San Juan de La Cruz MONTE DE LA CONTEMPLACIÓN; la ascensión del alma

04.04.2013 11:06

 

 un trabajo concebido, según su autor, para que tanto principiantes como aprovechados en la vida espiritual «...sepan desembarazarse de todo lo temporal, y no embarazarse con lo espiritual, y quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu...» Si bien la obra conocida y ha sido objeto de numerosos comentarios, el esquema gráfico que la precede, y que constituye por sí mismo un resumen completo del sendero místico espiritual cristiano, no parece haber merecido tanta atención. Y lo mismo ocurre con las cuatro estrofas que acompañan a la imagen y que, según su autor, «declaran el modo para subir por la estrecha senda del Monte de Perfección y dan aviso para no extraviarse por los caminos errados». Tal era la importancia que san Juan de la Cruz atribuía a este gráfico —que contiene el resumen del itinerario místico— que deseaba que figurase en el frontispicio de todas sus obras. Debemos a M. Magdalena que el gráfico haya llegado a la posteridad, pues a su muerte fue a parar a la clausura de Nuestra Señora de las Nieves, donde fue rescatado por el padre Andrés de la Encarnación quien hizo una copia fidedigna que se conserva en la Biblioteca Nacional de España (MS 6, 296).

El tema del monte, como símbolo de ascenso (o viaje de la multiplicidad a la unidad) y de descenso (retorno de la unidad a la multiplicidad) a través de la escala de la contemplación, ha sido utilizado muchas veces en la tradición cristiana. No hay sino recordar la ascensión efectuada por Moisés al monte Sinaí, de la ascensión de Jacob a la montaña del Betel —la montaña donde Abraham intentara sacrificar a su primogénito— y de la montaña del Gólgota en la que fuera enterrado Adán y crucificado Jesús, montaña a través de la que discurre el vía crucis, que también constituye, dicho sea de paso, un mapa alegórico de las estaciones que atraviesa el sendero místico cristiano.

La imagen del monte también resulta particularmente apropiada para ilustrar el hecho de que, si bien no todos los caminos conducen a la cumbre, sin embargo, los que llevan a ella van convergiendo y acercándose en la medida en que la montaña se hace más estrecha y escarpada. Otro punto fundamental que no podemos olvidar a la hora de acometer esta ascensión es que los buenos escaladores siempre van ligeros de equipaje.

A primera vista, uno de los principales elementos a destacar en los versos que sirven de pie a la representación gráfica de este Monte Carmelo es que no hacen mención directa de Dios, tal como cabría esperar en un santo cristiano, sino que recurren a la noción más abstracta y, en apariencia, más aséptica del «todo». El término «todo» se refiere a la integración o comunión de los opuestos, la plenitud capaz de contener elementos contradictorios o, en términos cusanos, coincidentia oppositorum, puesto que «Dios es el lugar donde coinciden todos los opuestos». De ese modo, estos cuatro breves pero profundos poemas nos ofrecen una somera descripción del camino que conduce desde el «algo» —es decir, la parte, el fragmento o el yo desgajado de su fuente— hasta la totalidad. Pero lo más paradójico es que este camino que conduce de la parte —o del algo, como dice san Juan— al todo no pasa por el incremento o la adición de más fragmentos, sino que discurre a través de la nada o de la aniquilación, que se considera, pues, más cercana a la totalidad.

Nos hallamos, pues, ante la incomprensible integración de la parte con el todo a través de la nada. Y es que, desde nuestro punto de vista limitado y relativo, el ser más profundo parece ontológicamente coincidente con la nada. Dicho con otras palabras, para poder ser verdaderamente, primero hay que dejar de ser, algo que parece estrechamente conectado con la enseñanza de Gurdjieff, el cual, dicho sea de paso, no efectuó una lectura mística o espiritual del mensaje contenido en la Biblia, sino una lectura psicológica. Sostiene Gurdjieff: «El hombre puede nacer, pero para nacer primero debe morir; y para morir, primero debe despertar». Y, de manera parecida, leemos en el Nuevo Testamento: «Porque quien quisiere poner a salvo su vida la perderá; mas quien perdiere su vida por el Evangelio la salvará».

De ese modo, la primera estrofa —titulada «Modo de tener al todo»—, es una exposición de la totalidad del camino observada, por así decirlo, a vista de pájaro. La promesa que se nos hace no es pequeña, nada menos que la totalidad del saber, del gusto y de las posesiones. Sin embargo, paradójicamente, san Juan recomienda el no-querer como vía para alcanzar dicha meta. Y repite tres veces el mismo imperativo:

Para venir a saberlo todo

no quieras saber algo en nada.

Para venir a gustarlo todo

no quieras gustar algo en nada.

Para venir a poseerlo todo

no quieras ser algo en nada.

La segunda canción —titulada «Modo para venir al todo»— nos introduce de pleno en el terreno de la contemplación que, en este caso, consiste en la progresiva familiarización con la insólita perspectiva de no-saber, de no-gustar, de no-poseer y, en definitiva, de no-ser. Dado que el todo es, esencialmente, desconocido e incognoscible, el camino para llegar a él es un no-camino puesto que discurre por donde no se sabe y por el no-ser. Es, pues, un camino de vaciamiento, despojamiento, negación y anonadamiento.

Para venir a lo que no sabes,

has de ir por donde no sabes.

Para venir a lo que gustas,

has de ir por donde no gustas.

Para venir a donde no posees,

has de ir por donde no posees.

Para venir a lo que no eres,

has de ir por donde no eres.

La tercera estrofa, «Modo para no impedir al todo» parece aludir a una etapa más avanzada del trabajo místico, esto es, el terreno de la contemplación infusa y más allá del esfuerzo. No reparar en nada significa no posar la conciencia en ningún objeto de conciencia sino en la fuente misma de la conciencia. Total abandono de lo externo y de lo interno, de cuerpo y mente.

Cuando reparas en algo,

dejas de entregarte al todo.

Porque para venir de todo al todo

has de dejar del todo a todo.

Y cuando lo vengas todo a tener,

has de tenerlo sin nada querer.

Porque, si quieres tener algo en todo,

no tienes puro en Dios tu tesoro.

En este caso, más que de hacer o de practicar un determinado método espiritual, se trata únicamente de no impedir, de dejar ser, de permitir que aflore nuestra naturaleza más profunda. No hay que forzar en ningún caso la contemplación, sino dejar que ésta sobrevenga. La obra contemplativa no consiste tanto en hacer como en deshacer o, como dirían sabios taoístas y budistas, en hacer sin hacer. Los místicos teístas llegan a recomendar el desprendimiento de cualquier idea o concepto relativo a Dios puesto que éste se halla, en esencia, más allá de todo concepto. Porque, tal como Meister Eckhart sugiere: «Es por lo que ruego a Dios para que me libere de Dios; pues mi ser esencial está por encima de Dios».

En esta desnudez halla el espíritu quietud y descanso,porque, como nada codicia, nada la impele hacia arriba y nada le oprime hacia abajo; que está en el centro de su humildad. Que cuando algo codicia en eso mismo se fatiga.

El cuarto estadio alude al resultado o a la consumación del proceso contemplativo y lleva por título «Indicio de que se tiene todo». Nada impele al alma hacia arriba [el cielo] ni hacia abajo [el mundo], sino que mora en su propio centro, el centro cuyo círculo está en ninguna parte.

En lo que se refiere a los sustanciosos y brevísimos mensajes que completan el gráfico del Monte, podemos leer que el sendero central se denomina «senda estrecha de perfección» mientras que el camino lateral de la derecha se llama «camino del espíritu errado» y representa el burdo materialismo y la seguridad mundanas que nos traen a la memoria las múltiples alusiones a la renuncia que podemos hallar en las tradiciones espirituales del planeta. La senda de la izquierda es el «camino del espíritu imperfecto», que hace referencia a la persecución de las glorias celestiales o lo que, hoy en día, algunos modernos maestros —como Chögyam Trungpa, célebre y polémico maestro tibetano— denominan materialismo espiritual. Obviamente, pues, el camino místico no persigue los bienes de la tierra ni las glorias celestiales, sino que su objetivo es la unión con la misma Fuente del ser.

Ese escarpado y angosto sendero central de que nos habla san Juan y que intenta evitar tanto los placeres mundanos como los goces celestiales es comparable, hasta cierto punto, con la «vía del medio» budista. No debe sorprendernos este paralelismo entre las palabras del santo cristiano y la visión budista puesto que, en Dichos de Luz y Amor, san Juan escribe: «Apártate del mal, obra el bien y busca la paz». Y en el Dhammapada, una de las principales obras budistas, podemos leer que todo el camino del budismo está contenido en el siguiente consejo: «Abstenerse del mal, hacer el bien y purificar el propio corazón». Que los hombres espirituales, pertenezcan a la tradición que pertenezcan, hablan en ocasiones las mismas palabras, resulta evidente de las citas anteriores.

En la parte inferior del cuadro, e inscritos en el interior del estrecho sendero central, hay escrito: «Nada, nada, nada, nada, nada y en el Monte nada», que corresponden al camino de las sucesivas negaciones que ha de atravesar el alma hasta purificarse de todos los hábitos y conceptos y que nos remiten al neti neti upanishádico («no esto, ni eso»). La nada nos remite también a la imagen de la noche oscura, el tenebroso ámbito en que ocurre la divina unión. El sendero espiritual, según Juan de la Cruz, es noche al principio porque el ser humano ha de oscurecer sus sentidos y apetitos; es noche en el medio porque transcurre a través de la oscuridad de la fe; y es noche al final porque su término es Dios, que «es noche oscura para el alma en esta vida».

Como decíamos anteriormente, la nada de la que nos habla el místico poeta también nos indica que no afrontamos un proceso acumulativo, sino un proceso de desprendimiento y desasimiento donde el devoto no debe esperar nada de la obra contemplativa. «Sabe, oh Pandava, que aquello que se llama renunciación es en verdad el Yoga. Aquel que no ha renunciado a la imaginación del deseo, no puede convertirse en yogui.» No hay que conseguir ni fabricar una experiencia nueva, sino desvelar la realidad que ya está aquí, más allá del tiempo y el espacio, de la conceptualización y la expresión, la realidad que subyace a todas las experiencias. La verdadera realidad trasciende la consecución porque forma el tejido de nuestro propio ser y no podemos adquirir ni crear lo que ya somos. Pero el ser que somos verdaderamente no coincide con el ser que creemos o imaginamos que somos. Por consiguiente, tendemos a tomar lo irreal por real, lo perecedero por eterno y lo doloroso por placentero, sembrando continuamente las semillas del sufrimiento.

Para comenzar debemos denunciar que, al igual que el ser, la nada ha sido objeto de un persistente reduccionismo a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Tal parece que la caída en desgracia del uno también ha acarreado la caída inevitable del otro. Si el ser se vio reducido al ente y éste al mero dato, la nada también se ha visto reducida al vacío inerte y la mera ausencia de características. Sin embargo, místicos como Miguel de Molinos —notablemente influido por san Juan de la Cruz— han sondeado en profundidad el corazón de la nada mística y nos refieren las muchas cualidades que atesora. Nadie mejor que él para hablar de los variados matices de la nada. Veamos.

Miguel de Molinos afirma que el camino para llegar a la unión con Dios es la nada, «pues yo te aseguro siendo tú de esta manera la nada, sea el Señor el todo en tu alma». El fracaso en la obra espiritual —prosigue diciendo el místico aragonés— tiene que ver con el abandono del centro de la nada, aunque sea en pos de bienes espirituales. Dios —concluye rotundamente— no se halla sino en la nada:

Conociendo que eres nada, que vales nada y que puedes nada, abrazarás con quietud las pasivas sequedades... Por medio de esa nada has de morir a ti misma de muchas maneras, en todos tiempos y a todas horas. Y cuanto más fueres muriendo, tanto más te irás profundizando en tu miseria y bajeza, y tanto más te irá el Señor elevando y a sí mismo uniendo.

Y, en idéntica tónica, refiere el texto conocido como Tratado de la unidad, atribuido a uno de los seguidores del sabio murciano Ibn ‘Arabî:

Quiero que entiendas que tú no eres, que tú no posees cualidad alguna, que no existes y que no existirás jamás, ni por ti mismo, ni por Él, ni en Él ni con Él. Tú no puedes dejar de ser porque no eres. Tú eres Él y Él es tú, sin mediación alguna y sin causa. Sólo si logras reconocer en tu existencia la cualidad de la nada, podrás reconocer a Allâh.

San Juan de la Cruz escribe: «De manera que todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito de Dios, nada es...» No podemos obviar cierta resonancia con la filosofía vedanta que afirma rotundamente que «sólo el Brahman es real» o con la doctrina sufí de que sólo Dios es real. Por su parte la tradición cristiana sostiene: Vacate et videte quoniam ego sum Deus, un célebre dicho bíblico que, en versión directa de nuestro místico, sería: «Aprended a estaros vacíos de todas las cosas, interiores y exteriores, y veréis que yo soy Dios».

Volvamos ahora al gráfico del Monte. Por encima de las cinco nadas que dan acceso a su zona intermedia hay escrito: «Tanto más algo serás cuando menos ser quisieres», lema que nos retrotrae a la cuestión de la renuncia al deslumbramiento de los objetos externos, renuncia al gozo de los estados internos y renuncia a la acumulación de conocimientos teóricos porque todo lo que podamos conseguir —tanto en el ámbito material como en el intelectual y en el espiritual— es provisional, inestable, transitorio. Más arriba, podemos leer: «Después que me he puesto en nada hallo que nada me falta». Y, en relación con esto, afirma el poeta místico en otro de sus escritos: «Del cielo y de la tierra siempre lo más bajo y el lugar y oficio más ínfimo». De este modo, cuando han sido sobrepasadas las desabridas noches del sentido y la razón discursiva, cuando ha sido retirado todo fundamento bajo nuestros pies, cuando el alma se halla sumida en la oscuridad más tenebrosa —reducida a la desnudez esencial de un espejo impoluto—, descubre que lo tiene todo en sí mismo y que es capaz de reflejar la condición divina del mismo modo que reflejaba antes las operaciones de los sentidos. Y san Juan de la Cruz nos refiere con mayor precisión cuál es la condición del alma que arriba a ese punto: «Desasida de lo exterior, desaposesionada de lo interior, desapropiada de las cosas de Dios, ni lo próspero la detiene ni lo adverso la impide».

El alma —representada en el lenguaje místico por la imagen de la mujer o la esposa— va ascendiendo por la angosta senda del monte de la contemplación en busca del Esposo, el Amado, Cristo, el mediador entre el ella y esencia divina. Cristo es, en rigor, «el primer pontífice», es decir, el que sirve de puente. En la mística vishnuita se afirma que todos los buscadores, sean varones o hembras, son mujeres y, consecuentemente, Krishna es el único hombre que existe en el universo.

El amor genuino nos remite nuevamente a la nada, al no ser, al néctar de la renuncia al egocentrismo del que beben los sabios de todas las épocas ya que, un poco más arriba, podemos leer en el gráfico del Monte: «Cuando por propio amor no lo quise, dióseme todo sin ir tras ello». Y es que la nada en que se baña y purifica el alma debe estar sazonada con algún elemento que infunda fuerzas al buscador que debe atravesar el tenebroso páramo de la búsqueda. Es por eso que el amor, «la luz y guía que en el corazón ardía», es ese elemento que suaviza los rigores del viaje a tientas por la aridez y oscuridad de los sucesivos tramos de la noche. El amor auténtico —que también se denomina caridad o calidez del corazón— no aguarda recompensa pues él mismo constituye ya su propia recompensa. Tampoco es un acto inducido o deliberado, sino un sentimiento que brota de manera natural y espontánea. De ahí la contradicción implícita al imperativo bíblico «¡Amarás!», un imperativo tan paradójico, por otro lado, como el oriental «No hagas» o «Actúa espontáneamente».

El amor esta conectado con la «gracia» divina —el agente fundamental de las noches pasivas del sentido y del entendimiento— y que nos remite al hecho de que el estado último de la contemplación no puede ser resultado del esfuerzo deliberado del yo. En la última fase de la práctica hay que renunciar a toda clase de esfuerzo personal y el fruto se logra solamente a través del completo abandono. Incluso en las escuelas espirituales que carecen de cualquier concepción teísta aparece, a veces con gran fuerza, el concepto de gracia. Así, por ejemplo, en el budismo tántrico se relaciona frecuentemente la gracia generalmente con el propio maestro y también con la iniciación en cuanto «transferencia de poder». En el budismo zen se habla de la transmisión «de mente a mente» y, por su parte, la noción de «iluminación súbita» también parece estar conectada con lo anterior. En la mística cristiana, y particularmente en Juan de la Cruz, se corresponde con la expresión técnica «contemplación infusa», correspondiente al término hindú pratyaksha o anubhava, traducidos usualmente por «realización».

Si bien en el dominio humano existen muchos tipos de relaciones amorosas, todas ellas están inspiradas en el amor divino. Así pues, las diversas manifestaciones del amor que podemos encontrar en nuestro mundo constituyen un reflejo de la suma total del amor que constituye Dios o el Todo, por utilizar las palabras de nuestro poeta. Según afirma el Brihadarankaya Upanishad: «En verdad un esposo no es amado por su mujer, pues sólo cuando se ama al ser el esposo es verdaderamente amado. Ciertamente una esposa no es amada por su marido, sólo cuando se ama al ser la esposa es verdaderamente amada». Y prosigue el pasaje upanishádico en idénticos términos reduciendo cualquier manifestación posible de amor al amor de, por y para el Ser.

Por su parte, cada forma particular de relación amorosa puede servir de base para el crecimiento del amor universal del ser. Los antiguos sabios vishnuitas clasificaron las relaciones amorosas del siguiente modo. Dios, el bíblico «Yo soy el que es» revelado a Moisés en la cumbre contemplativa del monte Sinaí, puede ser adorado como padre, a la manera del culto ordinario; como señor, considerándose el devoto como un siervo siempre presto a obedecer a su amo; como amigo y compañero de juegos; como hijo, tal como se adora al niño Jesús o a Krishna niño; como madre; y como amante, que es la forma más elevada e intensa de relación amorosa, llamada dulce (madhura en sánscrito).

Además de las diferentes clases de amor, existen distintos grados de intensidad amatoria. En el comentario titulado Noche Oscura, san Juan de la Cruz establece, al igual que hicieran los teóricos hindúes del bhakti yoga, los grados de creciente calidez y proximidad en la relación entre los amantes.

El primero, que se denomina «enfermedad de amor», es cuando el alma no halla sosiego ni consuelo en otra cosa que no sea el bienamado. El segundo se llama «búsqueda incesante». El tercero «calor del alma para no faltar», todo le parece poco si es para el Amado. El cuarto es «sufrir sin fatigarse», aguantar todas las pruebas y no desear nada del Amado. El quinto grado es «apetecer a Dios impacientemente», el alma siempre piensa que halla a cada paso al Amado y al percatarse de que no es así desfallece en su ansia. El sexto grado «hace correr al alma ligeramente a Dios y dar muchos toques en él». El séptimo grado es el que «hace atrever al alma con vehemencia». El octavo grado «hace al alma asir y apretar sin soltar». El noveno «hace arder al alma con suavidad» y el décimo grado de esta escala secreta de amor «hace al alma asimilar totalmente a Dios» y será Dios por participación, «porque la clara visión de Dios es la causa de la similitud total del alma con Dios».

Los tantras hinduista y budista nos ofrecen su propia clasificación acerca de los grados de unión amorosa. En el tantra hinduista destaca el símbolo de la serpiente (que hace alusión al kundalini, al alma, a la divinidad encerrada en el interior de la materia) enroscada al pie del Árbol del Conocimiento —el árbol de tres ramas o el monte de la contemplación y sus tres senderos— en lo alto de cuya copa reside el puro Espíritu. El tantra budista, por su parte, emplea la alegoría de las distintas fases de acercamiento en el cortejo amoroso para representar el grado de aproximación a la verdad. En el primer grado, la relación amorosa se produce solamente mediante la mirada. En el segundo, ocurre el contacto de las manos; en el tercero intervienen ya el beso y el abrazo, mientras que el cuarto y último grado se representa con la unión sexual completa. (...)

La culminación de la relación amorosa constituye la completa unión de amor, amante y amado o «amada en el Amado transformada», lo que traducido a términos epistemológicos constituye la fusión del conocimiento, el sujeto cognoscente y el objeto conocido. Eckhart escribe: «El conocedor y lo conocido son uno. Los simples imaginan que deberían ver a Dios como si Él estuviera allí y ellos aquí. No es esto. Dios y yo somos uno en el conocimiento».

Sócrates —contemporáneo de Moisés, Buda y Lao Tzu, padre de la filosofía clásica y enemigo de los mitos— afirmaba que el amor es lo único capaz de entender. Platón, portavoz de Sócrates en la historia de la filosofía, distingue entre el amor humano y el amor celestial, precisando al igual que su maestro que es este último el que torna posible el conocimiento. (...) Por su parte, la diferencia fundamental entre las concepciones helénica y cristiana del amor estriba en que la primera concibe el amor como una aspiración desde lo imperfecto hacia lo más perfecto, mientras que el cristianismo concibe, por el contrario, el amor como un movimiento de lo perfecto a lo imperfecto, del Amado hacia el amante.

Sin embargo, dependiendo de sus condicionamientos ideológicos, las diversas tradiciones contemplativas acentúan más o menos la unión que caracteriza a los grados más excelsos del amor. Así, para el cristianismo y para los santos vishnuitas, el alma del devoto no se aniquila ni se absorbe en Dios. Por ejemplo, Ramanuja (1117/1137), máximo representante del monismo cualificado (vishishtadvaita) sostiene: «Hay que meditar en Brahman como si constituyera el yo del devoto que medita». Y, en otro texto, también afirma: «...Brahman que es distinto del alma, constituye la entidad del alma, mientras que el alma constituye el cuerpo del Brahman».

Volviendo al gráfico, en la zona superior del camino central, más allá de la última nada, la nada de la primera parte del Monte que indica la superación de la meditación discursiva, fabricada o deliberada, hay escrito: «Ya por aquí no hay camino que para el justo no hay ley». «Ama y haz lo que quieras», decía a este propósito san Agustín de Hipona.

Este sendero, que transcurre por donde no se sabe, también parece tener cierta relación con la senda de los pájaros mencionada por los maestros zen, la senda carente de rastros y marcas definitivas, la «tierra sin senderos» de la verdad, el camino que discurre por la mar —según metáfora empleada por nuestro místico— y que no deja huella porque es senda que se hace y deshace al andar.

...y decir que la vía y el camino de Dios por donde el alma va a él esen el mar y sus pisadas en muchas aguas, y que, por eso, no serán conocidas, es decir que este camino de ir a Dios es tan secreto y oculto para el sentido del alma como lo es para el del cuerpo el que se lleva por la mar, cuyas sendas y pisadas no se conocen.

A esta altura del Monte, también descubrimos aquello que, en las tradiciones orientales, se conoce como poderes extramundanos (siddhis), que no deben entenderse como burdos poderes parapsicológicos —aunque éstos ocupen su lugar en la vida espiritual—, sino como las facultades que permiten trascender la visión ordinaria de la vida y que, en el budismo, reciben el nombre deparamitas o lo que lleva más allá. El cristianismo los denomina los «doce dones del Espíritu Santo», a saber: caridad, paz, longanimidad, fe, continencia, gozo, paciencia, bondad, benignidad, mansedumbre, modestia y castidad.

Cerca de la cima del monte reina un completo silencio, el silentium divinum que, junto a la divina sapientia —o la sabiduría silenciosa de Dios—, es el lema que corona la contemplación. Son el silencio y la paz que impregnan la última parte de noche, poco antes de la madrugada, «...en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora», el silencio y la sabiduría que preceden a la unión transformante, el «matrimonio espiritual», la última morada del camino, y que acaece en la cima del Monte. Entre otros, el fruto más importante de esa unión es la fecundidad espiritual que revierte en la acción ilimitada al servicio de todo lo creado. Es la obra del bodhisattva.

Por último, en lo más alto figura el lema Juge Convivium o Convite Eterno, aunque un significado alternativo podría ser el de «unión con la vida», pues el término «convite» significa etimológicamente «con la vida», porque la vida es el principio y el final de la búsqueda. No en vano también se alude a ella en la cita evangélica que hallamos al pie del Monte: «¡Cuán angosta es la puerta y estrecha la senda que lleva a la vida eterna! ¡Y son pocos los que dan con ella!».

La Causa universal... no tiene esencia, ni vida, ni razón, ni mente, ni posee cuerpo, ni figura, ni cualidad, ni cantidad... ni es nada de las cosas que son, ni posee el ser, ni nada posee... ni es palabra, ni intelige, ni habla, ni comprende... ni similitud, ni disimilitud; ni permanece, ni se mueve... ni posee la eternidad, ni tiene tiempo... ni ciencia, ni verdad... ni reino, ni sabiduría, ni la unidad, ni la divinidad, ni la bondad... ni es nada de las cosas que existen ni de las que no existen... ni existe en Él tiniebla ni luz, ni error ni verdad; ni en absoluto puede afirmarse de Él algo positivo o negativo... es trascendente más allá de cualquier negación, apareciendo simplísima por encima de todas las cosas y más allá de todo.

 

Y, en la Prajñaparamita, podemos leer:

La enseñanza del Buda está de acuerdo con la naturaleza de todos los seres, que está más allá de la asequibilidad. Esta verdad no conoce obstáculos en parte alguna. Es como el vacío del espacio que no es obstruido por nada y que rehúsa asumir ningún predicado. Como está más allá de cualquier forma de dualismo, en él no hay contrastes ni es posible su caracterización. Como en él no hay oposición, no conoce nada que vaya más allá de él. Como en él no hay originación, no deja rastros detrás de sí. Como en él no hay nacimiento ni muerte, es no-nacido. Como en él no hay senderos que señalen su transformación, es sin-sendero.

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María del Carmen

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