la naturaleza del hombre; la moral

04.07.2013 11:23
LA TRIPLE NATURALEZA DEL HOMBRE

 

 

La inteligencia humana es esencialmente objetiva; por consiguiente, total: es capaz de juicio desinteresado, de razonamiento, de meditación asimiladora y deificante, con ayuda de la gracia. Este carácter de objetividad pertenece igualmente a la voluntad —es este carácter el que la hace humana— y es por esto por lo que nuestra voluntad es libre, es decir, capaz de superación, de sacrificio, de ascesis; nuestro querer no se inspira sólo en nuestros deseos, se inspira fundamentalmente en la verdad, y ésta es independiente de nuestros intereses inmediatos. Lo mismo puede decirse de nuestra alma, nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de amar: como humana, es por definición objetiva, luego desinteresada en su esencia o en su perfección primordial e inocente; es capaz de bondad, de generosidad, de compasión. Esto quiere decir que es capaz de encontrar su felicidad en la de los otros y en detrimento de sus propias satisfacciones; asimismo, es capaz de encontrar su felicidad más allá de sí misma, en su personalidad celestial que no es todavía completamente la suya. Es de esta naturaleza específica, hecha de totalidad y de objetividad, de la que derivan la vocación del hombre, sus derechos y deberes.

Decir que la prerrogativa del estado humano es la capacidad de ser objetivo, equivale a reconocer que el contenido quintaesencial y la última razón de ser de esta capacidad es el Absoluto: porque la inteligencia es objetiva en la medida en que registra, no solamente lo que es, sino también todo lo que es. Una inteligencia que rehusa el Absoluto no da cuenta de lo Real total al que está proporcionada; no es ya humana, y al no poder ser animal puesto que de hecho pertenece al hombre, no tiene otra alternativa que ser satánica. En cuanto a la voluntad, es objetiva en la medida en que apunta, no solamente a un fin realizable y útil o a un bien real, sino también y ante todo al Soberano Bien y en la medida en que afronta las cosas en su conexión próxima o remota con este Bien. Y el alma es objetiva en la medida en que ama lo que es digno de ser amado, y cuya esencia trascendente es la divina Belleza y el divino Amor.

El sujeto humano pone sus miras necesariamente en lo contingente porque él mismo es contingente, y en la medida en que lo es; y aspira al Absoluto porque participa en el Absoluto, por su capacidad de objetividad, precisamente, y porque esta capacidad le revela que al Absoluto pertenece toda realidad positiva, y, por tanto, todo lo que consideramos un bien.

Con toda evidencia, la objetividad no es otra cosa que la verdad en la que el sujeto y el objeto coinciden en la medida de lo posible, y en la cual lo esencial prevalece sobre lo accidental —o lo necesario sobre lo contingente—, sea extinguiéndolo de alguna manera, sea por el contrario reintegrándolo, según los diversos aspectos ontológicos de la relatividad misma.

Se ha dicho que el hombre es un animal racional, lo que, aún siendo insuficiente y malsonante, no es por ello menos sugerente, de una manera elíptica, de una realidad cierta: en efecto, la facultad racional indica la trascendencia del hombre con relación al animal. El hombre es racional porque posee el Intelecto, que por definición es capaz de absoluto y por consiguiente de sentido de lo relativo como tal; y posee el Intelecto porque está hecho «a imagen de Dios», cosa que demuestra por otra parte —y apenas habría necesidad de recordarlo— por su forma física, por el don del lenguaje y por la capacidad de producir y de construir. El hombre es una teofanía, tanto por su forma como por sus facultades; negar esto es una manera indirecta de negar a Dios. Sin apertura hacia la trascendencia, la inteligencia humana sería un lujo tan inexplicable como inútil.

 

 

El alma ama la belleza y así se obliga a la virtud, al ser ésta la belleza y la felicidad del alma; la belleza, y el amor a la belleza, otorgan al alma la felicidad a la que aspira por naturaleza. El alma ama la belleza, desea la felicidad, y ejerce la bondad; decir que el alma no es fundamentalmente feliz más que por la belleza equivale a decir que no es feliz más que en la virtud.

Las bellezas sensibles se sitúan fuera del alma y su encuentro con ella es más o menos accidental: si el alma quiere ser feliz de una manera incondicional y permanente debe llevar la belleza en sí misma; ahora bien, esta belleza interior no es otra que la consciencia de la Fuente de toda armonía; es el sentido de lo sagrado y es la fe, el «sí» del alma al encuentro con Dios. Y es de aquí de donde brotan las virtudes, que comunican la belleza del alma, y más fundamentalmente la del Soberano Bien.

La virtud es ese mensaje de belleza que es la bondad. Ahora bien, la bondad se diferencia extrínsecamente según las situaciones: ocurre que debe hacerse adamantina o, por el contrario, fulgurante, al contacto de lo que se opone a ella; pero es siempre la bondad la que se reviste de estos velos. El bien combate al mal, no dejando de ser bien, sino porque es el bien.

La virtud es dejar libre paso, en el alma, a la belleza de Dios.

 

 

Sat, Chit, Ananda: Ser, Consciencia, Felicidad. Ser, luego Potencia; Consciencia, luego Sabiduría; Felicidad, luego Belleza. A este ternario divino corresponde, en el microcosmo humano, el ternario voluntad, inteligencia, sentimiento; o actividad, conocimiento, amor.

A esta doctrina de las tres dimensiones humanas se le podría dar una formulación muy simple e inmediatamente plausible: el bien que el hombre es capaz de conocer debe igualmente quererlo en la medida en que este bien puede ser objeto de la voluntad; y debe además amarlo, y al mismo tiempo amar el conocimiento de este bien y la voluntad hacia este bien; así como debe querer y amar los reflejos terrestres y contingentes de este bien según lo que exige o permite su naturaleza. No es posible consagrarse al conocimiento sin amarlo y sin desearlo, como tampoco se puede amar una cosa sin conocerla y sin amar su realización; y no se puede amar sin conocer un objeto y sin quererlo amar. Esta interdependencia muestra que el alma inmortal es una y que sus modos tienen un solo y mismo significado, el de manifestar a Dios realizándolo.

No hay conocimiento de Dios sin conocimiento de los datos escatológicos; no hay voluntad hacia Dios sin voluntad hacia los bienes que acercan a Dios y contra los males que alejan de Él; y no hay amor a Dios sin amor al prójimo y sin amor a lo que da testimonio de Dios y a lo que acerca a Él, en nosotros mismos y a nuestro alrededor.

 

 

El hombre puede conocer, querer, amar; y querer es actuar. Conocemos a Dios distinguiéndolo de lo que no es Él y reconociéndolo en lo que da testimonio de Él; deseamos a Dios cumpliendo lo que conduce a Él y absteniéndonos de lo que aleja de Él; y amamos a Dios amando conocerle y quererle, y amando lo que da testimonio de Él, alrededor de nosotros y en nosotros mismos.

A estos tres elementos corresponden respectivamente la comprensión, que es intelectiva, la concentración, que es volitiva, y la conformidad, que es afectiva; ahora bien, este último elemento tiene de particular el que por una parte se liga a la voluntad y a la inteligencia ampliándolas de alguna manera103, y, por otra, cuando lo consideramos en sí mismo, se inspira en estas dos facultades gemelas. De esta situación resulta que el tercer elemento, que llamamos conformidad, amor o sentimiento, implica dos polos: la fe, que se refiere a la inteligencia y al conocimiento, y la virtud, que se refiere a la voluntad y a la práctica; sin embargo, ninguno de estos dos elementos se reduce ni a la inteligencia ni a la voluntad, dado precisamente que ambos, tanto la virtud como la fe, tienen por sustancia nuestra alma y no tal o cual facultad particular.

En cierto sentido, la virtud del hombre responde a la cualidad divina que lo hace vivir y lo colma de beneficios, y la fe del hombre responde a la cualidad divina que lo salva y lo libera.

Pero volvamos a la inteligencia y la voluntad: simbólicamente hablando, la primera procede del cerebro y la segunda del corazón, esta complementariedad tiene su fundamento en el hecho de que lo mental se abre al objeto, que se ofrece al discernimiento, mientras que el corazón se identifica con el sujeto, que opera la volición; ahora bien, lo mental no es más que el órgano del registro y de la formulación, también del tanteo racional, pero no de la intelección; la sede de ésta es ese centro sutil cuya manifestación vital es el corazón. Este centro —el Intelecto— es la fuente a la vez del discernimiento, de la voluntad y del amor104.

En términos islámicos, las raíces divinas de las dimensiones espirituales del hombre son las hipóstasis de «Poder» (Qudrah), de Sabiduría (Hikmah) y de «Clemencia» (Rahmah), bipolarizándose esta última en dos Nombres divinos: «el infinitamente Bueno en sí» (Rahmân) y «el infinitamente Misericordioso» (Rahîm). Nosotros interpretamos estos Nombres diciendo: la «Belleza», que es intrínseca, y la «Bondad», que es extrínseca, constituyen la «Beatitud» (la Rahmah como equivalente de la Ananda vedántica)105.

 

 

Hemos dicho que la tercera dimensión del hombre es el amor o la conformidad del alma; o, lo que viene a ser lo mismo, la fe y la virtud. A estos elementos podríamos añadir aún otra disciplina, aunque sea secundaria, a saber, el ambiente: es decir, la frecuentación de los hombres de tendencia ascendente —es el satsanga hindú— y también, en un sentido más vasto, la búsqueda del marco congenial, lo que nos lleva al terreno de la liturgia, del arte sagrado, del artesanado tradicional, del papel de la naturaleza, en pocas palabras, del problema —si problema hay— de la función de las apariencias directa o indirectamente teofánicas. Todo esto se relaciona, repetimos, con el principio del satsanga, la «asociación con los santos», y también con el darshan, la «contemplación» sea de un santo, sea de lo sagrado en todas sus formas; siendo el sentido de lo sagrado la savia tanto de la virtud como de la fe.

Dejando de lado ahora esta dimensión más o menos extrínseca, y hasta accidental cuando se la compara con las condiciones sine qua non, resumiremos las funciones espirituales con los términos siguientes: discernimiento, unión, fe, virtud. El discernimiento se extiende de los principios metafísicos hasta las cosas terrenales: el «discernimiento de los espíritus» se impone a todos; e incluso sobre los planos más contingentes, nuestra inteligencia por una parte y la naturaleza de las cosas por otra, nos imponen una discriminación, sea intuitiva y directa como la intelección, o discursiva e indirecta, como el razonamiento, según los casos.

La aplicación de la voluntad a la vía espiritual culmina en la concentración contemplativa, o en la práctica que hace de vehículo de ésta, la oración en todas sus formas o la meditación, en una palabra, el «recuerdo de Dios»; es por esto por lo que podemos llamar «unión» a esta función suprema de la voluntad, aunque no se trate de la unión de gracia, como el éxtasis o la estación de la unidad. Más acá de esta cima que es la concentración contemplativa —que es la voluntad intrínseca en el sentido de que la voluntad, en esta aplicación, se une a su fuente inmanente—, más acá, pues, de esta función central, la voluntad se aplica forzosamente a las mil cosas que contribuyen a encaminarnos hacia el fin, aunque no fuera sino cooperando al equilibrio sin el cual no hay progreso.

Si el hombre quiere realizar lo que de hecho le supera inmensamente debe estar a priori conforme con este fin o con este modelo, sin lo cual fracasará, bien simplemente desplomándose, bien estrellándose; y esta conformidad, que es como una realización anticipada hic et nunc, es la fe con la virtud, al no ir la una sin la otra. La fe es un «sí» de toda nuestra alma a la Divinidad y a las cosas divinas, y si este «sí» es sincero, producirá, desarrollará o estabilizará la virtud; «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Podríamos decir también que el alma está hecha de amor y que esta sustancia coincide con la fe, porque el amor en sí es el amor a Dios; y como el bien tiende a comunicarse —cuasi ontológicamente—, la irradiación de la fe es el conjunto de las actitudes que manifiestan la belleza del alma y que culminan en la generosidad.

La función de la inteligencia, la llamemos conocimiento o comprensión u otra cosa, implica un modo pasivo, que es contemplativo, y un modo activo, que es discriminativo. La inteligencia no puede ser sino pasiva frente al Objeto divino que la determina, pero ella es activa al discernir lo relativo de lo absoluto y al preceder a todas las demás distinciones que resultan de esta distinción inicial; sin olvidar que esta actividad es la del Intelecto divino en nosotros; nuestra certidumbre es la huella de esta inmanencia.

La voluntad o la actividad, desde el punto de vista de su objeto más elevado, es sinónimo de concentración espiritual, la cual se refiere en última instancia al misterio de identidad; ahora bien, esta concentración es ya eficiente, en el presente, ya latente, en la duración. Es decir, que esta concentración realizadora y unitiva debe ser en sí misma perfecta o total —debe ser todo lo que pueda exigir su naturaleza—, pero debe ser igualmente perseverante, porque la perfección del momento sería inoperante sin su fijación en el tiempo, luego sin la reducción de la duración al instante de Dios.

El sentimiento o el amor, o la conformidad de nuestra persona y, por lo tanto, de nuestra sensibilidad a la Realidad divina que a la vez nos determina y nos atrae, esta conformidad del alma sensible, decíamos, es interior o exterior, devocional o generosa; es fe, devoción o piedad respecto a Dios, y virtud, belleza moral, generosidad respecto a las otras criaturas. En la fe la resignación se combina con el fervor, y en la virtud, la paciencia se combina con la generosidad.

Podríamos decir también que conocer a Dios es verlo «aquí» y «en todas partes»: verlo en sí mismo y en sus manifestaciones. De una manera análoga, podríamos decir que querer a Dios, es decir, actuar según Él y para Él, es quererlo «ahora» y «siempre»: en el acto, que coincide con el presente, y en la disposición, que garantiza la duración y permite reducirla al presente. Y lo mismo para el alma sensible: amar a Dios es amarlo «únicamente» y «totalmente»: amarlo más que a las criaturas, pero al mismo tiempo amar a las criaturas en Él.

 

 

Buscando términos particularmente adecuados o sugestivos para la designación de las dimensiones espirituales del hombre, podríamos proponer la siguiente cuaternidad: objetividad, interioridad, fe y virtud.

La objetividad es la perfecta adaptación de la inteligencia a la realidad objetiva; la interioridad es la concentración perseverante de la voluntad en este «Interior» que, según la palabra de Cristo, coincide con el corazón a cuya puerta conviene echarle el cerrojo después de haber entrado en él, y que se abre sobre el «reino de Dios», el cual en efecto está «dentro de vosotros».

Y esto sobre el fundamento de la fe y de la virtud, de la interiorización y de la irradiación, sin las cuales el hombre no sería el hombre a los ojos de Dios.

 

 

Puesto que el divino Principio se tripolariza en Ser-Potencia, Consciencia-Sabiduría y Felicidad-Misericordia, puede plantearse la cuestión de saber cuál es la relación jerárquica entre estas tres hipóstasis. Sin querer caer en un esquematismo irrealista, diremos que hay suficientes razones para poder afirmar que el Ser-Potencia y la Consciencia-Sabiduría son dos aspectos indiferenciados del Absoluto —indiferenciados pero diferenciables en el plano ya relativo del Ser creador—, mientras que la Felicidad-Misericordia coincide con la Infinitud del Principio. La Beatitud —Ananda— también posee dos aspectos, la Mâyâ que proyecta, referida al Ser-Potencia, y la Mâyâ que reabsorbe, referida a la Consciencia-Sabiduría.

La cuestión de saber si es la Potencia o la Consciencia la que viene en primer lugar es subjetivamente insoluble porque objetivamente no puede plantearse. Cuando se afirma que Sat, el puro Ser, es el Principio-raíz, se presupone que el Ser viene antes que el Conocer; cuando por el contrario se habla de Atmâ, del Sí mismo, como de la suprema Realidad, se parte de la verdad de que el Principio divino es esencialmente Luz, Espíritu, Consciencia, y que la Potencia y la Bondad son sus primeros aspectos o sus primeras funciones106. Indiscutiblemente, esta verdad o esta realidad se manifiesta en el hombre, de quien se puede decir que es una inteligencia que se prolonga en —o por— la voluntad y el sentimiento; los voluntaristas sin embargo ponen todo el acento sobre la voluntad y parecen querer decir que ésta, al elegir a Dios, determina la sensibilidad y la inteligencia. Esta última manera de ver aparece de todas maneras en el axioma que dice que «Dios es amor», lo que da lugar a una perspectiva que incluso se aparta del voluntarismo en el sentido de que pone el sentimiento, y no la voluntad, en la cúspide del triángulo; este es el punto de vista de la Bhakti, que subordina la voluntad y la inteligencia, no, ciertamente, al sentimiento puro y simple, sino a ese amor que coincide con el alma entera y que, en el encuentro con el Amor divino, se impregna de una Presencia sobrenatural y liberadora.

Como el Intelecto contiene los tres elementos y los prefigura en su unidad, es siempre posible reducir uno u otro de estos elementos, tal como aparecen en el hombre, al Intelecto y subordinarle los dos elementos restantes: es decir, que es siempre posible subordinar la voluntad y el amor al Intelecto-Inteligencia, la inteligencia y el amor al Intelecto-Voluntad y la inteligencia y la voluntad al Intelecto-Amor.

 

LAS VIRTUDES EN LA VÍA

 

 

El hombre, «hecho a imagen de Dios», tiene una inteligencia capaz de discernimiento y de contemplación, una voluntad capaz de libertad y de fuerza, un alma, o un carácter, capaz de amor y de virtud.

La inteligencia discierne horizontalmente entre lo esencial y lo secundario, el bien y el mal, y verticalmente, entre lo real y lo ilusorio, lo absoluto y lo relativo, la sustancia y el accidente, lo permanente y lo impermanente. Y contempla lo real o lo absoluto bien bajo el aspecto de la trascendencia, bien bajo el de la inmanencia: concibe lo real divino más allá de las cosas, o, por el contrario, en las cosas en cuanto lo manifiestan.

La voluntad libre elige horizontalmente entre lo útil y lo inútil, el bien y el mal, y verticalmente entre lo real y lo ilusorio, la salvación y la perdición. Y realiza lo real, ya sea absteniéndose de las cosas en cuanto son ilusorias, o por el contrario, aceptándolas como mensajeras de lo real, según las condiciones tanto subjetivas como objetivas.

El alma, o el carácter, ama horizontalmente lo que manifiesta lo real, su bondad, su belleza, y verticalmente lo real mismo, o su bondad o su belleza. Y el alma asimila la naturaleza o las cualidades del Amado participando en él por la virtud o por las virtudes; éstas son, por referencia a las cosas, bien exclusivas, bien inclusivas: así, la virtud del desapego excluye, mientras que la de la generosidad incluye.

Todo esto ya lo hemos explicado con anterioridad, pero debemos volver sobre ello para preparar el terreno con vistas a un análisis de las cualidades del alma. Volvamos pues, igualmente, sobre los datos siguientes: lo que distingue al hombre del animal es la totalidad, y ésta implica la trascendencia. El hombre posee una inteligencia, una voluntad y un poder de amor; ahora bien, cada una de estas tres dimensiones se caracteriza por la objetividad. El hombre es esencialmente capaz, no solamente de un conocimiento y una voluntad objetivas y trascendentes, sino que realiza igualmente estas cualidades en su capacidad de amar, lo que equivale a decir que es capaz de compasión hacia sus semejantes, aunque sean extraños o incluso enemigos, porque es capaz de amor a Dios. Es ciertamente la compasión y el amor a Dios, cualquiera que sea su grado, lo que caracteriza al hombre digno de este nombre, o al hombre sin más, si hacemos abstracción de las decadencias y las perversiones; no hay pueblo que no practique una cierta caridad o que no posea algún tipo de religión, comprobación ésta que no puede quedar invalidada por el fenómeno, muy reciente, de la deshumanización filosófica y artificial del hombre, que prueba, no que el hombre sea otra cosa que lo que es, sino simplemente que es capaz, precisamente porque es hombre, de renegar de lo humano, sin por lo demás poder lograrlo realmente. Puede renegar de sí mismo porque es hombre, y es por la misma razón por la que no puede lograrlo a fin de cuentas.

El conocimiento, función de la inteligencia, no puede ser falso; él es o no es; pero la volición, función de la voluntad, puede ser falsa por su objeto, pero, por supuesto, no por su poder. De una manera análoga, la felicidad puede ser falsa por su objeto o por su plano; en este último caso, el objeto puede ser bueno, pero la felicidad comete el error de excluirlo de su contexto divino, lo que constituye un pecado de idolatría. También la inteligencia puede equivocarse por la falsedad de su contenido, pero en tal caso se equivoca como pensamiento, no como conocimiento; hablar de un falso conocimiento sería tan absurdo como hablar de una visión ciega o de una luz oscura. El error es una ignorancia, luego una privación de conocimiento, aunque siempre haya en el error un elemento subyacente de conocimiento o de verdad, sin el cual no existiría; pero la voluntad hacia el mal sigue siendo una volición, luego una utilización de nuestra libertad, de la misma manera que una felicidad ilusoria sigue siendo una experiencia de bienestar, por consiguiente, una participación ontológica y lejana, eventualmente perversa, en la única Felicidad que es. O también: querer o amar el mal es un mal, pero conocer el mal no es un mal, es incluso un bien, puesto que ello permite localizar el mal y vencerlo.

En otros términos: el conocimiento es en sí mismo infalible o incorruptible como el instinto de las plantas que se vuelven hacia el sol sin equivocarse nunca, mientras que las dos prolongaciones de la inteligencia, la voluntad y el amor, son falibles; pero lo son solamente por el hecho de que se han separado del conocimiento para unirse a la pasión o a la inercia; reintegradas en el conocimiento, vuelven a convertirse en infalibles o incorruptibles como él. Y esto demuestra que el hombre se identifica esencialmente con la inteligencia íntegra o total; esta totalidad confiere ipso facto la libertad a este modo de inteligencia que es la voluntad, como también confiere la generosidad a ese otro modo de inteligencia que es el alma o el carácter. La inteligencia humana implica, por su propia naturaleza, estas dos prolongaciones o funciones con sus perfecciones; no es sino desplegándose en la voluntad y en el alma, o en el amor, como la inteligencia está en disposición de comprometerse operativamente —e impunemente— en la dimensión vertical que, desde los accidentes terrenales, lleva a la Substancia celestial.

El hombre no puede dominarse ni, con mayor razón, superarse, sin el concurso de la inteligencia, de la voluntad y del carácter, siendo, éste último, amor en su realidad primordial y siempre subyacente; para valorizar estas tres facultades, es preciso dirigirlas hacia el fin al que están proporcionadas y que constituye a priori su sustancia sobrenatural y transpersonal, por consiguiente, también, su prototipo y su razón de ser.

El hombre es un todo cuyas partes son solidarias; conocer o amar a Dios es conocerlo y amarlo con todo lo que se tiene y, por consiguiente, con todo lo que se es, como lo exige la totalidad misma de la naturaleza divina.

 

 

El hombre tiene derecho a ser feliz, pero debe serlo noblemente y, lo que viene a ser lo mismo, en el marco de la Verdad y de la Vía. La nobleza es lo que corresponde a la jerarquía real de los valores: lo superior prevalece sobre lo inferior, y esto tanto en el plano de los sentimientos como en el de los pensamientos o las voliciones. Se ha dicho que la nobleza de carácter consiste en poner el honor o la dignidad moral por encima del interés, lo que, en el fondo, significa que es preciso poner lo real invisible por encima de lo ilusorio visible, tanto moral como intelectualmente.

La nobleza está hecha de desapego y de generosidad; sin esta nobleza, los dones de la inteligencia y los esfuerzos de la voluntad no bastarían para la Vía, porque el hombre no se reduce a estas dos facultades; posee también un alma capaz de amor y destinada a la felicidad, y ésta no puede ser realizada —salvo de una manera completamente ilusoria— sin la virtud o la nobleza. Podríamos decir también que la Vía está hecha de discernimiento, de concentración y de bondad: de discernimiento por la inteligencia, de concentración por la voluntad, de bondad por el alma; la bondad innata del alma es al mismo tiempo su belleza, al igual que toda belleza sensible revela una bondad cósmica subyacente.

El desapego implica la objetividad frente a uno mismo; la generosidad implica igualmente la capacidad de ponerse en el lugar del otro, luego de ser «uno mismo» en los otros. Estas actitudes, a priori intelectuales, se convierten en nobleza en el plano del alma107; ahora bien, la nobleza es un modo de objetividad así como de trascendencia.

En la duración, el desapego da lugar a la paciencia y, la generosidad, a la fidelidad; la paciencia y la fidelidad prolongan y perfeccionan de algún modo las virtudes que fijan en el tiempo, de modo que se podría decir que la paciencia acredita la sinceridad del desapego y que la fidelidad acredita la sinceridad de la generosidad108; toda cualidad, para ser completa, exige la perseverancia.

Lo que debemos a Dios, lo debemos de una forma apropiada al prójimo, y si creemos deber a priori algo al prójimo, es que lo debemos fundamentalmente a Dios. Tomemos el ejemplo de la extinción en Dios: existe igualmente una especie de extinción respecto al prójimo y ésta es —aparte la unión de amor en que la extinción es positiva de una manera inmediata— la perfecta objetividad frente a un ego distinto del nuestro. Ser perfectamente objetivo es morir un poco: es dejar de ser uno mismo para ponerse perfectamente en el lugar del otro, lo que no significa en modo alguno que debamos adoptar sus errores y sus vicios, de la misma manera que la objetividad frente a uno mismo tampoco implica una complacencia en las taras o en los pecados. En todo caso, no es sincera nuestra muerte en Dios o nuestra «extinción» más que si paralelamente realizamos una especie de muerte o de extinción hacia el prójimo, según lo que la situación exija; es decir, que para hacer justicia a una cualidad extraña que nuestro propio carácter no nos revela inmediatamente, es preciso «dejar de ser uno mismo» desde el punto de vista en cuestión, y esta capacidad debe ser para nosotros una segunda naturaleza, que no es otra que la humildad. En muchos casos, es la nobleza la que realza la inteligencia, lo que prueba que es en sí misma, como por lo demás toda virtud, un modo de intelección; cada virtud es un ojo que ve a Dios.

Rigurosamente hablando, no somos nosotros quienes realizamos la virtud, es Dios sólo quien la posee y quien nos la comunica; esto es evidente y está universalmente reconocido, al menos en el mundo del espíritu. Lo que creemos que es la realización de una virtud no es en realidad más que una mirada del corazón a Dios, o una mirada de Dios a nuestro corazón. El accidente de la virtud humana no puede ser una producción de la criatura y es precisamente por esto por lo que se llaman «dones» a las cualidades y talentos de un hombre. El orgullo es creer que regalamos nuestras virtudes a Dios.

 

 

El modelo divino de la generosidad es la Misericordia o, más precisamente, el elemento Bondad-Belleza-Felicidad; a la Misericordia de Dios responde la confianza del hombre —virtud que se opone a la duda, a la amargura y a la desesperación—, mientras que la generosidad humana participa necesariamente en la Misericordia divina. En cuanto al desapego, su modelo divino es la Pureza, es decir, la cualidad divina de impenetrabilidad adamantina o de inviolabilidad: nada creado puede entrar en Dios que, siendo la Plenitud, no tiene necesidad de nada y no puede desear nada; a la Pureza de Dios responde la sumisión del hombre, o la resignación o el contento —cualidades que se oponen a la curiosidad, a la disipación y a la rebelión—, mientras que el desapego humano participa en la Pureza divina.

La virtud, hemos dicho, está hecha de desapego y de generosidad; ahora bien, cada una de estas cualidades se aplica de modo horizontal y de modo vertical, es decir, que es, bien un elemento de nobleza, bien un elemento de piedad. El hombre noble está naturalmente desapegado de las cosas mezquinas, a veces en contra de sus propios intereses; y es naturalmente generoso por grandeza de alma. El hombre piadoso se desapega de las cosas de este mundo —sea en el marco de un equilibrio legítimo, sea rompiendo este marco— porque ellas no llevan al Cielo, o en la medida en que no contribuyen a este fin; y es generoso en función de su amor a Dios, porque este amor le permite «ver a Dios en todas partes», y porque «Dios es amor». Que las dos dimensiones, la horizontal y la vertical, estén ligadas en profundidad, resulta de la naturaleza de las cosas: la una condiciona a la otra y la una procede de la otra, y ambas están llamadas a coincidir si no coinciden ya de entrada.

Inteligencia objetiva, voluntad libre, alma virtuosa, éstas son las tres prerrogativas que constituyen al hombre. Alma virtuosa: es decir, que solamente el alma humana, no el alma animal, es capaz a la vez de superarse en dirección al Absoluto y también en dirección al prójimo, cuya dignidad, personalidad, necesidad de felicidad y capacidad de sufrimiento percibe. La virtud, prerrogativa humana como la objetividad intelectual y la libertad volitiva, está hecha de piedad y de bondad; lo que pedimos en primer lugar al hombre es que sea piadoso y bueno. La sustancia moral del hombre es el amor a Dios y la generosidad para con el prójimo.

 

 

Desapego, generosidad, vigilancia, gratitud: estas virtudes proceden de cuatro principios que podríamos caracterizar con los siguientes términos: pureza, bondad, fuerza, belleza; o frío, calor, actividad, reposo; o muerte, vida, combate, paz; también, aplicándolas a la alquimia espiritual: abstención, confianza, cumplimiento, contento. La pureza y la belleza son estáticas; la fuerza y la bondad son dinámicas; desde otro punto de vista, la pureza y la fuerza proceden del rigor; la belleza y la bondad, de la dulzura. Es decir, que la virtud en sí misma, o la conformidad del alma, posee dos modos complementarios, uno estático y otro dinámico y, desde otro punto de vista, un modo riguroso y un modo dulce; y los cuatro principios o las cuatro virtudes derivan de estos modos o de estos polos.

La cuaternidad de los principios espirituales o morales —y éstos son ante todo metafísicos y cosmológicos—, esta cuaternidad, no tiene evidentemente nada de arbitraria: corresponde a los cuatro puntos cardinales: Norte, Sur, Este y Oeste, manifestándose el discernimiento sapiencial por el Cénit y la concentración unitiva por el Nadir, y situándose las cuatro virtudes sobre el plano intermedio, el Horizonte, que es aquí el dominio del alma, de la conformidad y de la piedad109.

Mediante el discernimiento, aprehendemos el Absoluto e ipso facto, sus relaciones con la relatividad; mediante la concentración, nuestra consciencia espiritual se reabsorbe por decirlo así en su fuente divina inmanente; en el primer caso, todo se reduce al Objeto absoluto; en el segundo caso, todo se reduce al Sujeto puro. La piedad, que coincide con la virtud, es el encuentro del sujeto humano con el Objeto divino: el hombre se encuentra armoniosamente confrontado con Dios; la santa receptividad del alma se combina con la Presencia santificadora de Dios. Dicho de otro modo, el alma percibe o realiza la divina Presencia hic et nunc, en su misma relatividad existencial, mientras que la inteligencia y la voluntad tienden a atravesar la pantalla de la existencia para desembocar en el Principio trascendente o inmanente.

Dicho esto, queremos examinar una a una las virtudes claves: el desapego, la generosidad, la vigilancia, la gratitud.

 

 

El desapego: observemos en primer lugar que el apego está en la propia naturaleza del hombre; y, sin embargo, se le pide ser desapegado. El criterio de la legitimidad de un apego es que su objeto sea digno de amor, es decir, que nos comunique algo de Dios y, con mayor razón, que no nos aleje de Él; si una cosa o una criatura es digna de amor y no nos aleja de Dios —en cuyo caso nos acerca indirectamente a su divino modelo—, se puede decir que la amamos «en Dios» y «hacia Dios», luego de acuerdo con el «recuerdo» platónico y sin idolatría ni pasión centrífuga. Ser desapegado es no amar nada fuera de Dios ni a fortiori contra Dios; es, pues, amar a Dios ex toto corde. Pero hay todavía otra perspectiva que se encuentra en todo clima religioso, a saber, la del ascetismo penitencial: en lugar de partir de la idea de que todo exceso es un mal y de que el bien se sitúa entre dos excesos, como lo quiere Aristóteles y como lo enseña también el Islam global, este ascetismo ve el bien en el exceso de desapego; y esto también tiene su justificación según el punto de vista, el temperamento, la vocación, el medio. Según esta perspectiva, no hay exceso, hay simplemente sinceridad y totalidad; ello no impide que esta actitud no pueda, o no quiera dar cuenta de toda la realidad humana o, más precisamente, espiritual.

El desapego es lo opuesto de la concupiscencia y la avidez; es la grandeza de alma que, inspirada por la consciencia de los valores absolutos y, por tanto, también de la imperfección y de la fugacidad de los valores relativos, permite al alma guardar su libertad interior y su distancia respecto a las cosas. La consciencia de Dios, por una parte, anula de algún modo las formas y las cualidades, y, por otra, les confiere un valor que va más allá de ellas; el desapego hace que el alma esté como impregnada de la muerte, pero también, por compensación, que tenga consciencia de la indestructibilidad de las bellezas terrenales; porque la belleza no puede ser destruida, se retira en sus arquetipos y en su esencia, donde renace, inmortal, en la bienaventurada proximidad de Dios.

 

 

La generosidad: ¿cómo no iba a ser generoso el hombre santificado, puesto que espera en la divina Misericordia y no lo hace ciegamente? Porque no basta esperar de la Misericordia las ventajas que promete, es preciso además, e incluso ante todo, abrirse a ella y amarla por sí misma; ahora bien, amar la Misericordia es comprender su naturaleza y belleza y es querer unirse a ella participando en su función. Amar es, en una cierta medida, querer ser lo que se ama, o hacerse lo que se ama; es, pues, imitar lo que se ama.

La generosidad es lo opuesto del egoísmo, de la avaricia y de la mezquindad; precisemos sin embargo que es el mal el que se opone al bien y no viceversa. La generosidad es la grandeza de alma que gusta dar y también perdonar, porque permite al hombre ponerse espontáneamente en el lugar de los otros; que, por consiguiente, concede al adversario las oportunidades que humanamente puede merecer, por mínimas que fuesen, sin que esto reporte ningún perjuicio a la justicia o a la buena causa. La nobleza implica a priori una actitud benevolente y un cierto don de sí, sin afectación y sin violación de la evidencia de las cosas; el hombre noble intenta ayudar, salir al encuentro, antes que condenar y castigar, siendo a la vez implacable y rápido cuando la realidad lo exige. La bondad por debilidad o por ilusión no es una virtud; la generosidad es bella en la medida en que el hombre es fuerte y lúcido. En el alma noble, hay siempre un cierto instinto del don de sí, pues, Dios es el primero en desbordar caridad y, ante todo, belleza; el hombre noble no es feliz más que dándose, y se da ante todo a Dios, como Dios se da a él, y desea darse a él.

 

 

La vigilancia: el hombre santificado es también, y necesariamente, un hombre disciplinado; ser disciplinado es, intrínsecamente, dominarse y, extrínsecamente, hacer las cosas correctamente; no hacer nada a medias ni en contra de la lógica de las cosas, en una palabra, no ser ni negligente ni desordenado, ni extravagante por otra parte. En la naturaleza, cada cosa es enteramente lo que debe ser y cada cosa está en su lugar según las leyes de la jerarquía, del equilibrio, de las proporciones, de los ritmos; la libertad de las formas y de los movimientos se combina con una coordinación subyacente; es así como la perfección del alma exige que lo exterior sea conforme a lo interior. Es preciso que la musicalidad se combine con la geometría, porque la consciencia de lo absoluto debe penetrar en la alegría de la infinitud, y ésta es una condición fundamental del arte; la disciplina del carácter y de la compostura es señal de humildad tanto como de discernimiento y el uno no subsiste sin el otro. Ciertamente puede ocurrir que un santo sea negligente respecto a cosas de este mundo, pero será porque está absorto en la contemplación; aparte de esto, será perfectamente consciente y cuidadoso, y lo menos que se puede decir es que no basta ser negligente para ser un contemplativo o un santo. El hombre santificado evita toda singularidad ostentosa, a menos de una vocación particular; por esto, la disciplina exterior, que apunta a la norma y no a la originalidad, es una de las primeras etapas hacia la extinción del alma autócrata e indómita.

La vigilancia es la virtud afirmativa y combativa que nos impide olvidar o traicionar la «única cosa necesaria»: es la presencia de espíritu que nos lleva sin cesar al recuerdo de Dios y que, por lo mismo, nos hace estar atentos a todo cuanto nos aleja de Él. Esta virtud excluye toda negligencia y todo abandono —en las cosas pequeñas tanto como en las grandes— puesto que está fundada sobre la consciencia del momento presente, de ese instante siempre renovado que pertenece a Dios y no al mundo, a la Realidad y no al sueño. Es en este contexto en el que se sitúa, repetimos, la cualidad de la disciplina, del dominio de sí mismo, de la rectitud en todas las cosas.

 

 

La gratitud: el hombre agradecido es el que se mantiene en la santa pobreza, o en una especie de santa monotonía, si se quiere, en medio de distracciones inevitables y de ocupaciones complejas; se mantiene igualmente en un estado de santa infancia, quedándose bienaventuradamente alejado de toda curiosidad malsana, de toda tentación que a la vez aprisiona y acosa. El hombre piadoso se sabe en exilio —pero sin amargura ni ingratitud— y vive a la vez de certidumbre y de esperanza; y no irá al Paraíso más que aquél que, desde aquí abajo, se encuentra ya en él por su resignación a la voluntad de Dios y por las gracias que de ello resultan.

La gratitud es una virtud que nos permite no solamente contentarnos con las cosas pequeñas —aquí aparece la santa infancia—, sino también apreciar o respetar las cosas pequeñas o grandes porque vienen de Dios, comenzando por las bellezas y dones de la naturaleza; es preciso ser sensible a la inocencia y al misterio de las obras divinas. La adoración de la divina Sustancia entraña el respeto de los accidentes que la manifiestan; adorar a Dios «en espíritu y en verdad» es respetarlo también a través de ese velo que es el hombre, lo que equivale prácticamente a decir que es preciso respetar en todo hombre la santidad potencial en la medida en que nos sea razonablemente posible; en una palabra, admitir, si no comprender, la trascendencia del Creador, es reconocer su inmanencia en las criaturas. A los otros debemos mostrarles, en la medida de lo posible, que no nos detenemos en su accidentalidad terrenal, sino que, por el contrario, queremos tener consciencia de su substancia celestial, lo que excluye toda trivialidad en el comportamiento social. La educación es una manera lejana de ayudar a nuestro prójimo a santificarse o a hacerle recordar que, al estar hecho de santidad como imagen de Dios, está por la misma razón hecho para la santidad110. Quien dice respeto al prójimo dice respeto a sí mismo, porque lo que es verdadero para los otros lo es también para nosotros; el hombre es siempre un santo virtual. La dignidad nos viene impuesta por nuestra deiformidad, por nuestro sentido de lo sagrado, por nuestro conocimiento y nuestra adoración de Dios; la nobleza íntegra forma parte de la fe.

 

 

El hombre noble se mantiene siempre en el centro, nunca pierde de vista el símbolo, el don espiritual de las cosas, el signo de Dios, la gratitud a la vez ascendente e irradiante.

 

 

Dicho esto, nos es preciso dar cuenta del limite del principio de la piadosa cortesía, por descargo de consciencia y aunque la cosa sea obvia. El hombre está muy lejos de su propia substancia y, siendo de hecho accidente, se expone a la santa cólera en la medida en que reniegue de su dignidad humana; merece el rigor por parte de los que pueden tener por función manifestarlo, a saber, los profetas y los maestros espirituales, y después toda autoridad legítima e incluso todo hombre de bien, según las circunstancias. Esta severidad es caritativa y no vengativa cuando se ejerce respecto a los que pueden sacar provecho de ella; su intención es entonces no estigmatizar una perversión irremediable —cosa que se refiere a otra posibilidad—, sino liberar, por medio de una saludable sacudida, una virtud enterrada bajo una capa de hielo o de tinieblas, y ayudar así al hombre deiforme a «volver a ser lo que es», y lo que, en su pura substancia, nunca ha dejado de ser.

La forma más exterior de la disciplina es la etiqueta tradicional, que reglamenta los contactos sociales, sobre todo en el seno de las élites; y la forma más interior de la disciplina o de la rectitud es la dignidad moral, la cual resume todo cuanto hace a un hombre digno de confianza, por ejemplo, la veracidad de las promesas o la fidelidad a la palabra dada. Hablar de una «palabra de honor» es ya un pleonasmo, porque toda palabra compromete el honor de quien la pronuncia; toda palabra debería estar garantizada por el honor de su autor, al ser la dignidad moral un «imperativo categórico» de la condición humana. Es preciso, sin embargo, tener cuidado de no aislar de su contexto divino esta dignidad del hombre, porque todo lo que es humanamente válido lo es en virtud de este contexto o de este fundamento; el mejor honor es el que está enraizado, no en nuestro amor propio, sino en nuestra sinceridad para con Dios. O, también, lo que equivale fundamentalmente a lo mismo: el único honor irreprochable es el que prolonga el honor del Cielo sobre la tierra.

Si, contra la evidencia de las cosas, se nos preguntara qué tiene que ver la virtud con las cuestiones de la realización espiritual, o sea, de técnica rigurosa y extraindividual, responderíamos lo que sigue, situándonos en el mismo punto de vista estrictamente práctico: la realización espiritual impone al alma una inmensa desproporción por el hecho de que introduce la presencia de lo sagrado en las tinieblas de la imperfección humana; ahora bien, esto provoca fatalmente reacciones desequilibradoras que implican en principio el riesgo de una caída irremediable, reacciones que la belleza moral, combinada con las gracias que atrae por su naturaleza misma, puede en gran medida prevenir o atenuar. Es precisamente esta belleza la que los diletantes ambiciosos y desprovistos de imaginación creen poder desdeñar, porque no ven en ella más que un sentimentalismo ajeno a lo que creen que es la técnica realizadora; sin embargo, cuando el alma se ve como suspendida entre dos mundos, el uno ya perdido y el otro todavía no alcanzado, sólo una virtud fundamental y la gracia pueden salvarla del vértigo, y sólo esta virtud la inmuniza de entrada contra las tentaciones y las desviaciones.

En este plano de alquimia espiritual es importante no confundir una moralidad puramente extrínseca con la virtud intrínseca —que puede por lo demás parecer amoral en ciertos casos— ni una virtud natural de débil envergadura con una virtud profundamente enraizada en el corazón y que engloba al alma entera. Es importante comprender ante todo este principio: es intrínsecamente moral lo que, implicando un beneficio en un grado cualquiera, no daña a nadie; es intrínsecamente inmoral lo que, sin aprovechar a nadie, causa daño a otros o a nosotros mismos; teniendo siempre en cuenta la jerarquía de los valores.

Por una parte, las virtudes favorecen o incluso condicionan las actitudes contemplativas y, por otra, resultan de ellas en la medida en que estas actitudes son sinceras. Una virtud es profunda en la medida en que coincide con una superación de sí mismo, lo cual es sinónimo de objetividad, de imparcialidad, de serenidad ya celestial. Pues el virtuoso lo es porque su inteligencia y su sensibilidad perciben el ser mismo de las cosas.

 

 

Discernimiento sapiencial y concentración unitiva: el primero es objeto en el sentido de que el conocimiento mental implica la confrontación de un sujeto con un objeto, mientras que la segunda es subjetiva en el sentido de que la subjetividad tomada aisladamente y profundizada hasta su esencia representa el conocimiento —cardíaco y no mental— que supera la escisión entre un sujeto y un objeto. La sabiduría, como ciencia de los principios universales, es el polo objetivo del conocimiento; la santidad, como experiencia de ser y no de pensamiento, es su polo subjetivo111.

 

 

Al discernimiento sapiencial —determinado por el absoluto— se une la virtud de la veracidad; a la concentración unitiva —con miras al Absoluto— se une la virtud de la sinceridad. La sinceridad es una veracidad subjetiva y volitiva, como la veracidad es una sinceridad objetiva e intelectiva.

El principio de la veracidad se encuentra formulado de la mejor manera posible en la divisa de los maharajas de Benarés: «No hay derecho superior al de la verdad.» De una manera análoga, el principio de la sinceridad se expresa mejor en esta fórmula jurídica: «La verdad, sólo la verdad y toda la verdad», pero aplicada de modo moral y parafraseada en consecuencia: «El bien, todo el bien y nada más que el bien»: a saber, el movimiento de aproximación a Dios.

Esta virtud de sinceridad plantea el problema de la línea de demarcación entre lo que es obligatorio y lo que no lo es. Es aquí donde interviene la distinción, por una parte, entre la verdad absoluta y las verdades relativas y, por otra, entre el bien absoluto y los bienes relativos; ahora bien, se trata de no confundir la verdad relativa con el error ni el bien relativo con el mal; con mayor razón, no podría tratarse de tomar el error o el pecado por bienes relativos. Lo que hay que comprender es que el hombre sincero o el hombre veraz tiene el derecho de ser humano: tiene derecho por definición a las relatividades intelectuales y morales de las que tiene necesidad para vivir, siempre que estén de acuerdo con lo que él puede y debe aprehender intelectual y moralmente del Absoluto. Por una parte, nada se asemeja al Principio trascendente, y si no existiera más que este aspecto de la verdad total, el hombre tendría que renunciar a todo; pero su misma existencia prueba que la verdad implica otro aspecto, el de la participación, lo que nos permite añadir: por otra parte, todo manifiesta el Principio —que es inmanente sin dejar de ser trascendente—, sin lo cual nada existiría. Por consiguiente, si por una parte está la opacidad de las cosas, que nos obliga a buscar a Dios más allá de ellas, por otra está su transparencia, que nos permite aceptarlas a la vez que buscamos a Dios; aceptarlas precisamente en la medida en que son objetiva o subjetivamente transparentes y no de otra manera. Es decir, que el hombre que ama a Dios con sinceridad tiene sin embargo el derecho de amar a una criatura «en Dios», no contra Él; ser humano y vivir en la relatividad no es traicionar la sinceridad que debemos al Absoluto112.

 

 

La humildad, como es sabido o se debería saber, tiene su origen en nuestra total dependencia de Dios; resulta normalmente de esta consciencia un sentido de las proporciones siempre alerta, que nos impide tanto sobreestimarnos como subestimar a otro. Ahora bien, es preciso frenar, por supuesto, no esta virtud, sino su posible exceso; y se la frena por la virtud complementaria, la veracidad, que nos recuerda que ninguna virtud tiene derecho a ir contra la verdad y que, por consiguiente, nos incita a no sobreestimar a nadie y a no subestimamos cuando la diferencia de valores es evidente. Un maestro de escuela debe notar que tal muchacho está más dotado que él, pero no puede creer que él, maestro y adulto, es más ignorante y menos experimentado que el muchacho.

Una observación análoga es aplicable a la sinceridad, que consiste en ser lo que se expresa y en expresar lo que se es; aquí también hay una virtud que frena la interpretación torcida y el exceso, y es la prudencia. Porque la sinceridad no nos obliga a entregar a otros lo que les supera o lo que no les concierne, o lo que no les resulta de ninguna utilidad, sino que les perjudica; en una palabra, lo que ellos no desean conocer si son hombres de bien. Nos damos cuenta perfectamente que al volver aquí sobre el papel de la verdad en la economía de las virtudes, nos estamos repitiendo, pero poco importa; no tenemos que excusarnos demasiado por ello, puesto que, en la religión de «nuestro tiempo», se repite incansablemente que el reino de Dios está fuera de nosotros y que hay que admitirlo por humildad, y hasta por caridad.

Si las expresiones elípticas se comprendiesen fácilmente, diríamos de buena gana que la más grande de las virtudes es la verdad; la verdad, en cuanto es vivida, no solamente pensada, y en cuanto se convierte dentro de nosotros en el sentido de lo sagrado y la adoración.

 

 

La virtud en sí misma es la adoración que nos une a Dios y nos trae hacia Él, a la vez que irradia alrededor de nosotros; adoración primordial y cuasi existencial que se anuncia ante todo por el sentido de lo sagrado, como acabamos de decir. Lo sagrado es el perfume de la divinidad, es lo divino hecho presente; amar lo sagrado es penetrarse del perfume del puro Ser y de su serenidad. El alma de la Santísima Virgen, prototipo de toda alma santificada, está hecha de adoración innata, y ésta actualiza la Presencia real como un espejo refleja la luz; el alma virginal es consubstancial a esta Presencia como el espacio coincide con el éter que contiene.

La virtud una, o la devoción substancial, es reposar en el Ser, que es a la vez trascendente e inmanente, a la vez que está sacramentalmente presente, hic a nunc. Y toda virtud es, por participación en su propia esencia, un modo de adoración y por consiguiente de beatitud.

Dios ha puesto en nuestra substancia todas las virtudes; son función de la naturaleza de ésta, y esta naturaleza es la devoción primordial. Es por esto, repetimos, por lo que una virtud no es nunca una adquisición ni una propiedad: pertenece siempre a Dios y, por Él, al Logos; nuestra preocupación debe ser eliminar lo que se opone a las virtudes, no adquirir las virtudes para nosotros mismos; hay que dejar libre paso a las cualidades del Soberano Bien. Y este mensaje debemos, al tiempo de transmitirlo, llegar a realizarlo mediante una suerte de extinción activa o de actividad extintiva; debemos realizarlo porque de hecho lo somos en el fondo de nosotros mismos y, ante todo, en la intención creadora de Dios.

 

NATURALEZA Y PAPEL DEL SENTIMIENTO

 

 

Tanto la cuestión de las virtudes como la de la estética evoca, con razón o sin ella, la del sentimiento: con razón, si se entiende que el sentimiento juega un papel legítimo en la moral y en el arte, pero sin razón si se une a la noción de sentimiento un matiz peyorativo, como si se tratase de un exceso o de una debilidad. En realidad, el sentimiento es un estado de consciencia que no es mental, objetivo y matemático, sin duda, sino vital, subjetivo y, por decirlo así, musical: es el color emocional que toma el ego entero al contacto con cualquier fenómeno, comprendidos entre los fenómenos los pensamientos y las imágenes mentales por una parte y las intuiciones espirituales por otra. La calidad del sentimiento depende tanto de la del ego como de la del fenómeno; si por una parte se distingue entre hombres nobles, virtuosos y contemplativos y hombres vulgares, viciosos y superficiales, por otro lado se distinguirá entre fenómenos pertenecientes a diferentes niveles, a partir del plano físico hasta el plano espiritual, y, finalmente, entre diversos géneros, como los fenómenos de orden estético y los de orden moral. Los fenómenos provocan en el ego diversas coloraciones, según una serie indefinida de gradaciones en lo que concierne a la calidad y la intensidad, y estas coloraciones indican directa o indirectamente lo que somos; el sentimiento es bien una imagen, o bien una modalidad de la persona, según su grado de profundidad.

Como la inteligencia y la voluntad, el sentimiento es una facultad a la vez de discriminación y de asimilación; si detestamos es porque el objeto nos impide amar, es decir, sentir lo que es conforme a nuestra naturaleza y lo que, por este hecho, nos permite ser en la superficie lo que somos en profundidad. Y si en espiritualidad es importante conocer Lo que conoce y querer Lo que quiere, no lo es menos amar Lo que ama.

El sentimiento puede ser diverso en sus accidentes, pero es amor en su sustancia. El amor responde intuitiva y vitalmente a la belleza, a la bondad, al bien; se alimenta de ellos, por decirlo así, y transforma y asimila el alma despertando en el fondo de ésta la Belleza inmanente, la única que es, puesto que es la de Dios. La belleza exterior es precisamente su reflejo: amando inteligente y piadosamente —luego de una manera contemplativa— la belleza sensible, el alma se acuerda de su propia esencia inmortal; amando, quiere convertirse en el otro, a fin de poder volver a ser ella misma.

El sentimiento, considerado en todos sus aspectos, opera, por una parte, una discriminación de alguna manera vital entre lo que es noble, amable y útil y lo que no lo es y, por otra, una asimilación de lo que es digno de ser asimilado y, por lo mismo, realizado; es decir, que el amor está en función del valor del objeto. Si el amor prevalece sobre el odio hasta el punto de que no haya medida común entre ellos, es porque la Realidad absoluta es absolutamente amable; el amor es sustancia, el odio es accidente, salvo en las criaturas perversas. Hay dos clases de odio, uno legítimo y otro ilegítimo: el primero deriva de un amor víctima de una injusticia, como el amor de Dios clamando venganza, y éste es el fundamento mismo de toda santa cólera; la segunda clase de odio es el injusto, o el odio que no se encuentra interiormente limitado por el amor subyacente que es su razón de ser y que lo justifica; esta segunda clase de odio aparece como un fin en sí mismo, es subjetivo y no objetivo, y quiere destruir más que reparar.

Tanto el Corán como la Biblia admiten que hay una Cólera divina113; por consiguiente, también una «santa cólera» humana y una «guerra santa»; el hombre puede «odiar en Dios», según una expresión islámica. En efecto, la privación objetiva permite o exige una reacción privativa por parte del sujeto y todo está en saber si en tal caso particular nuestra conmiseración por tal sustancia humana debe aventajar a nuestro horror por el accidente que hace al individuo detestable. Pues es verdad que desde un cierto punto de vista hay que detestar el pecado y no al pecador, pero este punto de vista es relativo y no impide que a veces se esté obligado, por el juego de las proporciones, a despreciar al pecador en la medida en que se identifica con su pecado. Hemos oído decir una vez que quien es incapaz de desprecio es igualmente incapaz de veneración; esto es perfectamente cierto, a condición de que la evaluación sea justa y que el desprecio no supere los límites de su razón suficiente, tanto subjetiva como objetiva114. El justo desprecio es a la vez un arma y un medio de protección; hay también la indiferencia, ciertamente, pero ésta es una actitud de eremita que no es forzosamente practicable ni buena en la sociedad humana, pues corre el riesgo de ser mal interpretada. Por lo demás, y esto es importante, el justo desprecio se combina necesariamente con una cierta indiferencia, sin lo cual se carecería de desapego y también de ese fondo de generosidad sin el cual una cólera no podría ser santa. La visión de un mal no debe hacernos olvidar su contingencia; un fragmento puede o debe molestar, pero es preciso no perder de vista que es un fragmento y no la totalidad; ahora bien, la consciencia de la totalidad, que es inocente y divina, aventaja en principio a todo lo demás. Decimos «en principio», pues las contingencias conservan todos sus derechos; es decir, que una cólera serena es una posibilidad, e incluso una necesidad, porque, al detestar un mal, no dejamos de amar a Dios.

 

 

Es importante no confundir las nociones de sentimiento, sentimentalidad y sentimentalismo, como se suele hacer demasiado a menudo como consecuencia de un prejuicio, bien racionalista, bien intelectualista. Este segundo caso es por otra parte más sorprendente que el primero, porque si la razón se opone en cierto aspecto al sentimiento, el Intelecto permanece neutro a este respecto, como la luz permanece neutra respecto a los colores. Decimos adrede «intelectualista» y no «intelectual», porque la intelectualidad no podría implicar prejuicio.

Todo el mundo está de acuerdo en considerar que un sentimiento que se opone a una verdad no es digno de estima, y ésta es la definición misma del sentimentalismo. Cuando se reprocha justamente a una actitud el ser sentimental, esto no puede significar más que una cosa, a saber, que la actitud de que se trata contradice una actitud racional y usurpa su lugar; y recordemos que una actitud no puede ser positivamente racional más que en función, sea de un conocimiento intelectual, sea simplemente de una información suficiente sobre una situación real; no puede serlo por el simple hecho de que sea lógica, puesto que se puede razonar en ausencia de los datos necesarios.

De la misma manera que la intelectualidad es, por una parte, el carácter de lo que es intelectual y, por otra, la tendencia hacia el Intelecto, igualmente la sentimentalidad significa a la vez el carácter de lo que es sentimental y la tendencia hacia el sentimiento; en cuanto al sentimentalismo, éste sistematiza un exceso de sentimentalidad en detrimento de la percepción normal de las cosas: los fanatismos confesionales y políticos son de este orden. Si recordamos aquí estas distinciones de por sí evidentes, es únicamente a causa de las frecuentes confusiones como tenemos ocasión de observar en este terreno —y no somos ciertamente los únicos en hacerlo— y que amenazan con falsificar las nociones de intelectualidad y de espiritualidad.

 

 

«Dios es amor». Si esta sentencia es verdadera —y lo es por autoridad divina— el sentimiento es una dimensión normal, luego positiva en sí, del microcosmo humano, y todas las suspicacias a su respecto son aberrantes. Atmâ es Sat, Chit y Ananda: «Ser», «Consciencia» y «Felicidad», o también «Poder», «Sabiduría» y «Bondad»; en el microcosmo, estos aspectos vienen a ser la voluntad, la inteligencia y el sentimiento. Querer suprimir el sentimiento equivale pues, ontológicamente hablando, a querer suprimir el elemento Ananda, ni más ni menos.

Por lo demás, los adversarios del sentimiento —por consiguiente, en el fondo, del amor— se sitúan en una contradicción a la vez existencial y psicológica consigo mismos. En primer lugar, porque nada existe sin amor, y después, porque ningún hombre puede rechazar los sentimientos en su vida concreta, sea material, sea espiritual. Todo hombre, salvo hipocresía, aspira a la felicidad y ésta no tiene nada de ecuación matemática.

La cima de esta energía que es el sentimiento la constituye el amor a Dios; dicho de otro modo, esta cima es la fe o la devoción. La fe es el estímulo que nos hace vivir en Dios y por Dios; la devoción es el temor reverencial que está en relación con el sentido de lo sagrado y que de alguna manera nos encierra en un clima contemplativo de adoración y de paz.

Se nos podría objetar que el amor a Dios está por encima de los sentimientos y que compromete especialmente a la voluntad, la cual no tiene nada de sentimental; si ello es así, no sería preciso hablar de amor a Dios, porque el amor es indiscutiblemente un sentimiento; habría que elegir otra forma. El sentimiento, exactamente como la inteligencia mental, prolonga el Intelecto —limitándolo— y, por consiguiente, no puede encontrarse enteramente excluido de él; por consiguiente, no hay separación absoluta entre el amor emocional a Dios y el Intelecto, al implicar éste necesariamente una dimensión de amor sobrenatural115. Si por una parte el amor espiritual no puede ser una pasión ordinaria desde el momento en que su objeto es Dios y es función —o concomitancia— de una actividad de la inteligencia y de la voluntad, por otra parte se inspira necesariamente en su fuente sobrenatural, que es el Espíritu Santo y que es el Amor en sí mismo.

 

 

Hay el corazón-conocimiento y el corazón-amor; son como las dos facetas de un mismo misterio116. Es con el corazón amante con el que se relacionan estas palabras de Cristo: «Porque ha amado mucho, mucho le será perdonado»; y es asimismo al corazón, pero en su aflicción, al que se refieren estas otras: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.» Se habla del corazón que arde de amor, y también del que se funde; se funde bebiendo el vino de la gracia y, al fundirse, él mismo es el vino que es bebido por el Bienamado117.

 

LO QUE ES Y LO QUE NO ES LA SINCERIDAD

 

Cuántas veces hay que leer u oír decir que alguien se ha equivocado gravemente, o que es un vicioso o un criminal, pero que es «sincero», que, por consiguiente, «busca a Dios a su manera», y otros eufemismos de este género, lo que de hecho quiere decir lo siguiente: no temáis, no hace falta esforzarse ni por la verdad ni por la virtud. Esta opinión, verdaderamente perversa, no es sino una manifestación, entre otras muchas, del subjetivismo moderno, según el cual lo subjetivo más contingente prevalece sobre lo objetivo, incluso en los casos en que esto es la razón de ser de aquello y, por lo tanto, determina su valor. Esto quiere decir que el «sincerismo» de moda, lejos de ser moral o espiritual, no es más que individualismo más o menos cínico: con un matiz democrático por otra parte, puesto que querer dominarse y superarse es, según parece, querer ser más que los otros, como si nuestro esfuerzo por perfeccionarnos impidiera a los demás hacer otro tanto.

El cinismo y la hipocresía son dos formas de orgullo: el cinismo es la caricatura de la sinceridad o de la franqueza, mientras que la hipocresía es la caricatura del escrúpulo o de la disciplina, o de la virtud en general. Los cínicos creen que ser sincero es exhibir defectos y pasiones, y que ocultarlos es ser hipócritas; no se dominan ni, con mayor razón, intentan superarse; y el hecho de que tomen su tara por una virtud prueba precisamente su orgullo. Los hipócritas, por el contrario, creen que ser virtuoso es exhibir actitudes virtuosas, o que las apariencias de fe valen por la fe; su vicio consiste, no en manifestar las formas de la virtud —lo cual constituye una regla que se impone a todos—, sino en creer que esta manifestación es la virtud misma, y sobre todo en fingir las virtudes con intención de ser admirados; lo que viene a ser orgullo, puesto que significa individualismo y ostentación. El orgullo es sobreestimarse subestimando a los demás; y esto es lo que hacen el cínico y el hipócrita, grosera o sutilmente, según los casos.

 

 

Todo esto equivale a decir que tanto en el cinismo como en la hipocresía se pone al ego autócrata, luego tenebroso, en el lugar del espíritu y de la luz; ambos vicios son otros tantos robos mediante los cuales el alma pasional y egoísta se apropia de lo que pertenece al alma espiritual. En resumen, presentar un vicio como virtud y acusar correlativamente a las virtudes de ser vicios, como lo hace el cinismo sincerista, no es otra cosa que hipocresía, pero se trata de una hipocresía particularmente perversa.

En cuanto al orgullo, fue definido perfectamente por Boecio: «Todos los demás vicios huyen de Dios; únicamente el orgullo se levanta contra Él.» Y también por San Agustín: «Los otros vicios se apegan al mal a fin de que sea cumplido; sólo el orgullo se apega al bien, a fin de que perezca.» Cuando Dios está ausente, el orgullo colma necesariamente el vacío; no puede dejar de aparecer en el alma cuando nada se refiere al Soberano Bien. Ciertamente, las virtudes de los mundanos, o las de los incrédulos, tienen su valor relativo e indirecto, pero lo mismo vale para las cualidades físicas a su nivel; sólo las cualidades valorizadas por la Verdad y la Vía concurren a la salvación del alma; ninguna virtud separada de estos fundamentos tiene poder salvador, y esto prueba la relatividad, y el alcance indirecto, de las virtudes propiamente naturales. El hombre espiritual no se siente propietario de sus virtudes; renuncia a los vicios y se extingue —activa y pasivamente— en las Virtudes divinas, las Virtudes en sí mismas. La Virtud es lo que es.

 

 

El hombre virtuoso oculta sus defectos por las siguientes razones: en primer lugar, porque no les reconoce ningún derecho a la existencia y porque, después de cada caída, espera que esa sea la última; verdaderamente, no se puede reprochar a nadie que oculte sus faltas porque se esfuerza en no pecar, y que se comporte correctamente. Otra razón es la conformidad con la norma: para eliminar un defecto, es preciso no solamente tener la intención de eliminarlo por Dios y no por complacer a los hombres, sino también entrar activamente en el molde de la perfección; y si es evidente que no hay que hacerlo para complacer a los hombres, no es menos evidente que hay que hacerlo también para no escandalizarlos y para no darles mal ejemplo; esta es una caridad que Dios exige de nosotros, puesto que el amor a Dios exige el amor al prójimo.

Cuando la sedicente sinceridad rompe el marco de las reglas tradicionales —o simplemente normales— de comportamiento, descubre por esto mismo su carácter orgulloso; pues las reglas son venerables, y nosotros no tenemos derecho a despreciarlas poniendo nuestra subjetividad por encima de ellas. Cierto que a veces ocurre que algunos santos rompen estas reglas, pero lo hacen por arriba, no por abajo, en virtud de una verdad divina, no de un sentimiento humano. En todo caso, si el hombre tradicional se eclipsa detrás de una regla de comportamiento, no es ciertamente por hipocresía, es por humildad y por caridad; por humildad, porque reconoce que la regla tradicional tiene razón y es mejor que él; por caridad, porque no quiere ofrecer a sus prójimos el escándalo de sus defectos, sino más bien al contrario, entiende manifestar una norma saludable, incluso si personalmente no está situado todavía a su nivel.

 

 

Es importante distinguir entre la sinceridad sin más, que engloba y compromete al hombre entero —al menos desde el punto de vista moral— y una sinceridad fragmentaria que no merece este nombre más que como fenómeno psíquico y en los límites subjetivos en que el fenómeno se produce; de manera bien paradójica, este género de buena fe puede injertarse como un detalle autónomo sobre un fondo de mala fe, por cuanto, para mentir bien, es preciso comenzar por mentirse a sí mismo.

Se habla demasiado a menudo de la sinceridad de un error, pero se suele olvidar que la verdadera sinceridad, por cuanto coincide con el amor a la verdad, excluye la persistencia en una idea falsa, pues quien quiere ser profundamente sincero desconfía de sus inclinaciones naturales y vacila en identificarlas con la realidad objetiva. Esto equivale a decir que la sinceridad, en la medida en que compromete a la inteligencia, coincide con la objetividad —o al menos con una objetividad suficiente desde un determinado punto de vista relativo pero válido— y esta cualidad implica una cierta renuncia a sí mismo, luego una especie de muerte; como explica a su manera, y perfectamente, este adagio hindú: «No hay derecho superior al de la verdad.»

 

 

El hombre noble es el que se domina y gusta de dominarse; el hombre vil es el que no se domina y siente horror a dominarse118. El hombre espiritual es el que se supera y gusta de superarse; el hombre mundano permanece horizontal y detesta la dimensión vertical. Y esto es importante: no se puede uno someter a un ideal apremiante —ni intentar superarse por Dios— sin llevar en el alma lo que los psicoanalistas llaman «complejos»; esto viene a decir que hay «complejos» que son normales en el hombre espiritual o incluso simplemente en el hombre respetable, y que, inversamente, la ausencia de «complejos» no es forzosamente una virtud, por no decir más. Sin duda, el hombre primordial, o el hombre deificado, no tiene ya complejos, pero no basta carecer de complejos para ser un hombre deificado o un hombre primordial.

La raíz de toda verdadera sinceridad es la sinceridad para con Dios, no hacia nuestra propia y arbitraria complacencia; es decir, que no basta creer en Dios, es preciso también sacar todas las consecuencias de ello en nuestro comportamiento interior y exterior; y cuando se aspira a una perfección —puesto que Dios es perfecto y nos quiere perfectos— se procura manifestarla incluso antes de haberla realizado y para poder realizarla.

El que se somete a las normas interiores y exteriores, el que por consiguiente se esfuerza en el camino de la perfección, o de la eliminación de las imperfecciones, sabe muy bien que entre los que no realizan este esfuerzo los hay que son mejores que él desde el punto de vista de las cualidades naturales; pero estando dotado de inteligencia, sin lo cual no sería hombre, no puede ignorar que en lo que respecta a la verdad metafísica y al esfuerzo espiritual, él es forzosamente mejor que los mundanos, lo quiera o no, y que un esfuerzo por Dios vale infinitamente más que una simple cualidad natural que nada valoriza espiritualmente. Por lo demás, los mundanos buscan siempre cómplices para su disipación y su pérdida, y es por esto por lo que los espirituales se apartan de ellos en la medida de lo posible, a menos de tener una misión apostólica; pero, en este caso, los espirituales se guardarán bien de imitar el mal comportamiento de los mundanos, es decir, de ser contrarios a lo que predican.

 

 

Resumiendo, diremos que el contenido de la sinceridad es nuestra tendencia hacia Dios y, por consiguiente, nuestra conformidad a las reglas que esta tendencia exige, y no nuestra naturaleza pura y simple con todos sus defectos; ser sincero no es ser vicioso ante los hombres, es ser virtuoso ante Dios, y por consiguiente entrar en el molde de las virtudes que no se han asimilado todavía, cualesquiera que sean las opiniones de los hombres. Es verdad que algunos santos —en el Sufismo, las «gentes de la reprobación»— han intentado escandalizar a fin de ser despreciados, lo que equivale prácticamente a despreciar a los otros, pero el egoísmo moral o místico no tiene consciencia de ello; esta actitud no deja de constituir una espada de doble filo, al menos en los casos extremos —aquellos precisamente que nos permiten hablar de egoísmo— y no cuando se trata simplemente de actitudes neutras destinadas a ocultar una perfección o un deseo de perfección. En cualquier caso, los imperativos de determinada subjetividad mística no pueden impedir que la actitud normal sea la de practicar las virtudes en el equilibrio y la dignidad; y es importante no confundir el equilibrio con la mediocridad, que procede de la tibieza, mientras que el equilibrio procede de la sabiduría. La esencia de la dignidad es no solamente nuestra deiformidad, sino también la humildad acompañada de la caridad; estas dos virtudes compensan los riesgos que dimanan de nuestra cualidad de imagen de Dios, a la vez que participan en las Virtudes divinas, lo que las integra en nuestro teomorfismo. Este nos podría volver orgullosos y egoístas, pero cuando captamos su verdadera naturaleza, vemos que nos obliga, por el contrario, a las perfecciones no solamente del Señor, sino también del siervo; en esta complementariedad reside todo el misterio del pontifex humano.

Al margen de estas consideraciones de principio, sin duda no resultará inútil añadir que las reglas de comportamiento son a veces sutiles y complejas y hasta paradójicas: que un anciano juegue con los niños no le quita nada de su dignidad si mantiene la que se impone al hombre como tal; que un litigante reclame su derecho no es contrario a la caridad, si a su vez no comete una injusticia, aunque no sea más que por mezquindad119. La caridad no excluye la santa cólera, como tampoco la humildad excluye la santa altivez o la dignidad no excluye la santa alegría.

 

 

Hemos visto que la hipocresía consiste, no, por supuesto, en adoptar un comportamiento superior con intención de realizarlo y de afirmarlo, sino en adoptarlo con la intención de parecer más de lo que se es. No reside pues en un comportamiento que eventualmente nos sobrepasa, sino en la intención de parecer sobrepasar a los otros, y esto aunque sea sin testigos y a título de satisfacción íntima; la virulencia del error sincerista nos incita a poner de manifiesto una vez más esta distinción de por sí evidente. Si el solo hecho de adoptar un comportamiento modelo fuese hipocresía, no sería posible esforzarse hacia el bien, y el hombre no sería el hombre.

La sinceridad es la ausencia de mentira en el comportamiento interior y exterior; mentir es inducir voluntariamente al error; se puede mentir al prójimo, a sí mismo y a Dios. Ahora bien, el hombre piadoso que cubre su debilidad con un velo de rectitud no entiende mentir, ni miente ipso facto; no entiende manifestar lo que es de hecho, pero no puede evitar manifestar lo que quiere ser. Y alcanza así, por la fuerza de las cosas, la perfecta veracidad: pues lo que queremos ser es, de una cierta manera, lo que somos. Velo de hipocresía, velo de rectitud: en el primer caso, el velo es opaco y disimula; en el segundo, es transparente y comunica. La «caída del velo» (zawâl el-hijâb) es, en el primer caso, el rechazo de la hipocresía; en el segundo, es el abandono del esfuerzo, o más bien el olvido del símbolo, gracias a la presencia liberadora de lo Real.

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María del Carmen

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