EL PROBLEMA DE LA SEXUALIDAD

04.07.2013 11:31

La vida espiritual no podría por sí misma excluir un campo humanamente tan fundamental como el de la sexualidad; el sexo es un aspecto del hombre. Tradicionalmente, Occidente está marcado por la teología de inspiración agustiniana, que explica el matrimonio en un sesgo más o menos utilitarista, omitiendo su realidad intrínseca: según esta perspectiva —haciendo abstracción de todo eufemismo apologético—, la unión sexual es en sí misma pecado; por consiguiente, el niño nace en el pecado, pero la Iglesia compensa, o más bien sobrecompensa, este mal con un bien más grande: el bautismo, la fe, la vida sacramental. En cambio, según la perspectiva primordial, que se funda sobre la naturaleza intrínseca de los datos en presencia, el acto sexual es un sacramento «naturalmente sobrenatural»: el éxtasis sexual coincide, en el hombre primordial, con el éxtasis espiritual; comunica al hombre una experiencia de unión mística, un «recuerdo» del amor divino del que el amor humano es un lejano reflejo; reflejo ambiguo, ciertamente, puesto que a la vez es imagen adecuada e imagen invertida. Es en esta ambigüedad donde reside todo el problema: la perspectiva primitiva, «pagana», greco-hindú —y de facto esotérica en el marco cristiano— se funda sobre la adecuación de la imagen, porque un árbol reflejado en el agua sigue siendo un árbol y no otra cosa; la perspectiva cristiana, penitencial, ascética y de hecho exotérica se funda por el contrario sobre la inversión de la imagen: puesto que un árbol tiene la copa arriba y no abajo, el reflejo no es pues ya el árbol. Pero he aquí la gran desigualdad entre los dos puntos de vista: el esoterismo admite la razón relativa y condicional de la perspectiva penitencial, pero ésta no puede admitir la legitimidad de la perspectiva «natural», primordial y participativa; y es exactamente por ello por lo que ésta no puede ser más que «esotérica» en un contexto de estilo agustiniano, mientras que en sí misma puede, sin embargo, integrarse en un exoterismo, como lo prueba el Islam, por ejemplo120.

En el ambiente cristiano, la sexualidad en sí misma, o sea, aislada de todo contexto distorsionador lleva fácilmente el oprobio de «bestialidad», cuando en realidad, nada de lo que es humano es bestial por su naturaleza; por esto somos hombres y no bestias. Sin embargo, para escapar a la animalidad de la que participamos, es preciso que nuestras actitudes sean íntegramente humanas, es decir, conformes a la norma que nos impone nuestra deiformidad; deben englobar nuestra alma y nuestro espíritu o, en otros términos, la devoción y la verdad. Por lo demás, sólo es bestial la pasión ciega del hombre caído y no la sexualidad inocente de los animales; cuando el hombre se reduce a su animalidad, se hace peor que los animales, que no traicionan ninguna vocación y no violan ninguna norma; no hay que mezclar al animal, que puede ser una criatura noble, en los tabús y los anatemas del moralismo humano.

Si el acto sexual es por su naturaleza un pecado —como en el fondo pretende la perspectiva cristiana y penitencial121— esta naturaleza es transmitida al hijo concebido en dicha unión; si, por el contrario, el acto sexual representa, por su naturaleza profunda y espiritualmente íntegra, un acto meritorio por ser en principio santificante122 —o un sacramento primordial que evoca y actualiza en las condiciones adecuadas una unión con Dios—, el hijo que es concebido según esta naturaleza será hereditariamente inducido a la unión, ni más ni menos que es inducido al pecado en el caso contrario; el hecho de que el acto sea por sí mismo, de jure, si no de facto, una especie de sacramento implica por otra parte que el hijo sea un don, y no el fin exclusivo del acto123.

La Iglesia bendice el matrimonio con miras a la procreación de hombres a los que se convertirá en creyentes; lo bendice asumiendo el inconveniente inevitable pero provisional del «pecado carnal». Estaríamos tentados a decir que, en este caso, la Iglesia está más cerca de San Pablo que de Cristo; es decir, que San Pablo, sin inventar nada —cosa que está fuera de cuestión— ha acentuado sin embargo las cosas con miras a una aplicación particular y no necesaria en sí. Indiscutiblemente, Cristo señaló la vía de la abstinencia; ahora bien, la abstinencia no significa forzosamente que el acto sexual sea de naturaleza pecaminosa, puede significar, por el contrario, que los pecadores lo profanan; porque los pecadores, en la unión sexual, quitan a Dios el goce que le pertenece. El pecado de Adán, visto desde este ángulo, consistió en acaparar el goce: en atribuirse a sí mismo el goce como tal, de modo que la falta estuvo a la vez en el robo y en la manera de considerar el objeto del robo, a saber, un placer sustancialmente divino. Era pues, usurpar el lugar de Dios, apartándose de la subjetividad divina en la que el hombre participaba originalmente; era no participar ya de ella y hacerse a sí mismo sujeto absoluto. El sujeto humano, haciéndose prácticamente Dios, limita y degrada al mismo tiempo el objeto de su felicidad e incluso todo el ambiente cósmico.

Con toda evidencia no podía haber en la intención de Cristo el solo propósito de no ver profanado un sacramento natural y primordial; había también, e incluso ante todo, el ofrecimiento de un medio espiritual congénito a una perspectiva ascética, porque la castidad es forzosamente el fermento de una vía, dada precisamente la ambigüedad de las cosas sexuales. En Caná, Cristo consagró o bendijo el matrimonio, sin que se pueda afirmar que lo hiciese según el esquema paulino o agustiniano: transformó el agua en vino, lo cual resulta de un simbolismo elocuente, y se refiere con mucha mayor verosimilitud a la posibilidad de la unión a la vez carnal y espiritual que al oportunismo moral y social de los teólogos; sí se hubiese tratado de una unión exclusivamente carnal, no sería ya humana, precisamente124.

Por lo demás, si la procreación es algo tan importante, no es posible que el acto del que es la condición sine qua non no sea más que un accidente lamentable, y que este acto no posea por el contrario un carácter sagrado proporcionado a la importancia y a la santidad de la procreación misma. Y si es posible —como hacen los teólogos— aislar la procreación del acto sexual, no acentuando más que aquélla, debe ser posible igualmente aislar el acto sexual de la procreación no acentuando más que dicho acto, conforme a su propia naturaleza y a su contexto inmediato; es decir que el amor posee una cualidad que lo hace independiente de su aspecto puramente biológico y social, como lo prueba por otra parte su simbolismo teológico y místico. Se puede procrear sin amar y se puede amar sin procrear; el amor de Jacob por Raquel no pierde su sentido por el hecho de que Raquel fuese durante largo tiempo estéril, y el Cantar de los Cantares no intenta justificarse mediante ninguna consideración demográfica.

 

 

Sin la menor duda, Cristo no era opuesto al matrimonio, y quizás tampoco lo era a la poligamia; la parábola de las diez vírgenes parece testimoniarlo125. En el mundo cristiano, hubiese convenido permitir la poligamia a los príncipes, si no a todos los fieles; ello hubiese evitado no pocas guerras y bastantes presiones tiránicas sobre la Iglesia; entre otras, el cisma anglicano. El hombre no debe separar lo que Dios ha unido, dijo Cristo condenando el divorcio; ahora bien, los matrimonios principescos fueron la mayoría de las veces componendas políticas, lo que no tiene nada que ver con Dios y tampoco guarda ninguna relación con el amor. La poligamia, como la monogamia, se refiere a factores naturales: si la monogamia es normal porque el primer matrimonio fue forzosamente monógamo y porque la feminidad, como la virilidad, reside enteramente en una sola persona, la poligamia, por su parte, se explica, por un lado, por la evidencia biológica y por la oportunidad social o política —en ciertas sociedades al menos— y, por otro, por el hecho de que la infinitud, representada en la mujer, permite una diversidad de aspectos; el hombre se prolonga hacia la periferia, que libera, como la mujer se enraíza en el centro, que protege126. A esto es preciso añadir, aparte toda consideración de oportunidad, que los pueblos más o menos nórdicos se encuentran más bien inclinados hacia la monogamia, y esto por evidentes razones de clima y de temperamento, mientras que la mayor parte de los pueblos meridionales parecen sentir una inclinación natural hacia la poligamia, cualquiera que sea la forma o el grado. En cualquier caso, fue un error, en Occidente, imponer a todo un continente una moral de monjes: moral perfectamente legítima en su marco metódico, pero no obstante fundada sobre el error —en cuanto a su extensión sobre la sociedad entera— de que la sexualidad es una especie de mal; un mal que conviene reducir al mínimo y no tolerar más que en virtud de un aspecto que pone entre paréntesis todo lo esencial.

Sin duda sería preciso distinguir entre una poligamia, en la que varias mujeres conservan su personalidad, y una «pantogamia» principesca, en la que una multitud de mujeres representan la feminidad de una manera cuasi impersonal; este último caso sería una afrenta a su dignidad de personas humanas, si no se fundara en la idea de que tal esposo se sitúa en la cima del género humano. La pantogamia es posible porque Krishna es Vishnu, porque David y Salomón son profetas, porque el sultán es «la sombra de Allâh sobre la tierra»; se podría decir también que el harén innumerable y anónimo tiene una función análoga a la del trono imperial adornado de piedras preciosas; función análoga pero no idéntica, porque el trono hecho de sustancia humana —el harén precisamente— indica de una manera eminentemente más directa y más concreta la divinidad real o prestada del monarca. En un plano profano, esta pantogamia no sería posible; en cuanto a saber si es legítima o excusable en tal o cual caso particular, es una cuestión que no puede ser resuelta de otro modo que mediante la distinción entre el individuo, que puede ser cualquiera, y la función, que es sublime y que, por este hecho, puede atenuar las desproporciones y las ilusiones humanas.

Todo esto lo escribimos para explicar fenómenos existentes y no para expresar preferencias sobre una cosa o su contraria; no se trata ahora de nuestra sensibilidad personal, que puede incluso ser opuesta a determinada solución moral o social, cuya legitimidad desde un determinado punto de vista o en un determinado contexto intentamos sin embargo demostrar.

 

 

Una posibilidad muy importante de la que es preciso dar cuenta aquí es la abstinencia en el marco del matrimonio; ésta, por otra parte, va a la par con las virtudes de desapego y generosidad, que son las condiciones esenciales de la sacramentalización de la sexualidad. Nada hay más opuesto a lo sagrado que la tiranía o la trivialidad en el plano de las relaciones conyugales; la abstinencia, la ruptura de las costumbres y el frescor del alma son elementos indispensables de una sexualidad sacra. En una confrontación permanente de dos seres, son precisas dos aperturas equilibradoras, una hacia el cielo y la otra en la misma tierra: es precisa la apertura hacia Dios, que es el tercer elemento por encima de los dos cónyuges, sin el cual la dualidad se convertiría en oposición, y es precisa una apertura o un vacío —una ventilación por decirlo así— en el plano inmediatamente humano, y ésta es la abstinencia, que es a la vez un sacrificio ante Dios y un homenaje de respeto y de gratitud hacia el cónyuge. Porque la dignidad humana y espiritual del cónyuge exige que no se convierta en un hábito, que no sea tratado de una manera que carezca de imaginación y de frescor, y por consiguiente que pueda guardar su misterio; esta condición exige, no sólo la abstinencia, sino también, y ante todo, la elevación del carácter, la cual resulta, a fin de cuentas, de nuestro sentido de lo sagrado o de nuestro estado de devoción.

La devoción exige, en efecto, por una parte el respeto separativo y, por otra, la intimidad participativa; por una parte es preciso extinguirse y permanecer pobre, y por otra es preciso irradiar o dar; de ahí la complementariedad del desapego y la generosidad. Y, en este contexto, es preciso recalcar que la comprensión paciente y caritativa del temperamento físico del cónyuge es una condición no sólo de la dignidad humana, sino también del valor espiritual del matrimonio, siendo la continencia periódica precisamente una expresión de esta comprensión o de esta tolerancia127.

Es preciso incluso, a fin de no descuidar ninguna posibilidad, considerar el caso, sin duda raro, pero en modo alguno ilegítimo en sí, en el que esta abstinencia es definitiva y en el que el ideal de confraternidad se combina con el de castidad128; en este caso, el tono no será el de un moralismo pedante o atormentado, sino el de la santa infancia. Con toda evidencia, el matrimonio blanco presupone cualificaciones vocacionales bastante particulares, al mismo tiempo que un punto de vista espiritual que afiance esta solución, conforme a estas palabras del Génesis: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él»129.

 

 

Ciertamente, la carne fue maldecida por la caída, pero solamente en un cierto aspecto, el de la discontinuidad existencial y formal, no en el de la continuidad espiritual y esencial. La misma observación es aplicable a la forma natural, la de la criatura: el cuerpo humano, hombre o mujer, es una teofanía, y lo sigue siendo a pesar de la caída130; amándose, los cónyuges aman legítimamente una manifestación divina, cada uno según un aspecto y desde un punto de vista distinto; pues el contenido divino de nobleza, de bondad y de belleza sigue siendo el mismo. El Islam, basándose en este punto de vista, por una parte, reconoce implícitamente el carácter sagrado de la sexualidad en sí misma y, por otra, y por vía de consecuencia, estima que todo niño nace muslim y que son sus padres quienes hacen de él un infiel, llegado el caso.

La teología cristiana, al ocuparse del pecado y viendo en Eva en particular y en la mujer en general a la seductora, se ha visto llevada a evaluar el sexo femenino con un máximo de pesimismo: según algunos, es el hombre únicamente, no la mujer, el que está hecho a imagen de Dios, siendo así que la Biblia afirma, no solamente que Dios creó al hombre a su imagen, sino también que «los creó macho y hembra», lo que ha sido malinterpretado con mucha ingeniosidad. En principio, podría uno asombrarse de esta falta de inteligencia casi visual por parte de los teólogos; de hecho, una tal limitación no tiene nada de asombrosa, dado el carácter voluntarista y sentimental, y por tanto inclinado a los prejuicios y a las oblicuidades, de la perspectiva exoterista en general131. Una primera prueba —si hiciera falta— de que la mujer es tan imagen divina como el hombre, es que de hecho ella es un ser humano como él; no es vir o andros, pero es, como éste, homo o antro pos; su forma es humana y, por consiguiente, divina. Otra prueba —aunque una ojeada debería bastar— está en el hecho de que la mujer toma, frente al hombre y en el plano erótico, una función casi divina —semejante a la que asume el hombre frente a la mujer—, lo que no sería posible si ella no encarnase, no la cualidad de absoluto sin duda, sino la cualidad complementaria de infinitud, siendo el Infinito de alguna manera la shakti del Absoluto.

Y esto nos lleva a precisar, para rectificar las opiniones demasiado unilaterales que ha engendrado la cuestión de los sexos, tres aspectos que regulan el equilibrio entre el hombre y la mujer: en primer lugar el aspecto sexual, biológico, psicológico y social; después el aspecto simplemente humano y fraternal; finalmente el aspecto propiamente espiritual o sacra. En el primer aspecto existe evidentemente desigualdad, y de ella resulta la subordinación social de la mujer, subordinación que prefiguran ya su constitución física y su psicología; pero este aspecto no lo es todo, y puede incluso ser más que compensado —según los individuos y las confrontaciones— por otras dimensiones. En el segundo aspecto, el de la cualidad humana, la mujer es igual al hombre, puesto que pertenece como é1 a la especie humana; este es el plano, no de la subordinación, sino de la amistad; y por descontado que sobre este plano la esposa puede ser superior al marido, puesto que un individuo humano puede ser superior a otro, cualquiera que sea su sexo132. En el tercer aspecto, por último, existe, muy paradójicamente, superioridad recíproca: la mujer, lo hemos dicho más arriba, asume en el amor, respecto a su cónyuge, una función divina, como lo hace el hombre respecto a la mujer133.

Aparte de estas tres dimensiones de la alianza conyugal, hay que considerar, para la elección misma del cónyuge, dos factores: la afinidad o la semejanza, y la complementariedad o la diferencia; el amor tiene necesidad de estas dos condiciones. El hombre busca naturalmente —sin que haya necesidad de explicarlo o de justificarlo— un complemento humano que sea de su género y con el cual esté por consiguiente a gusto; pero, sobre la base misma de esta condición, buscará un complemento, porque la razón de ser del amor es que permita a los hombres completarse mutuamente y no repetirse simplemente. Puede ocurrir que una persona encuentre su pareja en un individuo de otra raza porque este individuo, a pesar de la disparidad racial, por una parte realice la afinidad en un aspecto decisivo y, por otra, represente el complemento ideal; en este caso, no es que la persona haya preferido a priori la raza extranjera, cosa que apenas tendría sentido, sino que el destino no le ha presentado, en el marco de su propia raza, la pareja irreemplazable. En principio, el gran amor depende de una elección, pero de hecho depende en gran medida del destino: es el karma el que decide si la elección será posible, es decir, si el hombre, o la mujer, encontrará o no el complemento ideal. Por último, el tipo complementario prevalece sobre el grado de belleza: no es la belleza perfecta la que constituye el ideal, sino la perfecta complementariedad, sobre la base de la perfecta afinidad; el hombre normalmente dotado del sentido de las formas —o, digamos, el hombre en la medida en que puede tenerlas en cuenta, preferirá la belleza menor, pero complementaria, a la belleza superior, pero desprovista para él de complementariedad.

Todas estas consideraciones resultan de un punto de vista que procede del principio de la selección natural, el cual puede encontrarse neutralizado en muchos casos por un punto de vista moral y espiritual, pero sin por ello perder sus derechos sobre el plano que es el suyo y que se refiere a la norma humana, luego a nuestra deiformidad. En todo caso, es obvio humanamente que la belleza, cualquiera que sea su grado, exige un complemento moral y espiritual del que en realidad es expresión, sin lo cual el hombre no sería el hombre.

Si se consideran estas cosas —en las que nos hemos detenido con una cierta amplitud— sin sombra de desconfianza ni de hipocresía, se dará uno cuenta que implican enseñanzas que superan su alcance inmediato, y se reconocerá sin esfuerzo que, incluso sin superarlo, tienen todo el interés que merece la condición humana, que es la nuestra.

 

 

Krishna, gran Avatâra de Vishnu, tuvo numerosas mujeres, como por otra parte, más cerca de nosotros, los reyes-profetas David y Salomón; Buda, también Avatâra mayor, no tuvo ninguna134, lo mismo que Shankara, Râmânuja y otras encarnaciones menores, que sin embargo fueron de tradición hindú como Krishna. Esto prueba que si la elección de la experiencia sexual o, por el contrario, de la castidad puede ser una cuestión de superioridad o de inferioridad sobre el plano espiritual, puede ser igualmente asunto de perspectiva y de vocación con igual título; todo el problema se reduce entonces a la distinción entre la «abstracción» y la «analogía», o a la oportunidad, bien intelectual, bien metódica, bien aún psicológica o casi existencial, o quizá incluso simplemente social, de una u otra de estas opciones en principio equivalentes. La cuestión que se plantea aquí es la de saber, no solamente lo que el hombre elige, o lo que su naturaleza particular exige o desea, sino también e incluso ante todo, cómo Dios quiere que se le acerque: sea por el vacío, la ausencia de todo lo que no es Él, sea por la plenitud de sus manifestaciones, sea aún, alternativamente, por el vacío y la plenitud, algo, esto último, de lo que las hagiografías nos ofrecen numerosos ejemplos. Y, a fin de cuentas, es Dios quien se busca a Sí mismo, a través del juego de sus ocultaciones y descubrimientos, de sus silencios y de sus palabras, de sus noches y de sus días.

 

 

Fundamentalmente, todo amor es una búsqueda de la Esencia o del Paraíso perdido; la melancolía dulce o poderosa que a menudo interviene en el erotismo poético o musical da testimonio de esta nostalgia de un Paraíso lejano, y sin duda también de la evanescencia de los sueños terrenales, cuya dulzura, precisamente, es la de un Paraíso que no percibimos ya o que no percibimos todavía. Los violines zíngaros no solamente evocan los altibajos de un amor demasiado humano, ellos cantan igualmente, en sus acentos más profundos y más punzantes, la sed de ese vino celestial que es la esencia de la Belleza; toda música erótica incorpora, en la medida de su autenticidad y de su nobleza, los sones a la vez hechizantes y liberadores de la flauta de Krishna135.

Como el de la mujer, el papel de la música es equívoco, e igual ocurre con las artes con ella emparentadas, como la danza y la poesía: hay o una hinchazón narcisista del ego, o una interiorización y extinción beatífica en la esencia. La mujer, al encarnar a Mâyâ, es dinámica en un doble sentido: bien en el de la irradiación exteriorizadora y alienante, bien en el de la atracción interiorizadora y reintegradora; mientras que el hombre, en el aspecto fundamental de que se trata, es estático y unívoco.

El hombre estabiliza a la mujer; la mujer vivifica al hombre; además, y con toda evidencia, el hombre lleva en sí mismo a la mujer, e inversamente, puesto que ambos son homo sapiens, hombre sin más; y si definimos al ser humano como pontifex, huelga decir que esta función engloba a la mujer, aunque ésta le añade el carácter mercurial propio de su sexo136.

El hombre, en su aspecto lunar y receptivo, «languidece» sin la mujer-sol que infunde al genio viril la vida de la que tiene necesidad para expandirse; inversamente, el hombre-sol confiere a la mujer la luz que permite a ésta realizar su identidad prolongando la función del sol.

La castidad puede tener por meta, no solamente resistir al impulso de la carne, sino también, más profundamente, escapar a la polaridad de los sexos y reintegrar la unidad del pontifex primordial, del hombre como tal; ciertamente no es una condición indispensable para este resultado, pero es un soporte claro y preciso del mismo, adaptado a determinados temperamentos y a determinadas imaginaciones.

 

 

Si para el Cristianismo, como para el Budismo global, el acto sexual se identifica con el pecado —aparte todo tipo de sutileza eufemística— esto se explica fácilmente por el hecho de que, al estar el «espíritu» arriba y la «carne» abajo, el placer más intenso de la carne será el placer más bajo con relación al espíritu. Esta perspectiva es plausible en la medida en que da cuenta de un aspecto real de las cosas, el de la discontinuidad existencial entre el fenómeno y el arquetipo, pero es falsa en la medida en que excluye el aspecto de continuidad esencial, la cual compensa precisamente, y anula en su plano, el de la discontinuidad. Porque si por una parte la carne como tal se encuentra separada del espíritu, por otra se une a él en cuanto lo manifiesta y lo prolonga, es decir, en cuanto se reconoce que se sitúa sobre la vertical unitiva o sobre el radio, y no sobre la horizontal separativa o sobre el círculo; en el primer caso, el centro se prolonga y, en el segundo, se oculta.

La valorización espiritual del misterio de continuidad es función, bien de la contemplación real y no imaginaria del individuo, bien de un sistema religioso que permite una participación indirecta y pasiva en este misterio, encontrándose entonces los riesgos de un efecto centrífugo neutralizados y compensados por la perspectiva general y las disposiciones particulares de la religión, a condición, por supuesto, de que el individuo se somete a ellas de una manera suficiente. Para el verdadero contemplativo, cada placer que podemos calificar de noble es, no una caída en lo temporal y lo transitorio, sino un encuentro con lo eterno.

Según el Maestro Eckhart, incluso el simple hecho de comer y beber sería un sacramento si el hombre comprendiera en profundidad lo que hace. Sin entrar en el detalle de esta aserción, la cual es susceptible de ser ampliada a diversos planos —el del trabajo artesanal o del arte especialmente— diremos que el carácter sacramental tiene en estos casos un alcance que lo emparenta con los «pequeños misterios»; la sexualidad, en cambio, y esto es lo que permite comprender su peligrosa ambivalencia, se refiere a los «grandes misterios», como lo indica el vino de Caná. Hagamos notar a propósito de esto que el complemento pasivo de la unión sexual es el sueño profundo: aquí también se da una prefiguración de la unión suprema, con la diferencia sin embargo que, en el sueño profundo, la iniciativa sacramental está enteramente del lado de Dios, que confiere su gracia a quien puede recibirla; en otros términos, el sueño profundo es un sacramento de unión en la medida en que el hombre se encuentra ya santificado.

En el Islam, existe una noción que hace fácilmente de puente entre lo sagrado y lo profano, y es la de barakah o «bendición inmanente»: de todo placer lícito137, vivido en nombre de Dios y dentro de los límites permitidos, se dice que transmite una barakah, lo que equivale a decir que tiene un valor espiritual y un perfume contemplativo, en lugar de limitarse a una satisfacción puramente natural que se tolera porque es inevitable o en la medida en que lo es.

 

 

Para comprender bien la intención fundamental del punto de vista cristiano, hay que tener en cuenta los siguientes datos: la vía hacia Dios implica siempre una inversión: de la exterioridad es preciso pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad. Ahora bien, el Cristianismo opera mediante la oposición entre el placer mundano y el sufrimiento sacrificial, y esto es lo que explica sin dificultad su prejuicio hacia el placer en sí mismo, prejuicio por otra parte más metódico que intelectual; pero como el Cristianismo, por su propia naturaleza, es una vía más bien que una doctrina —la argumentación patrística contra los griegos suministra una prueba más de ello—, se ve arrastrado a poner todo el acento sobre lo que, a sus ojos, acerca con más seguridad, o acerca solamente, al Dios redentor: el mismo Dios como modelo del sufrimiento y, por tanto, de la vía.

La suspicacia obsesiva y de hecho difamatoria de los cristianos respecto a toda sexualidad sacra se explica desde esta perspectiva. Se nos objetará quizá que el matrimonio es un sacramento; sin duda, pero es un sacramento con vistas a la procreación, y después al equilibrio físico, psíquico y social; no con vistas al amor ni a la unión, a despecho de las palabras de Cristo que permitirían una tal interpretación. Quien dice exoterismo, dice espíritu de alternativa y de exclusividad, luego también simplificación y estilización; y eficacia, ciertamente, pero no verdad total ni estabilidad a toda prueba.

Hemos aludido al hecho de que el antisexualismo —además de que se encuentra un poco por todas partes en una u otra forma— constituye un carácter destacado del Budismo: en esta perspectiva, que se funda sobre la subjetividad y la inmanencia, la mujer aparece a priori como el elemento objetivo o exterior que aleja de la Beatitud interior e inmanente; la mujer es accidente y atrae hacia la accidentalidad, mientras que la subjetividad contemplativa e interiorizadora del hombre participa de la Sustancia nirvánica y desemboca en ella.

Y esto nos ofrece la ocasión de hacer la siguiente observación: si el Budismo niega al Dios exterior, objetivo y trascendente, es porque pone todo el acento sobre la Divinidad interior, subjetiva e inmanente —ya se llama Nirvâna, Adi-Buddha o de otra manera— lo que impide por otra parte calificar al Budismo de ateo. En el sector amidista, Amitâba es la Misericordia inmanente que nuestra fe puede y debe actualizar en nuestro favor; toda belleza y todo amor se concentra en esta Misericordia personificada. Si ocurre que hay budistas que afirman que Amitâba no existe fuera de nosotros o que no existiría sin nosotros —se encuentran formulaciones análogas en Eckhart y Silesius— es porque entienden que su inmanencia y su eficacia salvadora son funciones de nuestra existencia y de nuestra subjetividad, porque no se podría hablar de un contenido sin continente; en una palabra, si los budistas parecen poner al hombre en el lugar del Dios trascendente, es porque el hombre, en cuanto subjetividad concreta, es el continente de la Substancia liberadora inmanente.

 

 

En este contexto, decíamos, la mujer aparece como el elemento exteriorizador y que encadena: la psicología femenina se caracteriza en efecto, en el plano puramente natural y a menos de una elevación espiritual, por una tendencia hacia el mundo, lo concreto, lo existencial si se quiere, y en todo caso hacia la subjetividad y el sentimiento; después por una astucia más o menos inconsciente al servicio de esta tendencia innata138. Es con relación a esta tendencia como los cristianos, al igual que los musulmanes, han podido decir que una mujer santa no es ya una mujer, que es un hombre; formulación absurda en sí misma, pero defendible a la luz del axioma de que se trata. Pero este axioma de la tendencia innata de la mujer, precisamente, es relativo, y no absoluto, puesto que la mujer es un ser humano como el hombre y que la psicología sexual es forzosamente cosa relativa. Se podrá hacer valer tanto como se quiera que el pecado de Eva fue llamar a Adán a la aventura de la exterioridad; no se puede olvidar que la función de María fue inversa y que esta función entra también en las posibilidades del espíritu femenino. Sin embargo, la misión espiritual de la mujer no se combinará jamás con una rebelión contra el hombre, ya que la virtud femenina implica de una manera casi existencial la sumisión; para la mujer, la sumisión al hombre —no a cualquier hombre— es una forma secundaria de la sumisión humana a Dios. Y esto es así porque los sexos, como tales, manifiestan una relación ontológica, luego una lógica existencial que el espíritu puede superar en el interior, pero no abolir en el exterior.

Pretender que la mujer santa se convierte en hombre por el solo hecho de su santidad equivale a presentarla como un ser desnaturalizado: en realidad, la mujer santa no puede ser tal más que sobre la base de su perfecta feminidad, pues si no, Dios se habría equivocado creando a la mujer —quod absit—, siendo así que, según el Génesis, ella fue, en la intención de Dios, «una ayuda semejante al hombre»; es decir, en primer lugar, una «ayuda», no un obstáculo, y, en segundo lugar, una criatura «semejante», no infrahumana; para ser aceptable ante Dios, ella no tiene que dejar de ser lo que es139.

La clave del misterio de la salvación por la mujer, o por la feminidad si se prefiere, está en la naturaleza misma de Mâyâ: si la Mâyâ puede atraer hacia fuera, igualmente puede atraer hacia dentro140. Eva es la Vida y es la Mâyâ que manifiesta; María es la Gracia y la Mâyâ que reintegra. Eva personifica el demiurgo, en su aspecto de feminidad; María es la personificación de la Shekhinah, de la Presencia a la vez virginal y maternal. La Vida, al ser amoral, puede ser inmoral; la Gracia, al ser pura substancia, puede reabsorber todos los accidentes.

Sita, esposa de Rama, parece combinar a Eva con María: su drama, a primera vista decepcionante, describe de una cierta manera el carácter ambiguo de la feminidad. En medio de las vicisitudes de la condición humana, la divinidad de Sita se encuentra significativamente mantenida: el demonio Râvana, que había conseguido raptar a Sita —como consecuencia de una falta de ésta—, cree gozar de ella, pero no goza más que de una apariencia mágica sin poder tocar a la verdadera Sita. La falta de Sita fue una sospecha injusta, y su castigo fue igualmente una tal sospecha; ésta es la forma que toma aquí el pecado de Eva; pero, al final de su carrera terrenal, la Eva râmâyánica recobra la cualidad marial: Sita, encarnación de Lakshmî141, desaparece en la tierra, que se abre para ella, lo que significa su retorno a la divina Substancia, que la tierra manifiesta visiblemente142. El nombre de Sita significa en efecto «surco»: Sita, en lugar de nacer de una mujer, sale de la Tierra-Madre, es decir, de Prakriti, la Substancia metacósmica a la vez pura y creadora.

Los hindúes excusan a Sita diciendo que su falta143 era debida a un exceso de amor por su esposo Rama; universalizando esta interpretación, se concluirá que el origen del mal es, no la curiosidad o la ambición, como en el caso de Eva, sino un amor desordenado, por consiguiente el exceso de un bien144, lo que parece acercarse a la perspectiva bíblica en el sentido de que el pecado de la primera pareja fue el de desviar el amor: el de amar a la criatura más que al Creador, el de amar fuera de Él y no en Él. Pero, en este caso, el «amor» es más bien la apetencia del alma que un culto; un deseo de novedad o de amplitud más que una adoración; por consiguiente, una falta de amor más que un amor desviado.

 

 

La experiencia inocente y natural de la felicidad terrenal tiene por condición sine qua non la capacidad espiritual de encontrar la felicidad en Dios y la incapacidad de gozar de las cosas fuera de Él. Nosotros no podemos amar a una criatura de manera válida y duradera sin llevarla en nosotros mismos en virtud de nuestro vínculo con el Creador; no se trata de que esta posesión interior deba ser perfecta, pero sí que debe, en todo caso, presentarse como una intención que nos permite perfeccionarla.

El estado —o la substancia misma— del alma humana normal es la devoción o la fe, y ésta implica tanto un elemento de temor como un elemento de amor; la perfección es el equilibrio entre los dos polos, lo que nos lleva una vez más al simbolismo taoísta del yin-yang, que es la imagen de la reciprocidad equilibrada: queremos decir que el amor a Dios o, por reflejo, el amor al esposo o a la esposa, implica un elemento de temor o de respeto.

Estar en paz con Dios es buscar y encontrar nuestra felicidad en Él; la criatura que Él nos ha agregado puede y debe ayudarnos a conseguirlo con más facilidad o con menos dificultad, según nuestros dones y con la gracia merecida o inmerecida145. Al decir esto, evocamos la paradoja —o más bien el misterio— del apego con vistas al desapego, o de la exterioridad con vistas a la interioridad, o aún de la forma con vistas a la esencia; el verdadero amor nos ata a una forma sacramental alejándonos del mundo, y se asemeja así al misterio de la Revelación exteriorizada con vistas a la Salvación interiorizadora146.

 

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