Como Cara-a-Cara,

11.06.2013 20:55

 

 

El objetivo del presente escrito es realizar un análisis sobre la relación cara-a-cara en la obra Totalidad e Infinito[1] de Emmanuel Lévinas, así como esclarecer el significado de ésta en el pensamiento de nuestro autor. El tema de la relación cara-a-cara aparece tratado a lo largo de toda la obra Totalidad e Infinito. Precisamente por este motivo, no se seleccionará un fragmento en bloque (único) para abordar la cuestión que aquí nos ocupa, sino diversos textos, aquellos que se han considerado más relevantes para la comprensión de tal relación. Antes de citar los diferentes fragmentos escogidos, creo necesario señalar el origen del surgimiento de de la filosofía de Lévinas, con el fin de esbozar el camino que dicha filosofía intentará recorrer para establecer el ser en relación como aquello esencialmente humano.

 

 

La filosofía de Lévinas “surge” como oposición a las filosofías de la totalidad. El concepto ‘totalidad’ define una tentativa que ha acompañado a la filosofía occidental durante todo su desarrollo y que se podría caracterizar, en palabras de Lévinas, como “una reducción de lo otro al Mismo”[2], como una categoría de la violencia, es decir, que no respeta la alteridad del otro. Tal filosofía ha situado el valor de la vida humana en la esfera de sus logros cognoscitivos, sometiendo y alienando al individuo a la fuerza despótica del Todo y, asimismo, reduciendo al otro a mero objeto de conocimiento u obstáculo de la libertad del yo. Tanto la filosofía de la historia de Hegel como la ontología heideggeriana, afirmando la primera un Logos o Destino Universal y la segunda el ente como expresión particular del ser, constituyen ejemplos privilegiados de las filosofías de la Totalidad. Éstas pretendiendo dirigirse a la comprensión del mundo, no han hecho sino reducir todo aquello que encontraban en su camino a objeto de conocimiento. Para la filosofía occidental, sólo lo susceptible de ser descubierto, desvelado y, por tanto, aquello susceptible de ser analizado y probado es filosóficamente significativo. La ontología es, así, verdad de ser, inmanencia, y todo aquello que escape a la demostración y a la evidencia no es, para ella, más que utopía o bien mera opinión. Ésta es la tentativa de asumir, a través del conocimiento, una síntesis universal, que ha obcecado a la ontología y a la metafísica occidentales y las ha llevado a destacar al ser (impersonal) en perjuicio del ente concreto, la síntesis sobre la pluralidad, la sincronía en vez de la diacronía, la inmanencia marginando la trascendencia. Ello se ha traducido, desde un punto de vista ético, en un olvido del otro a favor del Mismo que es, en definitiva, una reducción de todo sentido, según Lévinas. Por este motivo, la ontología es incapaz de potenciar y expresar el sentido de lo humano. Se impone, por tanto, un replanteamiento crítico de la tradición filosófica occidental y, en especial, un cuestionamiento de sus tres aspectos principales que, a mi parecer, son los siguientes: el primado del conocimiento por encima de la relación ética (relación del mismo y lo otro), del Mismo respecto al otro, y de la evidencia (inmanencia) en perjuicio de la trascendencia. De lo que se trata, de este modo, en opinión de Lévinas, es de producir una inversión. Inversión basada en una defensa de la subjetividad (entendida como responsabilidad para el otro) frente a las diversas totalidades (Estado, Saber, Poder, etc.) a que está reducida; en un situar al otro, y no al Mismo, en el centro de la reflexión filosófica y, finalmente, en establecer que lo esencial de lo humano es su ser en relación.

 

            Para Lévinas, una reflexión que respeta el sentido de lo humano no puede basarse en el conocimiento y, asimismo, no puede partir del ser del ente sino del otro, es decir, de un rostro concreto que se me dirige y que nunca podrá ser entendido por el conocimiento. En efecto, “el sentido de lo humano (…) reside pues en perturbar la mismidad de éste, en sacudirlo éticamente”[3], y el yo únicamente puede salir de sí por la llamada del otro que se produce en la relación cara-a-cara (relación ética). Fuera del yo, de uno mismo, se encuentra el sentido y ello es anterior a cualquier consideración ontológica[4]. Por esto, la ética es considerada por Lévinas como la filosofía primera, “ésa a partir de la cual las demás ramas de la metafísica adquieren sentido”[5]. Para entender el sentido de lo humano hay que salir, pues, de la ontología y dirigir nuestra mirada a la ética, y esto implica, también, pasar de un enfoque centrado en el Mismo a una reflexión y acción guiadas hacia el otro. En resumen, Lévinas opone a la ontología como filosofía primera la relación ética que es relación con un ser otro, manifestado en un rostro que solicita mi responsabilidad. Tal es la relación cara-a-cara.

Me dispongo ya a citar los fragmentos escogidos referentes a tal relación.

“Una relación cuyos términos no forman una totalidad, sólo puede producirse (…) como cara-a-cara, como perfilando una distancia en profundidad (…) irreducible a aquello que la actividad sintética del entendimiento establece entre los términos diversos —mutuamente— que se ofrecen a su operación sinóptica “La relación con el otro no anula la separación. No surge en el seno de una totalidad y no la instaura al integrar en ella al Yo y al Otro. (…). (…) la relación entre el Yo y el Otro comienza en la desigualdad de términos, trascendentes el uno en relación al otro. (…). El Otro en tanto que otro se sitúa en una dimensión de altura y de abatimiento —glorioso abatimiento— tiene la cara del pobre, del extranjero, de la viuda y del huérfano (…).” “La presencia del rostro —lo infinito del otro— es indigencia (…) y mandato (…).Asimismo, “la presencia del otro equivale a este cuestionamiento de mi dichosa posesión del mundo.” Escuchar su miseria que pide justicia no consiste en representarse una imagen, sino ponerse como responsable, a la vez como más y como menos que el ser que se presenta en el rostro.

 

“(…) la relación del Mismo y del otro (…) es el lenguaje. El lenguaje lleva a cabo, en efecto, una relación de tal suerte que los términos no son limítrofes en esta relación, que el Otro, a pesar de la relación con el Mismo, sigue siendo trascendente al Mismo. La relación del Mismo y del otro —o metafísica— funciona originalmente como discurso, en el que el Mismo resumido en su ipseidad de yo (…) sale de sí.”

 

 

“Una relación con lo Trascendente (…) es una relación social. Aquí lo Trascendente, infinitamente otro, nos solicita y nos llama.”[12] “Lo infinito es la trascendencia misma (…). Si la totalidad no puede constituirse es porque lo infinito no se deja integrar.”[13] “Lo infinito no es <<objeto>> de un conocimiento —lo que lo reduciría a la medida de la mirada que contempla— sino lo deseable, lo que suscita el Deseo (…).”[14] “Y sólo la idea de lo Infinito mantiene la exterioridad de la relación.”[15].

 

“Una relación cuyos términos no formen una totalidad, sólo puede producirse como cara a cara”[16]. Ésta es la primera afirmación que encontramos en los fragmentos escogidos y, asimismo, la primera caracterización de tal relación. Se trata, por tanto, de una relación en la que ambas partes constituyentes no se configuran en unidad, sino que los términos conservan su trascendencia. De ahí, que el otro sea exterior al Mismo y no se totalicen conjuntamente. Esta no totalización de los interlocutores hace del cara-a-cara una relación sin violencia, ya que la alteridad del Otro es respetada[17]. Esto lleva a afirmar a Lévinas que “lo no sintetizable por excelencia es ciertamente la relación entre los hombres”[18]. De este modo, en las relaciones interpersonales no se trata de pensar juntos a otro y a mí, sino de estar enfrente, de cara. Con lo cual la verdadera “unión” no consiste en formar un conjunto de síntesis, sino un conjunto de cara-a-cara. El cara-a-cara es, fundamentalmente, una relación social. Sin embargo, la sociabilidad del cara-a-cara no es, como ya he señalado, la sociabilidad de sumas de individualidades y síntesis, sino la sociabilidad consistente en relacionarse con el otro conservando la separación. Dicha separación es posible porque en el cara-a-cara el Otro se manifiesta a través de un rostro infinito, presencia desbordante, alteridad irreducible “perfilando una distancia en profundidad” o infinita; (sobre este respecto volveré más adelante). Asimismo, la relación entre el Mismo y el Otro no es reducible a la “actividad sintética del entendimiento”. Tal operación implicaría una adecuación entre el pensamiento y la cosa pensada, una violencia sobre la alteridad del Otro y, así, una reducción de dicha alteridad. Por lo tanto, la relación cara-a-cara no es de conocimiento, ya que la unión del Mismo y el Otro en una totalidad pensada en síntesis provocaría, como ya he dicho, violencia a esa trascendencia radical de los miembros que entran en relación. El cara-a-cara es una relación entre seres separados donde éstos conservan su trascendencia. De este modo, “la relación con el otro no anula la separación”. La noción de cara-a-cara expresa, también, una relación inmediata de interpelación y exigencia ética. En ella los términos se presentan el uno al otro de forma directa, es decir, inmediata, sin artificios, de frente y abiertamente. En tal relación el otro me llama a la responsabilidad. Y en su rectitud e inmediatez trasmite un imperativo ético, una obligación.

El cara-a-cara es pues relación donde los términos se sitúan uno frente a otro, como separados pero no indiferentes, opuestos pero no enemigos.

Prosigamos con el texto: “la relación entre el Yo y el Otro comienza en la desigualdad de términos”. ¿Qué entiende Lévinas por tal desigualdad? Que la relación entre el Mismo y el otro se origine en la desigualdad viene a significar la imposibilidad de que exista en dicha relación un punto de vista exterior. Es decir, la imposibilidad de la existencia de un tercer término que englobase al Mismo y al Otro determinando formalmente la alteridad del Otro. Desigualad significa, precisamente, la ausencia de un tercero capaz de abarcar al yo y al Otro. Por lo tanto, la relación cara-a-cara se produce como pluralidad.

“El Otro en tanto que se sitúa en una dimensión de altura y de abatimiento — (…) — tiene la cara del pobre, del extranjero, de la viuda y del huérfano (…)”. “La presencia del rostro —lo infinito del otro— es indigencia (…) y mandato (…)”. El significado del Otro en el rostro puede ser visto, a mi entender, en una relación que viene de dentro y va hacia fuera de sí mismo. Al venir de dentro el significado del rostro es expresión y lo que expresa es la vulnerabilidad absoluta del rostro en su desnudez. Pero, al mismo tiempo, la miseria y la vulnerabilidad absolutas del rostro significan la altura de un ser que, al ser único y singular en su desnudez, es completamente otro en su alteridad. El rostro significa también a la humanidad igualada en la miseria y la vulnerabilidad. En la desnudez del rostro del otro brilla la desnudez y la vulnerabilidad de infinitos rostros: de todos a los que cubren de simbolismo el huérfano, la viuda, el extranjero. Pero la significación, que al venir de dentro nos “muestra” la indigencia, va hacia fuera y allí se transfigura en prescripción, obligación o mandato.

Pues, desde su desnudez, el rostro del otro me ordena: “No matarás”. El no matarás tiene que ser entendido como el hecho de no reducir la alteridad desnuda y, por tanto, vulnerable, a la mismidad. De lo que se trata, de este modo, es de no reducir la singularidad y la diferencia del Otro a contenido de conciencia del Mismo. En este sentido (de mandato) el otro “aparece” en una dimensión de altura. Así, la relación cara-a-cara se constituye como asimétrica. Me gustaría señalar que la relación Yo-Tú tal como Buber la considera, a diferencia de Lévinas, sitúa al Otro en una relación recíproca, de tuteo, de complicidad[19]. La perspectiva de Lévinas, en cambio, parte de la idea de Infinito (como se verá), del Otro como absoluto y trascendente. La relación del cara-a-cara no se basa, según Lévinas, en la reciprocidad, sino en la disimetría.

“Buber ha distinguido la relación con el Objeto que estaría guiada por la práctica, de la relación dialogal que apunta Otro como Tú, como compañero y amigo.”[20] “Puede preguntarse sin embargo si el tuteo no coloca al Otro en una relación recíproca y si esta reciprocidad es original.”[21]

 

            Hasta aquí, se ha visto que la presencia del rostro o, lo que es lo mismo, lo infinito del Otro, es indigencia y mandato. El Otro se manifiesta, pues, en el rostro. Lévinas nombra este rostro mediante los símbolos bíblicos de la viuda, el huérfano y el extranjero. Todos ellos son figuras de la desnudez, de la soledad, pero también de un interlocutor que es incapaz de mentir sobre su miseria: sobre la desnudez de su humanidad vulnerable. Asimismo, “la presencia del otro equivale a este cuestionamiento de mi dichosa posesión del mundo”. En etnocentrismo y egoísmo entendidos como una pasión por lo propio no son accidentes, sino características constitutivas del Yo. Cuando Lévinas afirma que el Yo es idéntico a sí mismo hasta en sus alteraciones quiere hacer entender que lo es porque puede identificarse con todo lo que le rodea, es decir, poseérselo, apropiárselo, hacerlo idéntico a él. Sin embargo, el encuentro con el Otro producirá en el Mismo un choque, procedente al mismo tiempo de una dimensión de altura y de miseria, y pondrá en cuestión la manera como el Mismo se veía a sí mismo, interpretaba el mundo y actuaba en él. En efecto, el cuestionamiento del yo por la presencia del Otro representa la caída del Yo soberano, absoluto de su posición perseverante, segura y satisfecha en el ser; significa la deposición de su realeza de identidad y de sustancia. Se trata de un cuestionamiento que, no obstante, no comporta caer en la nada, sino que en él el yo se afirme como humilde, como quien está en deuda con el otro, que es para el otro. El proceso crítico respecto de uno mismo no podría surgir de la espontaneidad egoísta del Yo; es el Otro quien provoca en mí la pregunta por la justicia de mis actuaciones y adhuc de mi existencia. De manera inversa al movimiento que desde la ontología describía al ser como conatus, perseverancia y voluntad de ser, crecimiento en esencia, sustancia y poder, Lévinas sitúa la grandeza del ser humano en la capacidad de olvido de sí hacia el otro. El cuestionamiento de sí mismo es un movimiento, quiero hacer hincapié en ello, que no consiste en negar al yo, sino que comporta ser yo, pero precisamente, en tanto que responsabilidad. Es por ello que la subjetividad tiene como estructura la responsabilidad. Escuchar la miseria del otro “consiste en (…) ponerse como responsable, a la vez como más y como menos que el ser que se presenta en el rostro”. Pero para escuchar al otro es menester que yo esté abierto. Con los conceptos de vulnerabilidad y miseria, Lévinas trata de descubrir al sujeto en términos de pasividad, no se trata, empero, de la pasividad de la inercia o del efecto, sino de la sensibilidad que permite la apertura al Otro y la capacidad de recepción. En la pasividad, el sujeto se de-pone, abandona su subjetividad soberana y activa de sujeto intencional que conserva siempre delante de los hechos para asumirlos. Se trata, por tanto, de una pasividad que como tal no tiene fuerza ni intención, y que por ello, será capaz de darse totalmente, sin reservas. Es, en definitiva, una pasividad que comporta el ser vulnerable, pasividad que no buscará protegerse, sino que permanecerá abierta al traumatismo que el otro causa en su vida. La necesidad y la miseria que el otro padece no la vivo, en la relación cara-a-cara, como objeto de percepción, sino como demanda, como exigencia de auxilio; en esto consiste la llamada del Otro. El rostro se impone al yo sin que éste pueda permanecer sordo a su llamada ni olvidarla, es decir, sin que pueda dejar de ser responsable de su miseria. Delante del Otro, sin tiempo para reflexionar sobre él mismo, el sujeto se reconoce en la urgencia de responder, como responsable. Pero la responsabilidad a que el otro me convoca no se reduce a haber de responder delante de él de mis actos, sino que la responsabilidad en el pensamiento de Lévinas es responsabilidad para el otro. Asimismo, yo soy responsable del Otro sin esperar la recíproca; ésta es asunto suyo. Por lo tanto, la relación intersubjetiva es una relación asimétrica. Precisamente, en la medida en que la relación entre el yo y el otro no es recíproca yo me constituyo como sujeto. Ser llamado a la responsabilidad, tal como Lévinas lo entiende, no es un movimiento intencional de mí hacia otro, sino un imperativo inmediato e irrevocable venido del rostro del Otro[22]. “Ante el hombre de los hombres, la responsabilidad (…) es irrecusable”[23], es una orden, una imposición. La responsabilidad es la sorprendente salida del yo hacia el Otro, que el Otro mismo provoca en mí. La responsabilidad por el otro no tiene límites, es desmesurada e infinita. Finalmente, como he anotado líneas atrás, se trata de una responsabilidad sin anhelo de reciprocidad. Es por ello que la relación cara-a-cara es asimétrica. La reciprocidad convertiría al Otro en otro yo y destruiría la trascendencia.

Hemos visto que el rostro se “descubre” como desnudez, vulnerabilidad y, asimismo, su presencia es una orden a mí dirigida. De la misma manera, yo me descubro delante del otro al mismo tiempo como “señor” y como sirviente, soy a la vez más y menos que él: menos, porque el rostro del Otro me recuerda mis obligaciones y me juzga, es decir, cuestiona el modo como yo actúo en el mundo y me recuerda mis deberes. Me descubro como más porque frente al otro soy consciente o me doy cuenta de que cuento con variedad de recursos y, por tanto, soy capaz de responderle.

Es cierto que, en un primer momento, el Otro se manifiesta a partir de su forma plástica y recibe su significación del contexto cultural al que pertenece. Sin embargo, cabe señalar que el Otro goza de una significación propia —no recibida del mundo—, absoluta y procedente de un más allá de su forma. Esta significación se manifiesta, según Lévinas, como viniendo a nosotros, haciendo una entrada, rompiendo las formas… a partir del rostro. En la epifanía del rostro el Otro se nos revela como exterior a su tema, trascendiendo su imagen. Más allá de la forma el rostro es, fundamentalmente, expresión de sí mismo, es decir, discurso. En la expresión el rostro se presenta a sí mismo, da testimonio de sí mismo. Por ello, el rostro es un estar presente en el propio mensaje. Por esta razón, por un lado, anterior a todo contenido comunicable; es, además, sinceridad absoluta: no puede disimularse a sí mismo. A través del rostro, el que habla se presenta a sí mismo deshaciendo, incesantemente, el equívoco de su propia imagen, de su apariencia sensible.

Recapitulemos, por un lado, el rostro expresa por sí mismo, es decir, sin referencia a un sistema, ya que posee significación propia. Por otro, el rostro se expresa a sí mismo al descubierto, antes del tema que expresa. En el rostro el Otro se presenta a sí mismo, resurge siempre, inevitablemente detrás de lo dicho. Es este presentarse a sí mismo lo que constituye la función fundamental del discurso. Pues bien, a la pregunta de cómo significar a otro cuya alteridad es infinitamente exterior y trascendente y que, por lo tanto, impide la representación y el lenguaje representativo, la respuesta no puede ser otra que a través de un lenguaje presentativo.  Y entiendo por lenguaje presentativo aquel que se refiere a la presencia del otro sin violentarla con esquemas representacionales. Parece ser, entonces, que el recurso de Lévinas consiste en evitar sistemáticamente la construcción de la referencia al otro en sentido semántico-denotativo y, en recurrir, a la referencia digámosle metafórica. Ésta, en tanto que pragmática y, por tanto, no prioritariamente denotativa, atiende al criterio de justicia, al ser del otro antes que a su verdad, a no ser que la verdad pudiera consistir, precisamente, en hacer justicia. Pues no se trata de referencias al ser del otro con un lenguaje veritativo (ciencias humanas), sino de escucharle en su decir. Es este decir el que no se puede representar sin suplantar, ni suplantar sin violentar: sin ser injustos. Delante del Otro el Yo no puede permanecer indiferente porque el Otro me hiere, me convoca, provoca un traumatismo en la mismidad; por esto, he de “hablarle”. Para tratar este tema Lévinas distingue entre el hecho de decir y lo dicho en el lenguaje. Lo dicho es aquello comunicado; el decir, en cambio, es el hecho de dirigirse al otro. Lo esencial del lenguaje, según Lévinas, no es primeramente lo dicho, sino el hecho de decir[24], no son los contenidos expresados —tema, intención— ni los beneficios sociales o prácticos de la comunicación, sino el hecho de que el lenguaje me constituye como saliendo de mí hacia el otro, como habiendo de responder[25]. Por lo tanto, “la relación del mismo y del Otro —o metafísica— funciona originalmente como discurso, en el que el Mismo (…) sale de sí”. Y salir de sí es poder ponerse como responsable ante el otro y renunciar a la soberanía del Yo. El decir es, también, una manera de significare antes de toda experiencia y antes de todo contenido. El decir es condición de toda comunicación: es la no-indiferencia delante del Otro y la exposición de uno mismo. En efecto, el sentido del decir reside, por un lado, en el hecho de referir un significado a otra persona y, por tanto, de reconocer a este otro su dignidad de existente. Implica, pues, haber sentido la herida, y haber asentido a su responsabilidad.

Lo dicho es tema, que se sitúa entre el Mismo y el Otro, es susceptible de decir la verdad o de mentir.  Pero el decir no puede nunca desdecir el hecho de mi responsabilidad por el Otro. El decir es, entonces, la sinceridad y la inmediatez del descubrirse, hacerse vulnerable y accesible. En efecto, expresar filosóficamente la significación ética del decir forma parte de nuestra responsabilidad hacia los otros. “(…) la relación del Mismo y del Otro (…) es el lenguaje”. Así, la relación auténtica se lleva a cabo a través de él. En el pensamiento de Lévinas, se establece una profunda y estrecha relación entre el lenguaje y la ética. Ésta se iniciaba como una primera palabra que se me dirige; y dirigir una palabra se puede considerar como esperar una respuesta que, para Lévinas, es responsabilidad adecuada a la donación que el Otro me hace en su rostro. El lenguaje me llama, pues, a una relación que va mucho más allá de la pura comunicación de contenidos. El lenguaje es relación de responsabilidad con el Otro, relación ética[26]. Por lo tanto, el rostro, como palabra o discurso, comprende, finalmente, una significación ética. La relación del mismo y el Otro que se lleva a cabo en el lenguaje es ética en dos sentidos: en primer lugar, el lenguaje es una relación entre términos que conservan su trascendencia; no es un medio de conocer al Otro, sino que es el lugar de encuentro con el Otro. “El lenguaje lleva a cabo, en efecto, una relación de tal suerte que los términos no son limítrofes en esta relación, que el Otro, a pesar de la relación con el Mismo, sigue siendo trascendente al Mismo”. En segundo lugar, el lenguaje establece una relación ética porque aquello fundamental del discurso no es aquello que se dice sino el hecho de decir: dirigirse al otro, entrar en relación con él, solicitarlo.

“Una relación con lo Trascendente (…) es una relación social”. “(…) lo Infinito es la trascendencia misma (…)”. Llegado a este punto del texto se puede observar la equivalencia que Lévinas establece entre los términos Otro, Trascendencia e Infinito. Asimismo, vemos que la relación cara-a-cara es denominada también, por nuestro autor, relación social. La relación social es entendida por Lévinas como la deposición de la soberanía por parte del Yo, es decir, como una relación desposeída de ese afán por perseverar en el propio ser. Tal relación social no puede basarse en el conocimiento porque éste es siempre una adecuación entre el pensamiento y lo que él piensa. En el conocimiento existe, al fin y al cabo, una imposibilidad de salir de sí, de salir de la cerrazón del Yo; por lo tanto, la sociabilidad no puede tener la misma estructura que el conocimiento. El conocimiento se basa, o mejor, ha sido interpretado, en la mayoría de los casos, como asimilación y posesión del objeto conocido. Por el contrario, la sociabilidad es otra forma de salir de sí que por el conocimiento, el cual suprime la alteridad. En la relación social no puede constituirse una totalidad entre los términos constituyentes “porque lo infinito no se deja integrar”, es decir, se niega a la posesión por la cual el Otro pasaría a ser apresado por el Mismo. “Lo infinito no es <<objeto>> de un conocimiento —lo que lo reduciría a la mirada que lo contempla— sino lo deseable, lo que suscita el Deseo (…)”. El acceso al otro no puede efectuarse a través del Saber teniendo en cuenta que el conocimiento es por esencia una relación que aspira a la totalidad. El acceso ontológico —basado en el conocimiento— no respeta la alteridad del Otro; es un acceso que ejerce violencia y que hay que abandonar. De este modo, el pensamiento de Lévinas puede ser entendido como un esfuerzo de acceso al otro en la justicia de unas relaciones sin violencia. Acceder al Otro en la justicia es considerarlo en su alteridad: el Otro es absolutamente Otro. El Otro en tanto que Infinito y Trascendente es inabarcable, es decir, no puede ser de ninguna manera contenido de un concepto. Que el otro sea inabarcable significa, asimismo, que su diferencia, su trascendencia, tiene que ser respetada. Así, a la imposibilidad lógica de conceptualizar al Otro se añade una necesidad moral. En otras palabras, la moral exige que la alteridad sea respetada. Hacer que la relación con el Otro sea una relación de justicia requiere esta trascendencia. No se trata, entonces, de conocer al Otro, “lo que lo reduciría a la mirada que lo contempla”, ya que el acceso al otro a través de la visión domina al Otro, ejerce sobre él un poder que lo reduce a contenido de conocimiento, sino de relacionarse con él moralmente; pues la mirada es conocimiento, percepción. Cierto es que la relación con el rostro, lo infinito en el Otro, puede estar dominada por la percepción, pero lo que es específicamente rostro es aquello que no se reduce a ella. “En este sentido, puede decirse que el rostro no es <<visto>>[27]. Es lo que no puede transformarse en un contenido que nuestro pensamiento abarque; es lo incontenible. Por el contrario, la visión es búsqueda de una adecuación; es lo que absorbe al Otro. El Otro como inabarcable es siempre más de lo que yo puedo pensar, es decir, infinito. En Infinito, en el pensamiento de Lévinas, se opone a la totalidad, entendida como síntesis donde se incorporan y se reducen las diferencias. Pero el rostro del Otro destruye en todo momento y desborda la imagen plástica que me deja. Por esto, en el rostro, el Otro se expresa precisamente como aquello que no se puede reducir, neutralizar en un contenido conceptual, como aquello que permanece siempre exterior al pensamiento que lo piensa. El Infinito, pues, no puede ser objeto de conocimiento, “sino lo deseable, lo que suscita el Deseo” hacia el Otro. En efecto, el Deseo del Otro es deseo infinito, del absoluto, de aquello exterior como exterior mismo y, por tanto, nunca abarcable. De este modo, el deseo metafísico (como lo denomina Lévinas) tiende hacia lo absolutamente Otro, desea el más allá de todo lo que simplemente puede colmarlo. Por esto, el deseo metafísico es diferente a lo deseos por las necesidades, a los deseos del mundo, de la totalidad. Así, no busca satisfacerse sino desear. No surge como necesidad que hemos de saciar, no es fruto de una ausencia, no busca ninguna utilidad, no pretende la desaparición de la distancia entre Yo y el Otro, sino que precisamente espera la exterioridad. La orientación hacia el Otro es un Deseo absoluto. La relación con el Otro que el deseo promueve nace del Bien que el mismo infinito (del Otro que me mira) inspira. Una relación con el Otro inspirada por el deseo, pues, no busca la coincidencia, la fusión, la utilidad recíproca, sino que instaura la sociabilidad: una relación entre seres separados, diferentes y, asimismo, no diferentes. “Y sólo la Idea de lo Infinito mantiene la exterioridad del Otro al mismo, a pesar de la relación”. Para expresar esta imposibilidad de reducir la alteridad o exterioridad del Otro que entra en relación conmigo Lévinas retoma el concepto cartesiano de <<la idea de Infinito>>. Habíamos visto que la filosofía occidental había buscado, prometido o recomendado el saber absoluto entendido como un pensamiento de lo igual, en el cual todo era abarcado. Por el contrario, la idea de lo Infinito implica un pensamiento de lo Desigual, donde el ideatum de esta idea o, lo que es lo mismo, a lo que esta idea apunta, es infinitamente mayor que el acto mismo por el cual pensamos. Hay, por tanto, desproporción entre el acto y aquello a lo que el acto permite acceder. Según Descartes, hay en tal hecho una de las pruebas de la existencia de Dios, ya que el pensamiento no ha podido producir algo que lo sobrepase; era necesario que eso fuese puesto en nosotros. Pero para Lévinas la idea de lo Infinito, independientemente de constituir o no una prueba de la existencia de Dios, es significativa porque representa, en primer lugar, la posibilidad de una relación entre el finito y el infinito y porque, además, establece esta relación en términos éticos: relación no reductora entre el Mismo y el Otro. En efecto, la relación con el Infinito (cercano y Trascendente al mismo tiempo) es un movimiento ético. Es decir, porque el Otro desborda mi idea de él trastorna mi conciencia y la hace salir de sí misma hacia la trascendencia; la idea del Infinito en mí es ya una relación moral: se trata de responder a la mirada del Otro de forma inmediata y como responsabilidad.

Pues bien, la noción cartesiana de la idea del Infinito designa una relación con un ser que conserva su exterioridad total respecto de aquel que lo piensa. Por ello, la idea de infinito tiene algo de excepcional: se caracteriza por contener más de lo que uno podría pensar nunca. Lo que a Descartes le interesa principalmente de esto es el hecho de que la presencia de la idea del Infinito en el ser finito prueba la existencia separada de este Infinito. Para Lévinas, en cambio, como anoté líneas atrás, la importancia de este análisis cartesiano reside en destacar que la distancia que separa el ideatum (lo representado) de la idea constituye aquí el contenido del ideatum mismo. Es decir, si del Infinito sólo podemos tener una idea es porque en esencia misma es trascendente. Lo que a Lévinas le importa destacar, en definitiva, es la idea misma de la Trascendencia, del Absoluto, y de la posibilidad de establecer una relación con este absoluto. Su intención no es gnoseológica —relativa al conocimiento— como en Descartes[28], sino metafísica y ética. Por lo tanto, lo que Lévinas retiene fundamentalmente de la noción cartesiana de Infinito —de la idea de Infinito introducida en el ser finito— es su anterioridad o exterioridad en relación con el finito, es decir, su trascendencia. La idea del Infinito no es posible más que entre seres separados; y no es la insuficiencia del yo finito lo que impide la totalidad, sino el carácter infinito del Otro. En definitiva, la separación entre los términos expresa y hace posible la trascendencia. Pero ¿cómo es posible que el Mismo llegue a <<captar>> al otro exterior y trascendente, y que pese a su exterioridad los términos puedan entrar en relación? Pues bien, el Mismo puede <<captar>> al Otro trascendente porque la presencia del infinito tiene lugar en mí como revelación. Esto comporta tres consideraciones. En primer lugar, la idea del Infinito en mí no parte del yo ni de una necesidad en él de suplir sus carencias. La idea del Infinito me viene del Otro, del exterior. Lo pensado inicia el movimiento, no el pensador. En segundo lugar, el Infinito se manifiesta independientemente de toda posición que hayamos tomado respecto a él y se expresa —viene a mí— como imponiéndose, inesperado. Finalmente, que la idea del Infinito se revele quiere decir que el Infinito se manifiesta presentándose él mismo en la idea que anuncia, como presencia viva que sostiene su propia manifestación.

Por lo que se refiere a la manera concreta, la idea del Infinito se revela, es decir, se hace presente en nosotros a través del rostro del Otro. En efecto, el rostro manifiesta de forma privilegiada la alteridad del Otro. El conocimiento que yo pueda tener de la trascendencia, a través del rostro, no es, pues, un conocimiento objetivo —procedente de la forma y la medida de la mirada que contempla—, sino excepcional: constituye la experiencia por excelencia, y esto porque la idea del Infinito en mí a través del rostro del Otro me revela, en definitiva, una desmedida: rompe el orden inmanente, el orden que yo puedo abarcar, pensar, poseer. A partir del infinito del Otro que su rostro expresa se llega a captar el Infinito de la divinidad. Finalmente, pues, en la mirada del Otro Lévinas reconoce la llamada de Dios a no abandonar a aquel que me necesita. Responder al Otro es, también, responder a Dios. Por ello, Lévinas llamará <<religión>> a la relación con el Otro: “Proponemos llamar religión a la ligadura que se establece entre el Mismo y el Otro, sin constituir una totalidad”[29].

 

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