El esoterismo como principio y como vía 2part

04.07.2013 10:36

Hay dos maneras de leer un libro: que el lector comience por el principio y prosiga pacientemente la lectura hasta el fin, o que elija libremente los capítulos que a primera vista suscitan su interés. Se observará sin dificultad que este nuevo libro tiene la misma estructura que nuestras obras precedentes, es decir, se compone de ensayos más o menos independientes los unos de los otros y de importancia desigual, como lo indica, por otra parte, la división en varias partes de contenido muy diverso.

El hecho de que hayamos recurrido de buena gana a las terminologías sánscrita y árabe tiene el siguiente significado: la India, con las Upanishads, representa la doctrina metafísica más antigua de la humanidad —pensamos en la metafísica explícita, no en el puro simbolismo que no tiene origen ni localización—, mientras que el Islam es la última Revelación de la humanidad y cierra así el ciclo de los grandes brotes legisladores y salvadores. Las dos corrientes tradicionales, la aria primordial y la semítica final, se han reencontrado en el suelo de la India, lo que, lejos de ser una casualidad —y no hay casualidad en fenómenos de semejante envergadura—, es por el contrario una situación simbólica llena de significado.

Nuestro libro, si contiene los elementos necesarios para permitir situar el esoterismo en el sentido más general del término —podríamos decir otro tanto de nuestras obras precedentes—, no es, sin embargo, un tratado sistemático sobre esta materia; por otra parte, no tiene necesidad de serlo para justificar su título, puesto que el esoterismo no está solamente en la elección de las ideas, sino que está también en la manera de considerar las cosas. Esto quiere decir que se encontrarán en este libro temas que por sí mismos son independientes del dominio esotérico, pero sin embargo se integran en él desde nuestra perspectiva, y así contribuyen a comunicar no tanto doctrinas históricamente clarificables, cuanto una disciplina de pensamiento conforme a estas doctrinas o más bien a su esencia.

 

 

Toda exposición doctrinal evoca de entrada la cuestión de las fuentes de la certeza y, por consiguiente, de los criterios de verdad. Ahora bien, la verdad nos es dada, de una parte, desde el exterior y, de otra, desde el interior, según sea indirecta y formal o directa y esencial: en condiciones normales, aprendemos a priori la realidad de las cosas divinas por la Revelación, que nos suministra los símbolos y los datos indispensables, y, a posteriori, tenemos acceso a la evidencia de estas cosas por la Intelección, que nos revela su esencia más allá de las formulaciones recibidas —pero no contra ellas— a condición de que nada en nuestra naturaleza ni en nuestra voluntad se oponga a ello. La Revelación es una Intelección en el macrocosmo, mientras que la Intelección es una Revelación en el microcosmo; el Avatâra es el Intelecto externo, y el Intelecto es el Avatâra interno.

Es notorio que la Revelación exige la fe; es menos evidente que la Intelección la exige igualmente a su manera, y esto parece incluso paradójico, puesto que el Intelecto, por definición, contiene la certidumbre. Pero la certidumbre tiene grados desde el punto de vista de la asimilación o de la integración, o de la sinceridad si se quiere; credo ut intelligam, pero también: intelligo ergo credo. En el primer caso, la fe consiste en aceptar la verdad obtenida por el exterior y en aceptarla de una manera instintiva, volitiva y sentimental; en el segundo caso, la fe no consiste en aceptar la evidencia, lo que sería un pleonasmo, sino en hacerla penetrar en nuestro ser entero, lo que compromete igualmente —como en la fe religiosa— a la voluntad y el sentimiento. Al respecto de este último, importa especificar que esta facultad no es reprobable más que cuando usurpa la inteligencia y se opone a la verdad, y no cuando prolonga la primera y sirve a la segunda, lo que constituye su función normal; si el sentimiento fuese ilegitimo, la belleza lo sería también, y no habría lugar a perseguir la belleza y el amor hasta su manantial divino.

Y recordemos aquí esta verdad axiomática: que la Intelección se sirva del razonamiento, lo que es humanamente inevitable, no puede significar que se identifique con éste; sin embargo, el razonamiento correcto y fundado sobre datos suficientes puede ser una causa ocasional para una intelección particular, exactamente como puede serlo un símbolo cualquiera en la naturaleza o en el arte. El pensamiento suficientemente adecuado, aunque fuese titubeante, puede actualizar una toma de consciencia procedente de una dimensión muy distinta del encadenamiento de las operaciones mentales, pues, proporcionado a la Intelección, ofrece un simbolismo y un punto de partida; ahora bien, la función de todo símbolo es quebrar la corteza de olvido que cubre la ciencia inmanente del Intelecto. La dialéctica intelectual, como el símbolo sensible, es un velo transparente que, cuando sucede el milagro del recordar, se desgarra y descubre una evidencia que, siendo universal, brota de nuestro ser, el cual no sería si no fuera Lo que es.

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María del Carmen

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