurio (hydrargiron). Este espíritu que procede de Dios es también causa del verdor muy elogiado por los alquimistas, la viriditas benedicta (el verdor o vigor bendecido). De ello dice Mylius: “Inspiravit Deus rebus creatis... quandam germinationem, hoc est viriditatem”(Dios inspiró a las cosas creadas la germinación, es decir, el verdor {vigor}. Leemos en el Himno acerca del Espíritu Santo, de Hildegard de Bingen, que comienza con las palabras “O ignis Spiritus paraclite”: “De ti (el Santo Espíritu) fluyen las nubes, vuela el éter, tienen las piedras el agua, extraen las aguas los arroyuelos y suda la tierra el verdor". Este agua del Espíritu Santo, a partir de los tiempos más viejos, desempeña en la alquimia un papel importante como hydor theion o aqua permanens, constituyendo un símbolo del espíritu aproximado a la materia, que, según la concepción de Heráclito, se había convertido en agua. El paralelo cristiano lo constituía, naturalmente, la sangre de Cristo, y por eso el agua de los filósofos fue llamada también spiritualis sanguis (sangre espiritual).
A la sustancia misteriosa se la llamó también simplemente lo “rotundum”, y por ello se entendió el “anima media natura”, que es idéntica al “anima mundi”. Esta última es una “virtus Dei” (virtud de Dios), un órgano o una esfera que rodea a Dios de la cual dice Mylius: "(que Dios se tiene) amor a sí mismo. Al cual otros le llamaron espíritu intelectual e ígneo, que no tiene forma, sino que quiso transformarse en cualquier forma e igualarse a todas. El cual, el proporción múltiple y de algún modo, se halla vinculado a sus criaturas". A esta imagen del dios encerrado por todas partes por el anima corresponde el símil que Gregorio El Grande da de Cristo y de la Iglesia: “Vir a femina circundatus” (un hombre rodeado por una mujer). Este es, además, un paralelo exacto a la concepción que los tantras tenían de Siva, abrazado por su Sakti De esta representación fundamental de los contrastes masculino-femeninos, reunidos en el centro, proviene la denominación de “hermafrodita” que se da al lapis (piedra); y esta representación es, a la vez, la base del motivo del mandala. La extensión de Dios, como anima media natura, a todo ser individual significa que, inclusive en la materia muerta, es decir, en las tinieblas extremas, habita una chispa divina, la “scintilla”. Los filósofos medievales de la naturaleza se esforzaron por hacer que del “recipiente redondo” resurgiera esta chispa como forma divina. Tales representaciones no se puede basar sino en la existencia de ciertas condiciones psíquicas inconscientes, pues de otro modo sería en absoluto incomprensible el que siempre y en todas partes vuelvan a manifestarse las mismas representaciones fundamentales. El ejemplo del sueño que hemos aducido nos muestra hasta qué punto tales imágenes no son sofisterías del entendimiento sino revelaciones naturales. Es probable que hayan sido encontradas siempre de modo parecido. Los propios alquimistas dicen que, a veces, el arcano es inspirado por un sueño.
Amén de sentirIo de modo vago, los viejos filósofos de la naturaleza inclusive han dicho que la sustancia milagrosa -cuya naturaleza expresaron con el círculo dividido en cuatro- era el hombre mismo. En Aenigmate Philosophorum se habla del “homo albus” (hombre blanco) que nace en el recipiente hermético. Con esta figura se corresponde el sacerdote de las visiones de Zósimo. En el Libro de Crates, trasmitido por los árabes, hállase también una importante referencia en el diálogo entre el hombre espiritual y el hombre mundano: (el “pneumatikós” y “sarkikós” de la época de los gnósticos): “ ¿Eres tú capaz de conocer de manera completa tu alma?. Si la conocieras como conviene y si supieras qué es lo que la puede mejorar, serías capaz de reconocer que los nombres que antaño le dieron los filósofos no son, en modo alguno, sus nombres verdaderos... ¡Oh nombres dudosos que os asemejáis a los nombres verdaderos, cuántos errores y angustias habéis causado entre los hombres!” Los nombres se refieren, otra vez, a la piedra filosofal. Con un tratado atribuído a Zósimo que más bien pertenecería al género literario árabe-latino –dícese de modo inequívoco acerca de la piedra: “et ita est ex homine et tu es eius minera... et de te extrahitur . . . et in te inseparabiliter manet”. (Y así proviene del hombre y tú eres su fuente... y de ti la extraen... y en ti permanece de modo inseparable). Me parece que del modo más claro lo dice Solomón Trismosim:
“Estudia, pues, de qué consistes,
Entonces verás lo que existe.
Lo que tú estudias, aprendes y es,
es justamente aquello de que consistes.
Todo cuanto está fuera de ti,
está también dentro de nosotros,
está también dentro de nosotros, amén”

Y Gerardus Dorneus exclama: “Transmutemini in vivos lapides philosophicos”. (Transformaos en piedras filosofales vivas). Apenas si puede averiguarse alguna duda acerca del hecho de que a no pocos de aquellos buscadores se les haya impuesto el conocimiento de que la naturaleza secreta de la piedra era el “sí-mismo” humano. Es evidente que este “sí mismo” no fue concebido nunca como entidad simplemente idéntica al yo y, por tanto, fue descrito en el comienzo como una “naturaleza escondida” inclusive en la materia muerta, como un espíritu, demonio o chispa. Mediante la operación filosófica a la que, en su mayor parte, se la concibió como mental, este ser fue liberado de la oscuridad y del cautiverio y, finalmente, experimentó una resurrección a la que a menudo se representa en forma de una apoteosis, estableciéndose la analogía a la resurrección de Cristo. De ello despréndese que en esas representaciones no puede tratarse de un ser identificable con el yo empírico, sino más bien de una “naturaleza divina”, diferente de ése, o sea, en términos psicológicos, de un contenido que se origina en la región de lo inconsciente y trasciende a la conciencia.
Así volvemos a las experiencias modernas. Es evidente que son de índole parecida a las de las ideas capitales de la Edad Media y, asimismo, de la Antigüedad; de ahí su posibilidad de expresarlas con símbolos iguales o, al menos, semejantes. Las representaciones del círculo de la Edad Media básanse en la idea del microcosmos -concepto éste que también se aplicó a la piedra. La piedra era un “mundus minor” (mundo menor), como el propio hombre, y por tanto en cierto modo una imagen interior del cosmos, la que se extiende, empero, no a una distancia inconmensurable, sino a una profundidad igualmente inmensurable, es decir, desde lo pequeño a lo ínfimo inimaginable. De ahí que Mylius denominara a este centro también“punctum cordis” (punto del corazón).
La experiencia formulada en el mandala moderno es típica de los hombres que no saben ya proyectar la imagen divina. En razón de la renuncia a la imagen y de su introyección hállanse amenazados por la inflación y la disolución de la personalidad. Por eso, las delimitaciones redondas o cuadradas del centro tienen por finalidad la erección de muros protectores o de un vas hermeticum (recipiente hermético) que evite una irrupción o un desmoronamiento. Así, el mandala significa y apoya la concentración exclusiva en el centro, es decir, el “sí-mismo” (Selbst). Tal estado no es egocentricidad, ni mucho menos. Por el contrario, representa una muy necesaria autolimitación, a objeto de evitar la inflación y la disociación.
Según hemos visto, la delimitación significa asimismo aquello que se denomina témenos –recinto de un templo o algún lugar sagrado y aislado. En este caso, el círculo protege o aísla un contenido o proceso interior que no ha de mezclarse con las cosas de afuera. Así, el mandala repite en forma simbólica medios y métodos arcaicos que antaño constituyeron realidades concretas. Según se mencionó antes, el morador del témenos era el dios. Mas el prisionero o el habitante bien protegido por el mandala no parece ser dios alguno, por cuanto los símbolos empleados -verbigracia, estrellas, cruces, esferas, etc.-, no se refieren a ningún dios, sino antes bien a una parte, notoriamente importante, de la personalidad humana. Diríase que el hombre mismo, o su alma íntima, es prisionero o habitante protegido del mandala. Como los mandalas modernos representan sorprendentes paralelos cercanos a los viejos círculos mágicos, en cuyo centro de ordinario hallamos la divinidad, es evidente que, en el mandala moderno, por decirlo así, el hombre, o sea, la base profunda del “sí mismo”(Selbst), no ha sustituído a la divinidad sino que la ha simbolizado.
Es notable que este símbolo constituya un acontecimiento natural y espontáneo y que siempre y decididamente sea una creación de lo inconsciente, según lo denota claramente nuestro sueño. Si queremos saber qué sucederá en caso que la idea de Dios no se halle proyectada ya como una existencia autónoma, la respuesta del alma inconsciente será: lo inconsciente crea la idea de un hombre deificado o divino, encarcelado, escondido, protegido, casi siempre privado de su personalidad y representado por un símbolo abstracto. Los símbolos contienen frecuentes alusiones a la representación medieval del microcosmos, como sucede, por ejemplo, en el reloj del universo de mi paciente. Muchos de los procesos que llevan hacia el mandala, e inclusive este último, parecen confirmaciones directas de la especulación medieval. Es como si la gente hubiera leído los viejos tratados acerca de la piedra filosofal, el agua divina, la redondez, la cuadratura, los cuatro colores, etcétera., y, sin embargo, no tuvieron jamás contacto con esta filosofía y su oscuro simbolismo.
Difícil es apreciar tales hechos en su justo valor. Si, en primera línea, quisiera hacerse hincapié en su evidente e impresionante semejanza con el simbolismo medieval, precisaría explicarlos mediante una suerte de regresión a los modos medievales y arcaicos de pensar. Mas donde se verifican tales regresiones, invariablemente se origina una adaptación defectuosa y una correspondiente falta de aptitudes. Pero tal resultado no es, en modo alguno, típico del desarrollo psíquico aquí descrito. Por el contrario, los estados neuróticos y disociados mejoran considerablemente y la personalidad total experimenta una transformación positiva. Por esta razón opino que no debe juzgarse el proceso en cuestión como mera regresión, lo cual equivaldría a comprobar un estado patológico. Tiendo más bien a considerar ese aparente retroceso a fenómenos anteriores, tal cual lo efectúa la psicología del mandala, como una continuación de un proceso del desarrollo espiritual iniciado en los albores de la Edad Media y, acaso, más temprano aún, en tiempos de los primeros cristianos. Existen pruebas documentales de que sus símbolos esenciales en parte existieron ya en el siglo I. Me refiero al tratado griego, intitulado: Comario, el arcipreste, le enseña el arte divino a Cleopatra. El texto es de origen egipcio y no acusa influencia cristiana alguna. A esta dirección pertenecen también los textos místicos del Pseudo Demócrito y en Zósimo. En el último autor se dejan ver, empero, influencias judías y cristianas, no obstante ser neoplatónico el simbolismo principal y hallarse íntimamente vinculado con la filosofía del Corpus Hermeticum.
El hecho de que el simbolismo relacionado con el mandala tenga una gran afinidad con ciertas pistas que se remontan a fuentes paganas, ilumina estos fenómenos modernos de un modo particular. Continúan una dirección mental de los gnósticos sin que medie el apoyo de la tradición directa. Si es en general acertado mi supuesto de que toda religión constituye la manifestación espontánea de un cierto estado anímico, el cristianismo constituyó la formulación de un estado predominante al comienzo de nuestra era y durante una serie de centurias siguientes. Pero el que una señalada situación anímica prevaleciese en cierta era, no excluye la existencia de estados anímicos diferentes en otra época. Dichos estados son asimismo capaces de expresión religiosa. Durante un tiempo el cristianismo debió defender su vida contra el gnosticismo, que correspondía a un estado un tanto diverso del alma. El gnosticismo fue aniquilado por completo, y sus residuos hállanse en tal medida mutilados, que para obtener alguna comprensión de su significado íntimo precísase un estudio especializado. Pero si las raíces históricas de nuestros símbolos se retrotraen más allá de la Edad Media, a la Antigüedad, su parte mayor encuéntrase, indudablemente, en el gnosticismo. No me parece ilógico que un estado anímico anteriormente suprimido vuelva a presentarse cuando las ideas capitales de la condición supresora van cediendo en su influencia. No obstante habérsela extinguido, la herejía gnóstica perduró a través de toda la Edad Media bajo formas de que ella misma era inconsciente: tras el disfraz de la alquimia. Es harto sabido que la alquimia componíase de dos partes mutuamente complementarias: de un lado la investigación química propiamente dicha, y de otro, la “teoría” o “filosofía” . Según indica el título de los escritos del Pseudo Demócrito, que pertenece al siglo I, "ta physiká kai ta mystiká" , ambos aspectos iban aparejados ya en el comienzo de nuestra era. Lo mismo cabe decir de los papiros de Leyden y de los escritos de Zósimo. Los puntos de vista religiosos o filosóficos de la alquimia antigua fueron decididamente gnósticos. Los puntos de vista de los tiempos ulteriores giraron en torno a la siguiente idea central: el alma del mundo, el Demiurgo o el espíritu divino, que incubó las aguas caóticas del comienzo, quedó en estado potencial dentro de la materia y con ello se conservó también el estado caótico inicial. Por eso los filósofos o “hijos de la sabiduría” – como se llamaron- opinaron que su primera materia era una parte del caos primitivo, grávido de espíritu. Por “espíritu” entendieron un pneuma semi-material, una especie de“Subtle body” (cuerpo de materia fina) al cual llamaron también “volatile”, identificándolo químicamente con óxidos y otros compuestos solubles. Llamaron Mercurio al espíritu, lo que corresponde al término químico, pero que, como “Mercurius noster”, no era el Hg común; desde el punto de vista filosófico mentaba a Hermes, el Dios de la revelación que, como Hermes Trismegistos, fue el primer padre de la alquimia. Abrigaban ellos la intención de extraer del caos al espíritu divino primitivo, y este extracto fue llamado quinta essentia, aqua permanens,hydor theion, baphe o tinctura. Un insigne alquimista, Johannes de Rupescissa (muerto alrededor de 1375) llama a la quinta esencia “el cielo humano”. Era para él, un líquido azul e indestructible como el cielo. Dice que la quinta esencia tiene el color del cielo “y nuestro sol la ha adornado del mismo modo que el sol adorna el cielo”. El sol es una alegoría del oro. “Este sol es el oro verdadero”, y continúa diciendo: “Estas dos cosas juntas influyen sobre nosotros... las condiciones del cielo de los cielos y del sol celestial”. Evidentemente, su idea es que la quinta esencia, el firmamento celeste y el sol en él, producen en nosotros las correspondientes imágenes del cielo y del sol celestial. Es la imagen de un microcosmos azul y de oro que yo quisiera comparar directamente con la visión celestial de Guillaume. Sin embargo, los colores están cambiados: en Johannes de Rupescissa el disco es de oro, y el cielo azul. Mi paciente, en el que el ordenamiento es semejante, se halla, al parecer, más bien del lado de los alquimistas.
El líquido milagroso, el agua divina que es llamada cielo, refiérese a las “aguas supracelestiales” del Génesis I, 6. En su aspecto funcional se la figuraron como una especie de agua bautismal que, como el agua sagrada de la Iglesia, posee una propiedad creadora y transformadora. La Iglesia católica todavía hoy efectúa el rito de la bendición del agua, propio del Sábado Santo que precede a la Fiesta de la Resurrección. El rito consiste en una repetición del descenso del Espíritu Santo al agua. Con ello, el agua común adquiere la propiedad divina de transformar y de dar al hombre el renacimiento espiritual. Esto es, precisamente, la idea que del agua divina tenían los alquimistas, y no habría dificultad alguna en deducir del rito de la bendición del agua el aqua permanens de la alquimia, de no mediar el hecho que el “agua eterna” es de origen pagano y, sin duda, de mayor edad que la otra. Encontramos el agua milagrosa en los primeros tratados de la alquimia griega, que pertenecen al siglo I . Por lo demás, el descenso del espíritu en la physis es también una representación de los gnósticos que ejerció suma influencia sobre Manes. Y posiblemente fueron influencias maniqueas las que contribuyeron a convertir esa idea en la idea principal de la alquimia latina. Fue la intención de los filósofos transformar en oro la materia imperfecta, químicamente en la Panacea o el elixir vitate, y filosófica o místicamente, en el hermafrodita divino, el segundo Adán, el cuerpo de resurrección, glorificado e inmortal, o ellumen luminum (la luz de las luces), la iluminación del espíritu humano o la sapientia(sabiduría). Según pude mostrarlo con Richard Wilhelm, la alquimia china produjo la misma idea al decir que la meta del opus magnum (la gran obra) . la constituía la creación del “cuerpo diamantino” .
Todos esos paralelos no significan más que un mero intento de ordenar históricamente mis observaciones psicológicas. Sin la conexión histórica quedarían suspendidas en el aire sin pasar de una mera curiosidad, a pesar de que se podrían comparar con los sueños descriptos en este estudio una considerable cantidad de otros testimonios modernos. A guisa de ejemplo menciono la serie de sueños de una joven señora: el sueño inicial refiérese principalmente al recuerdo de una experiencia real, a una ceremonia bautismal de una secta protestante, que se efectuó bajo condiciones particularmente grotescas e inclusive repugnantes. El material asociado fue un precipitado de todas sus desilusiones religiosas. El sueño siguiente, empero, le mostró una imagen que ella no comprendió en absoluto y que, menos aún, supo relacionar con el sueño anterior. Con sólo anteponer al sueño las palabras “en cambio”, habría sido posible facilitarle el entendimiento. El sueño en cuestión reza: “Ella se encuentra en un observatorio planetario, un ambiente muy impresionante, cubierto por la bóveda celeste. Arriba, en el firmamento, brillan dos astros: uno es blanco; es Mercurio. El otro, en cambio, irradia ondas de luz cálidas y rojizas, y ella no lo conoce. Ahora ve que las paredes por debajo de la bóveda están adornadas con frescos. Sólo reconoce claramente una de las pinturas: es una representación antigua de cómo Adonis nace de un árbol”.
La sujeto interpreta las “ondas de luz rojizas” como “afectos calurosos”, como “amor”. Y opina que entonces el astro sería Venus. La pintura del nacimiento del árbol pudo verla en cierta ocasión en un museo y, en esta oportunidad, llegó a conocer también que Adonis (Attis), en su carácter de dios que muere y resucita, es también un dios del renacimiento.
En el primer sueño se hace, pues, una crítica violenta a las religiones según la observan las iglesias, y en el segundo continúa la visión mandálica de un reloj del universo, en virtud de que el observatorio descrito corresponde en forma ajustada a semejante reloj. En el firmamento se halla unida la pareja de los dioses, blanco él y roja ella, a la inversa de la famosa pareja alquimista, donde él es rojo y ella blanca, llamándose ella, por lo tanto, Beya (en árabe: el baida), la blanca y él servus rubeus (el esclavo rojo) a pesar de que él, en su carácter de Gabricio, (en árabe: kibrit: azufre) es el hermano de ella, de sangre real. La pareja de dioses tiene parentesco con las alegorías cristianas de Guillaume de Digulleville. La alusión al nacimiento de Adonis corresponde a aquellos sueños de mi paciente que se ocuparon de los misteriosos ritos de creación y restauración.
Ahora bien, ambos sueños en principio constituyen una amplia repetición de los pensamientos de mi enfermo, si bien no tienen nada en común con los sueños de éste -excepción hecha de la miseria espiritual de nuestra época. Según expuse antes, la vinculación del simbolismo espontáneo moderno con las teorías antiguas y las creencias antiguas, no se llevó a cabo ni por la tradición directa ni por la indirecta, y ni siquiera por tradición secreta -como se supone a menudo sin testimonios concluyentes de ello. La más cuidadosa investigación jamás reveló posibilidad alguna de que mis pacientes hubieran conocido los libros pertinentes o pudiesen haber recibido otras informaciones acerca de esas ideas. A lo que parece, su inconsciente ha trabajado en la misma dirección mental que ha vuelto a manifestarse constantemente durante los últimos dos milenios. Semejante continuidad tan sólo puede darse si suponemos que existe cierta condición inconsciente como un a priori herezado. Con tal supuesto, no me refiero, naturalmente, a una herencia de representaciones -cuya demostración, si no enteramente imposible, sería muy difícil. Supongo más bien que la propiedad heredada es algo así como la posibilidad formal de volver a producir las mismas ideas o, al menos, parecidas. A esta posibilidad la he llamado “arquetipo”. Entiendo pues por arquetipo una propiedad o condición estructural, propia de la psique que, de algún modo, se vincula con el cerebro.
A la luz de semejantes paralelos históricos, el mandala simboliza al ser divino que dormido hasta el momento hallábase escondido en el cuerpo y ahora está extraído y revivificado, o el recipiente o lugar donde ocurre la transfiguración del hombre en ser “divino”. Me hago perfecto cargo de que tales formulaciones inevitablemente evocan ciertas extravagantes especulaciones metafísicas. Es de lamentar tal vecindad con lo extravagante, mas eso es, precisamente, lo que produce y lo que siempre ha producido el espíritu humano. A una psicología que supone la posibilidad de prescindir de esos hechos, no le queda otro recurso que excluirlos artificialmente. A tal proceder yo lo estimaría como un prejuicio filosófico, ilícito desde el punto de vista empírico. Acaso debiera subrayar que mediante aquellas formulaciones no establecemos verdad metafísica alguna. Trátase, meramente, de una comprobación de que así funciona el espíritu. También es un hecho la considerable mejoría de mi paciente tras la visión del mandala. Si se comprende el problema que solucionó esa visión se comprenderá asimismo por qué el paciente experimentó esa sensación de “armonía sublime”.
De ser posible, no vacilaría un instante y suprimiría toda especulación en torno a las posibles consecuencias de la tan oscura y lejana experiencia del mandala. Mas dicho tipo de experiencia no es, para mí, ni oscura ni lejana. Bien al contrario, trátase de un asunto que casi todos los días observo en mi profesión. Conozco un número bastante grande de personas que si quieren vivir deben tomar en serio su experiencia íntima. Para expresarlo en forma pesimista, sólo pueden elegir entre el diablo y Belcebú. El diablo es el mandala o algo equivalente, y Belcebú su neurosis. Un racionalista bien intencionado podría decir que expulso a Belcebú y al diablo y que reemplazo una neurosis honrada por el engaño de una fe religiosa. En lo tocante a lo primero, nada puedo contestar, dado que no soy un experto metafísico, mas con referencia a lo último he de señalar que no se trata de una cuestión de fe, sino de experiencia. La experiencia religiosa es absoluta. No cabe discutirse acerca de ella. Una persona puede decir tan sólo que nunca tuvo una experiencia de esa índole, a lo cual replicará el opositor: “Lo lamento mucho, pero yo sí”. Y ello pondrá término a toda discusión. Es indiferente lo que piensa el mundo en punto a la experiencia religiosa: quien la tiene, posee, como inestimable tesoro, algo que se convirtió para él en fuente de vida, sentido y belleza, otorgando nuevo brillo al mundo y a la humanidad. Tiene pistis y paz. ¿Cuál es el criterio que permite afirmar que semejante vida no es legítima, que semejante experiencia no es valedera, y que-esa pistis es una mera ilusión? ¿Existe en rigor verdad mejor acerca de los novísimos que aquella que nos ayuda a vivir? He aquí por qué he tomado en seria consideración los símbolos creados por el inconsciente. Son lo único capaz de persuadir al espíritu crítico del hombre moderno. Convencen subjetivamente por motivos muy pasados de moda: son avasalladores, expresión ésta que corresponde aproximadamente al sentido de la palabra latina “convincere”, que significa “vencer” y “convencer”. Lo que cura una neurosis debe ser tan convincente como la neurosis; y como la última es de enorme realidad, la experiencia benéfica ha de estar provista de una realidad equivalente. De formularse de un modo pesimista, cabe afirmar que debe de tratarse de una ilusión muy real. Pero ¿qué diferencia media entre una ilusión real y una experiencia religiosa curativa?. Una simple diferencia de palabras Podría decirse, por ejemplo, que la vida es una enfermedad con una prognosis muy mala: se prolonga durante años para terminar con la muerte; o que la normalidad es un defecto constitucional que prevalece comúnmente, o que el hombre es un animal cuyo cerebro tiene un fatal hiperdesarrollo. Este modo de pensar es el privilegio de los criticones habituales, cuya digestión sufre desarreglos. Nadie puede saber qué son los novísimos; por tanto, hemos de tomarlos tal cual los experimentamos. Y si semejante experiencia contribuye a hacer mas sana o más bella o más perfecta o más razonable la vida –tanto la nuestra como la de quienes amamos-, con toda tranquilidad podemos decir: “Fue una gracia de Dios”. Con ello no se ha comprobado verdad sobrehumana alguna, y debe confesarse, con toda humildad que, extra ecclesiam, la experiencia religiosa es subjetiva y se halla expuesta al peligro del error ilimitado. La aventura espiritual de nuestra época consiste en la entrega de la conciencia humana a lo indeterminado e indeterminable, si bien nos parece –y esto no sin razón- como si también en lo ilimitado rigieran aquellas leyes anímicas que el hombre no imaginó, pero cuyo conocimiento adquirió por la “gnosis” en el simbolismo del dogma cristiano, el que tan solo socavarán los necios negligentes y no los amantes del alma.

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María del Carmen

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