el esoterismo como principio y via part 4

04.07.2013 10:40
EL MISTERIO DEL VELO

 

 

El velo evoca por sí mismo la idea de misterio, por el solo hecho de que oculta a la mirada algo demasiado sagrado o demasiado íntimo; pero posee igualmente un misterio en su propia naturaleza, por cuanto se convierte en el símbolo del ocultamiento universal; es decir, que el velo cósmico y metacósmico es un misterio porque procede de las profundidades de la Naturaleza divina. Según los vedantistas, no se puede explicar Mâyâ, aunque no se pueda evitar el comprobar su presencia; Mâyâ, como Atmâ, es sin origen y sin fin.

La noción hindú de la «Ilusión», Mâyâ, coincide en efecto con el simbolismo islámico del «Velo», Hijâb: la Ilusión universal es una potencia que por una parte oculta y por otra parte revela; es el Velo ante el Rostro de Allah36, o también, según una extensión del simbolismo, es la serie de los setenta mil velos de luz y de oscuridad que, ya sea por clemencia, ya sea por rigor, tamizan la Irradiación fulgurante de la Divinidad37.

El Velo es un misterio porque la Relatividad lo es. Lo Absoluto, o lo Incondicionado, es misterioso a fuerza de evidencia; pero lo Relativo, o lo condicionado, lo es a fuerza de ininteligibilidad. Si no se puede comprender el Absoluto es porque su luminosidad es cegadora; por el contrario, si no se puede comprender lo Relativo, es porque su oscuridad no ofrece ningún punto de referencia. Al menos, ello es así cuando consideramos la Relatividad en su apariencia de arbitrariedad, porque ella se hace inteligible en la medida en que comunica el Absoluto, o en la medida en que aparece como emancipación del Absoluto. Comunicar el Absoluto, velándolo, es la razón de ser de lo Relativo.

Es necesario, pues, intentar traspasar el misterio de la Relatividad a partir del Absoluto o en función del Absoluto, lo que nos obliga —o nos permite— discernir la raíz de la Relatividad en el Absoluto mismo: y esta raíz no es otra que la Infinitud, la cual es inseparable de lo Real que, siendo absoluto, es necesariamente infinito. Esta Infinitud implica la Irradiación, porque el bien tiende a comunicarse, como observa San Agustín; la Infinitud de lo Real no es otra cosa que su potencia de Amor. Y el misterio de la Irradiación lo explica todo: irradiando, lo Real se proyecta de alguna manera «fuera de Sí mismo» y, al alejarse de Sí mismo, se hace Relatividad en la misma medida de este alejamiento. Es cierto que este «fuera de» se sitúa forzosamente en lo Real mismo, pero no por ello deja de existir como exterioridad y a título simbólico, es decir, que es «pensado» por lo Infinito en virtud de su tendencia a la Irradiación, y, por tanto, a la expansión en un vacío en realidad inexistente. Este vacío no tiene realidad más que por las Irradiaciones que en él se proyectan; la Relatividad no es real más que por sus contenidos, que son, esencialmente, los del Absoluto. Es así como el espacio no tiene existencia más que por lo que contiene; un espacio vacío no sería ya un espacio, sería la nada.

Así pues, el prototipo principal del Velo es la dimensión divina de la Infinitud, que, como si dijéramos, irradia de lo Incondicionado a la vez que permanece como una cualidad rigurosamente intrínseca del mismo; en lo Absoluto, Shiva y Shakti son idénticos. La Mâyâ separativa y caprichosa, la que ilusiona, no surge inexplicablemente de la nada; procede de la propia naturaleza de Atmâ; porque teniendo el bien por definición tendencia a comunicarse, el «Bien Soberano» no puede no irradiar por sí mismo y en su Esencia, y después —y por vía de consecuencia— a partir de sí mismo y fuera de sí mismo; por ser Verdad, «Dios es Amor».

Esto equivale a decir que en Dios hay un primer Velo, a saber, la tendencia puramente principial y esencial a la comunicación, y por lo tanto a la contingencia, tendencia que permanece estrictamente en la Esencia divina. El segundo Velo es el efecto por así decirlo extrínseco del primero: es el Principio ontológico, el Ser creador que concibe las Ideas o las Posibilidades de las cosas. El Ser da lugar a un tercer Velo, el Logos creador, que produce el Universo, y éste es también, y en alguna medida a fortiori, un Velo que a la vez disimula y transmite los tesoros del Soberano Bien.

 

 

Absoluto, Infinitud, Perfección; este tercer término designa el resultado de la Irradiación operada por el Infinito en virtud del Absoluto, o, digamos más bien: por la Infinitud necesariamente propia del Absoluto. La primera Hipóstasis que surge en la Relatividad, a saber, el Ser, el Principio personal y creador, es la primera perfección, en el sentido de que Él es la Toda-Perfección; ahora bien, la Perfección está esencialmente tejida de Absolutidad y por tanto de Infinitud, pero en modo relativo y, por consiguiente, diferenciado; de ahí la profusión de Cualidades divinas.

En el Ser —el Ishwara de los vedantistas— el Absoluto da lugar al polo determinativo y, como si dijéramos, masculino o paternal del Ser, Purusha, mientras que la Infinitud se refleja como el polo a la vez receptivo y productivo y, como si dijéramos, maternal del Ser, Prakriti. La nueva Hipóstasis que resulta de ello, en la cima o en el centro mismo de la Existencia y, por tanto, más acá del Ser y en la creación, es el Intelecto universal, Buddhi; es el «Espíritu» ya creado pero sin embargo todavía divino, y es en suma la prolongación eficiente de la Inteligencia creadora e iluminadora de Dios, en la creación misma38.

La Perfección realiza esta paradoja: combinar lo Absoluto, que es infinito, con la Relatividad, luego con un grado o un modo de limitación; ahora bien, es precisamente la limitación la que permite percibir tal o cual potencialidad de absolutidad o de infinitud, lo que prueba que la Relatividad, si por una parte cubre limitando, por otra parte, descubre especificando.

El Supra-Ser es lo Absoluto o lo Incondicionado, que por definición es infinito, luego ilimitado; pero se puede decir también que el Supra-Ser es lo Infinito, que por definición es absoluto; en el primer caso, el acento se pone sobre el simbolismo de la virilidad; en el segundo caso, sobre la feminidad; la suprema Divinidad es ya Padre, ya Madre39. Las nociones de Absoluto y de Infinito no indican, pues, por sí mismas una polaridad, salvo cuando se las yuxtapone, lo que corresponde ya a un punto de vista relativo. Por una parte, como hemos dicho, el Absoluto es el Infinito, y viceversa; por otra parte, el primero sugiere un misterio de unicidad, de exclusión y de contracción y, el segundo, un misterio de totalidad, de inclusión y de expansión.

La Relatividad, lo hemos dicho, emprende su vuelo en el aspecto de Ilimitación de lo Incondicionado, y procede por velamientos sucesivos hasta el punto limite de alejamiento, punto que no es jamás alcanzado, puesto que es ilusorio, o que no es alcanzado más que simbólicamente; para nuestro mundo, este punto límite es la materia, pero se pueden concebir puntos límites indefinidamente más solidificados, y con mayor razón mucho más sutiles. Ahora bien, no hay cosmogénesis sin teogénesis; éste término es metafísicamente plausible, pero es malsonante por el hecho de que parece atribuir a las Hipóstasis un devenir, cuando no puede tratarse más que de sucesión principal en dirección a lo relativo. El punto de término de la teogénesis es la Hipóstasis más relativa o más exterior, a saber, el «Espíritu de Dios» que, siendo ya creado puesto que ocupa el centro luminoso de la creación, es sin embargo todavía divino; él es el Logos que prefigura, por una parte, al género humano como representante natural de Dios sobre la tierra y, por otra parte, al Avatâra, como representante sobrenatural de Dios entre los hombres.

La polaridad «Incondicionado-Ilimitado» —en la medida en que se puede tratar aquí de una polaridad, lo que resulta, no del sentido de estas palabras, sino únicamente de su yuxtaposición comparativa, la cual restringe precisamente sus significados—, esta polaridad, decimos, se repite en la estructura misma del Velo, o de Mâyâ, o de la Relatividad, lo que nos lleva al simbolismo del tejido: el primer término de la polaridad es la urdimbre, o la dimensión vertical o masculina, mientras que el segundo término es la trama, o la dimensión horizontal o femenina; y cada una de estas dimensiones, en todos los niveles, contiene los elementos de Existencialidad, Consciencia y Felicidad, conforme al ternario vedántico, y de una manera bien activa, o bien pasiva, según que los elementos procedan de la urdimbre o de trama. La complementariedad «Incondicionado-Ilimitado», que incluye estos tres elementos, produce así, en un juego indefinido y tornasolado, el río inconmensurable de los fenómenos; el universo es así un velo que por una parte exterioriza la Esencia y por otra se sitúa en esta misma, en cuanto Infinitud.

En lenguaje islámico, la polaridad divina, que acabamos de comparar con la urdimbre y con la trama, se expresa mediante la letra alif, que es vertical, y la letra , que es horizontal; son las dos primeras letras del alfabeto árabe, una de las cuales simboliza lo determinativo y la actividad, y la otra la receptividad o la pasividad40. Las mismas funciones se expresan mediante las imágenes del Cálamo (Qalam) y de la Tabla (Lawh): en todo fenómeno y en cada nivel cósmico hay una «Idea» que se encarna en un receptáculo existencial; el Cálamo es el Logos creador, mientras que las Ideas que contiene y que proyecta proceden de la «Tinta» (Midâd). Encontramos la misma polaridad en el microcosmo humano, siendo el hombre a la vez «vicario» (khalîfah) y «servidor» (’abd)41, o intelecto y alma.

Según un célebre hadîth, Dios era un tesoro oculto que quiso ser conocido y que por esta razón creó el mundo. Estaba oculto a los hombres todavía inexistentes; es por consiguiente la inexistencia de los hombres la que constituyó el primer velo; Dios creó pues el mundo para los hombres a fin de ser conocido por ellos y proyectar su propia Felicidad en innumerables consciencias relativas. Es por esto por lo que se ha dicho que Dios creó el mundo por amor.

Allí donde está Atmâ, allí está Mâyâ, la Vida intrínseca y el Poder de despliegue extrínseco. En lenguaje islámico, y, haciendo abstracción de la noción de Hijâb, se dirá que allí donde está Allâh, allí está la Rahmah, la infinita Clemencia y Misericordia, y esto es lo que expresa esta fórmula fundamental que inicia las suras del Corán y, en la vida humana, todo escrito y toda empresa: «En el nombre de Dios el Muy Clemente, el Muy Misericordioso.» El hecho de que se añadan estos nombres de infinita Bondad al nombre de Allâh indica que la Bondad está en la esencia misma de Dios y que ella no es, como la mayoría de las Cualidades divinas, un elemento que no aparece más que por refracción en el plano ya relativo de los atributos; es decir, que la Rahmah pertenece a la Dhât, la Esencia, y no a los atributos, Çifât42. La Rahmah es Mâyâ, no en el aspecto de Relatividad y de Ilusión, sino en el de Infinitud, de Belleza, de Generosidad43.

 

 

En el Vedânta, Atmâ se reviste de tres grandes velos (o «envolturas» = koshas), que corresponden analógicamente, prefigurándolos causalmente, a los estados de vigilia, de sueño con sueños y de sueño profundo: estos velos o estados son Vaishwânara, Taijtâsa, Prâjna; lo que velan es la Realidad incondicionada e inefable, Turîya, que en el microcosmo humano será la Presencia divina en el fondo del corazón. Esta realidad, o este cuarto «estado» en sentido ascendente, es el Supra-Ser, o Atmâ en sí mismo; es de él del que se dice que es «ni manifestado (vyakta) ni no-manifestado (avyakta)», y esto exige la siguiente precisión importante.

La idea de lo no-manifestado tiene dos sentidos diferentes; hay lo no-manifestado absoluto, Parabrahman o Brahma nirguna («no cualificado»), y lo no-manifestado relativo, Ishwara o Brahma saguna («cualificado»); este no-manifestado relativo, el Ser como principio «existenciador» o matriz de los arquetipos, puede ser llamado lo «manifestado potencial» en relación con lo «manifestado efectivo», el mundo; porque en el propio orden divino, el Ser es la «manifestación» del Supra-Ser, sin la cual la manifestación propiamente dicha, o Existencia, no sería ni posible ni concebible. Decir que lo no-manifestado absoluto es el principio a la vez de lo manifestado —el mundo— y de lo no-manifestado relativo —el Ser— sería una tautología: el Supra-Ser, al ser el principio del Ser, es implícitamente el principio de la Existencia. Desde el punto de vista de lo no-manifestado absoluto, la distinción entre lo manifestado potencial —que es lo no-manifestado relativo y creador— y lo manifestado efectivo o lo creado, o sea, entre el Ser y la Existencia, no tiene ninguna realidad; esto no es, desde el punto de vista del Supra-Ser, ni una complementariedad ni una alternativa.

En el orden principal o divino, conviene considerar primeramente lo Absoluto en sí mismo, y, en segundo lugar, lo Absoluto en cuanto se despliega en Mâyâ, o en el modo de Mâyâ; en este segundo aspecto, «toda cosa es Atmâ». De una manera análoga, pero en el mismo marco de Mâyâ, se pueden considerar las cosas, primeramente en sí mismas, luego en el aspecto de la existencia separada que las determina como fenómenos, y en segundo lugar en el Ser, por tanto como arquetipos. Todo aspecto de relatividad —incluso principal— o de manifestación es vyakta, y todo aspecto de absolutidad —incluso relativa— o de no-manifestación es avyakta.

 

 

Para realizar el Supra-Ser, que es el Sí mismo absoluto, es preciso, según la Katha Upanishad, pasar «más allá de la obscuridad»; ahora bien, este «más allá de la obscuridad» es con toda evidencia la luminosidad intrínseca del Sí mismo, la cual se revela después de la obscuridad que presenta lo no-manifestado en relación con la ilusoria luminosidad de lo manifestado. Como «los extremos se tocan», el máximo de conocimiento «interior» tendrá por complemento el máximo de conocimiento «exterior», no ciertamente en el sentido de un saber científico, sino en el sentido de que el hombre que ve a Dios perfectamente en el interior o más allá de los fenómenos, lo verá perfectamente en el exterior o en los fenómenos44; de suerte que la «elevación» del espíritu hacia Dios entraña subjetivamente un «descendimiento» de Dios en las cosas45. Esta «visión divina» del mundo trae consigo fácilmente un «mandato celestial» o una misión espiritual, cualquiera que sea su grado, pero tanto más elevada cuanto más profundo y total sea el conocimiento interior; inversamente, se podría decir que tal mandato predestinado coincide providencialmente con el conocimiento supremo; pero no se podría afirmar, en todo caso, que un grado de conocimiento o de realización implica ipso facto una misión profética legisladora, pues si no todo sabio perfecto debería ser un fundador de religión.

En cualquier caso, lo que se trataba de señalar aquí es que el levantamiento del velo en la dimensión interior e intelectiva se acompaña de una iluminación o de una transparencia de los velos en los cuales y por los cuales vivimos; y de los cuales somos, por el hecho mismo de nuestra existencia.

 

 

El velo puede ser espeso o transparente, único o múltiple; cubre o descubre, violenta o suavemente, súbita o progresivamente; incluye o excluye y así separa dos regiones, una interior y otra exterior. Todos estos modos se manifiestan tanto en el microcosmo como en el macrocosmo, o tanto en la vida espiritual como en los ciclos cósmicos.

El Velo impenetrable sustrae a la mirada algo demasiado sagrado o demasiado íntimo; el velo de Isis sugiere los dos aspectos, puesto que el cuerpo de la Diosa coincide con el Santo de los Santos. Lo «sagrado» se refiere al aspecto divino Jalâl, la «Majestad»; lo «íntimo», por su parte, se refiere al Jamâl, a la «Belleza»; Majestad cegadora y Belleza embriagadora. El Velo transparente, por el contrario, revela tanto lo sagrado como lo íntimo, como un santuario que abre su puerta o como una novia que se entrega, o como un novio que acoge y toma posesión.

Cuando el Velo es espeso, oculta a la Divinidad: está hecho de las formas que constituyen el mundo, pero éstas son también las pasiones del alma; el Velo espeso está tejido de fenómenos sensoriales alrededor de nosotros y de fenómenos pasionales en nosotros mismos; y advirtamos que un error es un elemento pasional en la medida en que es un error importante y en la medida en que el hombre se aferra a él. El espesor del Velo es a la vez objetivo y subjetivo, en el mundo y en el alma: es subjetivo en el mundo en la medida en que nuestro espíritu no penetra la esencia de las formas, y es objetivo en el alma en el sentido de que las pasiones o los pensamientos son fenómenos.

Cuando el Velo es transparente, revela la Divinidad: está hecho de las formas en cuanto éstas comunican sus contenidos espirituales, los comprendemos o no; de una manera análoga, las virtudes dejan traslucir las Cualidades divinas, mientras que los vicios indican su ausencia o, lo que viene a ser lo mismo, su contrario. La transparencia del Velo es a la vez objetiva y subjetiva, lo que se comprenderá sin esfuerzo después de lo que acabamos de decir; porque si por una parte las formas son transparentes, no en el aspecto de su existencia, sino en el de sus mensajes, por otra parte es nuestro espíritu el que las hace transparentes por su penetración. La trascendencia espesa el Velo; la inmanencia lo vuelve transparente, sea en el mundo objetivo, sea en nosotros mismos, por el hecho de nuestra toma de consciencia de la Esencia subyacente, aunque, en otro aspecto diferente, la comprensión de la trascendencia sea un fenómeno de transparencia, mientras que, por el contrario, el goce grosero de lo que nos es ofrecido en virtud de la inmanencia, es con toda evidencia un fenómeno de espesamiento46.

En el Islam, la ambigüedad del Velo se expresa mediante las dos nociones de «abstracción» (tanzîh) y de «semejanza» (tashbîh). Desde el primer punto de vista, la luz sensible no es nada en comparación con la Luz divina, que es la única que «es»; «ninguna cosa se Le parece», dice el Corán, proclamando así la trascendencia. Desde el segundo punto de vista, la luz sensible «es» la luz divina —o «no es otra cosa» que ésta— pero manifiesta en un determinado plano de existencia, o a través de un determinado velo existencial; «Dios es la Luz de los cielos y de la tierra», dice también el Corán; por tanto la luz sensible se Le parece, «es Él» en un cierto aspecto, el de la inmanencia. A la «abstracción» metafísica corresponde la «soledad» mística, khalwah, cuya expresión ritual es el retiro espiritual; la «semejanza», por su parte, da lugar a la gracia de la «irradiación», jalwah47, cuya expresión ritual es la invocación de Dios practicada en común. Misterio de trascendencia o de «contracción» (gabd), por una parte, y misterio de inmanencia o de «dilatación» (bast), por otra; la khalwah separa del mundo, la jalwah lo transforma en santuario.

Según una teoría de Ibn Arabî, Adán y Muhammad se corresponden en el sentido de que tanto el uno como el otro manifiestan la síntesis —inicial en el primer caso y terminal en el segundo—, mientras que Set y Jesús se corresponden en el sentido de que el primero manifiesta la exteriorización de los dones divinos y, el segundo, su interiorización hacia el fin del cielo; mostramos aquí el sentido, no las palabras de esta doctrina. Se podría decir también que Set manifiesta el tashbîh, la «semejanza» o la «analogía», luego el simbolismo, la participación de lo humano en lo divino y que, inversamente, Jesús manifiesta la «abstracción», luego la tendencia hacia un puro «más allá», al no ser de este mundo el reino de Cristo. Adán y Muhammad manifiestan entonces el equilibrio entre el tashbîh y el tanzîh; Adán, a priori y Muhammad a posteriori. Set, el revelador de los oficios y de las artes, ilumina el velo de la existencia terrenal; Cristo desgarra el velo oscuro48; el Islam, así como la Religión primordial, combina las dos actividades.

 

 

Al lado de la palabra hijâb, «velo», está también la palabra sitr, que significa a la vez «cortina», «velo», «cobertura» y «pudor»; igualmente satîr, «casto», y mastûr, «púdico»49. Desde el punto de vista sexual, se vela lo que es, en diferentes aspectos, terrenal y celestial, caído e incorruptible, animal y divino, a fin de protegerse contra la eventualidad, bien de una humillación, o bien de una profanación, según las perspectivas o las circunstancias.

Hay sedas tornasoladas en las que dos colores opuestos aparecen alternativamente sobre una misma superficie, según la posición de la tela; este juego de colores evoca la ambigüedad cósmica, a saber, la mezcla de «proximidad» (gurb) y de «alejamiento» (bu’d) que caracteriza al tejido del que está hecho el mundo y del que estamos hechos nosotros. Esto nos lleva a la cuestión de la actividad subjetiva del hombre ante la ambigüedad objetiva del mundo: el hombre noble, y por consiguiente el hombre espiritual, mira en los fenómenos positivos la grandeza sustancial y no la pequeñez accidental, pero está obligado a discernir la pequeñez cuando ella es sustancial y, por consiguiente, determina la naturaleza de un fenómeno. El hombre vil, por el contrario, y a veces el hombre simplemente mundano, ve lo accidental antes que lo esencial y se aferra a la consideración de los aspectos de pequeñez que entran en la constitución de la grandeza, pero que no pueden empequeñecerla de ningún modo, salvo a los ojos del hombre que estuviese él mismo hecho de pequeñez.

Los dos colores tornasolados, es obvio, pueden tener un significado únicamente positivo: actividad y pasividad, rigor y dulzura, fuerza y belleza, y otras complementariedades. El Velo universal implica un juego de contrastes y de choques, y también, e incluso más profundamente o más realmente, un juego de armonía y de amor.

 

 

El árbol del centro es simbólicamente idéntico al velo que separa la creación del creador50. El pecado de la primera pareja humana fue haber levantado el velo, y la consecuencia fue su exilio detrás de un nuevo velo más exterior y que les separaba de la intimidad con Dios. De caída en caída, el hombre se va creando nuevos velos separativos; y es así como todo pecado es para el individuo un velo que le separa de una gracia precedente. Inversamente, todo retorno a Dios opera la caída de un velo y la recuperación de un Paraíso perdido.

A fin de cuentas, cuando San Agustín exclama «feliz culpa» al referirse al pecado de Adán y Eva, indica en suma el carácter necesario de la caída: muchas doctrinas cosmogónicas presentan en efecto la pérdida de la beatitud original como un hecho neutro y como una etapa inevitable en la plena realización del hombre, acentuando por consiguiente sus efectos compensatorios como lo hace el Cristianismo a posteriori. Esto es lo que muestra la unión sexual, imagen clásica de la caída, al menos según la sensibilidad cristiana; el Islam y otras religiones insisten por el contrario en la virtud liberadora y perfeccionadora de la sexualidad, pero sin negar jamás los méritos posibles de la castidad ni su necesidad en ciertos casos. En cualquier caso, todo en el orden natural es más o menos relativo, y le es posible al hombre realizar la alquimia sexual de una manera puramente interior, como también es posible lo inverso; esto es evidente y ya lo hemos dicho explícita o implícitamente. Del mismo modo, no enunciamos nada nuevo recordando que el hombre lleva en sí mismo el Paraíso perdido, que en realidad permanece siempre accesible, no fácilmente, sino bajo condiciones tradicionales y personales rigurosas; intrate per angustam portam. El ángel de la espada flamígera, o el dragón guardián del santuario51, no dará libre paso más que a aquél que, habiendo vencido la caída, no ha sido rozado por el pecado; a aquél, cuya «bajada a los infiernos» fue de entrada una «feliz culpa», o a aquél que, conociendo así el «santo y seña», posee la llave del Jardín celestial y de la Liberación.

 

 

Se habla a menudo de una multitud de Velos, lo que indica la complejidad del cubrimiento o, más precisamente, los grados ontológicos y existenciales52, y también, desde el punto de vista humano, el carácter provisional y no irremediable de la separación. La pluralidad del Velo promete un movimiento progresivamente acogedor, o, por el contrario, hace temer un movimiento inverso de exclusión sucesiva53.

El Velo que se abre suavemente indica la acogida en alguna beatitud; el Velo que se abre bruscamente —o el desgarramiento del Velo —significa por el contrario un fiat lux súbito, una iluminación deslumbradora, un satori, como se diría en el Zen, si no es —a escala cósmica— un dies irae: la irrupción inesperada de una luz celestial a la vez vengadora y salvadora y, a fin de cuentas, equilibradora. En cuanto al Velo que se cierra suavemente, lo hace caritativamente y sin intención de rigor; si, por el contrario, se cierra bruscamente, indica una desgracia.

A título de ilustración tradicional del misterio del levantamiento del velo quisiéramos mencionar aquí el râsa-1îlâ, la danza de las gopis en compañía de Krishna; igualmente el robo de los saris por Krishna en el baño de las gopis. La pérdida de los vestidos significa en cada uno de estos casos un retorno a la Esencia, sea en el éxtasis del perfecto abandono a Dios, como en el primer ejemplo, sea a través de una prueba espiritual, como en el segundo; el robo de los saris simboliza la pérdida de la individualidad en el amor a Dios, y después, su restitución en un plano superior, el del desapego; pero puede simbolizar también, de una manera más general, la exigencia divina de que el alma comparezca desnuda ante su Creador. Y recordamos que el vestido es una imagen no solamente de la individualidad, sino también del formalismo exotérico, debiendo ser trascendidas las dos cortezas de una manera o de otra, y después retomadas en un plano superior y con una intención nueva54; superación intelectual en el segundo caso, relativizando las formas a priori y universalizándolas a posteriori, y superación moral en el primero, objetivando el ego primeramente y después reanimándolo con un perfume de santa infancia.

El simbolismo del Velo se amplía cuando se considera un elemento nuevo que se superpone a él, a saber, los bordados, el tejido ornamental, la impresión decorativa: el velo así enriquecido55 sugiere el juego de Mâyâ en toda su diversidad y en todos sus visos, como lo hace igualmente, acentuando su despliegue, el misterioso plumaje del pavo real, o como lo hace un abanico pintado que, al abrirse, luce su mensaje y su esplendor56. Tanto el pavo real como el abanico son emblemas o atributos de Vishnu; y especifiquemos que el abanico, en Extremo Oriente y en otras partes, es un instrumento ritual que, como la Mâyâ universal, puede a la vez abrir y cerrar, manifestar y reabsorber, avivar y apagar. El despliegue, cualquiera que sea su imagen, es la proyección de la Existencia, que manifiesta todas las virtualidades; el cierre es la reintegración en la Esencia y el retorno a la plenitud potencial; el juego de Mâyâ es una danza entre la Esencia y la Existencia, siendo ésta el Velo y aquélla la Desnudez. Y la Esencia es inaccesible a lo existente como tal, como decía la inscripción sobre la estatua de Isis en Saïs: «Yo soy todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será; y nunca ningún mortal ha levantado mi velo.»

 

 

Los velos son divinos o humanos, sin hablar de los cubrimientos que representan o experimentan las otras criaturas. Los velos divinos son, en nuestro cosmos, las categorías existenciales: el espacio, el tiempo, la forma, el número, la materia; después, las criaturas con sus facultades, y también, en otro plano, las revelaciones con sus verdades y sus límites57. Los velos humanos son, en primer lugar, el propio hombre, el ego en sí; después el ego pasional y tenebroso, y finalmente las pasiones, los vicios, los pecados, sin olvidar, en un plano normal y neutro, los conceptos y pensamientos en cuanto ropajes de la verdad.

Una de las funciones del Velo es la de separar; el Corán alude a ello, desde diversos puntos de vista: o bien la cortina separa al hombre de la verdad que rechaza, o bien le separa de Dios que le habla, o, aun, separa a los hombres de las mujeres a las cuales no tienen derecho, o, por último, separa a los condenados de los elegidos. Pero la separación más fundamental, aquella en la que se piensa en primer lugar, es la separación entre el Creador y la creación, o entre el Principio y su manifestación. En metafísica rigurosa o total, se añadirá la separación entre el Supra-Ser y el Ser, perteneciente este último a Mâyâ, luego a la Relatividad; la línea de demarcación de los dos órdenes de realidad, o el Velo, precisamente, se sitúa pues en el interior mismo del orden divino.

Si entendemos por Mâyâ su manifestación cósmica global, podremos decir que Atmâ se refleja en Mâyâ y toma en ella una función central y profética, Buddhi, y que Mâyâ a su vez se encuentra prefigurada en Atmâ y en él anticipa o prepara la proyección creadora. En el mismo orden de ideas: es Mâyâ contenida en Atmâ —es, pues, el Ishwara creador— la que produce el Samsâra, o el macrocosmo, la jerarquía de los mundos y el encadenamiento de los ciclos; y es Atmâ contenido en Mâyâ —en el Mantra sacramental— quien deshace el Samsâra en cuanto microcosmo. Misterio de prefiguración y misterio de reintegración: el primero es el de la Creación y también el de la Revelación; el segundo es el de la Apocatástasis y también el de la Salvación.

Todo esto evoca el simbolismo taoísta del Yin-Yang: una región blanca y una región negra con un disco negro en la primera y un disco blanco en la segunda; lo que indica aquí que la relación entre el Rostro y el Velo se repite desde los dos lados del Velo, primeramente en el interior, in divinis, y luego en el exterior, en el seno del universo. En términos sánscritos: hay Atmâ y Mâyâ, pero también hay, por lo mismo —puesto que la Realidad es una y la naturaleza de las cosas no puede implicar un dualismo fundamental—, Mâyâ en Atmâ y Atmâ en Mâyâ 58.

 

 

En el uso terrenal, es decir, como objeto material y símbolo humano, el Velo oculta por una parte lo sagrado puro y simple y, por otra, lo ambiguo o lo peligroso. Desde este último punto de vista, diremos que Mâyâ posee un carácter de ambigüedad por el hecho de que vela y revela y que, desde el punto de vista de su dinamismo, aleja de Dios porque ella crea, al tiempo que acerca a Dios porque reabsorbe o libera. La belleza en general y la música en particular suministran una imagen elocuente del poder de ilusión, en el sentido de que ellas tienen una cualidad a la vez exteriorizadora e interiorizadora y de que actúan en un sentido o en otro según la naturaleza y la intención del hombre: naturaleza pasional e intención de placer, o naturaleza contemplativa e intención de «recuerdo» en el sentido platónico de la palabra. Se vela a la mujer como en el Islam se prohibe el vino, y se le quita el velo —en ciertos ritos o en ciertas danzas rituales59 con la intención de una magia por analogía, pues el descubrimiento de la belleza con vibración erótica evoca, a la manera de un catalizador, la revelación de la Esencia liberadora y beatífica; de la Hagîgah, la «Verdad-Realidad», como dirían los sufíes. Es en virtud de esta analogía como los sufíes personifican el Conocimiento beatífico y embriagador bajo la forma de Laîla, a veces de Salmâ, personificación que por lo demás se ha concretado, desde el punto de vista de la realidad humana y en el mundo semítico, en la Santa Virgen, que combina en su persona la substancia de santidad y la humanidad concreta; la santidad deslumbrante e inviolable y la belleza misericordiosa que la comunica con pureza y dulzura. Como todo ser celestial, María manifiesta el Velo universal en su función de transmisión: es Velo porque ella es forma, pero es Esencia por su contenido y, por consiguiente, por su mensaje. Ella es a la vez cerrada y abierta, inviolable y generosa60; ella está «vestida de sol» porque está vestida de Belleza, «esplendor de lo Verdadero», y es «negra pero bella» porque el velo es a la vez cerrado y transparente, o porque, después de haber sido cerrado en virtud de la inviolabilidad, se abre en virtud de la misericordia. La Virgen está «vestida de sol» porque, como Velo, ella es transparente: la Luz, que es al mismo tiempo la Belleza, se comunica con tal potencia que parece consumir el Velo y abolir el cubrimiento, de suerte que el Interior que es la razón de ser de la forma, parece, por decirlo así, envolver la forma transubstanciándola. «Quien me ha visto ha visto a Dios»: estas palabras, o su equivalente, se encuentran en los mundos tradicionales más diversos y se aplican especialmente también a la «divina María», «vestida de sol», puesto que está reabsorbida en él y como contenida en él61. Ver a Dios viendo al hombre-teofanía es en cierto modo ver la Esencia antes que la forma: es sufrir la huella del contenido divino junto con la del continente humano, y «antes» que éste en razón de la preeminencia de lo divino. El Velo se ha convertido en Luz, ya no hay Velo.

 

 

No hay más que la Luz; los velos provienen necesariamente de la propia Luz, están prefigurados en ella. No vienen de la luminosidad, sino de la irradiación; no de la claridad, sino de la expansión. La Luz luce por sí misma, después irradia para comunicarse, y al irradiar, produce el Velo, y los velos; irradiando y expandiéndose, crea el alejamiento, los velos, las gradaciones. La tendencia intrínseca a la irradiación es el primer Velo, el que se precisa en seguida en Ser creador y después se manifiesta como cosmos. El esoterismo o la gnosis, al ser la ciencia de la Luz, es por esto mismo la ciencia de los cubrimientos y descubrimientos, por la fuerza de las cosas puesto que por una parte el pensamiento discursivo y el lenguaje que lo expresa constituyen un velo y, por otra, la razón de ser de este velo es la Luz.

Dios y el mundo no se mezclan; no hay más que una sola Luz, vista a través de innumerables velos; el santo que habla en nombre de Dios no habla en virtud de una inherencia divina, porque la substancia no puede ser inherente a lo accidental; es Dios quien habla; el santo no es más que un velo cuya función es manifestar a Dios, «como una nube ligera hace visible al sol», según una comparación de la que los musulmanes hacen uso frecuente. Todo accidente es un velo que hace visible, más o menos indirectamente, la Substancia-Luz.

En el Avatâra hay, con toda evidencia, separación entre lo humano y lo divino —o entre el accidente y la Substancia—. Y después, mezcla, no entre el accidente humano y la Substancia divina, sino entre lo humano y el reflejo directo de la Substancia en el accidente cósmico; se puede calificar de «divino» a este reflejo en relación con lo humano, a condición de no reducir de ningún modo la Causa al efecto. Para unos, el Avatâra es el Dios «descendido»; para otros, es una «apertura» que permite ver al Dios que está inmutablemente «en lo alto»62.

La irradiación universal es el desarrollo de lo accidental a partir de la Relatividad inicial; el Ser necesario, irradiante en virtud de su infinitud, da lugar a la Contingencia. Y el Corazón vuelto transparente comunica la Luz una y reintegra así la Contingencia en lo Absoluto; esto equivale a decir que no somos verdaderamente nosotros mismos más que por nuestra consciencia de la Substancia y por nuestra conformidad con esta consciencia, pero no que debamos salir de toda relatividad —suponiendo que pudiéramos— porque Dios, al crearnos, ha querido que existamos.

 

 

Resumamos: las posibilidades son los velos que, por una parte, restringen lo Real absoluto y, por otra, lo manifiestan: la Posibilidad a secas, en singular y en sentido absoluto, es el Velo supremo, el que envuelve al misterio de la Unicidad y al mismo tiempo lo despliega, permaneciendo inmutable y sin privarse de nada; la Posibilidad no es otra que la Infinitud de lo Real. Quien dice Infinitud, dice Potencialidad: y afirmar que la Posibilidad sin más, o la Potencialidad, a la vez vela y revela lo Absoluto no es sino una manera de expresar la bidimensionalidad —en sí indiferenciada— que podemos discernir analíticamente en lo absolutamente Real. De la misma manera, podemos discernir en ella una tridimensionalidad, también intrínsecamente indiferenciada, pero anunciadora de un posible despliegue: estas dimensiones son el «Ser», la «Consciencia» y la «Felicidad». Es en virtud del tercer elemento —inmutable en sí mismo— por lo que la Posibilidad divina desborda y da lugar, «por amor», a ese misterio de exteriorización que es el Velo universal, cuya urdimbre está formada por los mundos y la trama por los seres.

 

NÚMEROS HIPOSTÁTICOS Y CÓSMICOS

 

 

El simbolismo de los números y de las figuras geométricas permite dar cuenta sin dificultad de los modos y grados de ocultación y descubrimiento; no quiere esto decir que su comprensión propiamente dicha hubiera de hacerse fácil, pero los símbolos suministran al menos claves y elementos de claridad.

Se puede representar la Realidad absoluta, o la Esencia, o el Supra-Ser, mediante el punto; sin duda resultaría menos inadecuado figurarlo por el vacío, pero el vacío no es propiamente hablando una figuración, y si damos un nombre a la Esencia, con el mismo derecho, y con el mismo riesgo, podemos representarla por un signo; y el signo más simple y, por lo mismo, el más esencial, es el punto.

Ahora bien, quien dice Realidad dice Potencia o Potencialidad, o Shakti, si se quiere; hay pues en lo Real un principio de polarización, perfectamente indiferenciado en lo Absoluto, pero susceptible de ser discernido y causa de todo despliegue subsiguiente. Podemos representar esta polaridad de principio mediante un eje horizontal o vertical: si es horizontal, significa que la Potencialidad, o la Mâyâ suprema, mora en el Principio supremo, Paramâtmâ, a título de dimensión intrínseca o de potencia latente; si el eje es vertical, significa que la Potencialidad se convierte en virtualidad, que irradia y se comunica, que por consiguiente da lugar a esta Hipóstasis primera que es el Ser, el Principio creador63. Es en esta primera bipolaridad, o en esta dualidad principal, donde se encuentran prefiguradas o prerrealizadas todas las complementariedades y oposiciones posibles: el sujeto y el objeto, la actividad y la pasividad, lo estático y lo dinámico, la unicidad y la totalidad, lo exclusivo y lo inclusivo, el rigor y la dulzura. Estos pares son horizontales cuando el segundo término es el complemento cualitativo y por lo tanto armonioso del primero, es decir, si es su Shakti; son verticales cuando el segundo término tiende de una manera eficiente hacia un nivel más relativo o cuando se encuentra ya en él. No tenemos que mencionar aquí las oposiciones puras y simples, cuyo segundo término no tiene más que un carácter privativo y que no pueden tener ningún arquetipo divino, salvo de una manera puramente lógica y simbólica.

En el microcosmo humano, la dualidad se manifiesta por la doble función del corazón, que es a la vez Intelecto y Amor, refiriéndose éste al Infinito y aquél al Absoluto; desde otro punto de vista, que refleja la proyección hipostática descendente, el Intelecto corresponde al Supra-Ser, y lo mental al Ser.

 

 

En el microcosmos humano, la dualidad se manifiesta por la doctrina vedántica Sat, Chit, Ananda: Dios, a partir de su Esencia supraontológica es puro «Ser», puro «Espíritu», pura «Felicidad»64.

Como el binario, el ternario presenta dos aspectos diferentes según la posición del triángulo, geométricamente hablando. En el triángulo recto, la dualidad de la base es contemplativa en el sentido de que ella indica, por la cima, un repliegue hacia la unidad; el ternario es así la relatividad que entiende conformarse a la absolutidad y rehusa alejarse de ella; cierra el movimiento hacia lo múltiple. En el triángulo invertido, la dualidad es operativa en el sentido de que tiende, por la cima invertida, hacia la irradiación extrínseca o la producción.

Esto equivale a decir que el elemento Ananda, o bien constituye la irradiación interna e intrínseca de Atmâ, que no desea otra cosa —por decirlo así— que el goce de su propia Posibilidad infinita, o bien por el contrario tiende hacia la manifestación —y la refracción innumerable— de esta Posibilidad ahora desbordante. Es así como, en el amor sexual, el fin o el resultado puede ser exterior y casi social, a saber, el hijo; pero puede también ser interior y contemplativo, a saber, la realización —mediante este simbolismo vivido, precisamente— de la Esencia una en la cual se funden los dos componentes de la pareja, lo que es un nacimiento hacia lo alto y una reabsorción en la Substancia65. En este caso, el resultado es esencialidad, mientras que en el caso precedente es perfección; es decir, que las dimensiones de absolutidad y de infinitud por una parte proceden de la Esencia que las une y, por otra, producen la perfección que las manifiesta.

Pero hay todavía otro tipo de ternario, cuyo ejemplo más inmediato es la jerarquía de los elementos constitutivos del microcosmo, corpus, anima, spiritus, o soma, psyché, pneuma; del mismo orden es el ternario vedántico de las cualidades cósmicas, tamas, rajas, sattva. Este ternario se funda, no sobre la unión de dos polos complementarios con vistas a un tercer elemento, bien superior o inferior, o bien interno o externo, sino sobre los aspectos cualitativos del espacio medido a partir de una consciencia que se encuentra situada en él: dimensión ascendente o ligereza, dimensión descendente o pesantez, dimensión horizontal disponible para las dos influencias.

El ternario que hemos considerado con anterioridad —el de Sat-Chit-Ananda tiene también un fundamento espacial, pero puramente objetivo: son las tres dimensiones del espacio: altura, anchura y profundidad; la primera corresponde al principio masculino, la segunda al principio femenino, y la tercera al fruto, que es intrínseco o extrínseco; esta última distinción se expresa precisamente por la posición del triángulo. Ahora bien, el nuevo ternario que consideramos aquí —cuerpo, alma, espíritu, u obscuridad, calor, luz— este nuevo ternario se encuentra también en el triángulo y ello de dos maneras muy instructivas: o bien el espíritu se sitúa en la cima, y entonces la imagen expresa la trascendencia del Intelecto con relación al alma sensible y al cuerpo, que entonces son situados sobre el mismo plano, con la diferencia no obstante de que el alma se sitúa a la derecha, lado positivo o activo; o bien el cuerpo se sitúa en la cima invertida, y entonces la imagen expresa la superioridad tanto del alma como del espíritu en relación con el cuerpo.

 

Y esto indica dos aspectos del ternario divino correspondiente: en un sentido, el mundo es el «Cuerpo» de Dios, siendo su «Alma» el Ser como matriz de los arquetipos, y su «Espíritu», la Esencia; en otro sentido —y entonces nos acercamos al rigor vedántico—, la Esencia o el Supra-Ser es el «Espíritu» de Dios, mientras que la subordinación de Mâyâ o de la Relatividad se encuentra expresada por la yuxtaposición, sobre la base del triángulo, del Ser y de la Existencia, luego del «Alma» y del «Cuerpo».

Pero volvamos al ternario Sat-Chit-Ananda representado por el triángulo, cuya cima indica Sat y cuyos dos ángulos inferiores indican respectivamente Chit y Ananda: por la inversión del triángulo, la cima, que es Ser y Potencia irradiante en el triángulo recto, se convierte en potencia que aleja y coagula, luego, a fin de cuentas, subversiva, en el triángulo invertido; es la imagen de la caída de Lucifer, en que el punto más elevado se convierte en el punto más bajo, imagen que explica la relación misteriosa y paradójica entre el Ser poderoso, pero inmutable, y la potencia manifestadora que aleja del Ser hasta rebelarse finalmente contra él66. La potencia cosmogónica positiva e inocente desemboca en este punto de caída que es la materia, mientras que la potencia centrífuga subversiva conduce al mal; éstos son dos aspectos que es preciso no confundir.

Hay una imagen particularmente concreta del ternario vedántico que es el sol: el astro solar, como todas las estrellas fijas, es materia, forma e irradiación. La materia, o la masa-energía, manifiesta a Sat, el Ser-Potencia; la forma equivale a Chit, la Consciencia o Inteligencia67; la irradiación corresponde a Ananda, la Felicidad o la Bondad. Ahora bien, la irradiación incluye tanto el calor como la luz, al igual que Ananda participa a la vez en Sat y en Chit, refiriéndose el calor a la Bondad y la luz a la Belleza; la luz transporta a lo lejos la imagen del sol, de la misma manera que la Belleza transmite la Verdad; «la Belleza es el esplendor de la Verdad». Según un simbolismo un poco diferente y no menos plausible, el sol se presenta a la experiencia humana como forma, luz y calor: Sat, Chit, Ananda; en este caso, la substancia se hace una con la forma, que indica la Potencia fundamental, mientras que la luz manifiesta la Inteligencia y el calor, la Bondad68.

 

 

Por lo que respecta al reflejo del ternario hipostático en el microcosmo humano, diremos que el Intelecto, que es el «ojo del corazón» o el órgano del conocimiento directo, se proyecta en el alma individual limitándose y polarizándose; se manifiesta entonces en un triple aspecto o, si se prefiere, se escinde en tres modos, a saber, la inteligencia, la voluntad y el sentimiento. Es decir, que el Intelecto mismo es a la vez cognoscitivo, volitivo y afectivo en el sentido que implica tres dimensiones que se refieren respectivamente al «Conocimiento» (Chit), al «Ser» (Sat) y a la «Felicidad» (Ananda) del Principio (Atmâ).

La inteligencia opera la comprensión de Dios, del mundo, del hombre; el sujeto que conoce se encuentra enteramente determinado por el objeto conocido o por conocer; Dios aparece a priori bajo el aspecto de la trascendencia. La voluntad a su vez opera, espiritualmente hablando, el movimiento hacia Dios y, por tanto, ante todo, la concentración contemplativa, sobre la base de las condiciones requeridas, por supuesto; aquí, es el sujeto el que predomina, lo que, por otra parte, resulta del hecho de que, por la fuerza de las cosas, Dios es considerado prácticamente bajo el aspecto de la inmanencia. En el tercer ámbito, el alma, el hombre no se reduce ni al objeto conocido ni al sujeto que toma consciencia, pues éste es el plano de la confrontación del hombre con Dios; es por consiguiente el plano de la devoción y de la fe y del diálogo humanamente divino —o divinamente humano— entre la persona y su creador.

Aquí conviene precisar que, en el conocimiento, el sujeto se extingue ante el objeto: si éste es positivo, absorbe, por así decirlo, al sujeto a la vez que lo extingue, pero si es negativo, la extinción del sujeto significa simplemente el rigor de la percepción. En la concentración contemplativa y realizadora, por el contrario, que procede de la voluntad desde el punto de vista de la operación inmediata, el sujeto humano se encuentra absorbido unitivamente por el Sujeto divino, lo que al mismo tiempo implica con toda evidencia una extinción en relación con este último.

El símbolo natural de la trinidad es la tridimensionalidad del espacio: interpretadas en conexión con el microcosmo humano, la altura evoca la inteligencia, la anchura el sentimiento y la profundidad la voluntad. Porque la inteligencia tiende hacia lo alto, hacia lo esencial y lo trascendente; cuando está pervertida por el error, cae, contradiciendo su propia naturaleza. El sentimiento, por su parte, es nosotros mismos en nuestra totalidad existencial, hic et nunc, lo que expresa la anchura, con una diferencia cualitativa entre la derecha y la izquierda; dicho de otro modo, el sentimiento, en el sentido completo y profundo que consideramos aquí, representa la persona humana y la elección que ella puede hacer de su destino. En cuanto a la voluntad, avanza como nuestro caminar; se adentra en el porvenir de la misma manera que nuestro paso se adentra en el espacio, a menos que retroceda oponiéndose a su propia vocación espiritual y escatológica; en los dos casos, hay una referencia a la dimensión de profundidad.

 

 

Cuando se quiere dar cuenta de la Realidad metacósmica desde el punto de vista de las Hipóstasis numerales, se puede sin arbitrariedad poner el punto final después del número tres, que constituye un limite tanto más plausible cuanto que marca de alguna manera un repliegue sobre la Unidad; expresa en efecto la Unidad en lenguaje de pluralidad y parece querer detener el despliegue de ésta. Pero con no menos razón se puede ir más lejos, como en efecto lo hacen diversas perspectivas tradicionales.

Considerada en el aspecto del principio de cuaternidad, la Esencia implica cuatro cualidades o funciones, que en la tierra reflejan el Norte, el Sur, el Este, y el Oeste. Con la ayuda de esta correspondencia analógica, podremos discernir tanto más fácilmente, en la Esencia misma y por consiguiente en estado indiferenciado y latente —en el que «todo está en todo»—, pero evidentemente a título de potencialidad de Mâyâ, los cuatro principios siguientes: primeramente la Pureza o la Vacuidad, la Exclusividad; en segundo lugar, en el opuesto complementario —se trata simbólicamente del eje Norte-Sur—, la Bondad, la Belleza, la Vida o la Intensidad, la Atracción; en tercer lugar la Fuerza o la Actividad, la Manifestación; y en cuarto lugar —es el eje Este-Oeste— la Paz, el Equilibrio, o la Pasividad, la Inclusividad, la Receptividad. Se refieren a estos principios, en el Corán, los nombres Dhul-Jalâl, Dhul-Ikrâm69, El-Havy, E1-Qayyûm: el poseedor de la Majestad, de la Generosidad, el Viviente, el Inmutable70, nombres que podríamos traducir igualmente por las siguientes nociones: la Pureza inviolable, el Amor desbordante, el Poder invencible, la Serenidad inalterable; o la Verdad, que es Rigor y Pureza, la Vida, que es Dulzura y Amor, la Fuerza, que es Perfección activa, y la Paz, que es Perfección pasiva.

La imagen de la cuaternidad es el cuadrado, o también la cruz: ésta es dinámica y aquél estático71. La cuaternidad significa la estabilidad o la estabilización; representada por el cuadrado, es un mundo sólidamente establecido y un espacio que encierra; representada por la cruz, es la Ley estabilizadora que se proclama hacia las cuatro direcciones, indicando así su carácter de totalidad. La cuaternidad estática es el Santuario que ofrece la seguridad; la cuaternidad dinámica es la irradiación de la Gracia ordenadora, que es a la vez Ley y Bendición72. Todo esto se encuentra prefigurado en Dios, en la Esencia de una manera indiferenciada y, en el Ser, de una manera diferenciada.

Estática, la Cuaternidad es intrínseca y de alguna manera replegada sobre sí misma, y es Mâyâ refulgente como Infinitud en el seno de Atmâ; dinámica, la Cuaternidad irradia, y es Mâyâ en su función de comunicar Atmâ y de desplegar sus potencialidades; en este caso, establece el cosmos según los principios de totalidad y de estabilidad —éste es el sentido de la cuaternidad en sí misma— y le infunde las cuatro cualidades de las que tiene necesidad para subsistir y para vivir73; éste es el sentido de los cuatro Arcángeles que, emanando del Espíritu divino (Rûh) cuyas funciones representan, sostienen y gobiernan el mundo.

La Cuaternidad no es más que un desarrollo de la dualidad Atmâ Mâyâ, Dêva y Shakti: la Divinidad y su Potencia a la vez de Vida interna y de Irradiación teofánica.

Pero la cuaternidad no se refiere solamente al equilibrio, determina igualmente el desarrollo, y por lo tanto el tiempo o los ciclos: hay cuatro estaciones, cuatro partes del día, cuatro edades de las criaturas y de los mundos. Este desarrollo no podría aplicarse al Principio, que es inmutable; lo que significa es una proyección sucesiva, en el cosmos, de la Cuaternidad principal y, por consiguiente, extratemporal. La cuaternidad temporal tiene ante todo un sentido cosmogónico y por lo demás permanece cristalizada en los cuatro grandes grados del despliegue universal: el mundo material corresponde al invierno, el mundo vital al otoño, el mundo anímico al verano y el mundo espiritual —angélico o paradisíaco— a la primavera; y esto en el microcosmos tanto como en el macrocosmos74.

El paso de la trinidad a la cuaternidad se efectúa, si puede decirse así, por la bipolarización de la cima del triángulo, que implica virtualmente una dualidad por el hecho de su doble origen; es el paso del triángulo al cuadrado. La trinidad es, por ejemplo, el padre, la madre y el hijo; ahora bien el hijo no puede ser neutro, forzosamente es varón o hembra; si es lo uno, reclama lógicamente la presencia de lo otro. De una manera análoga, la oposición complementaria entre el Norte y el Sur reclama una región intermedia que, bipolarizándose a su vez, da lugar al Este y al Oeste, participando éste de cierta manera del Norte y aquél del Sur.

Este proceso principal de progresión se repite en el caso de la Cuaternidad, como, mutatis mutandis, se repite para los otros números: toda cuaternidad es un quinario virtual y no se caracteriza más que por el hecho de que el centro se encuentra como si dijéramos proyectado en las cuatro extremidades: la cuaternidad es el centro considerado en su aspecto cuaternario. Pero basta con acentuar el centro independientemente de sus prolongamientos para obtener el quinario: así, cuando se habla de las cuatro edades, el individuo que las experimenta está comprendido en cada edad; y en las cuatro estaciones, la tierra que las experimenta está sobreentendida, pues si no, las estaciones, como las edades, no serían más que abstracciones.

 

 

La Cuaternidad divina se refleja en cada uno de los tres modos del microcosmo humano: inteligencia, voluntad, sentimiento; o consciencia intelectiva, volitiva y afectiva; o, también, comprensión, concentración y conformidad o virtud. En lugar de «sentimiento» podríamos decir simplemente «alma», porque se trata de la persona humana como tal, que es por definición amante; o más precisamente, que es capaz de incluir o de excluir de su amor fundamental las cosas que se presentan a su experiencia.

Hemos discernido, en la naturaleza divina, los cuatro «puntos cardinales» siguientes: la Pureza, la Fuerza, la Vida, la Paz; o la Vacuidad, que excluye, la Actividad, que manifiesta, la Atracción, que reintegra, el Equilibrio, que incluye. Ahora bien, la inteligencia iluminada por la verdad —conforme a su razón de ser— implica estos polos por el hecho de que es capaz de abstracción, de discriminación, de asimilación o de certidumbre, de contemplación o de serenidad.

Todavía en conexión con la inteligencia, es preciso que consideremos aún otra cuaternidad, cuyos elementos constitutivos son a las cuatro cualidades descritas lo que las regiones intermedias son a los puntos cardinales: estos elementos son la razón y la intuición de una parte, y la imaginación y la memoria de otra, lo que corresponde a los ejes Norte-Sur y Este-Oeste. La razón realiza, no la intelección, sino la cohesión, la interpretación, la ordenación, la conclusión; la intuición, que es su opuesto complementario, realiza la percepción inmediata aunque velada y la mayoría de las veces aproximativa, siempre en el plano de los fenómenos externos o internos, porque aquí se trata de lo mental y no del puro Intelecto. En cuanto a la imaginación y la memoria, la primera es prospectiva y realiza la invención, la creación, la producción en un grado cualquiera; la segunda, por el contrario, es retrospectiva y realiza la conservación, el enraizamiento, la continuidad empírica. Podríamos añadir aquí que la cualidad de la razón es la justicia, que es objetiva; la de la imaginación es la vigilancia, que es prospectiva; la de la intuición es la generosidad, que es subjetiva; y la de la memoria es la gratitud, que es retrospectiva.

Podríamos decir cosas análogas respecto de los otros dos planos del microcosmos, la voluntad y el sentimiento, o el alma volitiva y el alma afectiva si se prefiere, pero nuestra intención no es llevar más lejos este análisis, que no hemos presentado más que a título de aplicación y de ejemplo.

 

 

En cuanto a la divinidad considerada en el aspecto del número cinco, presenta el carácter de la Cuaternidad con la diferencia de que las cuatro funciones son esencialmente consideradas en su relación con el centro o la cima, en un sentido bien estático y centrípeto, bien dinámico y centrífugo. Si tomamos el ejemplo de los elementos —tierra, fuego, aire, agua— se los considerará no en sí mismos, sino como modalidades del elemento central, el éter; o también, tomando el ejemplo de las facultades mentales —razón, intuición, imaginación, memoria— se las mirará ya como tendentes contemplativamente hacia el Intelecto, ya como emanando operativamente de él. En cuanto a las cuatro direcciones del espacio, también dependen de un centro, a saber, la consciencia, que establece las relaciones espaciales. Estos ejemplos reflejan una situación hipostática, de la que, después de todo cuanto hemos dicho con anterioridad, no daremos cuenta detallada75.

La imagen de este número es el pentagrama: con la cima en lo alto, si se trata del aspecto estático y vuelto hacia la Esencia; con la cima hacia abajo, si se trata, por el contrario, del aspecto dinámico y de la tendencia hacia la manifestación. La imagen del número cinco puede ser también la cruz, como ya hemos hecho notar más arriba; la diferencia es que en la imagen de la cruz el centro está todavía más implícito que en el pentagrama, donde se exterioriza de alguna manera y de centro se convierte en cima; es como si el corazón se hubiese convertido en cerebro. Además, si la cruz combina la verticalidad y la horizontalidad, el pentagrama acentuará la distinción entre la superioridad y la inferioridad: la verticalidad en la cruz se vuelve superioridad en el pentagrama, de suerte que en este último el eje Norte-Sur se encuentra representado por los dos ángulos superiores, y el eje Este-Oeste por los ángulos inferiores, equivaliendo la cima del pentagrama al centro de la cruz.

Y esto indica que el pentagrama es una imagen del hombre, pero también, y a priori, una imagen del Prototipo divino. En éste, la «Mano derecha» («Sur»: Dulzura) se abre; la «Mano izquierda» («Norte»: Rigor) se cierra; el «Pie derecho» («Este»: Actividad) se aproxima; el «Pie izquierdo» («Oeste»: Pasividad) se aleja. En el hombre, la mano derecha —siempre hablando simbólicamente— realiza el bien; la mano izquierda evita o impide el mal; el pie derecho acerca a Dios; el pie izquierdo aleja del mundo. Más fundamentalmente, y dando a las dos perfecciones pasivas el sentido positivo que implican en primer lugar —porque «Mi Clemencia ha precedido a mi Cólera»— diremos que la Mano izquierda de Dios se refiere a la Pureza, luego también a la purificación del hombre, mientras que el Pie izquierdo se refiere a la Inmovilidad —y el hombre que reza se mantiene de pie delante de Dios—, por consiguiente, a la Paz y también a la paciencia y a la gratitud.

Si el pentagrama se aplica a Dios o al hombre, se aplica igualmente, de una manera nueva, al encuentro de lo humano y lo divino en el Avatâra; el simbolismo islámico nos suministra un explícito ejemplo de ello al describir el misterio del Profeta por medio de los cinco términos siguientes: el «Alabado» (Muhammad), el «Servidor» (Abd), el «Enviado» (Rasûl), la «Bendición» (Çalât), la «Paz» (Salâm). Así pues, las cualidades de «Servidor» y de «Enviado» proceden de la naturaleza humana de Muhammad: el hombre «avatárico» está perfectamente sometido a Dios y por lo mismo sirve de instrumento a Dios; la Revelación de lo divino presupone la extinción de lo humano. A estas dos cualidades o funciones se superponen dos dones divinos, uno que confiere al «Servidor» las gracias equilibradoras, armoniosas y apaciguadoras, y otro que confiere al «Enviado» las gracias fulgurantes, iluminadoras y vivificantes, a saber, precisamente, la «Paz» y la «Bendición»76. La cima del pentagrama es el nombre Muhammad, que esotéricamente designa al Logos en cuanto «Luz muhammadiana» (Nûr muhammadî); cuando el pentagrama está invertido, encontrándose entonces la cima abajo, el mismo nombre designa la personalidad humana e histórica del Profeta77. La síntesis de estos cinco elementos se cristaliza en el epíteto «Amigo» (Habîb), que implica de hecho todo el misterio del Avatâra.

 

 

En cuanto al número seis, su imagen es, bien el sello de Salomón, bien la cruz de tres dimensiones: Norte, Sur, Este, Oeste, Cenit, Nadir. En el sello de Salomón, la interpretación varía según pongamos el acento sobre la punta superior o sobre la punta inferior; en este último caso, es la tendencia a la manifestación la que predomina78. El número seis es el del despliegue total —de ahí los seis días de la creación— y es por lo mismo el número de las hipóstasis.

Por lo que respecta al número siete, su imagen es también el sello de Salomón, pero con el punto central; es igualmente la estrella de las seis direcciones del espacio con, además, la consciencia que las mide; lo que el número cinco es al número cuatro, el número siete lo será al número seis. La diferencia es que, en los números pares, la Esencia se hipostasía en los polos en presencia, mientras que en los números impares aparece en el primer plano como su principio, o como su centro que los determina, sea gozándolos en el interior, sea haciéndolos irradiar hacia el exterior. En el primer caso, el del goce interno, es el elemento Atmâ o Shiva el que predomina; en el segundo caso, el de la irradiación, es el elemento Mâyâ o Shakti.

Podemos detenernos en este número siete, que es el de la irradiación divina a la vez centrífuga y centrípeta; por consiguiente, el de la proyección del Principio tanto como del retorno a él después del despliegue79: los «siete espíritus de Dios» o los «Angeles de la Paz», por una parte «se mantienen siempre dispuestos a penetrar cerca de la Gloria del Señor», según el Libro de Tobías, pero por otra parte están «en misión por toda la Tierra», según el Apocalipsis80. Es la divina Mâyâ que emerge de Dios y que retorna a Él, siendo este último sentido el que explica la santidad del séptimo día81; aquí también están, para hablar con Zacarías, los «siete ojos de Yahve» que miran el mundo y que, añadiremos, vuelven a cerrarse sobre la Esencia82.

Cada uno de los números divinos o hipostáticos es un velo que, por una parte, oculta la Unidad y, por otra, la explicita. Ahora bien, estos velos, ya lo hemos dicho, no se pueden contar, ya que Mâyâ es indefinida en virtud del Infinito que la anima y que ella manifiesta en un despliegue diversificador e inagotable.

 

 

Dicho esto, volvamos al número seis en cuanto se aplica a la diversidad —o al despliegue— de las «dimensiones» comprendidas en la naturaleza divina. Coincide en efecto con el sello de Salomón la siguiente presentación de los aspectos de la realidad suprema: por una parte el Absoluto, el Infinito, la Perfección; por otra, la Trascendencia, la Inmanencia, la Manifestación. El Absoluto es como el punto geométrico; el Infinito, su Shakti si se quiere —o la «Energía» si el Absoluto es la «Substancia»—, el Infinito es pues como la línea que prolonga el punto, o como la cruz o la estrella, puesto que el espacio es pluridimensional83; la Perfección, en cambio, es como el círculo que por una parte extiende el punto y, por otra, limita la cruz. La serie de los círculos concéntricos simboliza la sucesión —primeramente ontológica y después cosmológica— de los planos de refracción de la irradiación universal; éstos son los receptáculos —eventualmente los mundos— en los cuales el Absoluto, prolongado por el Infinito, se proyecta y, en alguna medida, se encarna. El primero de los círculos indica el grado de las Cualidades divinas: Dios es perfecto en sus Cualidades, mientras que su Esencia trasciende esta primera polarización o esta primera relatividad.

A continuación viene el segundo ternario, constituido por la Trascendencia, la Inmanencia y la Manifestación: estas hipóstasis se distinguen de las precedentes por el hecho de que presuponen el mundo. En efecto, la Realidad divina no puede ser trascendente e inmanente más que por referencia al mundo que ella supera y al mismo tiempo penetra; con mayor razón, no puede manifestarse más que en un mundo que, por definición, está ya manifestado. Este último elemento, la Manifestación divina o Teofanía, es el reflejo directo del Principio en el cosmos —son las diversas apariciones del Logos— y cierra el despliegue de los aspectos divinos o de las Hipóstasis.

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María del Carmen

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