La revolución interior

09.01.2014 21:42
Fisióloga nacida en Letonia, psiquiatra junguiana, feminista, traductora y ecologista, Lola Hoffmann hizo de su persona el campo de una revolución interior y contribuyó en forma singular a la construcción de una nueva sensibilidad en Chile, su país de adopción.
 
SALVADA. Helena Jacoby, Lola (1904-1988) nació en Riga, actual capital de Letonia, en una familia intelectual y acomodada de origen judío. En 1919 los Jacoby se instalaron en Friburgo donde a pesar de la oposición paterna Lola se inscribió en la Facultad de Medicina. Allí su vida cambió radicalmente: hizo nuevas amistades, se integró a un grupo de universitarios de origen báltico y asistió a las charlas de Carl Gustav Jung y de Richard Wilhelm, quien acababa de terminar la traducción al alemán del I Ching, El Libro de los Cambios. Ese fue el primer contacto con dos hombres que treinta años más tarde marcarían su vida. Sin embargo en ese momento Lola se sintió una ignorante porque no logró entender nada del contenido de aquellas conferencias.
 
En 1927 comenzó a preparar su tesis final, sobre el estudio de las glándulas suprarrenales en ratas. Dos años después, en un mundo que reservaba la ciencia a los hombres, trabajaba en Berlín como asistente del principal especialista en hormonas de Alemania, el doctor Paul Trendelenburg. Berlín también fue la ciudad que le abrió las puertas al arte y donde descubrió el amor. Asistió a La ópera de tres centavos de Bertolt Brecht, al estreno de La consagración de la primavera de Stravinski y se interesó por el movimiento Bauhaus y el dadaísmo.
 
Conoció a Franz Hoffmann, un médico chileno que hacía un postgrado de Fisiología. Se enamoraron y cuando volvió a Chile, Franz se la llevó con él. Para Lola hubo algo de predestinación en la decisión de no regresar a la conservadora Riga de la infancia. Eso la salvó del destino de la mayor parte de su familia: la deportación y la muerte en los campos de concentración nazis.
 
EN TERRITORIO DE FRANZ. En 1931 Lola Hoffmann subió a un barco por primera vez en su vida. Dos meses después desembarcó en Valparaíso donde la esperaba la familia de Franz. El primer año lo dedicó a aprender español y después empezó a trabajar como asistente de su marido en el Instituto de Fisiología. El matrimonio también era una pequeña y armoniosa comunidad científica; investigaban, publicaban y viajaban juntos. Aunque los dos aportaban al trabajo científico el reconocimiento era exclusivamente para Franz. Lo nombraron miembro de la Royal Society of Medicine of London, de la Real Academia de Medicina de Madrid y la Organización Mundial de la Salud lo contrató para estudiar los problemas de la educación médica en Europa y América.
 
Cuando cumplió 46 años, y todo parecía estar bien, pues tenía trabajo, dos hijos y un marido que la amaba y protegía, Lola entró en crisis: "Franz era extraordinariamente hábil y tenía un sentido de la forma que yo admiraba mucho. En fisiología lo inventaba todo. Mi trabajo en el Instituto era eficiente pero nunca fue remunerado. (...) Comencé a cuestionar mi dependencia total al sistema en que vivía. No podía ser tan inútil. Desde muy joven había sido capaz de grandes realizaciones en una sociedad absolutamente hostil al desarrollo de las mujeres y no podía ser que me encontrara a esa edad totalmente subordinada".
 
En esos días tuvo un sueño al que atribuyó una importancia decisiva en la transformación de su vida. Estaba en el laboratorio, donde pasaba la mayor parte del día, abriendo el esternón de un perro con una gran tenaza. El tórax abierto dejaba ver el corazón, latiendo rítmicamente, y unos pulmones que se inflaban y desinflaban como una bomba. De pronto su blanquísimo delantal se tiñó de sangre y del cuerpo del animal surgió un brazo de mujer que se agitaba con desesperación; luego una cabeza y finalmente quedó frente al rostro ensangrentado de Margarita Engel, la secretaria de su marido, por quien Lola sentía especial afecto. La imagen onírica la llenó de repulsión y culpa, y la decidió a no matar nunca más un animal.
 
Los años siguientes fueron duros pues dejó de interesarle lo que hasta ese momento, y durante más de veinte años, había sido el centro de su existencia. Sentía que la vida no tenía sentido ni futuro y se hundió en la depresión. Franz le propuso hacer un viaje por Europa. En Buenos Aires, donde esperaban la salida de un barco italiano, descubrió un libro que le atrajo: La psicología de C. G. Jung, de Yolanda Jacoby. Recordó aquellas lejanas e incomprensibles charlas del psiquiatra en Berlín y le sorprendió el apellido de la autora, que era también el suyo de soltera. En las páginas de Jung, en lo que él llamó proceso de individuación y en la importancia que atribuía a la interpretación de los sueños, Lola intuyó que podía encontrar una pista de lo que le pasaba.
 
NACIMIENTO DEL ÁNGEL. Franz la animó a viajar a Zurich para tomar contacto con Jacoby. Ella le dijo que en los sueños una palabra o una imagen podían resumir una compleja situación. El sueño en el que Lola asesinaba a Margarita Engel, la secretaria de su marido, era una metáfora de lo que estaba haciendo con su propia vida. "Engel" en alemán quiere decir "ángel": Lola estaba matando su propio ángel.
 
El encuentro con Jacoby tuvo una primera consecuencia: la decidió a abandonar la fisiología y a dedicarse a la psiquiatría. Tomó distancia profesional de Franz y de la colaboración intelectual que mantenían desde 1929.
 
En el alejamiento definitivo de la ciencia fue clave la relación con el poeta y escultor chileno de origen alemán, Tótila Albert. Él fue, según palabras de Lola, "el mensajero del inexplorado infinito". Se hicieron amantes y amigos hasta la muerte del poeta 17 años más tarde.
 
Pero Lola no rompió su matrimonio. No sólo porque el vínculo con Franz estaba por encima de cualquier otro sino porque estaba convencida de que las relaciones "exclusivas y excluyentes" eran una hipocresía impuesta por la sociedad y afirmaba que las relaciones colaterales eran indispensables para el crecimiento de la pareja. Siguieron viviendo en el mismo terreno, cada uno en su casa, compartiendo el almuerzo, siempre en estrecha comunicación. Franz también descubrió un nuevo mundo. Empezó a estudiar antropología y profundizó su interés por la pintura. Aunque no volvió a formar pareja tuvo muchos romances y sus amigas siempre lo fueron también de Lola.
 
Cuando Lola volvió de Europa se dedicó de lleno a la psiquiatría. Comenzó a autoanalizarse y a registrar sistemáticamente sus sueños. Durante cinco años trabajó en la Clínica Psiquiátrica Universitaria de Ignacio Matte, uno de los primeros freudianos chilenos. A él le habló de su interés en unir psiquiatría y fisiología. Descubrió y empezó a practicar el "Entrenamiento autógeno" de Schultz, método de autohipnosis que logra provocar con ejercicios fisiológicos un estado equivalente al que se obtiene con la hipnosis exógena. En la Clínica Psiquiátrica, también se vio obligada a aprender y aplicar tratamientos que no compartía, como el electroshock.
 
En 1957 ganó una beca para estudiar en Tubinga con el neurólogo alemán Ernst Kretschmer, a quien se le debe la caracterización que relaciona el temperamento con el tipo corporal. En Zurich asistió a las últimas conferencias que daba un ya viejo y enfermo Jung. De vuelta en Chile, Lola se unió a los primeros ensayos de terapia grupal y se abrió a la experimentación con LSD y marihuana.
 
ARGUEDAS. Como psicoterapeuta su primer trabajo fue con niños porque los consideraba —ingenuamente, admitió luego— más fáciles. Solo después de ingresar a la Clínica de Matte empezó a tratar adultos. Uno de sus pacientes fue el escritor peruano José María Arguedas, quien estuvo unido a ella por un fuerte vínculo de confianza e intimidad del que da testimonio la correspondencia que mantuvieron durante ocho años. En esas cartas Arguedas deja ver el sentimiento de orfandad y de desamparo afectivo que lo persiguió desde la niñez. También hablan de la seguridad que le daba la presencia de Lola. La llamó "mi gran madre" y se consideraba "su hijo más necesitado de vigilancia y consejo". Aunque dijo que solo su palabra podía evitarle el naufragio en "los mares del dolor", Arguedas no logró superar los fantasmas que lo atormentaban y que terminarían llevándolo al suicidio.
 
LO PRIVADO. La periodista chilena Delia Vergara también fue su paciente y amiga. Publicó Encuentros con Lola Hoffmann, y en una entrevista relató cómo la psiquiatra llevaba adelante las sesiones terapéuticas: "Te ordenaba las cosas, te las lanzaba a la cara y te daba recetas. Y si llegabas con un mismo cuento muchas veces, olvídate cómo te retaba. Era muy apasionada". Vergara había llegado a la psiquiatra apesadumbrada por la culpa de una relación extramatrimonial. Con acento alemán, Lola le respondió que si le gustaban debía quedarse con los dos hombres y le habló de la importancia de la independencia en una relación amorosa. Según ella "la zona en que uno se encuentra con la pareja es muy estrecha. Lo demás es privado. La zona oscura es de uno nomás y la pareja no tiene derecho a entrar ahí. Uno tiene derecho a la privacidad, que no es propiamente una mentira".
 
A los 60 años descubrió el hinduismo y empezó a practicar Hatha Yoga, Tai Chi y psicodanza. A pesar de su entusiasmo era muy cautelosa sobre la actitud frente a las disciplinas orientales: "Sentarse a los pies de un místico, de un filósofo no es para un occidental. El occidental tiene que aprender a vivir conscientemente su vida individual hasta que aprenda a ser un miembro útil de la sociedad".
 
Por esa época empezó a padecer graves problemas en la vista y debieron operarla cuatro veces de un glaucoma hasta que en la última intervención los médicos tuvieron que extirparle el ojo enfermo. Se sentía infinitamente vieja, abrumada por la imagen que le devolvía el espejo y cayó en una profunda depresión de la que salió concentrándose en la traducción al español de la obra poética de Tótila Albert.
 
Por primera vez después de cincuenta años de haber dejado Riga sintió la necesidad de volver; también quería recorrer Friburgo, la ciudad que le había dado la independencia personal. En Riga tuvo los primeros síntomas del glaucoma en el ojo sano y en Friburgo, un médico le anunció que éste seguiría el mismo proceso. La operaron con éxito en España pero el oftalmólogo le adelantó que antes de dos años se le produciría una catarata.
 
En 1967 murió Tótila. Dos meses más tarde Franz sufrió un ataque apoplético que le paralizó el lado derecho; luego la invalidez se hizo total. Vivió 13 años más en los que fue cayendo lentamente con terribles dolores que llenaron de angustia a Lola y a sus hijos.
 
En 1971 concluyó la traducción del I Ching, El Libro de Los Cambios. El estudio de la doctrina junguiana había despertado su interés por el milenario oráculo, al que conocía en la versión alemana de Wilhelm. En 1976 la editorial chilena Cuatro Vientos publicó la obra en español.
 
EL FIN DEL PATRIARCADO. En una entrevista que dio a los 77 años dijo que su principal contribución había sido la de ayudar a hombres y mujeres a ser personas completas. Entendía que para lograr el equilibrio personal era imprescindible desmontar el sistema patriarcal que dominaba la sociedad. Fue Tótila Albert quien le habló por primera vez sobre el asunto y a quien le debía ese punto de vista. "Yo estaba convencida que así era la naturaleza humana: que la mujer era más tonta que el hombre, más débil, dependiente, incapaz de organizar nada —una aldea, una ciudad, un país— que tiene que ser objeto sexual del hombre, el que insiste en la virginidad prematrimonial. (...) Tótila me habló con mucha pasión y gran convencimiento de que este concepto del rol de la mujer no correspondía a la naturaleza del ser humano sino que era algo relativamente moderno".
 
Para él cada persona era una trinidad: padre, madre e hijo. Un huevo fecundado presenta tres capas embrionarias, llamadas blastodérmicas y que corresponden a esos principios esenciales. A partir del ectoderma se desarrolla el sistema nervioso y los órganos de los sentidos. De allí surgía el principio paterno que hace la conexión con el mundo. Del endoderma provienen los órganos internos y todo lo vinculado a la alimentación. En él residía el principio materno, la capacidad para alimentar al hijo y posibilitar su desarrollo. La capa intermedia, el mesoderma, da origen al sistema óseo y muscular y de donde también se forma el aparato circulatorio y las glándulas sexuales. Allí estaba el principio filial, el Yo. Según Lola, el equilibrio de los tres componentes había sido perturbado por la toma del poder absoluto del principio paterno. La educación patriarcal había forzado a hombres y mujeres a aceptar valores trastocados como si fueran verdaderos y eso violentó la naturaleza humana.
 
De esa convicción surgió una nueva mirada sobre la mujer y la pareja ya que a su juicio el paradigma dominante impedía las relaciones libres y plenas: "El sufrimiento de hoy es ese concepto de propiedad: ‘mi’ marido, ‘mi’ mujer. (...) En mi larga vida, yo he visto que una proximidad exagerada destruye el ‘eros’. Hay una sumación de pequeñas irritaciones, sobre todo de noche, al dormir en la misma cama. (...) Cuando yo le he propuesto a una pareja que casi se saca los ojos mutuamente, que separen los dormitorios, de inmediato esgrimen que no hay más piezas en la casa y, sobre todo están acostumbrados y que no pueden dormir sin el otro. Yo llamo a este fenómeno ‘adicción a la cama’. Como el alcohol o la morfina. Una tremenda esclavitud. Por paradójico que parezca, mientras más separación haya en el espacio, tanto más cercanía espiritual".
 
PLANETA AMENAZADO. Lola no creía en la acción política sino en la transformación individual. Sin embargo en la década del 80 se volcó a lo colectivo: se hizo pacifista y se dedicó con pasión a la ecología. En 1981 se fundó en Nueva York la Iniciativa Planetaria para el Mundo que Elegimos; dos años después cuando el proyecto se formalizó en Chile, Lola fue la principal oradora en el acto de lanzamiento. En 1985 se instaló en Santiago la Casa de la Paz, de la que formó parte. Era necesario tomar conciencia de que el mundo estaba organizado de forma incompatible con la naturaleza y la dignidad humana: "El tremendo desastre ecológico de los últimos decenios, la cercana posibilidad de la muerte de la humanidad toda, no ha sido provocado por todos los hombres, sino sólo por aquellos que tienen un efectivo poder sobre la naturaleza y las condiciones de vida de la humanidad. Ni las mujeres ni la juventud piensan de esa manera destructiva y se oponen instintivamente a todo empeño de destrucción".
 
En su larga y rica vida todavía hubo lugar para una nueva transformación, a la que llamó "el encuentro con Dios". En 1984 enfermó de gravedad. Deliraba, no reconocía a nadie y solo hablaba en letón. Días más tarde y de manera milagrosa, según el relato de la familia, recuperó la conciencia y regresó al trabajo. A partir de ese momento vivió en reiteradas oportunidades estados de conciencia alterados de los que volvía siempre lúcida.
 
Cuando la enfermedad le impidió vivir sola se mudó a la casa de su hija Adriana, en Peñalolén, al borde de los Andes. Como no quería dejar la quinta donde había vivido durante casi cincuenta años, Adriana y su marido le encargaron a un arquitecto la construcción de una casa que fuera réplica de la vieja quinta. Después, en un acto de amor y admiración hacia la madre, fueron colocando los libros, cuadros, y adornos en el mismo lugar que tenían en la casa original. Lograron una reproducción tan perfecta que los pacientes, a quienes atendió hasta la semana anterior a su muerte, se sorprendían de encontrar en la otra punta de la ciudad la antigua casa de la calle Pedro de Valdivia.
 
Dice su nieta, Lenora Calderón: "Esa mujer maravillosa que impactó con su revolución interior a tantos era ahora una anciana. Veía como los años habían marcado huellas indelebles en su rostro, en sus manos. Los hombros estaban caídos; casi ciega. Las imágenes eran para ella sólo bultos casi amorfos, ambiguos, no veía los colores, aun así trataba de demostrar en cada gesto su autosuficiencia. Una noche, al levantarse se cayó y se quebró la cadera. Murió días después, el 30 de abril de 1988, a los 84 años". l

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María del Carmen

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