EL MANDAMIENTO SUPREMO

04.07.2013 11:33

«Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es Uno. Y amarás a Yaveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deuteronomio, VI, 5). Esta expresión fundamental del monoteísmo sinaítico encierra en sí misma los dos pilares de toda espiritualidad humana, a saber, el discernimiento metafísico, por una parte, y la concentración contemplativa, por otra; o, dicho con otras palabras: la doctrina y el método, o la verdad y la vía. El segundo elemento se presenta bajo tres aspectos: el hombre debe, según cierta interpretación rabínica, primeramente «unirse a Dios» con el corazón; en segundo lugar «contemplar a Dios» con el alma, y, en tercer lugar, «operar en Dios» mediante las manos y el cuerpo150.

El Evangelio da una versión ligeramente modificada de la sentencia sinaítica, en el sentido de que hace explícito un elemento que en la Thora estaba implícito, a saber, el «pensamiento»; este término se encuentra en los tres Evangelios sinópticos, mientras que el elemento «fuerza» no se encuentra más que en las versiones de Marcos y de Lucas151, lo que quizás indica un cierto cambio de acento o de perspectiva en relación con la «Antigua Ley»: el elemento «pensamiento» se separa del elemento «alma» y gana en importancia con respecto al elemento «fuerza», el cual concierne a las obras. Se puede ver en esto algo así como el signo de una tendencia a la interiorización de la actividad. En otros términos: mientras que para la Thora el alma es a la vez activa u operativa y pasiva o contemplativa, el Evangelio parece llamar «alma» al elemento pasivo contemplativo, y «pensamiento» al elemento activo operativo. Podemos suponer que es para marcar la preeminencia de la actividad interior sobre las obras exteriores.

 

 

El elemento «fuerza» u «obras» parece pues tener en el Cristianismo un acento distinto que en el Judaísmo; en éste, el «pensamiento» es en cierto modo la concomitancia interior de la observancia exterior, mientras que en el Cristianismo las obras aparecen más bien como la exteriorización, o la confirmación externa, de la actividad del alma. Los judíos niegan la legitimidad y la eficacia de esta interiorización relativa152; inversamente, los cristianos creen de buen grado que la complicación de las prescripciones exteriores (mitsvoth) daña las virtudes interiores153; en realidad, si es cierto que la «letra» puede matar al «espíritu», no es menos cierto que el sentimentalismo puede matar la «letra», haciendo abstracción de que ningún defecto espiritual es patrimonio exclusivo de una religión. En todo caso, la razón suficiente de una religión es precisamente hacer hincapié en una posibilidad espiritual determinada; ésta será el marco de las posibilidades aparentemente excluidas, en la medida en que estas últimas sean llamadas a realizarse, de suerte que encontramos forzosamente en cada religión elementos que parecen ser los reflejos de otras religiones. Lo que se puede decir es que el Judaísmo representa, en cuanto a su forma-marco, un karma-mârga más bien que un bhakti, mientras que la relación es inversa en el Cristianismo; pero el karma, la «acción», implica forzosamente un elemento de bhakti, de «amor», y viceversa.

Estas consideraciones, y las que vendrán a continuación, pueden servir de ilustración al hecho de que las verdades más profundas se encuentran necesariamente ya en las formulaciones fundamentales e iniciales de las religiones. El esoterismo, en efecto, no es una doctrina imprevisible que no se puede descubrir, eventualmente, sino después de minuciosas investigaciones; lo que es misterioso en él es su dimensión de profundidad, sus desarrollos particulares y sus consecuencias prácticas, no sus puntos de partida, que coinciden con los símbolos fundamentales de la religión considerada154; además, su continuidad no es exclusivamente «horizontal» como la del exoterismo, es asimismo «vertical», es decir, que la maestría esotérica se emparenta con la profecía, sin salir no obstante del marco de la religión-madre.

En el Evangelio, la ley del amor a Dios va inmediatamente seguida por la ley del amor al prójimo, lo cual se encuentra enunciado en la Thora de esta forma: «No odiarás a tu hermano en tu corazón; pero reprenderás a tu prójimo, a fin de no cargarte con un pecado por causa de él. No te vengarás, y no guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Yaveh» (Levítico, XIX, 17 y 18)155. De los pasajes bíblicos que citamos resulta una triple Ley: en primer lugar, reconocimiento por la inteligencia de la unidad de Dios; en segundo lugar, unión a la vez volitiva y contemplativa con el Dios Uno156; y, en tercer lugar, superación de la distinción engañosa y deformadora entre «yo» y el «otro»157.

El amor al prójimo recibe todo su sentido a través del amor a Dios: es imposible abolir la separación entre el hombre y Dios —en la medida en que puede y debe ser abolida— sin abolir en cierto modo, y teniendo en cuenta todos los aspectos que implica la naturaleza de las cosas, la separación entre el ego y el alter; dicho de otro modo: es imposible realizar la consciencia del Absoluto sin realizar la consciencia de nuestra relatividad. Para comprenderlo bien, basta considerar la naturaleza ilusoria, e ilusionadora de la egoidad: hay, en efecto, algo de profundamente absurdo en admitir que «yo sólo» soy «yo»; esto sólo Dios puede decirlo sin contradicción. Es cierto que estamos condenados a este absurdo, pero no lo estamos más que existencialmente, no moralmente; lo que hace que seamos hombres y no animales es precisamente la consciencia concreta que tenemos del «yo» del prójimo, luego de la relativa falsedad de nuestro propio ego; ahora bien, debemos sacar las consecuencias de esto y corregir espiritualmente lo que nuestra egoidad existencial tiene de desequilibrada y mentirosa. Es en vista de este desequilibrio por lo que se ha dicho: «No juzguéis si no queréis ser juzgados», y también: «Y no ves la viga en tu propio ojo», o también: «Todo lo que queráis que los hombres hagan por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (Mt., VII, 3 y 12).

 

 

Después de haber enunciado el Mandamiento supremo, Cristo añade que el segundo mandamiento «le es semejante», lo que implica que el amor al prójimo está contenido esencialmente en el amor a Dios y que no es real ni admisible más que a través de este último, porque «quien no recoge conmigo, desparrama»; el amor a Dios puede pues eventualmente contradecir el de los hombres, como es el caso de los que deben «odiar al padre y a la madre para seguirme», sin que sin embargo los hombres sean jamás defraudados por una tal opción. No basta amar al prójimo, es preciso amarlo en Dios, y no contra Dios, como lo hacen los moralistas ateos; y para poder amarlo en Dios es preciso amar a Dios.

Lo que permite a las prescripciones divinas ser a la vez simples y absolutas, es que las adaptaciones necesitadas por la naturaleza de las cosas están siempre sobreentendidas, y no pueden no estarlo; así, la caridad no abole las jerarquías naturales: el superior trata al inferior —en el aspecto en que la jerarquía es válida— como él mismo gustaría de ser tratado si fuera el inferior, y no como si el inferior fuera un superior; o aún, la caridad no podría implicar que compartiésemos los errores de otro, ni que otros escapasen a un castigo que nosotros mismos hubiéramos merecido, si hubiésemos compartido sus errores o sus vicios, y así sucesivamente.

En este mismo orden de ideas, podemos hacer notar lo siguiente: es de sobra conocido el prejuicio que quiere que el amor contemplativo se justifique, y se excuse, ante el mundo que lo desprecia, y que el contemplativo se comprometa sin necesidad en actividades que le desvían de su meta; quienes piensan así quieren evidentemente ignorar que la contemplación representa para la sociedad humana una especie de sacrificio que le es saludable y del que tiene estrictamente, incluso, necesidad. El prejuicio que consideramos es análogo al que condena los fastos del arte sagrado, de los santuarios, de las vestiduras sacerdotales, de la liturgia: aquí, una vez más, no se quiere comprender, en primer lugar, que todas las riquezas no pertenecen a los hombres158, sino que pertenecen a Dios y ello en interés de todos; en segundo lugar, que los tesoros sagrados son ofrendas o sacrificios debidos a su grandeza, su belleza y su gloria; y, en tercer lugar, que, en una sociedad, lo sagrado debe necesariamente hacerse visible, a fin de crear una presencia o una atmósfera sin la cual lo sagrado se debilita en la conciencia de los hombres. El hecho de que el individuo espiritual pueda eventualmente prescindir de todas las formas está fuera de cuestión, porque la sociedad no es este individuo; y éste tiene necesidad de aquélla para poder brotar, como una planta tiene necesidad de la tierra para vivir. Nada es más vil que la envidia respecto a Dios; la pobreza se deshonra cuando codicia los dorados de los santuarios159; ciertamente, siempre hay excepciones a la regla, pero éstas no guardan relación con la reivindicación fría y ruidosa de los utilitaristas iconoclastas.

 

 

En la Thora hay un pasaje del que se ha abusado mucho, con la intención de encontrar en él un argumento en favor de una sedicente «vocación de la tierra» y una consagración del materialismo devorador de nuestro siglo: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Génesis, 1, 28)160. Ahora bien, esta orden no hace más que definir la naturaleza humana en sus relaciones con el ambiente terrestre, o, dicho de otro modo, define los derechos que resultan de nuestra naturaleza; Dios dice al hombre: «Tú harás tal cosa», como diría al fuego que ardiera y al agua que corriese; toda función natural procede forzosamente de una Orden divina. Por esta forma imperativa de la Palabra divina, el hombre sabe que, si él domina sobre la tierra, no es de manera abusiva, sino según la Voluntad del Altísimo y, por consiguiente, según la lógica de las cosas; pero esta Palabra no significa en absoluto que el hombre deba abusar de sus capacidades dedicándose exclusivamente a la explotación desmesurada y avasalladora, y finalmente destructora, de los recursos terrestres. Porque aquí, como en otros casos, es preciso comprender las palabras en el contexto de las otras palabras que las completan necesariamente, es decir, que el pasaje citado no es inteligible más que a la luz del Mandamiento supremo: «Amarás a Yaveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.» Sin esta clave, el pasaje sobre la fecundidad podría ser interpretado como prohibición del celibato y exclusión de toda preocupación contemplativa; pero el Mandamiento supremo muestra precisamente cuáles son los límites de este pasaje, cuál es su fundamento necesario y su sentido total: muestra que el derecho o el deber de dominar sobre el mundo depende de lo que es el hombre en sí mismo.

 

 

El equilibrio del mundo y de las criaturas depende del equilibrio entre el hombre y Dios, luego de nuestro conocimiento, y de nuestra voluntad, con respecto al Absoluto. Antes de preguntar lo que debe hacer el hombre, hay que saber lo que es.

 

 

Hemos visto que el Mandamiento supremo implica tres dimensiones, si puede decirse así; a saber: en primer lugar, la afirmación de la Unidad divina, que es la dimensión intelectual; en segundo lugar, la exigencia del amor a Dios, que es la dimensión volitiva o afectiva; y en tercer lugar la exigencia del amor al prójimo, que es la dimensión activa y social; este tercer modo es indirecto, se ejerce hacia afuera, aunque tenga necesariamente sus raíces en el alma, en las virtudes y en la contemplación.

Por lo que respecta a la primera dimensión, que constituye la enunciación fundamental del Judaísmo161 prefigurada en el testimonio ontológico de la zarza ardiente162—, implica dos aspectos, uno que concierne a la intelección y otro que concierne a la fe; en cuanto a la segunda dimensión, recordaremos que implica los tres aspectos, «unión», «contemplación» y «operación», refiriéndose el primero al corazón, el segundo al alma o a lo mental, o a las virtudes o al pensamiento, y el tercero al cuerpo. La tercera dimensión, finalmente, el amor al prójimo, depende de la generosidad que necesariamente engendran el conocimiento y el amor a Dios; es pues, a la vez, condición y consecuencia.

Después de haber enunciado los dos Mandamientos —amor incondicional y «vertical» a Dios y amor condicional y «horizontal» al prójimo163—. Cristo añade: «De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt., XII, 40). Es decir, que los dos Mandamientos, por una parte, constituyen la Religio perennis —la Religión primordial164, eterna y de facto subyacente165, y por otra, se encuentran, por vía de consecuencia, en todas las manifestaciones de esta Religio o de esta Lex, a saber, en las religiones que rigen la humanidad; hay aquí, pues, una enseñanza que enuncia a la vez la unidad de la Verdad y la diversidad de sus formas, a la vez que define la naturaleza de esta Verdad mediante los dos Mandamientos de Amor.

 

EL VERDADERO REMEDIO

 

 

Según la convicción unánime de la antigua cristiandad y de todas las demás humanidades tradicionales, la causa del sufrimiento en el mundo es la decadencia del hombre y no una simple falta de consciencia y organización. Ningún progreso ni ninguna tiranía acabará jamás con el sufrimiento; sólo la santidad de todos lo conseguiría en una cierta medida, si de hecho fuera posible realizarla, transformando de esta manera el mundo en una comunidad de contemplativos y en un nuevo Paraíso terrenal. Sin duda, no es cosa de decir que el hombre no deba, conforme a su naturaleza y al simple buen sentido, intentar vencer los males que se presentan en su vida; para esto, no tiene necesidad de ninguna prescripción divina ni humana. Pero intentar establecer en un país un relativo bienestar con las miras puestas en Dios es una cosa, e intentar realizar la felicidad perfecta en la tierra, y sin tener en cuenta a Dios, es otra muy distinta; este segundo intento está abocado al fracaso desde un principio, precisamente porque la eliminación duradera de nuestras miserias depende de nuestra conformidad con la naturaleza divina o de nuestra fijación en el «reino de Dios que está dentro de vosotros». Mientras los hombres no realicen la «interioridad» santificadora, la abolición de las pruebas terrenas no sólo es imposible, sino que ni siquiera es deseable; porque el pecador —el hombre «exteriorizado»— tiene necesidad de sufrimiento para expiar sus faltas y para sustraerse al pecado, o para escapar a la «exterioridad» de la que el pecado deriva166. Desde el punto de vista espiritual, que es el único que tiene en cuenta la verdadera causa de nuestras calamidades, el mal es, por definición, no lo que hace sufrir, sino lo que, incluso con un máximo de comodidad o de atractivo, o de «justicia» si se quiere, frustra los fines últimos de un máximum de almas.

Todo el problema se reduce en suma al siguiente núcleo de cuestiones: ¿por qué eliminar efectos si la causa permanece y continúa produciendo indefinidamente efectos semejantes? Y con mayor razón: ¿por qué eliminar los efectos del mal en detrimento de la eliminación de la causa misma?; y, finalmente, ¿por qué eliminarlos, reemplazando la causa por otra todavía más perniciosa, a saber, el odio al Soberano Bien y la pasión por las cosas efímeras? En una palabra: si se combaten las calamidades de este mundo fuera de la verdad total y del bien último, se dará lugar a calamidades incomparablemente más grandes, comenzando precisamente por la negación de esta verdad y la confiscación de este Bien; quienes pretenden liberar al hombre de una «frustración» secular son quienes, de hecho, le imponen la más radical y la más irreparable de las frustraciones.

Ciertamente, en la naturaleza del hombre está intentar mejorar el mundo, pero esto es preciso hacerlo de una manera plenamente humana y por consiguiente divina. «Quien no recoge conmigo, desparrama», Estas palabras, como muchas otras, parecen haberse convertido en letra muerta; y, sin embargo, «la Iglesia debe escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio», nos enseña una encíclica. Entretanto, es matemáticamente lo contrario lo que se hace.

 

 

«Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que el resto os será dado por añadidura»: esta sentencia es la clave misma del problema de nuestra condición terrena, como asimismo lo es esta otra: «El reino de Dios está dentro de vosotros.»

A la cuestión «qué es el pecado», se puede responder en principio que este término se refiere a dos dimensiones o a dos planos: el primero de estos planos exige «obedecer los mandamientos», y el segundo, según las palabras de Cristo al joven rico, exige «seguirme», es decir, establecerse en la «dimensión interior» y realizar así la dimensión contemplativa; el ejemplo de María prevalece sobre el de Marta. El sufrimiento en el mundo es debido, no solamente al pecado en el sentido elemental de la palabra, sino también y sobre todo al pecado de «exterioridad», el cual engendra por otra parte, fatalmente, todos los otros; un mundo perfecto sería, no solamente el de unos hombres que se abstendrían de cometer pecados de acción y de omisión, como hacía el joven rico, sino ante todo el de unos hombres que viviesen «hacia el Interior» y firmemente establecidos en el conocimiento —y por consiguiente en el amor— de ese invisible que lo trasciende todo y que lo engloba todo. Hay tres grados que observar: el primero es la abstención del pecado-acto, como el asesinato, el robo, la mentira, la omisión del deber sagrado; el segundo es la abstención del pecado-vicio, como el orgullo, la pasión, la avaricia; el tercero es la abstención del pecado-estado, es decir, de esa «exterioridad» que es a la vez dispersión y endurecimiento y que engendra todos los vicios y todas las transgresiones. La ausencia de este pecado-estado no es otra cosa que el «amor a Dios» o la «interioridad», cualquiera que sea su modo espiritual; sólo esta interioridad sería capaz de regenerar el mundo, y es por esto por lo que se dice que el mundo se hubiese derrumbado desde hace largo tiempo sin la presencia de los santos, sea ésta visible u oculta.

El pecado-vicio y, con mayor razón, el —pecado-estado constituyen el pecado intrínseco; estos dos grados se encuentran en el orgullo, noción-símbolo que resume todo cuanto aprisiona al alma en la exterioridad y la mantiene lejos de la Vida divina. Por lo que respecta al primer grado —la transgresión—, no hay pecado caracterizado más que en función de la intención, luego de la oposición real a una Ley revelada; de hecho, puede ocurrir que un acto prohibido se convierta en permitido en ciertas circunstancias, porque siempre está permitido mentir a un ladrón o matar en legítima defensa; pero fuera de tales circunstancias el acto ilegal va unido siempre al pecado intrínseco, se integra en el pecado-vicio y por lo mismo en el pecado-estado, que no es otro que el «endurecimiento del corazón» o el estado de «paganismo», según el lenguaje bíblico.

No hay alianza posible entre el principio del bien y el pecado organizado; es decir, que las potencias del mundo, que son forzosamente potencias pecadoras, organizan el pecado con el fin de abolir los efectos del pecado. Al parecer, la nueva «pastoral» busca precisamente hablar el «lenguaje» del «mundo», el cual se ha convertido en una entidad honorable sin que se pueda discernir la menor razón para esta promoción inesperada; ahora bien, querer hablar el «lenguaje» del «mundo», o el de «nuestro tiempo» —todavía un argumento que no es más que ruido y que se abstiene cuidadosamente de probar nada— es hacer hablar a la verdad el lenguaje del error y a la virtud el lenguaje del vicio167.

Comprender la religión es aceptarla sin ponerle condiciones impertinentes; ponerle condiciones es evidentemente no comprenderla y hacerla subjetivamente ineficaz; la ausencia de regateo forma parte de la integridad de la fe. Poner condiciones —ya sea en el plano del «bienestar» individual o social, o en el de la liturgia, que se querría tan sin relieve y tan trivial como fuese posible— es ignorar fundamentalmente lo que es la religión, lo que es Dios y lo que es el hombre; es reducir de entrada la religión a un telón de fondo neutro e inoperante que ella no puede ser de ninguna manera, y es desposeerla por adelantado de todos sus derechos y de toda su razón de ser. El humanitarismo profano, con el que intenta confundirse cada vez más la religión oficial, es incompatible con la verdad total y, por consiguiente, también con la verdadera caridad, por la simple razón de que el bienestar material del hombre terrenal no es todo el bienestar y no coincide, de hecho, con el interés global de la persona humana inmortal. La norma es un bienestar sobrio —no artificialmente inflado— cuyos peligros espirituales compensa el hombre mediante una ascesis interior; todas las civilizaciones tradicionales en su estado normal tienden a realizar tanto este bienestar de base, que es un favor contingente, como esta ascesis, que es una exigencia incondicional168; la verdadera felicidad —o el bienestar integral— no puede venir más que de este equilibrio, aparte toda cuestión de destino y de disposición subjetiva169.

«Buscad primero el reino de Dios…» Recordar esto continuamente debería ser el primer deber de los hombres de religión, y si hay una verdad que conviene particularmente a «nuestro tiempo» es ésta, más que ninguna otra.

 

 

El verdadero remedio, decíamos, es buscar primeramente el reino de Dios; ahora bien, el hombre está hecho de una manera que esta verdad puede dar lugar en ciertos casos a conflictos de funciones, deberes o vocaciones; de esto da cuenta una curiosa paradoja de la Divina Comedia, que resulta lo suficientemente instructiva como para que merezca la pena que nos detengamos un poco en ella. Es verdad que no forma parte de nuestras costumbres el entrar en los detalles de los fenómenos históricos o personales, pero creemos poder permitirnos aquí esta excepción, puesto que suministra un ejemplo concreto del juego del tejido propio de la Providencia.

Una de las contradicciones aparentes o reales de la Divina Comedia es el hecho de que Dante sitúe en el infierno a un santo, a saber, al papa Celestino V, al cual el poeta le reprocha haber abdicado y haber traicionado de esta forma su cargo. He aquí la historia, bien conocida pero forzosamente perdida de vista por muchos: estando la sede apostólica vacante durante más de dos años— después de la muerte de Nicolás IV, hacia fines del siglo XXII— los cardenales eligieron al eremita Pier Angelerio de Murrhone en los Abruzzos, santo anciano que había fundado la orden de los Celestinos170; la razón de esta inesperada elección fue que el eremita les había amenazado con el infierno si tardaban en elegir un papa. Desde su elección el santo varón —que tomó el nombre de Celestino V— fue retenido casi como prisionero en Nápoles por el rey Carlos II y el clan de los Colonna, protagonistas de la reforma moral y política de la Cristiandad. El nuevo papa procedió pronto al nombramiento de algunos cardenales de la misma tendencia, lo que era la única cosa hacedera, pero que suscitó las vivas protestas del partido adverso, los «mundanos», representados sobre todo por el clan Caëtani; y fue un cardenal de esta familia quien conjuró al papa para que abdicara a su favor, y quien, convertido en papa a su vez —bajo el nombre de Bonifacio VIII— mantuvo a su predecesor prisionero en Roma. Celestino murió después de dos años de cautividad.

En un primer pasaje del Inferno en que se refiere a Celestino V, Dante «ve y reconoce» en el primer círculo del infierno, reservado a los pecados por omisión, «la sombra del que la gran renuncia hizo por cobardía» (III, 58-60). En un segundo pasaje del Inferno, es Bonifacio VIII quien habla de las «dos llaves que a mi predecesor no fueron caras» (XXVII, 103-105); en un tercer pasaje, se reprocha al mismo Bonifacio VIII «haber despojado mediante fraude (a Celestino V) de la Bella Dama (la Iglesia), para, a continuación, abusar de ella» (XIX, 55-57). La actitud de Dante respecto a Celestino V parece excesiva, pero hay que tener en cuenta los siguientes factores: en principio, la canonización del papa eremita llevada a cabo bajo el pontificado de Clemente V, tuvo lugar después de la terminación del Inferno según parece; pero, a continuación, Dante evita nombrar a Celestino V, de manera que se ha podido proponer la tesis de que, en el primer pasaje citado se trata, no de este papa, sino de Esaú o de Diocleciano, ambos más o menos traidores a su cargo171; en fin, sólo este primer pasaje sitúa al papa en el infierno —admitiendo que se trata verdaderamente de él—, mientras que en los otros dos pasajes a quien coloca allí es a Bonifacio VIII, y las alusiones a Celestino V —indiscutibles en estas ocasiones— no implican que este último resultara también condenado.

Como quiera que sea, si Dante no vaciló en hacer las insinuaciones que acabamos de citar, esto se explica por consideraciones a la vez espirituales y políticas en desfavor de Bonifacio VIII, y también, desde otro punto de vista, por el carácter altivo y combativo del poeta172; ahora bien, la elección de Bonifacio no fue posible sino por la abdicación de Celestino, acto inaudito en la historia del papado. Se ha reprochado al papa eremita haber caído sin resistencia bajo la influencia de los Colonna, reproche en modo alguno concluyente, pues los Colonna estaban de parte de los spirituali, odiaban —como el papa— la mundanalidad ambiciosa e insaciable del clero; Celestino V no tenía ningún motivo, por decir lo menos, para oponerse a tendencias justas —y conformes a sus propios sentimientos— por la simple razón de que sus cuasi-carceleros se adherían a ellas.

Celestino V habría podido realizar en principio sus proyectos de renovación de la Iglesia, pero se topó muy pronto con dificultades insospechadas, y ampliamente inimaginables para un hombre puro como él; es el haber desperdiciado esta ocasión, y el haberla desperdiciado en favor de un representante por excelencia de la tendencia mundana, lo que Dante no le pudo perdonar173.

 

 

Dicho esto, nos queda por dilucidar por qué Celestino V, hombre virtuoso si los ha habido, eludió lo que Dante consideraba como un deber imperativo; estas razones no podían interesar al águila de Florencia, o, al menos, se le escaparon en el momento en que escribía el Inferno; pero ellas explican y excusan la actividad del santo pontífice, que a priori no fue apenas un hombre de este bajo mundo. Queremos decir con esto que fue un contemplativo nato; un contemplativo no por conversión, sino por naturaleza, y esto es lo que se llama, en el lenguaje de la gnosis, un «pneumático», es decir, un ser aspirado, de una manera «sobrenaturalmente natural», por el Cielo. El nombre de Coelestinus elegido por el nuevo papa, y dado a la orden monástica que él había fundado, indica por otra parte este sentido. Ahora bien, el pneumático vive del recuerdo de un paraíso perdido; no busca más que una cosa, el retorno a su origen, y, al tener él mismo una naturaleza casi angélica, ignora en una gran medida la naturaleza media de los hombres. Al no poder saber por adelantado que la media de los hombres se compone de fieras, Celestino V les creía —con santa ingenuidad— semejantes a él, o incluso mejores que él; ignoraba hasta qué punto las pasiones, las ambiciones y otras ilusiones dominan las inteligencias y las voluntades, y hasta qué punto los hombres son capaces de hipocresía, lo que prueba por lo demás su culpabilidad. Tuvo que ser papa para darse cuenta de ello.

Un compañero del joven Santo Tomás de Aquino dijo a éste, en presencia de otros jóvenes monjes, que mirase por la ventana para ver a un buey que volaba, lo que hizo el santo, sin ver nada, por supuesto. Todo el mundo se echó a reír, pero Santo Tomás, imperturbable, hizo esta observación: «Un buey que vuela es algo menos asombroso que un monje que miente.» No hay motivo para reprochar a las almas puras una cierta credulidad, que en realidad les hace honor, tanto más cuanto que su humildad les inclina a sobreestimar a los otros, en la medida en que la evidencia contraria no se impone de entrada.

Pier Angelerio aceptó la tiara porque creyó que ésta era la voluntad de Dios; pero lo que la providencia quería para él era una experiencia espiritual y no el pontificado; experiencia que habría de ser al mismo tiempo, para los otros, una lección de incorruptibilidad, y no un ejemplo de debilidad o de cobardía. Dios quiso mostrar por otra parte que hay vocaciones que se excluyen —a menos de dones muy raros, propios sobre todo de los profetas—, y ninguna vocación le es más agradable que la de la contemplación, la cual comprende todas las otras de una manera potencial. Por lo demás, Celestino V hubiese sido un papa ideal en el ambiente normal que deseaba Dante, es decir, bajo la protección de un emperador poderoso y plenamente consciente de su cargo, y, por consiguiente, en ausencia de los enredos políticos en medio de los cuales se debatían los pontífices romanos; es sin duda en esta perspectiva normal en la que el eremita de los Abruzzos aceptó la tiara, y es a causa de esta misma perspectiva por lo que el poeta de Florencia no le perdonó el haber renunciado a ella. Todo el problema está aquí en la definición del «deber»: la vocación imprescriptible del puro contemplativo —del «pneumático» cuya ascensión espiritual resulta de su substancia misma y no de una elección o de una conversión como es el caso del «psíquico»174 esta vocación contemplativa puede evidentemente armonizarse con una actividad en el mundo, pero en muchos casos —por razones diversas— no es así de hecho. En todo caso, es por los deberes que le son propios por lo que el contemplativo cumple plenamente con el amor a Dios, y por esto mismo con el amor a los hombres, puesto que éste está contenido en aquél.

 

 

Dante intentaba reemplazar la mundanalidad ilegítima de los papas por la laicidad legítima de los emperadores; laicidad muy relativa y de una cierta manera sacerdotal a su vez. Ahora bien, Celestino V fue el tipo exacto del papa espiritual; no es un pontífice de un género quien habría favorecido la revolución humanista y mundana que dio lugar al Renacimiento, inaugurando así la autodestrucción de la Cristiandad. Ni que decir tiene que Dante no podía saber lo que sería la revolución cultural de los Médicis y de los Borgia, pero discernía su principio, veía las consecuencias lejanas en las causas próximas. El estado de urgencia, pensaba, no permite consideraciones de vocación personal, ni siquiera en el caso de un santo como Celestino V.

Lo que Dante preveía, sus contemporáneos lo ignoraban o lo querían ignorar: los incorregibles pendencieros de la edad media se imaginaban que podían estar matándose entre sí y saqueándose mutuamente de manera indefinida en nombre de Dios, de los ángeles y de los santos; no presentían que esta misma contradicción, si sobrepasaba ciertos límites, terminaría por poner fin a su supremacía y a su régimen y, al mismo tiempo, a la Cristiandad de Occidente. Se ha calificado a Dante de «soñador» porque su plan del imperio no se realizó; en este caso, todo hombre que aconseja la sabiduría o la prudencia es retrospectivamente un soñador sí no es obedecido, y como ningún sabio es nunca obedecido a la perfección, todo sabio sería un soñador. Si la norma es un sueño, es un honor soñar.

No había, ni podía haber, entre Dante y Celestino V ninguna divergencia objetiva respecto al verdadero remedio para los males de este mundo; pero había una divergencia subjetiva de temperamento y de vocación, en el sentido de que Dante, conociendo perfectamente los derechos de la pura contemplación, creía no poder conceder al santo papa el beneficio de estos derechos, y ello por razones de «deber de estado». Como quiera que sea, para poder mantener el mundo en equilibrio, o para poder incluso mejorarlo en tal o cual sector, no basta con que haya hombres capaces de tomar medidas eficaces de acuerdo con los principios espirituales; es preciso también que haya santos que, semejantes al «motor inmóvil» aristotélico, no realicen más que «la única cosa necesaria», por consiguiente lo que constituye la razón de ser de toda ciudad humana. La savia de lo «útil» humano es lo «inútil» divino; esta idea evoca todo el misterio del sacrificio, y ante todo el de lo sagrado en sí mismo; de lo sagrado que determina todas las medidas y, al mismo tiempo, escapa a todas ellas.

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