En qué consiste el valor espiritual efectivo —no sólo virtual— de un hombre

04.07.2013 11:50
CRITERIOS DE VALOR

 

 

¿En qué consiste el valor espiritual efectivo —no sólo virtual— de un hombre para quien la cuestión puede o debe plantearse? ¿En su inteligencia, su discernimiento, su conocimiento metafísico? Evidentemente no, si este conocimiento no se combina con una voluntad realizadora y con una virtud global que sean al menos suficientes. ¿Es en su voluntad realizadora, en su poder de concentración? No, si éste no se combina con el mínimo necesario de conocimiento doctrinal y de virtud. Y e1 valor espiritual no consiste tampoco en la virtud, si ésta no va acompañada de una comprensión doctrinal al menos satisfactoria ni de un esfuerzo realizador equivalente.

Todo esto es como decir que el valor espiritual de un hombre reside, no en un grado eminente sea de discernimiento, sea de concentración, sea aún de virtud, sino en un grado al menos suficiente de estas tres capacidades. Ahora bien, este grado suficiente implica que la capacidad ofrece lo esencial: es preciso, por consiguiente, que el conocimiento, para ser suficiente, contenga lo que es indispensable, y lo mismo vale decir, mutatis mutandis, respecto al esfuerzo y a la virtud.

Con toda evidencia, la ciencia intelectual más brillante es vana en ausencia de la iniciativa realizadora correspondiente y en ausencia de la virtud necesaria. Dicho de otro modo: la ciencia no es nada si se combina con la pereza espiritual y con la pretensión, el egoísmo y la hipocresía. De la misma manera, el poder de concentración más prestigioso no es nada si va acompañado de ignorancia doctrinal e insuficiencia moral; y asimismo también, la virtud natural es poca cosa sin la verdad doctrinal y la práctica espiritual que la valoricen con miras a Dios y que le restituyan así toda su razón de ser.

 

 

El conocimiento doctrinal indispensable es la distinción entre lo Absoluto y lo contingente. Luego conviene saber que lo contingente se encuentra prefigurado en lo Absoluto, y que lo Absoluto se proyecta en la contingencia; es por una parte el Logos celestial y, por otra parte, el Logos terrestre. Con toda evidencia, es preciso conocer las consecuencias escatológicas de la Naturaleza divina, porque el hombre no sabe nada si no admite la inmortalidad del alma y las exigencias de la vocación humana.

Por lo que se refiere a la concentración, que es la prolongación operativa del conocimiento, ella es estrechamente solidaria de la intención, hasta el punto de no valer más que por ésta. Un hombre que se concentrase poderosamente con la intención de obtener el don de los milagros o el prestigio de la santidad no ganaría nada y lo perdería todo; por el contrario, un hombre que no lograra concentrarse —a pesar de poner en ello su mejor voluntad—, pero que lo hiciera con una intención espiritualmente aceptable, recibiría la aprobación del Cielo. Por lo demás, la legitimidad de la intención produce a fin de cuentas una concentración suficiente: el hombre que es perseguido por un toro huye sin necesidad de hacer un esfuerzo de concentración, y lo mismo ocurre a los amantes que se lanzan el uno hacia el otro para encontrarse; la eficacia, luego la concentración, está en la sinceridad de la intención, y ésta depende de la realidad de la situación. El hombre que reza porque quiere realmente escapar del infierno, o porque siente nostalgia del Paraíso, o porque ama a Dios y gusta de rezar, o porque la realidad de Dios se impone concretamente a su espíritu, un tal hombre realizará sin esfuerzo el fervor y, por consiguiente, la concentración, la unidad de espíritu, la interioridad contemplativa.

En cuanto a la virtud, que es la savia moral de toda operación espiritual, consiste esencialmente en la generosidad, luego en el don de sí mismo con respecto a Dios y la apertura del alma con respecto al prójimo. Y quien dice generosidad, dice desapego, porque el hombre ávido y mezquino no podría ser generoso. La generosidad, por su misma naturaleza, implica la intuición de las buenas intenciones de los demás: es decir, que el generoso no interpretará nunca mal las buenas intenciones, aunque pueda ocurrirle que interprete bien intenciones malas, en cuyo caso no será censurado por Dios, a condición de que se trate de un error accidental y excusable y no de un empecinamiento contrario a la verdad. Muchos hombres están en el infierno porque han sospechado gratuitamente de los hombres honrados; pero ni un solo hombre honrado está en el infierno porque se haya dejado engañar.

La virtud, para ser tal, es objetiva; se conforma a la realidad y no a la ilusión. La generosidad no es nunca complacencia ni debilidad; no es virtud más que por su fuerza interna. Se debe ser generoso hacia el prójimo en cuanto él sea víctima de un error o de una falta, pero nunca si se identifica con ellos. Se puede ser generoso con la pasión, pero no con el orgullo. Y más todavía: se puede ser generoso, en un mismo caso, una o dos veces, pero no una tercera vez. Como no se puede ser generoso con el diablo, puesto que no se le podría convertir, tampoco se puede serlo con hombres que comparten su espíritu. Sin embargo, se tiene el derecho moral, con todo honor, de sobreestimarlos a priori, pero no se tiene nunca el derecho de subestimar a los hombres de bien.

Sería falso concluir que los hombres que no disciernen a la primera ojeada al diablo bajo un disfraz estén influenciados por él por el solo hecho de su error, porque su candor es natural y respetable; por el contrario, están afectados por el diablo aquellos que actúan como él, incluso si creen combatirlo y lo reconocen de entrada bajo cualquier disfraz. En una palabra, vale más ejercer una generosidad que por error absuelve a un culpable, que tener un «sentido crítico» fogoso y acerbo que arrastre en su reprobación a inocentes.

La pobreza ante Dios se convierte en riqueza hacia los hombres: es decir, la receptividad con respecto a Dios se convierte en irradiación y generosidad con respecto al prójimo. Esta irradiación está siempre determinada por la verdad, no por una subjetividad gratuita, e implica por consiguiente un aspecto de rigor diamantino; rigor que, en ciertos casos, es la única caridad posible.

 

 

Ciertamente, lo ideal es que un hombre realice en grado eminente las tres condiciones o capacidades —a saber, el discernimiento intelectual, el esfuerzo espiritual y la belleza moral—, o que realice en este grado dos o una sola de ellas, pero poseyendo la otra —o las otras— en un grado suficiente; pero cuando se trata simplemente de saber si un hombre es espiritual o no, si es sincero o mundano, estas cimas no entran en cuenta. Con toda evidencia, vale infinitamente más realizar el equilibrio de las tres capacidades al menos de forma suficiente, que carecer del todo de una de ellas, aún poseyendo una brillante hipertrofia, convertida en aleatoria por el hecho mismo de su aislamiento.

A este sistema de criterios se le podría objetar que el valor espiritual de un hombre no es siempre manifiesto, y que es imposible descubrirlo en personas poco conocidas, pero esto está fuera de la cuestión, pues nosotros no consideramos más que los casos en que una situación espiritual o psicológica se hace patente y debe incluso hacerse patente, y en que además tenemos el derecho o incluso el deber de tener conocimiento de ella. Se trata aquí, no de preocuparnos por personas que no nos conciernen ni práctica ni teóricamente, sino de precavernos contra errores en los casos de personas que corren el riesgo bien de no obtener el debido reconocimiento porque sus talentos son modestos, bien, por el contrario, de gozar de un inmerecido prestigio porque sus talentos son excepcionales. El hombre se expone a los más graves daños espirituales, bien por desconocer un alma superior a causa de una ligera imperfección, o de una apariencia de imperfección, bien por rendir homenaje a un alma inferior por causa de una cualidad sobresaliente pero de hecho inoperante.

 

 

Nuestros tres criterios indican el fundamento mismo y, en cierto sentido, la base a la vez esencial y mínima de la vocación humana; y ésta no puede ser sino espiritual si el hombre es realmente hombre. La cima de la primera condición —la comprensión doctrinal— es una intelección directa que se manifiesta mediante una inspiración permanente y que es algo cercano a la profecía; el límite inferior de la comprensión doctrinal es el conocimiento de las verdades indispensables para la salvación, o un conocimiento suficiente de los datos fundamentales de la metafísica.

La cima de la segunda condición —la tensión realizadora— es un estado de unión permanente con Dios; siendo el límite inferior de esta tensión la intención legítima y sincera y el esfuerzo que de ella resulta.

Finalmente, la cima de la tercera condición —la conformidad moral— es una perfecta belleza del alma: una nobleza que hace que el hombre vea las cosas desde arriba, no solamente en el plano de las abstracciones doctrinales, sino también en el de los sentimientos íntimos. Es percibir con el alma sensible la relatividad y la evanescencia de las cosas, y al mismo tiempo, desde el punto de vista opuesto y complementario, la absolutidad y la infinitud —y por consiguiente la permanencia— que ellas manifiestan a su manera y dejan transparentar; de ello resulta que el alma noble tiene siempre algo de incondicional y de diamantino al mismo tiempo que algo de ilimitado e irradiante; y esta irradiación se traduce precisamente en generosidad. En cuanto al límite inferior de la virtud, es esta generosidad elemental, o esta capacidad de poner la dignidad moral por encima del interés, lo que prueba que el hombre es realmente hombre, que lo es por vocación y no por accidente175.

 

 

Toda esta criteriología es sin duda elemental, pero, sin embargo, suficiente desde el punto de vista de sus propios principios; los esquemas tienen derecho a la existencia a la vez que no son más que elipsis. En todo caso, los criterios de que se trata —y esto resulta de su propia naturaleza— suministran menos un instrumento para medir a los otros que un medio de verificarse a sí mismo, al menos a priori, y suponiendo que no haya que protegerse contra las ilusiones del prójimo; lo que, sin embargo, no nos autoriza a perder de vista que, potencialmente, los otros están en nosotros y nosotros estamos en los otros. Y por ello no estamos nunca dispensados de perfeccionar en nosotros mismos aquello cuya imperfección observamos a nuestro alrededor.

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María del Carmen

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