Dios en la Psicoterapia: del encuentro a la intimidad 2.PARTE La vocación del hombre

11.12.2013 17:43
Ya hemos dicho que el hombre individual experimenta dentro de sí todo un mundo interno lleno de emociones, pensamientos y sensaciones. La vastedad de la mente puede ser vista como un gran libro de mitos que se suceden uno tras otro.
El psiquismo no es psicodimámico sino psicodramático tal y como demostró a su manera Jacob Levy Moreno.
 
 Y aunque la mente esté poseída por mitos, complejos, compulsiones o delirios, es innegable que todos sentimos un llamado muy dentro a una esperanza, a un “algo más”.
El budismo, por ejemplo, es muy claro en sus cuatro nobles verdades: primera el ser humano sufre; segunda el sufrimiento tiene una causa, el ego, sus apegos y la ignorancia del ego; tercera es posible extinguir las causas del sufrimiento y salir de la rueda de mundo condicionado o samsara hacia la iluminación o nirvana; y cuarta hay una vía para extinguir el sufrimiento y liberar a la mente de los condicionamientos, el sendero óctuple.
Toda persona desea lo mejor para sí, hay una especie de constante inconformidad con lo que tenemos y vivimos, anhelamos desde lo más hondo una unicidad, un retorno al paraíso, un pleroma exento de sufrimiento. Desde niños la curiosidad nos lleva a traspasar límites, a desobedecer sin desfallecer. El hombre no está limitado por la vida instintiva sino que desde adentro desea conocer el “más allá”. Y sobre todo es consciente del sufrimiento, de la muerte y no cesa de buscar la plenitud. Podemos afirmar con seguridad que el hombre busca eternidad. Esa búsqueda lo hace propiamente humano y lo distingue del animal quien vive conforme a la naturaleza. El hombre experimenta en sí mismo todas las vicisitudes propias de la naturaleza, pero también busca algo “sobrenatural”. En palabras del Dr. Vethencourt (2009, p. 279):
 
      “La obsesión del alma es no morir. De allí su preocupación y ocupación con la muerte. No porque la ame, o sea, no es macabra, sino porque la teme, la rechaza. El alma se ocupa de la muerte porque su negocio esencial es la vida, no morir. Ella, como ente individual, hereda de la naturaleza impersonal, su voluntad de vida, su deseo de una vida eterna”.
 
    Evitaremos una indagación metafísica y preferimos la ruta de la fenomenología de la espiritualidad cotidiana que acontece en los consultorios: el deseo de algo que nos lleve al “más allá”. Desde el mismo instante que alguien busca ayuda, ya está buscando ese “algo más”. Y si no está conforme con la ayuda recibida seguirá indagando, buscando otras opciones, otros enfoques, consultará a un brujo, irá a darse un masaje, experimentará con las diversas religiones o cambiará de terapeuta. Nuestros pacientes anhelan un más allá, intuyen y desean el no sufrimiento, salir de la inmanencia de lo pasajero y corruptible hacia lo trascendente y eterno, aunque muchas veces no están conscientes de que en la satisfacción a través de lo material también anhelan la eternidad. Buscan, buscan y no encuentran, pero desde adentro algo los lleva a practicar ritos mágicos de manera explícita o rituales obsesivos, es decir intuyen la existencia de lo invisible y quieren unirse a ella, manipularla o adorarla, tal es la función del rito, llevar la realidad anímica hacia ese “más allá”. Todos experimentamos la certeza muy subjetiva de entrar en comunión con una fuerza superior. Lamentablemente la modernidad lleva a la adoración trascendente de la sexualidad, de los objetos físicos, de la fama y el dinero. Los rituales modernos y el sacerdocio como conducta profana se practican ahora en los templos urbanos que son los centros comerciales, los gimnasios o los centros nocturnos. A guisa de ejemplo, un hombre es capaz de derrochar una fortuna millonaria en un Bingo o con una stripper, sólo por vivir unos minutos de éxtasis y exaltación. No sólo podemos interpretar esto como defensa maníaca o control fálico, ciertamente lo es pero no lo podemos reducir exclusivamente a lo psicopatológico. Más allá de la psicodinamia y en la hondura de lo subjetivo también está la necesidad del rito que lleva a la trascendencia aunque su búsqueda sea inmadura, infantil o totalmente errada. Y no sólo los pacientes viven estas cosas, los psicoanalistas también, al punto de convertir el encuadre analítico en un ritual religioso y en un sacerdocio moral psicologicista.
En las espiritualidades animistas como la santería, el palo congo, el espiritismo y el chamanismo, el santo, el muerto o el nahuatl es el mediador o psicopompo para ese otro mundo no fáctico pero indiscutible y necesario.
 
   
 
   Toda religión tiene una práctica ritual. Y aunque el budismo no es una verdadera religión da cuenta de la necesidad del hombre de  conectar, llevar hacia, introducir al practicante en un mundo no visible donde de algún modo aguarda una eternidad. En el espiritismo o en el culto a los muertos el practicante es introducido ritualmente a una triple familia: la familia de los demás practicantes, la familia de los muertos que obran la magia o que los cuidan o que realizan la venganza y la familia de las entidades espirituales o cósmicas, como el espíritu de las aguas, del trueno o de la luz. Las religiones proponen unas cosmovisiones no sólo del origen del mundo o de los fenómenos sino de lo que está más allá de la muerte. El mismo ateísmo marxista también tiene una propuesta de eternidad y trascendencia enfocada en el bienestar social y en el sacrificio del individuo por el bien colectivo. Pero aún los totalmente ateos, no dejan de tener una escala de valores, un discernimiento del bien y el mal y un deseo de algo mejor. Ni siquiera Nietzche abiertamente nihilista pudo contener el flujo dionisíaco que lo poseyó desde lo mas profundo del psiquismo. Y en las meditaciones budistas e hinduistas se busca abandonar los apegos del ego de manera de liberar la mente hacia un más allá profundo e indescriptible. En el budismo Zen se trata de alcanzar la no mente; el budismo tibetano habla de la mente muy sutil.
 
 
 
IV.  La espiritualidad en la práctica clínica
 
 
 
    Y aunque todo esto luzca un tanto “espiritualista”, no es menos cierto que también se presenta con la misma fuerza pero no necesariamente con lenguaje “espiritual”. Son innumerables los casos que van a la consulta psicoterapéutica por dramas y sufrimientos amorosos basados en idealizaciones fuertemente cargadas de fantasías, esperando de ese “amor” vivir el más allá, experimentar la comunión y la fusión perfecta con la otredad. A la actividad sexual se le pide un misticismo que no puede brindar y la tecnología luce como el sustituto de las oraciones, los amuletos, las devociones y las protecciones.
 
El hombre ansía el movimiento y el movimiento es vida. La parálisis es muerte y el suicida que mata su existencia tiene la esperanza de un más allá donde obtendrá redención. Desconozco al menos en mi práctica clínica y en mi experiencia de vida el suicida totalmente racional y sin ningún rastro de deseo de eternidad y trascendencia. Este planteamiento luce estrictamente teórico y abstracto.
 
 El cristianismo por su parte propone el reino de Dios a través de la relación con una persona que vivió en un tiempo histórico concreto: Jesús de Nazaret. El cristianismo va al centro del ansia de lo más hondo de la subjetividad y que dentro de la acá planteado da una respuesta clara: el hombre necesita la comunión amorosa, ser aceptado, querido, amado, ser para otro y ser para Otro, formar parte de la familia humana y de la familia cósmica y trascendente. En lo más profundo de la subjetividad del hombre palpita el deseo de la re-unión amoroso, la re-ligación de algo que internamente se vive perdido
 En otras palabras, la trascendencia es una necesidad vital propiamente humana que surge desde lo más recóndito de la subjetividad. Todo ser humano ansía el nirvana, salir del sufrimiento, algo lo impulsa hacia este anhelo, busca a Dios o busca la eternidad. Dios es quien unifica desde su acontecer, Dios da sentido; la vivencia de la trascendencia, de ir más allá del ego y de la persona relativiza los inmediatismos egoicos que son quienes gustan de escindir y separar. Para Morin (1999, p. 9) el “gran paradigma de Occidente” se caracteriza precisamente por separar, fragmentar, disociar el sujeto del objeto, el alma del cuerpo, el espíritu de la materia, la calidad de la cantidad, la finalidad de la causalidad, el sentimiento de la razón, la libertad del determinismo, la existencia de la esencia. Entonces la causa última de que el hombre caiga en el error, la falsedad y la ilusión sería precisamente en el error o errores en el paradigma mental y socio-cultural. En palabras del Dr. Vethencourt, la ciencia
 no puede seguir cayendo en la trampa de la ignorancia audaz de cerrarle camino a la propia realización del hombre en todas sus facetas y áreas ni en la tentación de desligarse de la ética. El siglo XX ya dio bastantes evidencias de esta disociación que hasta el momento tiene en jaque la convivencia pacífica y planetaria del hombre.
 
 La trascendencia es una necesidad genuina del hombre, tan vital como el agua, la alimentación y el vestido. Y ella ocurre en la persona tan fenoménicamente como las demás necesidades. Si hablamos de fenómenos nos referimos a lo que sencillamente ocurre como experiencia psíquica subjetiva, la verdad psicológica, la vivencia certera de las imágenes, emociones, fantasías y pensamientos. La metodología científica clásica se encuentra limitada para describir la fenomenología psicológica de la subjetividad, afortunadamente no tanto para el psicoanálisis y mucho menos para las artes y por supuesto para la espiritualidad. En el plano existencial surge esta apertura hacia la trascendencia, en el triple juego de libertad-creatividad-subjetividad. El plano existencial se abre a la novedad, como intuición subjetiva universal,  a la certeza de que la experiencia actual puede ser diferente, que desde la individualidad más subjetiva se puede hacer algo distinto.
 

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María del Carmen

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