Visión relacional3

15.11.2013 11:28

Hipótesis relacionales específicas para los Trastornos de la Vinculación Social : 1.- Las Sociopatías.

En la Fig. nº 2, "5", se observan distintas áreas que se distribuyen por los tres espacios de disfuncionalidad relacional, correspondientes a las triangulaciones, las deprivaciones y las caotizaciones.

Las sociopatías se sitúan de pleno en el espacio de las caotizaciones (Fig. nº 2, "6"), definido por una conyugalidad disarmónica y una parentalidad primariamente deteriorada. Se trata, en efecto, de familias que, desde muy pronto, a menudo desde la constitución de la pareja fundacional, fracasan tanto en el plano conyugal, sumiéndose en un mar de desavenencias y desencuentros, como en el parental, incurriendo en negligencias masivas para con los niños. Ambos rasgos pueden aparecer de la mano de circunstancias vitales críticas y novedosas, pero es más frecuente que se transmitan intergeneracionalmente, promovidos por la cultura de la pobreza y del desarraigo social en que estas familias se suelen hallar hundidas.

Los padres, a menudo desde muy jóvenes, se pelean continuamente, protagonizando episodios de notable violencia que les conduce a abandonarse y separarse, tantas veces como a reconciliarse y volverse a juntar. La fidelidad no es una cualidad muy relevante en ese contexto, por lo que no resulta extraño que se establezcan relaciones esporádicas con terceras personas, a veces en un clima de franca promiscuidad, ni que, en los abandonos resultantes, proliferen las familias monoparentales. Si la violencia puede ser expresión de la frustración conyugal, vehiculizada por la impulsividad y las tendencias actuadoras, el sexo se convierte en una seudo-solución, encargada de crear la ficción de un vínculo sólido, en realidad inexistente. Por eso estas parejas comunican una impresión de apasionamiento tormentoso, contradictorio y desconcertante, capaz de confundir a observadores ingenuos.

En semejante atmósfera, tan explosiva como caótica, los niños vienen al mundo con el sello de estar abandonados a su destino. La condición prolífica de estas familias desorienta a los servicios sociales, que tienden a atribuirla a la pura irresponsabilidad, siendo así que su sentido es más complejo. Irresponsables, sí, si por tal se entiende carentes de la capacidad reflexiva que permita anticipar las necesidades de los niños y garantizar su satisfacción, pero también aferrados desesperadamente a una parentalidad prolífica, físicamente pujante, en contraste con su deterioro relacional. De nuevo aquí se asiste a una atribución de significado simbólico, que quiere ver en los vínculos parentales el arraigo transgeneracional de que tan dramáticamente se carece. Por eso, paradójicamente, y no sólo por ganas de fastidiar, estas familias reaccionan con fiereza cuando se ven amenazadas con la pérdida de los hijos.

Pero, mientras tanto, no hay duda de que éstos pueden correr una suerte incierta, al albur de una caoticidad que, a veces, manifiesta poseer leyes crueles. Mal vestidos, mal alimentados y con escasa higiene personal, llaman la atención en el colegio por su impuntualidad y absentismo, o por ser portadores de estigmas de violencia física. Los vecinos denuncian el abandono, cuando no son motivo de una trágica noticia de accidente doméstico, con el trasfondo relacional de las peleas de los padres, las visitas intempestivas de amantes no menos violentos y el continuo abuso de alcohol y otras drogas. Y no puede extrañar que todo ello tenga efectos sobre la personalidad de los niños, que, cuando menos, se desarrollará con una sociabilización defectuosa, tanto en la vertiente normativa como en la protectora.

Pero las familias caóticas tienen una cualidad muy importante: su capacidad, también paradójica, de generar recursos relacionales en lo que, de entrada, parece un terreno nutricionalmente yermo. Estos recursos proceden, indistintamente, del interior o del exterior del sistema, y pueden ser entendidos como reacciones ecológicas ante la profunda carencia estructural, exhibida provocadoramente a los cuatro vientos. Cuando más honda es la sima que separa a los progenitores y más sumidos están éstos en dinámicas destructivas, uno de ellos puede reaccionar tomando el timón familiar y salvando a los niños del naufragio. Además, en cualquier momento, la familia extensa puede intervenir sacando fuerzas de flaqueza para suministrar una ayuda modesta pero oportuna. Por no hablar de otros agentes externos, tanto espontáneos como profesionales, que son incitados a intervenir para hacer frente a las carencias de todo tipo que la situación evidencia. Estas intervenciones pueden resultar contraproducentes si se realizan exclusivamente desde perspectivas controladoras, represoras o s ustitutorias, pero, muy a menudo, suponen aportes de nutrición relacional que resultan preciosos para la maduración de la personalidad de los niños.

He ahí una de las razones de que, aún siendo estas familias relacionalmente caóticas un vivero de sociopatía, no todos sus miembros sigan ese sendero. Las restantes razones son atribuibles a la complejidad y a la incertidumbre.

Ernesta nació en un pueblecito de la costa colombiana del Pacífico, en el seno de una familia pobre y desestructurada. Sus padres, separados desde su nacimiento, se desentendieron de ella, confiando su crianza a la abuela paterna, quien hizo lo que pudo, que fue mucho, por sustituirlos. Y si no hizo más fue porque aquéllos no la dejaron, empeñados en explotar a Ernesta dedicándola a trabajar desde muy niña. Ya con seis años, la chica recorría las calles donde transcurría su vida, vendiendo comida y chucherías bajo la amenaza alternativa de su padre y de su madre si no llevaba suficiente dinero a casa. Y, como no podía dejar de ocurrir, fue en esas mismas calles donde Ernesta conoció el abuso extrafamiliar y donde, apenas adolescente, tuvo sus primeras experiencias sexuales con precarias parejas, fruto de las cuales se encontró con tres niños en cinco años.

Alcanzada la edad adulta entre golpes, abusos y explotaciones de todo tipo, Ernesta emigró a España con sus hijos dispuesta a labrarse una nueva vida. Traía un frágil bagaje de resiliente que le permitió establecerse con la ayuda de algunos familiares, pero pronto recomenzaron los problemas. Instalada en un barrio problemático, comenzaron a rondarla personajes dudosos, alguno de ellos claramente depredador. Ella, mujer atractiva, no andaba escasa de propuestas de alterne, sin que lograra resistirse siempre, mientras que los hijos, semi-abandonados, se dejaban proteger por un señor de turbias intenciones ante la mirada indiferente de la madre. Cuando, al cabo de unos años, los servicios sociales supieron de la situación, Ernesta estaba sumida en una profunda depresión mientras que los hijos se relacionaban con bandas violentas participando en actuaciones delictivas.

 

2 .- Los Trastornos Límite.

La ubicación de los Trastornos Límite en el esquema de las disfuncionalidades relacionales básicas en la familia de origen (Fig. nº 2, "7" ) muestra dos variantes posibles, una en el espacio de las triangulaciones y otra en el de las deprivaciones. Tal es también, por el momento, la hipótesis concerniente al Trastorno Narcisista, incluyendo el Narcisismo Maligno (Kernberg, 1984 ).

Las triangulaciones surgen cuando una parentalidad primariamente conservada se ve deteriorada secundariamente por el impacto de una conyugalidad disarmónica, lo cual facilita que los hijos se vean invitados a participar, con escasas posibilidades de resistirse, en los juegos relacionales disfuncionales de los padres. Como ya hemos visto, existen diversas modalidades de triangulación, entre las cuales las manipulatorias se relacionan con los fenómenos neuróticos y las desconfirmadoras con los psicóticos. En este contexto, podemos llamar triangulación equívoca a una situación relacional en la que los padres, muy separados entre sí, descuidan la crianza del hijo en la interesada creencia de que es el otro el que se encarga de ella. Cada uno cumple con sus funciones a regañadientes, sin disimular demasiado su cansancio y su contrariedad, sintiendo que lo que hace es el injusto resultado de la inhibición del otro. En una variante, el niño dispone de un progenitor muy cercano, casi fusional, que no admite la menor vacilación en la incondicionalidad de la relación, mientras que el otro aprovecha la ocasión para alejarse inflexiblemente. A la larga, cuando el ciclo vital impone dinámicas autonomizadoras, el primero acaba distanciándose a su vez. También puede ocurrir que el progenitor aliado sea frío y poco nutricio, mientras que el antagónico sea más cálido e intenso, pero rígido y autoritario. Ninguno de los dos ofrece, en cualquier caso, un agarradero sólido para vincularse.

En el espacio de las deprivaciones se desarrollan dinámicas relacionales definidas por una parentalidad primariamente deteriorada y una conyugalidad armoniosa, generalmente bajo el signo de la complementariedad. Los padres, bien avenidos entre sí, se muestran incapaces de atender a las necesidades nutricias del hijo, al que perciben como molesto y lleno de defectos. Si predomina la exigencia y la escasa valoración de sus esfuerzos, es probable que el resultado se encamine por la vía de la depresión mayor, pero si lo que destaca es una actitud de rechazo, mezclada con una pseudo-hiperprotección que apunta más a sacudirse la fastidiosa presencia demandante del hijo que a satisfacer sus necesidades, se estarán sentando las bases para el desarrollo de un trastorno límite. En ambos casos se ve profundamente afectada la nutrición relacional del niño, bajo una superficie de exquisito respeto por las apariencias de adecuación social. Pero, si en el primero se produce una hipersociabilidad normativa, que convierte al depresivo en esclavo de la honorabilidad de la fachada, en el segundo la normatividad social fracasa, y con ella la capacidad de construir vínculos estables.

Enrique y Rosa decidieron adoptar una niña peruana después de que perdieran a su hijo adolescente en un accidente de tráfico. Pero, en contra de sus ilusiones y expectativas, las cosas no fueron bien desde el principio. Silvia, según ellos, no se parecía a Carlos, el hijo muerto, sino que, por su turbulencia y su precoz sensualidad, les recordaba continuamente fantasmas relacionados con sus oscuros orígenes tropicales y tercermundistas.

Rosa había vivido una infancia deprivada, abandonada por su padre y criada por una madre arbitraria y frívola que la explotaba descaradamente en beneficio de sus propios caprichos. Ni siquiera había aprendido a escribir bien, porque la madre la sacaba del colegio para que hiciera las tareas domésticas en su lugar. Cuando conoció a Enrique, un hombre autoritario y controlador pero bien organizado y muy enamorado de ella, Rosa se arrojó en sus brazos creyendo haber encontrado la seguridad y protección anheladas. Y, de hecho, en gran medida así fue. La pareja siempre funcionó con gran solidez, aunque las pérdidas sucesivas terminaron haciendo mella en Rosa: primero la muerte de Carlos, luego la decepción con la adopción de Silvia y, finalmente, un problema de impotencia de Enrique, llegado a la vez que las primeras manifestaciones de su menopausia.

Con Rosa deprimida, las características básicas de la pareja parental se acusaron aún más. Enrique se dedicó en cuerpo y alma a cuidar a su mujer, a la que consideraba una linda muñequita irresponsable, mientras que a Silvia, ya adolescente, la trató con creciente despecho, acusándola de ser la culpable de los problemas de su madre. En ese contexto, Silvia se convirtió en una chica rebelde, abandonó el colegio y frecuentó compañías poco recomendables en una atmósfera de inestabilidad emocional y promiscuidad sexual. El diagnóstico de trastorno límite no se hizo esperar, confirmando la antigua aprensión de los padres de haber adquirido material defectuoso.

Nosotros podemos hipotetizar, en cambio, que el deterioro primario de la parentalidad penalizó a Silvia enfrentándola con una comparación imposible de satisfacer con el idealizado hermano muerto. Es cierto que, como decían los padres, la niña tuvo todo lo que quiso, pero ello ocurrió en un contexto de creciente rechazo, definido por una necesidad de aquéllos de desculpabilizarse expiando la muerte de Carlos. La pseudo-hiperprotección así desarrollada, lejos de beneficiar a Silvia, la convirtió cada vez más en una niña consentida, con dificultades para respetar límites y normas, y con una gran desconfianza en la autenticidad nutricia de las relaciones interpersonales. Por otra parte, la conyugalidad armoniosa de los padres, basada en una complementariedad progresivamente rigidificada, lejos de constituir un marco funcional para el ejercicio de la parentalidad, se convirtió en un estrecho corsé que la ahogaba aún más. En efecto, la buena armonía de los padres no permitía que se filtraran disidencias compensatorias, sino que presentaba un impenetrable frente de rechazo a Silvia.

 

3.- El Trastorno Antisocial.

La Fig. nº 2, "8" muestra a los Trastornos Antisociales situados a caballo entre el espacio de las deprivaciones y el de las caotizaciones. Y es que, en efecto, en ambos espacios pueden darse las circunstancias para unas pautas de conducta antisocial que suponen una profunda desnutrición relacional teñida por el fracaso más rotundo de la normatividad.

La raiz deprivada del trastorno antisocial puede activarse cuando, en el contexto relacional del trastorno límite deprivado, el rechazo del hijo se hace tan evidente que domina sobre cualquier conato sociabilizador. En cuanto a la raiz caótica, puede ser operativa cuando las duras condiciones de la sociopatía no se ven atemperadas por recursos compensatorios internos o externos. En ambas circunstancias, se sientan las bases para el desarrollo de conductas que implican el desprecio y la violación de los derechos de los demás, que se convierten en objetos de satisfacción inmediata de los deseos y caprichos propios. Verdaderos depredadores humanos, los sujetos así criados ilustran mejor que otros la máxima de que el mal existe, y no es otra cosa que la ausencia de amor.

El padre de Kevin era un alcohólico violento, acostumbrado a vivir a expensas de los servicios sociales, que, cuando se separó de su esposa, obtuvo la custodia del niño porque la madre, minusválida y psicótica, era aún menos capaz de garantizar su seguridad.

Crecido en un ambiente carente de cualquier ternura y en una contínua amenaza para su supervivencia, Kevin aprendió a abrirse paso en la vida cogiendo lo que necesitaba mediante el amedrentamiento y la agresión. Desde pequeño se había creado una leyenda de peligro público, quemando y rajando animales vivos en la calle y asaltando a sus compañeros de colegio con absolutas frialdad y eficiencia. Ya de mayor, Kevin se convirtió en cliente habitual de comisarías y cárceles, cultivando géneros de riesgo y beneficio crecientes. Tratándose de un hombre de indudable atractivo físico, no tenía dificultades para conseguir compañeras, que usaba y tiraba sin desarrollar nunca vínculos estables. Cuando, a raiz de su última detención, fue entrevistado por psicólogos, manifestó una total indiferencia por cualquier lazo emocional, que tachaba de sentimentalismos inútiles, expresando una arrogancia inquebrantable en su decisión de continuar su peculiar carrera profesional.

 

Consideraciones finales.

Todo cuanto queda expuesto concerniente a los trastornos de la personalidad se apoya en una investigación clínica sobre las bases relacionales de la psicopatología, que se viene desarrollando desde hace años y que ha dado ya algunos frutos relevantes en los campos de los trastornos depresivos (depresiones mayores y distimias) (Linares y Campo, 2000) y de las psicosis (Linares, Castelló y Colilles, 2001). En la actualidad está en marcha el programa correspondiente a los trastornos de la personalidad, del cual las ideas aquí vertidas constituyen un primer avance.

Los trastornos de la personalidad no constituyen un territorio independiente en el campo de la psicopatología ni son superponibles de forma arbitraria o aleatoria a las restantes manifestaciones sintomáticas. Por el contrario, existe un continuum coherente en la mente humana, que hace que una personalidad específica esté necesariamente presente en cualquier fenómeno psíquico, normal o patológico.

Los cuatro grandes espacios de la psicopatología, neurosis, psicosis, depresiones y trastornos de la vinculación social, poseen, en consecuencia, sus respectivas dimensiones de personalidad problemática, que, a su vez, se corresponden con otras tantas áreas de disfuncionalidad relacional. De entre los cuatro, los trastornos de la vinculación social, herederos de las antiguas personalidades psicopáticas, son los que conforman el objeto preferente de reflexión de estas páginas, dividiéndose a su vez en tres grupos dotados de sustratos relacionales diferentes en las familias de origen: las sociopatías (caotizaciones), los trastornos límite (triangulaciones y deprivaciones) y los trastornos antisociales (deprivaciones y caotizaciones).

La delincuencia y el crimen, máximas y extremas expresiones de los trastornos de la vinculación social, pueden ser alcanzados desde cualquiera de sus variantes, pero también desde la normalidad relacional y desde la ausencia de psicopatología, dependiendo de las circunstancias individuales, familiares y sociales concurrentes (Lykken, 1995).

Como, igualmente, la infinita capacidad del ecosistema de generar recursos relacionalmente nutricios, puede convertir en resilientes a los sujetos marcados por las circunstancias más adversas, salvándolos de incurrir en éstas y en otras patologías.

 

(*) Capítulo del libro compilado por Arturo Roizblatt "Terapia Familiar y de Pareja". (2006). Editorial Mediterráneo, Santiago de Chile.

Bibliografía

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