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«Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es Uno. Y amarás a Yaveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Deuteronomio, VI, 5). Esta expresión fundamental del monoteísmo sinaítico encierra en sí misma los dos pilares de toda espiritualidad humana, a saber, el discernimiento metafísico, por una parte, y la concentración contemplativa, por otra; o, dicho con otras palabras: la doctrina y el método, o la verdad y la vía. El segundo elemento se presenta bajo tres aspectos: el hombre debe, según cierta interpretación rabínica, primeramente «unirse a Dios» con el corazón; en segundo lugar «contemplar a Dios» con el alma, y, en tercer lugar, «operar en Dios» mediante las manos y el cuerpo150.
El Evangelio da una versión ligeramente modificada de la sentencia sinaítica, en el sentido de que hace explícito un elemento que en la Thora estaba implícito, a saber, el «pensamiento»; este término se encuentra en los tres Evangelios sinópticos, mientras que el elemento «fuerza» no se encuentra más que en las versiones de Marcos y de Lucas151, lo que quizás indica un cierto cambio de acento o de perspectiva en relación con la «Antigua Ley»: el elemento «pensamiento» se separa del elemento «alma» y gana en importancia con respecto al elemento «fuerza», el cual concierne a las obras. Se puede ver en esto algo así como el signo de una tendencia a la interiorización de la actividad. En otros términos: mientras que para la Thora el alma es a la vez activa u operativa y pasiva o contemplativa, el Evangelio parece llamar «alma» al elemento pasivo contemplativo, y «pensamiento» al elemento activo operativo. Podemos suponer que es para marcar la preeminencia de la actividad interior sobre las obras exteriores.
El elemento «fuerza» u «obras» parece pues tener en el Cristianismo un acento distinto que en el Judaísmo; en éste, el «pensamiento» es en cierto modo la concomitancia interior de la observancia exterior, mientras que en el Cristianismo las obras aparecen más bien como la exteriorización, o la confirmación externa, de la actividad del alma. Los judíos niegan la legitimidad y la eficacia de esta interiorización relativa152; inversamente, los cristianos creen de buen grado que la complicación de las prescripciones exteriores (mitsvoth) daña las virtudes interiores153; en realidad, si es cierto que la «letra» puede matar al «espíritu», no es menos cierto que el sentimentalismo puede matar la «letra», haciendo abstracción de que ningún defecto espiritual es patrimonio exclusivo de una religión. En todo caso, la razón suficiente de una religión es precisamente hacer hincapié en una posibilidad espiritual determinada; ésta será el marco de las posibilidades aparentemente excluidas, en la medida en que estas últimas sean llamadas a realizarse, de suerte que encontramos forzosamente en cada religión elementos que parecen ser los reflejos de otras religiones. Lo que se puede decir es que el Judaísmo representa, en cuanto a su forma-marco, un karma-mârga más bien que un bhakti, mientras que la relación es inversa en el Cristianismo; pero el karma, la «acción», implica forzosamente un elemento de bhakti, de «amor», y viceversa.
Estas consideraciones, y las que vendrán a continuación, pueden servir de ilustración al hecho de que las verdades más profundas se encuentran necesariamente ya en las formulaciones fundamentales e iniciales de las religiones. El esoterismo, en efecto, no es una doctrina imprevisible que no se puede descubrir, eventualmente, sino después de minuciosas investigaciones; lo que es misterioso en él es su dimensión de profundidad, sus desarrollos particulares y sus consecuencias prácticas, no sus puntos de partida, que coinciden con los símbolos fundamentales de la religión considerada154; además, su continuidad no es exclusivamente «horizontal» como la del exoterismo, es asimismo «vertical», es decir, que la maestría esotérica se emparenta con la profecía, sin salir no obstante del marco de la religión-madre.
En el Evangelio, la ley del amor a Dios va inmediatamente seguida por la ley del amor al prójimo, lo cual se encuentra enunciado en la Thora de esta forma: «No odiarás a tu hermano en tu corazón; pero reprenderás a tu prójimo, a fin de no cargarte con un pecado por causa de él. No te vengarás, y no guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy Yaveh» (Levítico, XIX, 17 y 18)155. De los pasajes bíblicos que citamos resulta una triple Ley: en primer lugar, reconocimiento por la inteligencia de la unidad de Dios; en segundo lugar, unión a la vez volitiva y contemplativa con el Dios Uno156; y, en tercer lugar, superación de la distinción engañosa y deformadora entre «yo» y el «otro»157.
El amor al prójimo recibe todo su sentido a través del amor a Dios: es imposible abolir la separación entre el hombre y Dios —en la medida en que puede y debe ser abolida— sin abolir en cierto modo, y teniendo en cuenta todos los aspectos que implica la naturaleza de las cosas, la separación entre el ego y el alter; dicho de otro modo: es imposible realizar la consciencia del Absoluto sin realizar la consciencia de nuestra relatividad. Para comprenderlo bien, basta considerar la naturaleza ilusoria, e ilusionadora de la egoidad: hay, en efecto, algo de profundamente absurdo en admitir que «yo sólo» soy «yo»; esto sólo Dios puede decirlo sin contradicción. Es cierto que estamos condenados a este absurdo, pero no lo estamos más que existencialmente, no moralmente; lo que hace que seamos hombres y no animales es precisamente la consciencia concreta que tenemos del «yo» del prójimo, luego de la relativa falsedad de nuestro propio ego; ahora bien, debemos sacar las consecuencias de esto y corregir espiritualmente lo que nuestra egoidad existencial tiene de desequilibrada y mentirosa. Es en vista de este desequilibrio por lo que se ha dicho: «No juzguéis si no queréis ser juzgados», y también: «Y no ves la viga en tu propio ojo», o también: «Todo lo que queráis que los hombres hagan por vosotros, hacedlo vosotros por ellos» (Mt., VII, 3 y 12).
Después de haber enunciado el Mandamiento supremo, Cristo añade que el segundo mandamiento «le es semejante», lo que implica que el amor al prójimo está contenido esencialmente en el amor a Dios y que no es real ni admisible más que a través de este último, porque «quien no recoge conmigo, desparrama»; el amor a Dios puede pues eventualmente contradecir el de los hombres, como es el caso de los que deben «odiar al padre y a la madre para seguirme», sin que sin embargo los hombres sean jamás defraudados por una tal opción. No basta amar al prójimo, es preciso amarlo en Dios, y no contra Dios, como lo hacen los moralistas ateos; y para poder amarlo en Dios es preciso amar a Dios.
Lo que permite a las prescripciones divinas ser a la vez simples y absolutas, es que las adaptaciones necesitadas por la naturaleza de las cosas están siempre sobreentendidas, y no pueden no estarlo; así, la caridad no abole las jerarquías naturales: el superior trata al inferior —en el aspecto en que la jerarquía es válida— como él mismo gustaría de ser tratado si fuera el inferior, y no como si el inferior fuera un superior; o aún, la caridad no podría implicar que compartiésemos los errores de otro, ni que otros escapasen a un castigo que nosotros mismos hubiéramos merecido, si hubiésemos compartido sus errores o sus vicios, y así sucesivamente.
En este mismo orden de ideas, podemos hacer notar lo siguiente: es de sobra conocido el prejuicio que quiere que el amor contemplativo se justifique, y se excuse, ante el mundo que lo desprecia, y que el contemplativo se comprometa sin necesidad en actividades que le desvían de su meta; quienes piensan así quieren evidentemente ignorar que la contemplación representa para la sociedad humana una especie de sacrificio que le es saludable y del que tiene estrictamente, incluso, necesidad. El prejuicio que consideramos es análogo al que condena los fastos del arte sagrado, de los santuarios, de las vestiduras sacerdotales, de la liturgia: aquí, una vez más, no se quiere comprender, en primer lugar, que todas las riquezas no pertenecen a los hombres158, sino que pertenecen a Dios y ello en interés de todos; en segundo lugar, que los tesoros sagrados son ofrendas o sacrificios debidos a su grandeza, su belleza y su gloria; y, en tercer lugar, que, en una sociedad, lo sagrado debe necesariamente hacerse visible, a fin de crear una presencia o una atmósfera sin la cual lo sagrado se debilita en la conciencia de los hombres. El hecho de que el individuo espiritual pueda eventualmente prescindir de todas las formas está fuera de cuestión, porque la sociedad no es este individuo; y éste tiene necesidad de aquélla para poder brotar, como una planta tiene necesidad de la tierra para vivir. Nada es más vil que la envidia respecto a Dios; la pobreza se deshonra cuando codicia los dorados de los santuarios159; ciertamente, siempre hay excepciones a la regla, pero éstas no guardan relación con la reivindicación fría y ruidosa de los utilitaristas iconoclastas.
En la Thora hay un pasaje del que se ha abusado mucho, con la intención de encontrar en él un argumento en favor de una sedicente «vocación de la tierra» y una consagración del materialismo devorador de nuestro siglo: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Génesis, 1, 28)160. Ahora bien, esta orden no hace más que definir la naturaleza humana en sus relaciones con el ambiente terrestre, o, dicho de otro modo, define los derechos que resultan de nuestra naturaleza; Dios dice al hombre: «Tú harás tal cosa», como diría al fuego que ardiera y al agua que corriese; toda función natural procede forzosamente de una Orden divina. Por esta forma imperativa de la Palabra divina, el hombre sabe que, si él domina sobre la tierra, no es de manera abusiva, sino según la Voluntad del Altísimo y, por consiguiente, según la lógica de las cosas; pero esta Palabra no significa en absoluto que el hombre deba abusar de sus capacidades dedicándose exclusivamente a la explotación desmesurada y avasalladora, y finalmente destructora, de los recursos terrestres. Porque aquí, como en otros casos, es preciso comprender las palabras en el contexto de las otras palabras que las completan necesariamente, es decir, que el pasaje citado no es inteligible más que a la luz del Mandamiento supremo: «Amarás a Yaveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.» Sin esta clave, el pasaje sobre la fecundidad podría ser interpretado como prohibición del celibato y exclusión de toda preocupación contemplativa; pero el Mandamiento supremo muestra precisamente cuáles son los límites de este pasaje, cuál es su fundamento necesario y su sentido total: muestra que el derecho o el deber de dominar sobre el mundo depende de lo que es el hombre en sí mismo.
El equilibrio del mundo y de las criaturas depende del equilibrio entre el hombre y Dios, luego de nuestro conocimiento, y de nuestra voluntad, con respecto al Absoluto. Antes de preguntar lo que debe hacer el hombre, hay que saber lo que es.
Hemos visto que el Mandamiento supremo implica tres dimensiones, si puede decirse así; a saber: en primer lugar, la afirmación de la Unidad divina, que es la dimensión intelectual; en segundo lugar, la exigencia del amor a Dios, que es la dimensión volitiva o afectiva; y en tercer lugar la exigencia del amor al prójimo, que es la dimensión activa y social; este tercer modo es indirecto, se ejerce hacia afuera, aunque tenga necesariamente sus raíces en el alma, en las virtudes y en la contemplación.
Por lo que respecta a la primera dimensión, que constituye la enunciación fundamental del Judaísmo161 prefigurada en el testimonio ontológico de la zarza ardiente162—, implica dos aspectos, uno que concierne a la intelección y otro que concierne a la fe; en cuanto a la segunda dimensión, recordaremos que implica los tres aspectos, «unión», «contemplación» y «operación», refiriéndose el primero al corazón, el segundo al alma o a lo mental, o a las virtudes o al pensamiento, y el tercero al cuerpo. La tercera dimensión, finalmente, el amor al prójimo, depende de la generosidad que necesariamente engendran el conocimiento y el amor a Dios; es pues, a la vez, condición y consecuencia.
Después de haber enunciado los dos Mandamientos —amor incondicional y «vertical» a Dios y amor condicional y «horizontal» al prójimo163—. Cristo añade: «De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt., XII, 40). Es decir, que los dos Mandamientos, por una parte, constituyen la Religio perennis —la Religión primordial164, eterna y de facto subyacente165, y por otra, se encuentran, por vía de consecuencia, en todas las manifestaciones de esta Religio o de esta Lex, a saber, en las religiones que rigen la humanidad; hay aquí, pues, una enseñanza que enuncia a la vez la unidad de la Verdad y la diversidad de sus formas, a la vez que define la naturaleza de esta Verdad mediante los dos Mandamientos de Amor.
EL VERDADERO REMEDIO
Según la convicción unánime de la antigua cristiandad y de todas las demás humanidades tradicionales, la causa del sufrimiento en el mundo es la decadencia del hombre y no una simple falta de consciencia y organización. Ningún progreso ni ninguna tiranía acabará jamás con el sufrimiento; sólo la santidad de todos lo conseguiría en una cierta medida, si de hecho fuera posible realizarla, transformando de esta manera el mundo en una comunidad de contemplativos y en un nuevo Paraíso terrenal. Sin duda, no es cosa de decir que el hombre no deba, conforme a su naturaleza y al simple buen sentido, intentar vencer los males que se presentan en su vida; para esto, no tiene necesidad de ninguna prescripción divina ni humana. Pero intentar establecer en un país un relativo bienestar con las miras puestas en Dios es una cosa, e intentar realizar la felicidad perfecta en la tierra, y sin tener en cuenta a Dios, es otra muy distinta; este segundo intento está abocado al fracaso desde un principio, precisamente porque la eliminación duradera de nuestras miserias depende de nuestra conformidad con la naturaleza divina o de nuestra fijación en el «reino de Dios que está dentro de vosotros». Mientras los hombres no realicen la «interioridad» santificadora, la abolición de las pruebas terrenas no sólo es imposible, sino que ni siquiera es deseable; porque el pecador —el hombre «exteriorizado»— tiene necesidad de sufrimiento para expiar sus faltas y para sustraerse al pecado, o para escapar a la «exterioridad» de la que el pecado deriva166. Desde el punto de vista espiritual, que es el único que tiene en cuenta la verdadera causa de nuestras calamidades, el mal es, por definición, no lo que hace sufrir, sino lo que, incluso con un máximo de comodidad o de atractivo, o de «justicia» si se quiere, frustra los fines últimos de un máximum de almas.
Todo el problema se reduce en suma al siguiente núcleo de cuestiones: ¿por qué eliminar efectos si la causa permanece y continúa produciendo indefinidamente efectos semejantes? Y con mayor razón: ¿por qué eliminar los efectos del mal en detrimento de la eliminación de la causa misma?; y, finalmente, ¿por qué eliminarlos, reemplazando la causa por otra todavía más perniciosa, a saber, el odio al Soberano Bien y la pasión por las cosas efímeras? En una palabra: si se combaten las calamidades de este mundo fuera de la verdad total y del bien último, se dará lugar a calamidades incomparablemente más grandes, comenzando precisamente por la negación de esta verdad y la confiscación de este Bien; quienes pretenden liberar al hombre de una «frustración» secular son quienes, de hecho, le imponen la más radical y la más irreparable de las frustraciones.
Ciertamente, en la naturaleza del hombre está intentar mejorar el mundo, pero esto es preciso hacerlo de una manera plenamente humana y por consiguiente divina. «Quien no recoge conmigo, desparrama», Estas palabras, como muchas otras, parecen haberse convertido en letra muerta; y, sin embargo, «la Iglesia debe escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio», nos enseña una encíclica. Entretanto, es matemáticamente lo contrario lo que se hace.
«Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que el resto os será dado por añadidura»: esta sentencia es la clave misma del problema de nuestra condición terrena, como asimismo lo es esta otra: «El reino de Dios está dentro de vosotros.»
A la cuestión «qué es el pecado», se puede responder en principio que este término se refiere a dos dimensiones o a dos planos: el primero de estos planos exige «obedecer los mandamientos», y el segundo, según las palabras de Cristo al joven rico, exige «seguirme», es decir, establecerse en la «dimensión interior» y realizar así la dimensión contemplativa; el ejemplo de María prevalece sobre el de Marta. El sufrimiento en el mundo es debido, no solamente al pecado en el sentido elemental de la palabra, sino también y sobre todo al pecado de «exterioridad», el cual engendra por otra parte, fatalmente, todos los otros; un mundo perfecto sería, no solamente el de unos hombres que se abstendrían de cometer pecados de acción y de omisión, como hacía el joven rico, sino ante todo el de unos hombres que viviesen «hacia el Interior» y firmemente establecidos en el conocimiento —y por consiguiente en el amor— de ese invisible que lo trasciende todo y que lo engloba todo. Hay tres grados que observar: el primero es la abstención del pecado-acto, como el asesinato, el robo, la mentira, la omisión del deber sagrado; el segundo es la abstención del pecado-vicio, como el orgullo, la pasión, la avaricia; el tercero es la abstención del pecado-estado, es decir, de esa «exterioridad» que es a la vez dispersión y endurecimiento y que engendra todos los vicios y todas las transgresiones. La ausencia de este pecado-estado no es otra cosa que el «amor a Dios» o la «interioridad», cualquiera que sea su modo espiritual; sólo esta interioridad sería capaz de regenerar el mundo, y es por esto por lo que se dice que el mundo se hubiese derrumbado desde hace largo tiempo sin la presencia de los santos, sea ésta visible u oculta.
El pecado-vicio y, con mayor razón, el —pecado-estado constituyen el pecado intrínseco; estos dos grados se encuentran en el orgullo, noción-símbolo que resume todo cuanto aprisiona al alma en la exterioridad y la mantiene lejos de la Vida divina. Por lo que respecta al primer grado —la transgresión—, no hay pecado caracterizado más que en función de la intención, luego de la oposición real a una Ley revelada; de hecho, puede ocurrir que un acto prohibido se convierta en permitido en ciertas circunstancias, porque siempre está permitido mentir a un ladrón o matar en legítima defensa; pero fuera de tales circunstancias el acto ilegal va unido siempre al pecado intrínseco, se integra en el pecado-vicio y por lo mismo en el pecado-estado, que no es otro que el «endurecimiento del corazón» o el estado de «paganismo», según el lenguaje bíblico.
No hay alianza posible entre el principio del bien y el pecado organizado; es decir, que las potencias del mundo, que son forzosamente potencias pecadoras, organizan el pecado con el fin de abolir los efectos del pecado. Al parecer, la nueva «pastoral» busca precisamente hablar el «lenguaje» del «mundo», el cual se ha convertido en una entidad honorable sin que se pueda discernir la menor razón para esta promoción inesperada; ahora bien, querer hablar el «lenguaje» del «mundo», o el de «nuestro tiempo» —todavía un argumento que no es más que ruido y que se abstiene cuidadosamente de probar nada— es hacer hablar a la verdad el lenguaje del error y a la virtud el lenguaje del vicio167.
Comprender la religión es aceptarla sin ponerle condiciones impertinentes; ponerle condiciones es evidentemente no comprenderla y hacerla subjetivamente ineficaz; la ausencia de regateo forma parte de la integridad de la fe. Poner condiciones —ya sea en el plano del «bienestar» individual o social, o en el de la liturgia, que se querría tan sin relieve y tan trivial como fuese posible— es ignorar fundamentalmente lo que es la religión, lo que es Dios y lo que es el hombre; es reducir de entrada la religión a un telón de fondo neutro e inoperante que ella no puede ser de ninguna manera, y es desposeerla por adelantado de todos sus derechos y de toda su razón de ser. El humanitarismo profano, con el que intenta confundirse cada vez más la religión oficial, es incompatible con la verdad total y, por consiguiente, también con la verdadera caridad, por la simple razón de que el bienestar material del hombre terrenal no es todo el bienestar y no coincide, de hecho, con el interés global de la persona humana inmortal. La norma es un bienestar sobrio —no artificialmente inflado— cuyos peligros espirituales compensa el hombre mediante una ascesis interior; todas las civilizaciones tradicionales en su estado normal tienden a realizar tanto este bienestar de base, que es un favor contingente, como esta ascesis, que es una exigencia incondicional168; la verdadera felicidad —o el bienestar integral— no puede venir más que de este equilibrio, aparte toda cuestión de destino y de disposición subjetiva169.
«Buscad primero el reino de Dios…» Recordar esto continuamente debería ser el primer deber de los hombres de religión, y si hay una verdad que conviene particularmente a «nuestro tiempo» es ésta, más que ninguna otra.
El verdadero remedio, decíamos, es buscar primeramente el reino de Dios; ahora bien, el hombre está hecho de una manera que esta verdad puede dar lugar en ciertos casos a conflictos de funciones, deberes o vocaciones; de esto da cuenta una curiosa paradoja de la Divina Comedia, que resulta lo suficientemente instructiva como para que merezca la pena que nos detengamos un poco en ella. Es verdad que no forma parte de nuestras costumbres el entrar en los detalles de los fenómenos históricos o personales, pero creemos poder permitirnos aquí esta excepción, puesto que suministra un ejemplo concreto del juego del tejido propio de la Providencia.
Una de las contradicciones aparentes o reales de la Divina Comedia es el hecho de que Dante sitúe en el infierno a un santo, a saber, al papa Celestino V, al cual el poeta le reprocha haber abdicado y haber traicionado de esta forma su cargo. He aquí la historia, bien conocida pero forzosamente perdida de vista por muchos: estando la sede apostólica vacante durante más de dos años— después de la muerte de Nicolás IV, hacia fines del siglo XXII— los cardenales eligieron al eremita Pier Angelerio de Murrhone en los Abruzzos, santo anciano que había fundado la orden de los Celestinos170; la razón de esta inesperada elección fue que el eremita les había amenazado con el infierno si tardaban en elegir un papa. Desde su elección el santo varón —que tomó el nombre de Celestino V— fue retenido casi como prisionero en Nápoles por el rey Carlos II y el clan de los Colonna, protagonistas de la reforma moral y política de la Cristiandad. El nuevo papa procedió pronto al nombramiento de algunos cardenales de la misma tendencia, lo que era la única cosa hacedera, pero que suscitó las vivas protestas del partido adverso, los «mundanos», representados sobre todo por el clan Caëtani; y fue un cardenal de esta familia quien conjuró al papa para que abdicara a su favor, y quien, convertido en papa a su vez —bajo el nombre de Bonifacio VIII— mantuvo a su predecesor prisionero en Roma. Celestino murió después de dos años de cautividad.
En un primer pasaje del Inferno en que se refiere a Celestino V, Dante «ve y reconoce» en el primer círculo del infierno, reservado a los pecados por omisión, «la sombra del que la gran renuncia hizo por cobardía» (III, 58-60). En un segundo pasaje del Inferno, es Bonifacio VIII quien habla de las «dos llaves que a mi predecesor no fueron caras» (XXVII, 103-105); en un tercer pasaje, se reprocha al mismo Bonifacio VIII «haber despojado mediante fraude (a Celestino V) de la Bella Dama (la Iglesia), para, a continuación, abusar de ella» (XIX, 55-57). La actitud de Dante respecto a Celestino V parece excesiva, pero hay que tener en cuenta los siguientes factores: en principio, la canonización del papa eremita llevada a cabo bajo el pontificado de Clemente V, tuvo lugar después de la terminación del Inferno según parece; pero, a continuación, Dante evita nombrar a Celestino V, de manera que se ha podido proponer la tesis de que, en el primer pasaje citado se trata, no de este papa, sino de Esaú o de Diocleciano, ambos más o menos traidores a su cargo171; en fin, sólo este primer pasaje sitúa al papa en el infierno —admitiendo que se trata verdaderamente de él—, mientras que en los otros dos pasajes a quien coloca allí es a Bonifacio VIII, y las alusiones a Celestino V —indiscutibles en estas ocasiones— no implican que este último resultara también condenado.
Como quiera que sea, si Dante no vaciló en hacer las insinuaciones que acabamos de citar, esto se explica por consideraciones a la vez espirituales y políticas en desfavor de Bonifacio VIII, y también, desde otro punto de vista, por el carácter altivo y combativo del poeta172; ahora bien, la elección de Bonifacio no fue posible sino por la abdicación de Celestino, acto inaudito en la historia del papado. Se ha reprochado al papa eremita haber caído sin resistencia bajo la influencia de los Colonna, reproche en modo alguno concluyente, pues los Colonna estaban de parte de los spirituali, odiaban —como el papa— la mundanalidad ambiciosa e insaciable del clero; Celestino V no tenía ningún motivo, por decir lo menos, para oponerse a tendencias justas —y conformes a sus propios sentimientos— por la simple razón de que sus cuasi-carceleros se adherían a ellas.
Celestino V habría podido realizar en principio sus proyectos de renovación de la Iglesia, pero se topó muy pronto con dificultades insospechadas, y ampliamente inimaginables para un hombre puro como él; es el haber desperdiciado esta ocasión, y el haberla desperdiciado en favor de un representante por excelencia de la tendencia mundana, lo que Dante no le pudo perdonar173.
Dicho esto, nos queda por dilucidar por qué Celestino V, hombre virtuoso si los ha habido, eludió lo que Dante consideraba como un deber imperativo; estas razones no podían interesar al águila de Florencia, o, al menos, se le escaparon en el momento en que escribía el Inferno; pero ellas explican y excusan la actividad del santo pontífice, que a priori no fue apenas un hombre de este bajo mundo. Queremos decir con esto que fue un contemplativo nato; un contemplativo no por conversión, sino por naturaleza, y esto es lo que se llama, en el lenguaje de la gnosis, un «pneumático», es decir, un ser aspirado, de una manera «sobrenaturalmente natural», por el Cielo. El nombre de Coelestinus elegido por el nuevo papa, y dado a la orden monástica que él había fundado, indica por otra parte este sentido. Ahora bien, el pneumático vive del recuerdo de un paraíso perdido; no busca más que una cosa, el retorno a su origen, y, al tener él mismo una naturaleza casi angélica, ignora en una gran medida la naturaleza media de los hombres. Al no poder saber por adelantado que la media de los hombres se compone de fieras, Celestino V les creía —con santa ingenuidad— semejantes a él, o incluso mejores que él; ignoraba hasta qué punto las pasiones, las ambiciones y otras ilusiones dominan las inteligencias y las voluntades, y hasta qué punto los hombres son capaces de hipocresía, lo que prueba por lo demás su culpabilidad. Tuvo que ser papa para darse cuenta de ello.
Un compañero del joven Santo Tomás de Aquino dijo a éste, en presencia de otros jóvenes monjes, que mirase por la ventana para ver a un buey que volaba, lo que hizo el santo, sin ver nada, por supuesto. Todo el mundo se echó a reír, pero Santo Tomás, imperturbable, hizo esta observación: «Un buey que vuela es algo menos asombroso que un monje que miente.» No hay motivo para reprochar a las almas puras una cierta credulidad, que en realidad les hace honor, tanto más cuanto que su humildad les inclina a sobreestimar a los otros, en la medida en que la evidencia contraria no se impone de entrada.
Pier Angelerio aceptó la tiara porque creyó que ésta era la voluntad de Dios; pero lo que la providencia quería para él era una experiencia espiritual y no el pontificado; experiencia que habría de ser al mismo tiempo, para los otros, una lección de incorruptibilidad, y no un ejemplo de debilidad o de cobardía. Dios quiso mostrar por otra parte que hay vocaciones que se excluyen —a menos de dones muy raros, propios sobre todo de los profetas—, y ninguna vocación le es más agradable que la de la contemplación, la cual comprende todas las otras de una manera potencial. Por lo demás, Celestino V hubiese sido un papa ideal en el ambiente normal que deseaba Dante, es decir, bajo la protección de un emperador poderoso y plenamente consciente de su cargo, y, por consiguiente, en ausencia de los enredos políticos en medio de los cuales se debatían los pontífices romanos; es sin duda en esta perspectiva normal en la que el eremita de los Abruzzos aceptó la tiara, y es a causa de esta misma perspectiva por lo que el poeta de Florencia no le perdonó el haber renunciado a ella. Todo el problema está aquí en la definición del «deber»: la vocación imprescriptible del puro contemplativo —del «pneumático» cuya ascensión espiritual resulta de su substancia misma y no de una elección o de una conversión como es el caso del «psíquico»174— esta vocación contemplativa puede evidentemente armonizarse con una actividad en el mundo, pero en muchos casos —por razones diversas— no es así de hecho. En todo caso, es por los deberes que le son propios por lo que el contemplativo cumple plenamente con el amor a Dios, y por esto mismo con el amor a los hombres, puesto que éste está contenido en aquél.
Dante intentaba reemplazar la mundanalidad ilegítima de los papas por la laicidad legítima de los emperadores; laicidad muy relativa y de una cierta manera sacerdotal a su vez. Ahora bien, Celestino V fue el tipo exacto del papa espiritual; no es un pontífice de un género quien habría favorecido la revolución humanista y mundana que dio lugar al Renacimiento, inaugurando así la autodestrucción de la Cristiandad. Ni que decir tiene que Dante no podía saber lo que sería la revolución cultural de los Médicis y de los Borgia, pero discernía su principio, veía las consecuencias lejanas en las causas próximas. El estado de urgencia, pensaba, no permite consideraciones de vocación personal, ni siquiera en el caso de un santo como Celestino V.
Lo que Dante preveía, sus contemporáneos lo ignoraban o lo querían ignorar: los incorregibles pendencieros de la edad media se imaginaban que podían estar matándose entre sí y saqueándose mutuamente de manera indefinida en nombre de Dios, de los ángeles y de los santos; no presentían que esta misma contradicción, si sobrepasaba ciertos límites, terminaría por poner fin a su supremacía y a su régimen y, al mismo tiempo, a la Cristiandad de Occidente. Se ha calificado a Dante de «soñador» porque su plan del imperio no se realizó; en este caso, todo hombre que aconseja la sabiduría o la prudencia es retrospectivamente un soñador sí no es obedecido, y como ningún sabio es nunca obedecido a la perfección, todo sabio sería un soñador. Si la norma es un sueño, es un honor soñar.
No había, ni podía haber, entre Dante y Celestino V ninguna divergencia objetiva respecto al verdadero remedio para los males de este mundo; pero había una divergencia subjetiva de temperamento y de vocación, en el sentido de que Dante, conociendo perfectamente los derechos de la pura contemplación, creía no poder conceder al santo papa el beneficio de estos derechos, y ello por razones de «deber de estado». Como quiera que sea, para poder mantener el mundo en equilibrio, o para poder incluso mejorarlo en tal o cual sector, no basta con que haya hombres capaces de tomar medidas eficaces de acuerdo con los principios espirituales; es preciso también que haya santos que, semejantes al «motor inmóvil» aristotélico, no realicen más que «la única cosa necesaria», por consiguiente lo que constituye la razón de ser de toda ciudad humana. La savia de lo «útil» humano es lo «inútil» divino; esta idea evoca todo el misterio del sacrificio, y ante todo el de lo sagrado en sí mismo; de lo sagrado que determina todas las medidas y, al mismo tiempo, escapa a todas ellas.
La vida espiritual no podría por sí misma excluir un campo humanamente tan fundamental como el de la sexualidad; el sexo es un aspecto del hombre. Tradicionalmente, Occidente está marcado por la teología de inspiración agustiniana, que explica el matrimonio en un sesgo más o menos utilitarista, omitiendo su realidad intrínseca: según esta perspectiva —haciendo abstracción de todo eufemismo apologético—, la unión sexual es en sí misma pecado; por consiguiente, el niño nace en el pecado, pero la Iglesia compensa, o más bien sobrecompensa, este mal con un bien más grande: el bautismo, la fe, la vida sacramental. En cambio, según la perspectiva primordial, que se funda sobre la naturaleza intrínseca de los datos en presencia, el acto sexual es un sacramento «naturalmente sobrenatural»: el éxtasis sexual coincide, en el hombre primordial, con el éxtasis espiritual; comunica al hombre una experiencia de unión mística, un «recuerdo» del amor divino del que el amor humano es un lejano reflejo; reflejo ambiguo, ciertamente, puesto que a la vez es imagen adecuada e imagen invertida. Es en esta ambigüedad donde reside todo el problema: la perspectiva primitiva, «pagana», greco-hindú —y de facto esotérica en el marco cristiano— se funda sobre la adecuación de la imagen, porque un árbol reflejado en el agua sigue siendo un árbol y no otra cosa; la perspectiva cristiana, penitencial, ascética y de hecho exotérica se funda por el contrario sobre la inversión de la imagen: puesto que un árbol tiene la copa arriba y no abajo, el reflejo no es pues ya el árbol. Pero he aquí la gran desigualdad entre los dos puntos de vista: el esoterismo admite la razón relativa y condicional de la perspectiva penitencial, pero ésta no puede admitir la legitimidad de la perspectiva «natural», primordial y participativa; y es exactamente por ello por lo que ésta no puede ser más que «esotérica» en un contexto de estilo agustiniano, mientras que en sí misma puede, sin embargo, integrarse en un exoterismo, como lo prueba el Islam, por ejemplo120.
En el ambiente cristiano, la sexualidad en sí misma, o sea, aislada de todo contexto distorsionador lleva fácilmente el oprobio de «bestialidad», cuando en realidad, nada de lo que es humano es bestial por su naturaleza; por esto somos hombres y no bestias. Sin embargo, para escapar a la animalidad de la que participamos, es preciso que nuestras actitudes sean íntegramente humanas, es decir, conformes a la norma que nos impone nuestra deiformidad; deben englobar nuestra alma y nuestro espíritu o, en otros términos, la devoción y la verdad. Por lo demás, sólo es bestial la pasión ciega del hombre caído y no la sexualidad inocente de los animales; cuando el hombre se reduce a su animalidad, se hace peor que los animales, que no traicionan ninguna vocación y no violan ninguna norma; no hay que mezclar al animal, que puede ser una criatura noble, en los tabús y los anatemas del moralismo humano.
Si el acto sexual es por su naturaleza un pecado —como en el fondo pretende la perspectiva cristiana y penitencial121— esta naturaleza es transmitida al hijo concebido en dicha unión; si, por el contrario, el acto sexual representa, por su naturaleza profunda y espiritualmente íntegra, un acto meritorio por ser en principio santificante122 —o un sacramento primordial que evoca y actualiza en las condiciones adecuadas una unión con Dios—, el hijo que es concebido según esta naturaleza será hereditariamente inducido a la unión, ni más ni menos que es inducido al pecado en el caso contrario; el hecho de que el acto sea por sí mismo, de jure, si no de facto, una especie de sacramento implica por otra parte que el hijo sea un don, y no el fin exclusivo del acto123.
La Iglesia bendice el matrimonio con miras a la procreación de hombres a los que se convertirá en creyentes; lo bendice asumiendo el inconveniente inevitable pero provisional del «pecado carnal». Estaríamos tentados a decir que, en este caso, la Iglesia está más cerca de San Pablo que de Cristo; es decir, que San Pablo, sin inventar nada —cosa que está fuera de cuestión— ha acentuado sin embargo las cosas con miras a una aplicación particular y no necesaria en sí. Indiscutiblemente, Cristo señaló la vía de la abstinencia; ahora bien, la abstinencia no significa forzosamente que el acto sexual sea de naturaleza pecaminosa, puede significar, por el contrario, que los pecadores lo profanan; porque los pecadores, en la unión sexual, quitan a Dios el goce que le pertenece. El pecado de Adán, visto desde este ángulo, consistió en acaparar el goce: en atribuirse a sí mismo el goce como tal, de modo que la falta estuvo a la vez en el robo y en la manera de considerar el objeto del robo, a saber, un placer sustancialmente divino. Era pues, usurpar el lugar de Dios, apartándose de la subjetividad divina en la que el hombre participaba originalmente; era no participar ya de ella y hacerse a sí mismo sujeto absoluto. El sujeto humano, haciéndose prácticamente Dios, limita y degrada al mismo tiempo el objeto de su felicidad e incluso todo el ambiente cósmico.
Con toda evidencia no podía haber en la intención de Cristo el solo propósito de no ver profanado un sacramento natural y primordial; había también, e incluso ante todo, el ofrecimiento de un medio espiritual congénito a una perspectiva ascética, porque la castidad es forzosamente el fermento de una vía, dada precisamente la ambigüedad de las cosas sexuales. En Caná, Cristo consagró o bendijo el matrimonio, sin que se pueda afirmar que lo hiciese según el esquema paulino o agustiniano: transformó el agua en vino, lo cual resulta de un simbolismo elocuente, y se refiere con mucha mayor verosimilitud a la posibilidad de la unión a la vez carnal y espiritual que al oportunismo moral y social de los teólogos; sí se hubiese tratado de una unión exclusivamente carnal, no sería ya humana, precisamente124.
Por lo demás, si la procreación es algo tan importante, no es posible que el acto del que es la condición sine qua non no sea más que un accidente lamentable, y que este acto no posea por el contrario un carácter sagrado proporcionado a la importancia y a la santidad de la procreación misma. Y si es posible —como hacen los teólogos— aislar la procreación del acto sexual, no acentuando más que aquélla, debe ser posible igualmente aislar el acto sexual de la procreación no acentuando más que dicho acto, conforme a su propia naturaleza y a su contexto inmediato; es decir que el amor posee una cualidad que lo hace independiente de su aspecto puramente biológico y social, como lo prueba por otra parte su simbolismo teológico y místico. Se puede procrear sin amar y se puede amar sin procrear; el amor de Jacob por Raquel no pierde su sentido por el hecho de que Raquel fuese durante largo tiempo estéril, y el Cantar de los Cantares no intenta justificarse mediante ninguna consideración demográfica.
Sin la menor duda, Cristo no era opuesto al matrimonio, y quizás tampoco lo era a la poligamia; la parábola de las diez vírgenes parece testimoniarlo125. En el mundo cristiano, hubiese convenido permitir la poligamia a los príncipes, si no a todos los fieles; ello hubiese evitado no pocas guerras y bastantes presiones tiránicas sobre la Iglesia; entre otras, el cisma anglicano. El hombre no debe separar lo que Dios ha unido, dijo Cristo condenando el divorcio; ahora bien, los matrimonios principescos fueron la mayoría de las veces componendas políticas, lo que no tiene nada que ver con Dios y tampoco guarda ninguna relación con el amor. La poligamia, como la monogamia, se refiere a factores naturales: si la monogamia es normal porque el primer matrimonio fue forzosamente monógamo y porque la feminidad, como la virilidad, reside enteramente en una sola persona, la poligamia, por su parte, se explica, por un lado, por la evidencia biológica y por la oportunidad social o política —en ciertas sociedades al menos— y, por otro, por el hecho de que la infinitud, representada en la mujer, permite una diversidad de aspectos; el hombre se prolonga hacia la periferia, que libera, como la mujer se enraíza en el centro, que protege126. A esto es preciso añadir, aparte toda consideración de oportunidad, que los pueblos más o menos nórdicos se encuentran más bien inclinados hacia la monogamia, y esto por evidentes razones de clima y de temperamento, mientras que la mayor parte de los pueblos meridionales parecen sentir una inclinación natural hacia la poligamia, cualquiera que sea la forma o el grado. En cualquier caso, fue un error, en Occidente, imponer a todo un continente una moral de monjes: moral perfectamente legítima en su marco metódico, pero no obstante fundada sobre el error —en cuanto a su extensión sobre la sociedad entera— de que la sexualidad es una especie de mal; un mal que conviene reducir al mínimo y no tolerar más que en virtud de un aspecto que pone entre paréntesis todo lo esencial.
Sin duda sería preciso distinguir entre una poligamia, en la que varias mujeres conservan su personalidad, y una «pantogamia» principesca, en la que una multitud de mujeres representan la feminidad de una manera cuasi impersonal; este último caso sería una afrenta a su dignidad de personas humanas, si no se fundara en la idea de que tal esposo se sitúa en la cima del género humano. La pantogamia es posible porque Krishna es Vishnu, porque David y Salomón son profetas, porque el sultán es «la sombra de Allâh sobre la tierra»; se podría decir también que el harén innumerable y anónimo tiene una función análoga a la del trono imperial adornado de piedras preciosas; función análoga pero no idéntica, porque el trono hecho de sustancia humana —el harén precisamente— indica de una manera eminentemente más directa y más concreta la divinidad real o prestada del monarca. En un plano profano, esta pantogamia no sería posible; en cuanto a saber si es legítima o excusable en tal o cual caso particular, es una cuestión que no puede ser resuelta de otro modo que mediante la distinción entre el individuo, que puede ser cualquiera, y la función, que es sublime y que, por este hecho, puede atenuar las desproporciones y las ilusiones humanas.
Todo esto lo escribimos para explicar fenómenos existentes y no para expresar preferencias sobre una cosa o su contraria; no se trata ahora de nuestra sensibilidad personal, que puede incluso ser opuesta a determinada solución moral o social, cuya legitimidad desde un determinado punto de vista o en un determinado contexto intentamos sin embargo demostrar.
Una posibilidad muy importante de la que es preciso dar cuenta aquí es la abstinencia en el marco del matrimonio; ésta, por otra parte, va a la par con las virtudes de desapego y generosidad, que son las condiciones esenciales de la sacramentalización de la sexualidad. Nada hay más opuesto a lo sagrado que la tiranía o la trivialidad en el plano de las relaciones conyugales; la abstinencia, la ruptura de las costumbres y el frescor del alma son elementos indispensables de una sexualidad sacra. En una confrontación permanente de dos seres, son precisas dos aperturas equilibradoras, una hacia el cielo y la otra en la misma tierra: es precisa la apertura hacia Dios, que es el tercer elemento por encima de los dos cónyuges, sin el cual la dualidad se convertiría en oposición, y es precisa una apertura o un vacío —una ventilación por decirlo así— en el plano inmediatamente humano, y ésta es la abstinencia, que es a la vez un sacrificio ante Dios y un homenaje de respeto y de gratitud hacia el cónyuge. Porque la dignidad humana y espiritual del cónyuge exige que no se convierta en un hábito, que no sea tratado de una manera que carezca de imaginación y de frescor, y por consiguiente que pueda guardar su misterio; esta condición exige, no sólo la abstinencia, sino también, y ante todo, la elevación del carácter, la cual resulta, a fin de cuentas, de nuestro sentido de lo sagrado o de nuestro estado de devoción.
La devoción exige, en efecto, por una parte el respeto separativo y, por otra, la intimidad participativa; por una parte es preciso extinguirse y permanecer pobre, y por otra es preciso irradiar o dar; de ahí la complementariedad del desapego y la generosidad. Y, en este contexto, es preciso recalcar que la comprensión paciente y caritativa del temperamento físico del cónyuge es una condición no sólo de la dignidad humana, sino también del valor espiritual del matrimonio, siendo la continencia periódica precisamente una expresión de esta comprensión o de esta tolerancia127.
Es preciso incluso, a fin de no descuidar ninguna posibilidad, considerar el caso, sin duda raro, pero en modo alguno ilegítimo en sí, en el que esta abstinencia es definitiva y en el que el ideal de confraternidad se combina con el de castidad128; en este caso, el tono no será el de un moralismo pedante o atormentado, sino el de la santa infancia. Con toda evidencia, el matrimonio blanco presupone cualificaciones vocacionales bastante particulares, al mismo tiempo que un punto de vista espiritual que afiance esta solución, conforme a estas palabras del Génesis: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él»129.
Ciertamente, la carne fue maldecida por la caída, pero solamente en un cierto aspecto, el de la discontinuidad existencial y formal, no en el de la continuidad espiritual y esencial. La misma observación es aplicable a la forma natural, la de la criatura: el cuerpo humano, hombre o mujer, es una teofanía, y lo sigue siendo a pesar de la caída130; amándose, los cónyuges aman legítimamente una manifestación divina, cada uno según un aspecto y desde un punto de vista distinto; pues el contenido divino de nobleza, de bondad y de belleza sigue siendo el mismo. El Islam, basándose en este punto de vista, por una parte, reconoce implícitamente el carácter sagrado de la sexualidad en sí misma y, por otra, y por vía de consecuencia, estima que todo niño nace muslim y que son sus padres quienes hacen de él un infiel, llegado el caso.
La teología cristiana, al ocuparse del pecado y viendo en Eva en particular y en la mujer en general a la seductora, se ha visto llevada a evaluar el sexo femenino con un máximo de pesimismo: según algunos, es el hombre únicamente, no la mujer, el que está hecho a imagen de Dios, siendo así que la Biblia afirma, no solamente que Dios creó al hombre a su imagen, sino también que «los creó macho y hembra», lo que ha sido malinterpretado con mucha ingeniosidad. En principio, podría uno asombrarse de esta falta de inteligencia casi visual por parte de los teólogos; de hecho, una tal limitación no tiene nada de asombrosa, dado el carácter voluntarista y sentimental, y por tanto inclinado a los prejuicios y a las oblicuidades, de la perspectiva exoterista en general131. Una primera prueba —si hiciera falta— de que la mujer es tan imagen divina como el hombre, es que de hecho ella es un ser humano como él; no es vir o andros, pero es, como éste, homo o antro pos; su forma es humana y, por consiguiente, divina. Otra prueba —aunque una ojeada debería bastar— está en el hecho de que la mujer toma, frente al hombre y en el plano erótico, una función casi divina —semejante a la que asume el hombre frente a la mujer—, lo que no sería posible si ella no encarnase, no la cualidad de absoluto sin duda, sino la cualidad complementaria de infinitud, siendo el Infinito de alguna manera la shakti del Absoluto.
Y esto nos lleva a precisar, para rectificar las opiniones demasiado unilaterales que ha engendrado la cuestión de los sexos, tres aspectos que regulan el equilibrio entre el hombre y la mujer: en primer lugar el aspecto sexual, biológico, psicológico y social; después el aspecto simplemente humano y fraternal; finalmente el aspecto propiamente espiritual o sacra. En el primer aspecto existe evidentemente desigualdad, y de ella resulta la subordinación social de la mujer, subordinación que prefiguran ya su constitución física y su psicología; pero este aspecto no lo es todo, y puede incluso ser más que compensado —según los individuos y las confrontaciones— por otras dimensiones. En el segundo aspecto, el de la cualidad humana, la mujer es igual al hombre, puesto que pertenece como é1 a la especie humana; este es el plano, no de la subordinación, sino de la amistad; y por descontado que sobre este plano la esposa puede ser superior al marido, puesto que un individuo humano puede ser superior a otro, cualquiera que sea su sexo132. En el tercer aspecto, por último, existe, muy paradójicamente, superioridad recíproca: la mujer, lo hemos dicho más arriba, asume en el amor, respecto a su cónyuge, una función divina, como lo hace el hombre respecto a la mujer133.
Aparte de estas tres dimensiones de la alianza conyugal, hay que considerar, para la elección misma del cónyuge, dos factores: la afinidad o la semejanza, y la complementariedad o la diferencia; el amor tiene necesidad de estas dos condiciones. El hombre busca naturalmente —sin que haya necesidad de explicarlo o de justificarlo— un complemento humano que sea de su género y con el cual esté por consiguiente a gusto; pero, sobre la base misma de esta condición, buscará un complemento, porque la razón de ser del amor es que permita a los hombres completarse mutuamente y no repetirse simplemente. Puede ocurrir que una persona encuentre su pareja en un individuo de otra raza porque este individuo, a pesar de la disparidad racial, por una parte realice la afinidad en un aspecto decisivo y, por otra, represente el complemento ideal; en este caso, no es que la persona haya preferido a priori la raza extranjera, cosa que apenas tendría sentido, sino que el destino no le ha presentado, en el marco de su propia raza, la pareja irreemplazable. En principio, el gran amor depende de una elección, pero de hecho depende en gran medida del destino: es el karma el que decide si la elección será posible, es decir, si el hombre, o la mujer, encontrará o no el complemento ideal. Por último, el tipo complementario prevalece sobre el grado de belleza: no es la belleza perfecta la que constituye el ideal, sino la perfecta complementariedad, sobre la base de la perfecta afinidad; el hombre normalmente dotado del sentido de las formas —o, digamos, el hombre en la medida en que puede tenerlas en cuenta, preferirá la belleza menor, pero complementaria, a la belleza superior, pero desprovista para él de complementariedad.
Todas estas consideraciones resultan de un punto de vista que procede del principio de la selección natural, el cual puede encontrarse neutralizado en muchos casos por un punto de vista moral y espiritual, pero sin por ello perder sus derechos sobre el plano que es el suyo y que se refiere a la norma humana, luego a nuestra deiformidad. En todo caso, es obvio humanamente que la belleza, cualquiera que sea su grado, exige un complemento moral y espiritual del que en realidad es expresión, sin lo cual el hombre no sería el hombre.
Si se consideran estas cosas —en las que nos hemos detenido con una cierta amplitud— sin sombra de desconfianza ni de hipocresía, se dará uno cuenta que implican enseñanzas que superan su alcance inmediato, y se reconocerá sin esfuerzo que, incluso sin superarlo, tienen todo el interés que merece la condición humana, que es la nuestra.
Krishna, gran Avatâra de Vishnu, tuvo numerosas mujeres, como por otra parte, más cerca de nosotros, los reyes-profetas David y Salomón; Buda, también Avatâra mayor, no tuvo ninguna134, lo mismo que Shankara, Râmânuja y otras encarnaciones menores, que sin embargo fueron de tradición hindú como Krishna. Esto prueba que si la elección de la experiencia sexual o, por el contrario, de la castidad puede ser una cuestión de superioridad o de inferioridad sobre el plano espiritual, puede ser igualmente asunto de perspectiva y de vocación con igual título; todo el problema se reduce entonces a la distinción entre la «abstracción» y la «analogía», o a la oportunidad, bien intelectual, bien metódica, bien aún psicológica o casi existencial, o quizá incluso simplemente social, de una u otra de estas opciones en principio equivalentes. La cuestión que se plantea aquí es la de saber, no solamente lo que el hombre elige, o lo que su naturaleza particular exige o desea, sino también e incluso ante todo, cómo Dios quiere que se le acerque: sea por el vacío, la ausencia de todo lo que no es Él, sea por la plenitud de sus manifestaciones, sea aún, alternativamente, por el vacío y la plenitud, algo, esto último, de lo que las hagiografías nos ofrecen numerosos ejemplos. Y, a fin de cuentas, es Dios quien se busca a Sí mismo, a través del juego de sus ocultaciones y descubrimientos, de sus silencios y de sus palabras, de sus noches y de sus días.
Fundamentalmente, todo amor es una búsqueda de la Esencia o del Paraíso perdido; la melancolía dulce o poderosa que a menudo interviene en el erotismo poético o musical da testimonio de esta nostalgia de un Paraíso lejano, y sin duda también de la evanescencia de los sueños terrenales, cuya dulzura, precisamente, es la de un Paraíso que no percibimos ya o que no percibimos todavía. Los violines zíngaros no solamente evocan los altibajos de un amor demasiado humano, ellos cantan igualmente, en sus acentos más profundos y más punzantes, la sed de ese vino celestial que es la esencia de la Belleza; toda música erótica incorpora, en la medida de su autenticidad y de su nobleza, los sones a la vez hechizantes y liberadores de la flauta de Krishna135.
Como el de la mujer, el papel de la música es equívoco, e igual ocurre con las artes con ella emparentadas, como la danza y la poesía: hay o una hinchazón narcisista del ego, o una interiorización y extinción beatífica en la esencia. La mujer, al encarnar a Mâyâ, es dinámica en un doble sentido: bien en el de la irradiación exteriorizadora y alienante, bien en el de la atracción interiorizadora y reintegradora; mientras que el hombre, en el aspecto fundamental de que se trata, es estático y unívoco.
El hombre estabiliza a la mujer; la mujer vivifica al hombre; además, y con toda evidencia, el hombre lleva en sí mismo a la mujer, e inversamente, puesto que ambos son homo sapiens, hombre sin más; y si definimos al ser humano como pontifex, huelga decir que esta función engloba a la mujer, aunque ésta le añade el carácter mercurial propio de su sexo136.
El hombre, en su aspecto lunar y receptivo, «languidece» sin la mujer-sol que infunde al genio viril la vida de la que tiene necesidad para expandirse; inversamente, el hombre-sol confiere a la mujer la luz que permite a ésta realizar su identidad prolongando la función del sol.
La castidad puede tener por meta, no solamente resistir al impulso de la carne, sino también, más profundamente, escapar a la polaridad de los sexos y reintegrar la unidad del pontifex primordial, del hombre como tal; ciertamente no es una condición indispensable para este resultado, pero es un soporte claro y preciso del mismo, adaptado a determinados temperamentos y a determinadas imaginaciones.
Si para el Cristianismo, como para el Budismo global, el acto sexual se identifica con el pecado —aparte todo tipo de sutileza eufemística— esto se explica fácilmente por el hecho de que, al estar el «espíritu» arriba y la «carne» abajo, el placer más intenso de la carne será el placer más bajo con relación al espíritu. Esta perspectiva es plausible en la medida en que da cuenta de un aspecto real de las cosas, el de la discontinuidad existencial entre el fenómeno y el arquetipo, pero es falsa en la medida en que excluye el aspecto de continuidad esencial, la cual compensa precisamente, y anula en su plano, el de la discontinuidad. Porque si por una parte la carne como tal se encuentra separada del espíritu, por otra se une a él en cuanto lo manifiesta y lo prolonga, es decir, en cuanto se reconoce que se sitúa sobre la vertical unitiva o sobre el radio, y no sobre la horizontal separativa o sobre el círculo; en el primer caso, el centro se prolonga y, en el segundo, se oculta.
La valorización espiritual del misterio de continuidad es función, bien de la contemplación real y no imaginaria del individuo, bien de un sistema religioso que permite una participación indirecta y pasiva en este misterio, encontrándose entonces los riesgos de un efecto centrífugo neutralizados y compensados por la perspectiva general y las disposiciones particulares de la religión, a condición, por supuesto, de que el individuo se somete a ellas de una manera suficiente. Para el verdadero contemplativo, cada placer que podemos calificar de noble es, no una caída en lo temporal y lo transitorio, sino un encuentro con lo eterno.
Según el Maestro Eckhart, incluso el simple hecho de comer y beber sería un sacramento si el hombre comprendiera en profundidad lo que hace. Sin entrar en el detalle de esta aserción, la cual es susceptible de ser ampliada a diversos planos —el del trabajo artesanal o del arte especialmente— diremos que el carácter sacramental tiene en estos casos un alcance que lo emparenta con los «pequeños misterios»; la sexualidad, en cambio, y esto es lo que permite comprender su peligrosa ambivalencia, se refiere a los «grandes misterios», como lo indica el vino de Caná. Hagamos notar a propósito de esto que el complemento pasivo de la unión sexual es el sueño profundo: aquí también se da una prefiguración de la unión suprema, con la diferencia sin embargo que, en el sueño profundo, la iniciativa sacramental está enteramente del lado de Dios, que confiere su gracia a quien puede recibirla; en otros términos, el sueño profundo es un sacramento de unión en la medida en que el hombre se encuentra ya santificado.
En el Islam, existe una noción que hace fácilmente de puente entre lo sagrado y lo profano, y es la de barakah o «bendición inmanente»: de todo placer lícito137, vivido en nombre de Dios y dentro de los límites permitidos, se dice que transmite una barakah, lo que equivale a decir que tiene un valor espiritual y un perfume contemplativo, en lugar de limitarse a una satisfacción puramente natural que se tolera porque es inevitable o en la medida en que lo es.
Para comprender bien la intención fundamental del punto de vista cristiano, hay que tener en cuenta los siguientes datos: la vía hacia Dios implica siempre una inversión: de la exterioridad es preciso pasar a la interioridad, de la multiplicidad a la unidad, de la dispersión a la concentración, del egoísmo al desapego, de la pasión a la serenidad. Ahora bien, el Cristianismo opera mediante la oposición entre el placer mundano y el sufrimiento sacrificial, y esto es lo que explica sin dificultad su prejuicio hacia el placer en sí mismo, prejuicio por otra parte más metódico que intelectual; pero como el Cristianismo, por su propia naturaleza, es una vía más bien que una doctrina —la argumentación patrística contra los griegos suministra una prueba más de ello—, se ve arrastrado a poner todo el acento sobre lo que, a sus ojos, acerca con más seguridad, o acerca solamente, al Dios redentor: el mismo Dios como modelo del sufrimiento y, por tanto, de la vía.
La suspicacia obsesiva y de hecho difamatoria de los cristianos respecto a toda sexualidad sacra se explica desde esta perspectiva. Se nos objetará quizá que el matrimonio es un sacramento; sin duda, pero es un sacramento con vistas a la procreación, y después al equilibrio físico, psíquico y social; no con vistas al amor ni a la unión, a despecho de las palabras de Cristo que permitirían una tal interpretación. Quien dice exoterismo, dice espíritu de alternativa y de exclusividad, luego también simplificación y estilización; y eficacia, ciertamente, pero no verdad total ni estabilidad a toda prueba.
Hemos aludido al hecho de que el antisexualismo —además de que se encuentra un poco por todas partes en una u otra forma— constituye un carácter destacado del Budismo: en esta perspectiva, que se funda sobre la subjetividad y la inmanencia, la mujer aparece a priori como el elemento objetivo o exterior que aleja de la Beatitud interior e inmanente; la mujer es accidente y atrae hacia la accidentalidad, mientras que la subjetividad contemplativa e interiorizadora del hombre participa de la Sustancia nirvánica y desemboca en ella.
Y esto nos ofrece la ocasión de hacer la siguiente observación: si el Budismo niega al Dios exterior, objetivo y trascendente, es porque pone todo el acento sobre la Divinidad interior, subjetiva e inmanente —ya se llama Nirvâna, Adi-Buddha o de otra manera— lo que impide por otra parte calificar al Budismo de ateo. En el sector amidista, Amitâba es la Misericordia inmanente que nuestra fe puede y debe actualizar en nuestro favor; toda belleza y todo amor se concentra en esta Misericordia personificada. Si ocurre que hay budistas que afirman que Amitâba no existe fuera de nosotros o que no existiría sin nosotros —se encuentran formulaciones análogas en Eckhart y Silesius— es porque entienden que su inmanencia y su eficacia salvadora son funciones de nuestra existencia y de nuestra subjetividad, porque no se podría hablar de un contenido sin continente; en una palabra, si los budistas parecen poner al hombre en el lugar del Dios trascendente, es porque el hombre, en cuanto subjetividad concreta, es el continente de la Substancia liberadora inmanente.
En este contexto, decíamos, la mujer aparece como el elemento exteriorizador y que encadena: la psicología femenina se caracteriza en efecto, en el plano puramente natural y a menos de una elevación espiritual, por una tendencia hacia el mundo, lo concreto, lo existencial si se quiere, y en todo caso hacia la subjetividad y el sentimiento; después por una astucia más o menos inconsciente al servicio de esta tendencia innata138. Es con relación a esta tendencia como los cristianos, al igual que los musulmanes, han podido decir que una mujer santa no es ya una mujer, que es un hombre; formulación absurda en sí misma, pero defendible a la luz del axioma de que se trata. Pero este axioma de la tendencia innata de la mujer, precisamente, es relativo, y no absoluto, puesto que la mujer es un ser humano como el hombre y que la psicología sexual es forzosamente cosa relativa. Se podrá hacer valer tanto como se quiera que el pecado de Eva fue llamar a Adán a la aventura de la exterioridad; no se puede olvidar que la función de María fue inversa y que esta función entra también en las posibilidades del espíritu femenino. Sin embargo, la misión espiritual de la mujer no se combinará jamás con una rebelión contra el hombre, ya que la virtud femenina implica de una manera casi existencial la sumisión; para la mujer, la sumisión al hombre —no a cualquier hombre— es una forma secundaria de la sumisión humana a Dios. Y esto es así porque los sexos, como tales, manifiestan una relación ontológica, luego una lógica existencial que el espíritu puede superar en el interior, pero no abolir en el exterior.
Pretender que la mujer santa se convierte en hombre por el solo hecho de su santidad equivale a presentarla como un ser desnaturalizado: en realidad, la mujer santa no puede ser tal más que sobre la base de su perfecta feminidad, pues si no, Dios se habría equivocado creando a la mujer —quod absit—, siendo así que, según el Génesis, ella fue, en la intención de Dios, «una ayuda semejante al hombre»; es decir, en primer lugar, una «ayuda», no un obstáculo, y, en segundo lugar, una criatura «semejante», no infrahumana; para ser aceptable ante Dios, ella no tiene que dejar de ser lo que es139.
La clave del misterio de la salvación por la mujer, o por la feminidad si se prefiere, está en la naturaleza misma de Mâyâ: si la Mâyâ puede atraer hacia fuera, igualmente puede atraer hacia dentro140. Eva es la Vida y es la Mâyâ que manifiesta; María es la Gracia y la Mâyâ que reintegra. Eva personifica el demiurgo, en su aspecto de feminidad; María es la personificación de la Shekhinah, de la Presencia a la vez virginal y maternal. La Vida, al ser amoral, puede ser inmoral; la Gracia, al ser pura substancia, puede reabsorber todos los accidentes.
Sita, esposa de Rama, parece combinar a Eva con María: su drama, a primera vista decepcionante, describe de una cierta manera el carácter ambiguo de la feminidad. En medio de las vicisitudes de la condición humana, la divinidad de Sita se encuentra significativamente mantenida: el demonio Râvana, que había conseguido raptar a Sita —como consecuencia de una falta de ésta—, cree gozar de ella, pero no goza más que de una apariencia mágica sin poder tocar a la verdadera Sita. La falta de Sita fue una sospecha injusta, y su castigo fue igualmente una tal sospecha; ésta es la forma que toma aquí el pecado de Eva; pero, al final de su carrera terrenal, la Eva râmâyánica recobra la cualidad marial: Sita, encarnación de Lakshmî141, desaparece en la tierra, que se abre para ella, lo que significa su retorno a la divina Substancia, que la tierra manifiesta visiblemente142. El nombre de Sita significa en efecto «surco»: Sita, en lugar de nacer de una mujer, sale de la Tierra-Madre, es decir, de Prakriti, la Substancia metacósmica a la vez pura y creadora.
Los hindúes excusan a Sita diciendo que su falta143 era debida a un exceso de amor por su esposo Rama; universalizando esta interpretación, se concluirá que el origen del mal es, no la curiosidad o la ambición, como en el caso de Eva, sino un amor desordenado, por consiguiente el exceso de un bien144, lo que parece acercarse a la perspectiva bíblica en el sentido de que el pecado de la primera pareja fue el de desviar el amor: el de amar a la criatura más que al Creador, el de amar fuera de Él y no en Él. Pero, en este caso, el «amor» es más bien la apetencia del alma que un culto; un deseo de novedad o de amplitud más que una adoración; por consiguiente, una falta de amor más que un amor desviado.
La experiencia inocente y natural de la felicidad terrenal tiene por condición sine qua non la capacidad espiritual de encontrar la felicidad en Dios y la incapacidad de gozar de las cosas fuera de Él. Nosotros no podemos amar a una criatura de manera válida y duradera sin llevarla en nosotros mismos en virtud de nuestro vínculo con el Creador; no se trata de que esta posesión interior deba ser perfecta, pero sí que debe, en todo caso, presentarse como una intención que nos permite perfeccionarla.
El estado —o la substancia misma— del alma humana normal es la devoción o la fe, y ésta implica tanto un elemento de temor como un elemento de amor; la perfección es el equilibrio entre los dos polos, lo que nos lleva una vez más al simbolismo taoísta del yin-yang, que es la imagen de la reciprocidad equilibrada: queremos decir que el amor a Dios o, por reflejo, el amor al esposo o a la esposa, implica un elemento de temor o de respeto.
Estar en paz con Dios es buscar y encontrar nuestra felicidad en Él; la criatura que Él nos ha agregado puede y debe ayudarnos a conseguirlo con más facilidad o con menos dificultad, según nuestros dones y con la gracia merecida o inmerecida145. Al decir esto, evocamos la paradoja —o más bien el misterio— del apego con vistas al desapego, o de la exterioridad con vistas a la interioridad, o aún de la forma con vistas a la esencia; el verdadero amor nos ata a una forma sacramental alejándonos del mundo, y se asemeja así al misterio de la Revelación exteriorizada con vistas a la Salvación interiorizadora146.
LA TRIPLE NATURALEZA DEL HOMBRE
La inteligencia humana es esencialmente objetiva; por consiguiente, total: es capaz de juicio desinteresado, de razonamiento, de meditación asimiladora y deificante, con ayuda de la gracia. Este carácter de objetividad pertenece igualmente a la voluntad —es este carácter el que la hace humana— y es por esto por lo que nuestra voluntad es libre, es decir, capaz de superación, de sacrificio, de ascesis; nuestro querer no se inspira sólo en nuestros deseos, se inspira fundamentalmente en la verdad, y ésta es independiente de nuestros intereses inmediatos. Lo mismo puede decirse de nuestra alma, nuestra sensibilidad, nuestra capacidad de amar: como humana, es por definición objetiva, luego desinteresada en su esencia o en su perfección primordial e inocente; es capaz de bondad, de generosidad, de compasión. Esto quiere decir que es capaz de encontrar su felicidad en la de los otros y en detrimento de sus propias satisfacciones; asimismo, es capaz de encontrar su felicidad más allá de sí misma, en su personalidad celestial que no es todavía completamente la suya. Es de esta naturaleza específica, hecha de totalidad y de objetividad, de la que derivan la vocación del hombre, sus derechos y deberes.
Decir que la prerrogativa del estado humano es la capacidad de ser objetivo, equivale a reconocer que el contenido quintaesencial y la última razón de ser de esta capacidad es el Absoluto: porque la inteligencia es objetiva en la medida en que registra, no solamente lo que es, sino también todo lo que es. Una inteligencia que rehusa el Absoluto no da cuenta de lo Real total al que está proporcionada; no es ya humana, y al no poder ser animal puesto que de hecho pertenece al hombre, no tiene otra alternativa que ser satánica. En cuanto a la voluntad, es objetiva en la medida en que apunta, no solamente a un fin realizable y útil o a un bien real, sino también y ante todo al Soberano Bien y en la medida en que afronta las cosas en su conexión próxima o remota con este Bien. Y el alma es objetiva en la medida en que ama lo que es digno de ser amado, y cuya esencia trascendente es la divina Belleza y el divino Amor.
El sujeto humano pone sus miras necesariamente en lo contingente porque él mismo es contingente, y en la medida en que lo es; y aspira al Absoluto porque participa en el Absoluto, por su capacidad de objetividad, precisamente, y porque esta capacidad le revela que al Absoluto pertenece toda realidad positiva, y, por tanto, todo lo que consideramos un bien.
Con toda evidencia, la objetividad no es otra cosa que la verdad en la que el sujeto y el objeto coinciden en la medida de lo posible, y en la cual lo esencial prevalece sobre lo accidental —o lo necesario sobre lo contingente—, sea extinguiéndolo de alguna manera, sea por el contrario reintegrándolo, según los diversos aspectos ontológicos de la relatividad misma.
Se ha dicho que el hombre es un animal racional, lo que, aún siendo insuficiente y malsonante, no es por ello menos sugerente, de una manera elíptica, de una realidad cierta: en efecto, la facultad racional indica la trascendencia del hombre con relación al animal. El hombre es racional porque posee el Intelecto, que por definición es capaz de absoluto y por consiguiente de sentido de lo relativo como tal; y posee el Intelecto porque está hecho «a imagen de Dios», cosa que demuestra por otra parte —y apenas habría necesidad de recordarlo— por su forma física, por el don del lenguaje y por la capacidad de producir y de construir. El hombre es una teofanía, tanto por su forma como por sus facultades; negar esto es una manera indirecta de negar a Dios. Sin apertura hacia la trascendencia, la inteligencia humana sería un lujo tan inexplicable como inútil.
El alma ama la belleza y así se obliga a la virtud, al ser ésta la belleza y la felicidad del alma; la belleza, y el amor a la belleza, otorgan al alma la felicidad a la que aspira por naturaleza. El alma ama la belleza, desea la felicidad, y ejerce la bondad; decir que el alma no es fundamentalmente feliz más que por la belleza equivale a decir que no es feliz más que en la virtud.
Las bellezas sensibles se sitúan fuera del alma y su encuentro con ella es más o menos accidental: si el alma quiere ser feliz de una manera incondicional y permanente debe llevar la belleza en sí misma; ahora bien, esta belleza interior no es otra que la consciencia de la Fuente de toda armonía; es el sentido de lo sagrado y es la fe, el «sí» del alma al encuentro con Dios. Y es de aquí de donde brotan las virtudes, que comunican la belleza del alma, y más fundamentalmente la del Soberano Bien.
La virtud es ese mensaje de belleza que es la bondad. Ahora bien, la bondad se diferencia extrínsecamente según las situaciones: ocurre que debe hacerse adamantina o, por el contrario, fulgurante, al contacto de lo que se opone a ella; pero es siempre la bondad la que se reviste de estos velos. El bien combate al mal, no dejando de ser bien, sino porque es el bien.
La virtud es dejar libre paso, en el alma, a la belleza de Dios.
Sat, Chit, Ananda: Ser, Consciencia, Felicidad. Ser, luego Potencia; Consciencia, luego Sabiduría; Felicidad, luego Belleza. A este ternario divino corresponde, en el microcosmo humano, el ternario voluntad, inteligencia, sentimiento; o actividad, conocimiento, amor.
A esta doctrina de las tres dimensiones humanas se le podría dar una formulación muy simple e inmediatamente plausible: el bien que el hombre es capaz de conocer debe igualmente quererlo en la medida en que este bien puede ser objeto de la voluntad; y debe además amarlo, y al mismo tiempo amar el conocimiento de este bien y la voluntad hacia este bien; así como debe querer y amar los reflejos terrestres y contingentes de este bien según lo que exige o permite su naturaleza. No es posible consagrarse al conocimiento sin amarlo y sin desearlo, como tampoco se puede amar una cosa sin conocerla y sin amar su realización; y no se puede amar sin conocer un objeto y sin quererlo amar. Esta interdependencia muestra que el alma inmortal es una y que sus modos tienen un solo y mismo significado, el de manifestar a Dios realizándolo.
No hay conocimiento de Dios sin conocimiento de los datos escatológicos; no hay voluntad hacia Dios sin voluntad hacia los bienes que acercan a Dios y contra los males que alejan de Él; y no hay amor a Dios sin amor al prójimo y sin amor a lo que da testimonio de Dios y a lo que acerca a Él, en nosotros mismos y a nuestro alrededor.
El hombre puede conocer, querer, amar; y querer es actuar. Conocemos a Dios distinguiéndolo de lo que no es Él y reconociéndolo en lo que da testimonio de Él; deseamos a Dios cumpliendo lo que conduce a Él y absteniéndonos de lo que aleja de Él; y amamos a Dios amando conocerle y quererle, y amando lo que da testimonio de Él, alrededor de nosotros y en nosotros mismos.
A estos tres elementos corresponden respectivamente la comprensión, que es intelectiva, la concentración, que es volitiva, y la conformidad, que es afectiva; ahora bien, este último elemento tiene de particular el que por una parte se liga a la voluntad y a la inteligencia ampliándolas de alguna manera103, y, por otra, cuando lo consideramos en sí mismo, se inspira en estas dos facultades gemelas. De esta situación resulta que el tercer elemento, que llamamos conformidad, amor o sentimiento, implica dos polos: la fe, que se refiere a la inteligencia y al conocimiento, y la virtud, que se refiere a la voluntad y a la práctica; sin embargo, ninguno de estos dos elementos se reduce ni a la inteligencia ni a la voluntad, dado precisamente que ambos, tanto la virtud como la fe, tienen por sustancia nuestra alma y no tal o cual facultad particular.
En cierto sentido, la virtud del hombre responde a la cualidad divina que lo hace vivir y lo colma de beneficios, y la fe del hombre responde a la cualidad divina que lo salva y lo libera.
Pero volvamos a la inteligencia y la voluntad: simbólicamente hablando, la primera procede del cerebro y la segunda del corazón, esta complementariedad tiene su fundamento en el hecho de que lo mental se abre al objeto, que se ofrece al discernimiento, mientras que el corazón se identifica con el sujeto, que opera la volición; ahora bien, lo mental no es más que el órgano del registro y de la formulación, también del tanteo racional, pero no de la intelección; la sede de ésta es ese centro sutil cuya manifestación vital es el corazón. Este centro —el Intelecto— es la fuente a la vez del discernimiento, de la voluntad y del amor104.
En términos islámicos, las raíces divinas de las dimensiones espirituales del hombre son las hipóstasis de «Poder» (Qudrah), de Sabiduría (Hikmah) y de «Clemencia» (Rahmah), bipolarizándose esta última en dos Nombres divinos: «el infinitamente Bueno en sí» (Rahmân) y «el infinitamente Misericordioso» (Rahîm). Nosotros interpretamos estos Nombres diciendo: la «Belleza», que es intrínseca, y la «Bondad», que es extrínseca, constituyen la «Beatitud» (la Rahmah como equivalente de la Ananda vedántica)105.
Hemos dicho que la tercera dimensión del hombre es el amor o la conformidad del alma; o, lo que viene a ser lo mismo, la fe y la virtud. A estos elementos podríamos añadir aún otra disciplina, aunque sea secundaria, a saber, el ambiente: es decir, la frecuentación de los hombres de tendencia ascendente —es el satsanga hindú— y también, en un sentido más vasto, la búsqueda del marco congenial, lo que nos lleva al terreno de la liturgia, del arte sagrado, del artesanado tradicional, del papel de la naturaleza, en pocas palabras, del problema —si problema hay— de la función de las apariencias directa o indirectamente teofánicas. Todo esto se relaciona, repetimos, con el principio del satsanga, la «asociación con los santos», y también con el darshan, la «contemplación» sea de un santo, sea de lo sagrado en todas sus formas; siendo el sentido de lo sagrado la savia tanto de la virtud como de la fe.
Dejando de lado ahora esta dimensión más o menos extrínseca, y hasta accidental cuando se la compara con las condiciones sine qua non, resumiremos las funciones espirituales con los términos siguientes: discernimiento, unión, fe, virtud. El discernimiento se extiende de los principios metafísicos hasta las cosas terrenales: el «discernimiento de los espíritus» se impone a todos; e incluso sobre los planos más contingentes, nuestra inteligencia por una parte y la naturaleza de las cosas por otra, nos imponen una discriminación, sea intuitiva y directa como la intelección, o discursiva e indirecta, como el razonamiento, según los casos.
La aplicación de la voluntad a la vía espiritual culmina en la concentración contemplativa, o en la práctica que hace de vehículo de ésta, la oración en todas sus formas o la meditación, en una palabra, el «recuerdo de Dios»; es por esto por lo que podemos llamar «unión» a esta función suprema de la voluntad, aunque no se trate de la unión de gracia, como el éxtasis o la estación de la unidad. Más acá de esta cima que es la concentración contemplativa —que es la voluntad intrínseca en el sentido de que la voluntad, en esta aplicación, se une a su fuente inmanente—, más acá, pues, de esta función central, la voluntad se aplica forzosamente a las mil cosas que contribuyen a encaminarnos hacia el fin, aunque no fuera sino cooperando al equilibrio sin el cual no hay progreso.
Si el hombre quiere realizar lo que de hecho le supera inmensamente debe estar a priori conforme con este fin o con este modelo, sin lo cual fracasará, bien simplemente desplomándose, bien estrellándose; y esta conformidad, que es como una realización anticipada hic et nunc, es la fe con la virtud, al no ir la una sin la otra. La fe es un «sí» de toda nuestra alma a la Divinidad y a las cosas divinas, y si este «sí» es sincero, producirá, desarrollará o estabilizará la virtud; «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Podríamos decir también que el alma está hecha de amor y que esta sustancia coincide con la fe, porque el amor en sí es el amor a Dios; y como el bien tiende a comunicarse —cuasi ontológicamente—, la irradiación de la fe es el conjunto de las actitudes que manifiestan la belleza del alma y que culminan en la generosidad.
La función de la inteligencia, la llamemos conocimiento o comprensión u otra cosa, implica un modo pasivo, que es contemplativo, y un modo activo, que es discriminativo. La inteligencia no puede ser sino pasiva frente al Objeto divino que la determina, pero ella es activa al discernir lo relativo de lo absoluto y al preceder a todas las demás distinciones que resultan de esta distinción inicial; sin olvidar que esta actividad es la del Intelecto divino en nosotros; nuestra certidumbre es la huella de esta inmanencia.
La voluntad o la actividad, desde el punto de vista de su objeto más elevado, es sinónimo de concentración espiritual, la cual se refiere en última instancia al misterio de identidad; ahora bien, esta concentración es ya eficiente, en el presente, ya latente, en la duración. Es decir, que esta concentración realizadora y unitiva debe ser en sí misma perfecta o total —debe ser todo lo que pueda exigir su naturaleza—, pero debe ser igualmente perseverante, porque la perfección del momento sería inoperante sin su fijación en el tiempo, luego sin la reducción de la duración al instante de Dios.
El sentimiento o el amor, o la conformidad de nuestra persona y, por lo tanto, de nuestra sensibilidad a la Realidad divina que a la vez nos determina y nos atrae, esta conformidad del alma sensible, decíamos, es interior o exterior, devocional o generosa; es fe, devoción o piedad respecto a Dios, y virtud, belleza moral, generosidad respecto a las otras criaturas. En la fe la resignación se combina con el fervor, y en la virtud, la paciencia se combina con la generosidad.
Podríamos decir también que conocer a Dios es verlo «aquí» y «en todas partes»: verlo en sí mismo y en sus manifestaciones. De una manera análoga, podríamos decir que querer a Dios, es decir, actuar según Él y para Él, es quererlo «ahora» y «siempre»: en el acto, que coincide con el presente, y en la disposición, que garantiza la duración y permite reducirla al presente. Y lo mismo para el alma sensible: amar a Dios es amarlo «únicamente» y «totalmente»: amarlo más que a las criaturas, pero al mismo tiempo amar a las criaturas en Él.
Buscando términos particularmente adecuados o sugestivos para la designación de las dimensiones espirituales del hombre, podríamos proponer la siguiente cuaternidad: objetividad, interioridad, fe y virtud.
La objetividad es la perfecta adaptación de la inteligencia a la realidad objetiva; la interioridad es la concentración perseverante de la voluntad en este «Interior» que, según la palabra de Cristo, coincide con el corazón a cuya puerta conviene echarle el cerrojo después de haber entrado en él, y que se abre sobre el «reino de Dios», el cual en efecto está «dentro de vosotros».
Y esto sobre el fundamento de la fe y de la virtud, de la interiorización y de la irradiación, sin las cuales el hombre no sería el hombre a los ojos de Dios.
Puesto que el divino Principio se tripolariza en Ser-Potencia, Consciencia-Sabiduría y Felicidad-Misericordia, puede plantearse la cuestión de saber cuál es la relación jerárquica entre estas tres hipóstasis. Sin querer caer en un esquematismo irrealista, diremos que hay suficientes razones para poder afirmar que el Ser-Potencia y la Consciencia-Sabiduría son dos aspectos indiferenciados del Absoluto —indiferenciados pero diferenciables en el plano ya relativo del Ser creador—, mientras que la Felicidad-Misericordia coincide con la Infinitud del Principio. La Beatitud —Ananda— también posee dos aspectos, la Mâyâ que proyecta, referida al Ser-Potencia, y la Mâyâ que reabsorbe, referida a la Consciencia-Sabiduría.
La cuestión de saber si es la Potencia o la Consciencia la que viene en primer lugar es subjetivamente insoluble porque objetivamente no puede plantearse. Cuando se afirma que Sat, el puro Ser, es el Principio-raíz, se presupone que el Ser viene antes que el Conocer; cuando por el contrario se habla de Atmâ, del Sí mismo, como de la suprema Realidad, se parte de la verdad de que el Principio divino es esencialmente Luz, Espíritu, Consciencia, y que la Potencia y la Bondad son sus primeros aspectos o sus primeras funciones106. Indiscutiblemente, esta verdad o esta realidad se manifiesta en el hombre, de quien se puede decir que es una inteligencia que se prolonga en —o por— la voluntad y el sentimiento; los voluntaristas sin embargo ponen todo el acento sobre la voluntad y parecen querer decir que ésta, al elegir a Dios, determina la sensibilidad y la inteligencia. Esta última manera de ver aparece de todas maneras en el axioma que dice que «Dios es amor», lo que da lugar a una perspectiva que incluso se aparta del voluntarismo en el sentido de que pone el sentimiento, y no la voluntad, en la cúspide del triángulo; este es el punto de vista de la Bhakti, que subordina la voluntad y la inteligencia, no, ciertamente, al sentimiento puro y simple, sino a ese amor que coincide con el alma entera y que, en el encuentro con el Amor divino, se impregna de una Presencia sobrenatural y liberadora.
Como el Intelecto contiene los tres elementos y los prefigura en su unidad, es siempre posible reducir uno u otro de estos elementos, tal como aparecen en el hombre, al Intelecto y subordinarle los dos elementos restantes: es decir, que es siempre posible subordinar la voluntad y el amor al Intelecto-Inteligencia, la inteligencia y el amor al Intelecto-Voluntad y la inteligencia y la voluntad al Intelecto-Amor.
LAS VIRTUDES EN LA VÍA
El hombre, «hecho a imagen de Dios», tiene una inteligencia capaz de discernimiento y de contemplación, una voluntad capaz de libertad y de fuerza, un alma, o un carácter, capaz de amor y de virtud.
La inteligencia discierne horizontalmente entre lo esencial y lo secundario, el bien y el mal, y verticalmente, entre lo real y lo ilusorio, lo absoluto y lo relativo, la sustancia y el accidente, lo permanente y lo impermanente. Y contempla lo real o lo absoluto bien bajo el aspecto de la trascendencia, bien bajo el de la inmanencia: concibe lo real divino más allá de las cosas, o, por el contrario, en las cosas en cuanto lo manifiestan.
La voluntad libre elige horizontalmente entre lo útil y lo inútil, el bien y el mal, y verticalmente entre lo real y lo ilusorio, la salvación y la perdición. Y realiza lo real, ya sea absteniéndose de las cosas en cuanto son ilusorias, o por el contrario, aceptándolas como mensajeras de lo real, según las condiciones tanto subjetivas como objetivas.
El alma, o el carácter, ama horizontalmente lo que manifiesta lo real, su bondad, su belleza, y verticalmente lo real mismo, o su bondad o su belleza. Y el alma asimila la naturaleza o las cualidades del Amado participando en él por la virtud o por las virtudes; éstas son, por referencia a las cosas, bien exclusivas, bien inclusivas: así, la virtud del desapego excluye, mientras que la de la generosidad incluye.
Todo esto ya lo hemos explicado con anterioridad, pero debemos volver sobre ello para preparar el terreno con vistas a un análisis de las cualidades del alma. Volvamos pues, igualmente, sobre los datos siguientes: lo que distingue al hombre del animal es la totalidad, y ésta implica la trascendencia. El hombre posee una inteligencia, una voluntad y un poder de amor; ahora bien, cada una de estas tres dimensiones se caracteriza por la objetividad. El hombre es esencialmente capaz, no solamente de un conocimiento y una voluntad objetivas y trascendentes, sino que realiza igualmente estas cualidades en su capacidad de amar, lo que equivale a decir que es capaz de compasión hacia sus semejantes, aunque sean extraños o incluso enemigos, porque es capaz de amor a Dios. Es ciertamente la compasión y el amor a Dios, cualquiera que sea su grado, lo que caracteriza al hombre digno de este nombre, o al hombre sin más, si hacemos abstracción de las decadencias y las perversiones; no hay pueblo que no practique una cierta caridad o que no posea algún tipo de religión, comprobación ésta que no puede quedar invalidada por el fenómeno, muy reciente, de la deshumanización filosófica y artificial del hombre, que prueba, no que el hombre sea otra cosa que lo que es, sino simplemente que es capaz, precisamente porque es hombre, de renegar de lo humano, sin por lo demás poder lograrlo realmente. Puede renegar de sí mismo porque es hombre, y es por la misma razón por la que no puede lograrlo a fin de cuentas.
El conocimiento, función de la inteligencia, no puede ser falso; él es o no es; pero la volición, función de la voluntad, puede ser falsa por su objeto, pero, por supuesto, no por su poder. De una manera análoga, la felicidad puede ser falsa por su objeto o por su plano; en este último caso, el objeto puede ser bueno, pero la felicidad comete el error de excluirlo de su contexto divino, lo que constituye un pecado de idolatría. También la inteligencia puede equivocarse por la falsedad de su contenido, pero en tal caso se equivoca como pensamiento, no como conocimiento; hablar de un falso conocimiento sería tan absurdo como hablar de una visión ciega o de una luz oscura. El error es una ignorancia, luego una privación de conocimiento, aunque siempre haya en el error un elemento subyacente de conocimiento o de verdad, sin el cual no existiría; pero la voluntad hacia el mal sigue siendo una volición, luego una utilización de nuestra libertad, de la misma manera que una felicidad ilusoria sigue siendo una experiencia de bienestar, por consiguiente, una participación ontológica y lejana, eventualmente perversa, en la única Felicidad que es. O también: querer o amar el mal es un mal, pero conocer el mal no es un mal, es incluso un bien, puesto que ello permite localizar el mal y vencerlo.
En otros términos: el conocimiento es en sí mismo infalible o incorruptible como el instinto de las plantas que se vuelven hacia el sol sin equivocarse nunca, mientras que las dos prolongaciones de la inteligencia, la voluntad y el amor, son falibles; pero lo son solamente por el hecho de que se han separado del conocimiento para unirse a la pasión o a la inercia; reintegradas en el conocimiento, vuelven a convertirse en infalibles o incorruptibles como él. Y esto demuestra que el hombre se identifica esencialmente con la inteligencia íntegra o total; esta totalidad confiere ipso facto la libertad a este modo de inteligencia que es la voluntad, como también confiere la generosidad a ese otro modo de inteligencia que es el alma o el carácter. La inteligencia humana implica, por su propia naturaleza, estas dos prolongaciones o funciones con sus perfecciones; no es sino desplegándose en la voluntad y en el alma, o en el amor, como la inteligencia está en disposición de comprometerse operativamente —e impunemente— en la dimensión vertical que, desde los accidentes terrenales, lleva a la Substancia celestial.
El hombre no puede dominarse ni, con mayor razón, superarse, sin el concurso de la inteligencia, de la voluntad y del carácter, siendo, éste último, amor en su realidad primordial y siempre subyacente; para valorizar estas tres facultades, es preciso dirigirlas hacia el fin al que están proporcionadas y que constituye a priori su sustancia sobrenatural y transpersonal, por consiguiente, también, su prototipo y su razón de ser.
El hombre es un todo cuyas partes son solidarias; conocer o amar a Dios es conocerlo y amarlo con todo lo que se tiene y, por consiguiente, con todo lo que se es, como lo exige la totalidad misma de la naturaleza divina.
El hombre tiene derecho a ser feliz, pero debe serlo noblemente y, lo que viene a ser lo mismo, en el marco de la Verdad y de la Vía. La nobleza es lo que corresponde a la jerarquía real de los valores: lo superior prevalece sobre lo inferior, y esto tanto en el plano de los sentimientos como en el de los pensamientos o las voliciones. Se ha dicho que la nobleza de carácter consiste en poner el honor o la dignidad moral por encima del interés, lo que, en el fondo, significa que es preciso poner lo real invisible por encima de lo ilusorio visible, tanto moral como intelectualmente.
La nobleza está hecha de desapego y de generosidad; sin esta nobleza, los dones de la inteligencia y los esfuerzos de la voluntad no bastarían para la Vía, porque el hombre no se reduce a estas dos facultades; posee también un alma capaz de amor y destinada a la felicidad, y ésta no puede ser realizada —salvo de una manera completamente ilusoria— sin la virtud o la nobleza. Podríamos decir también que la Vía está hecha de discernimiento, de concentración y de bondad: de discernimiento por la inteligencia, de concentración por la voluntad, de bondad por el alma; la bondad innata del alma es al mismo tiempo su belleza, al igual que toda belleza sensible revela una bondad cósmica subyacente.
El desapego implica la objetividad frente a uno mismo; la generosidad implica igualmente la capacidad de ponerse en el lugar del otro, luego de ser «uno mismo» en los otros. Estas actitudes, a priori intelectuales, se convierten en nobleza en el plano del alma107; ahora bien, la nobleza es un modo de objetividad así como de trascendencia.
En la duración, el desapego da lugar a la paciencia y, la generosidad, a la fidelidad; la paciencia y la fidelidad prolongan y perfeccionan de algún modo las virtudes que fijan en el tiempo, de modo que se podría decir que la paciencia acredita la sinceridad del desapego y que la fidelidad acredita la sinceridad de la generosidad108; toda cualidad, para ser completa, exige la perseverancia.
Lo que debemos a Dios, lo debemos de una forma apropiada al prójimo, y si creemos deber a priori algo al prójimo, es que lo debemos fundamentalmente a Dios. Tomemos el ejemplo de la extinción en Dios: existe igualmente una especie de extinción respecto al prójimo y ésta es —aparte la unión de amor en que la extinción es positiva de una manera inmediata— la perfecta objetividad frente a un ego distinto del nuestro. Ser perfectamente objetivo es morir un poco: es dejar de ser uno mismo para ponerse perfectamente en el lugar del otro, lo que no significa en modo alguno que debamos adoptar sus errores y sus vicios, de la misma manera que la objetividad frente a uno mismo tampoco implica una complacencia en las taras o en los pecados. En todo caso, no es sincera nuestra muerte en Dios o nuestra «extinción» más que si paralelamente realizamos una especie de muerte o de extinción hacia el prójimo, según lo que la situación exija; es decir, que para hacer justicia a una cualidad extraña que nuestro propio carácter no nos revela inmediatamente, es preciso «dejar de ser uno mismo» desde el punto de vista en cuestión, y esta capacidad debe ser para nosotros una segunda naturaleza, que no es otra que la humildad. En muchos casos, es la nobleza la que realza la inteligencia, lo que prueba que es en sí misma, como por lo demás toda virtud, un modo de intelección; cada virtud es un ojo que ve a Dios.
Rigurosamente hablando, no somos nosotros quienes realizamos la virtud, es Dios sólo quien la posee y quien nos la comunica; esto es evidente y está universalmente reconocido, al menos en el mundo del espíritu. Lo que creemos que es la realización de una virtud no es en realidad más que una mirada del corazón a Dios, o una mirada de Dios a nuestro corazón. El accidente de la virtud humana no puede ser una producción de la criatura y es precisamente por esto por lo que se llaman «dones» a las cualidades y talentos de un hombre. El orgullo es creer que regalamos nuestras virtudes a Dios.
El modelo divino de la generosidad es la Misericordia o, más precisamente, el elemento Bondad-Belleza-Felicidad; a la Misericordia de Dios responde la confianza del hombre —virtud que se opone a la duda, a la amargura y a la desesperación—, mientras que la generosidad humana participa necesariamente en la Misericordia divina. En cuanto al desapego, su modelo divino es la Pureza, es decir, la cualidad divina de impenetrabilidad adamantina o de inviolabilidad: nada creado puede entrar en Dios que, siendo la Plenitud, no tiene necesidad de nada y no puede desear nada; a la Pureza de Dios responde la sumisión del hombre, o la resignación o el contento —cualidades que se oponen a la curiosidad, a la disipación y a la rebelión—, mientras que el desapego humano participa en la Pureza divina.
La virtud, hemos dicho, está hecha de desapego y de generosidad; ahora bien, cada una de estas cualidades se aplica de modo horizontal y de modo vertical, es decir, que es, bien un elemento de nobleza, bien un elemento de piedad. El hombre noble está naturalmente desapegado de las cosas mezquinas, a veces en contra de sus propios intereses; y es naturalmente generoso por grandeza de alma. El hombre piadoso se desapega de las cosas de este mundo —sea en el marco de un equilibrio legítimo, sea rompiendo este marco— porque ellas no llevan al Cielo, o en la medida en que no contribuyen a este fin; y es generoso en función de su amor a Dios, porque este amor le permite «ver a Dios en todas partes», y porque «Dios es amor». Que las dos dimensiones, la horizontal y la vertical, estén ligadas en profundidad, resulta de la naturaleza de las cosas: la una condiciona a la otra y la una procede de la otra, y ambas están llamadas a coincidir si no coinciden ya de entrada.
Inteligencia objetiva, voluntad libre, alma virtuosa, éstas son las tres prerrogativas que constituyen al hombre. Alma virtuosa: es decir, que solamente el alma humana, no el alma animal, es capaz a la vez de superarse en dirección al Absoluto y también en dirección al prójimo, cuya dignidad, personalidad, necesidad de felicidad y capacidad de sufrimiento percibe. La virtud, prerrogativa humana como la objetividad intelectual y la libertad volitiva, está hecha de piedad y de bondad; lo que pedimos en primer lugar al hombre es que sea piadoso y bueno. La sustancia moral del hombre es el amor a Dios y la generosidad para con el prójimo.
Desapego, generosidad, vigilancia, gratitud: estas virtudes proceden de cuatro principios que podríamos caracterizar con los siguientes términos: pureza, bondad, fuerza, belleza; o frío, calor, actividad, reposo; o muerte, vida, combate, paz; también, aplicándolas a la alquimia espiritual: abstención, confianza, cumplimiento, contento. La pureza y la belleza son estáticas; la fuerza y la bondad son dinámicas; desde otro punto de vista, la pureza y la fuerza proceden del rigor; la belleza y la bondad, de la dulzura. Es decir, que la virtud en sí misma, o la conformidad del alma, posee dos modos complementarios, uno estático y otro dinámico y, desde otro punto de vista, un modo riguroso y un modo dulce; y los cuatro principios o las cuatro virtudes derivan de estos modos o de estos polos.
La cuaternidad de los principios espirituales o morales —y éstos son ante todo metafísicos y cosmológicos—, esta cuaternidad, no tiene evidentemente nada de arbitraria: corresponde a los cuatro puntos cardinales: Norte, Sur, Este y Oeste, manifestándose el discernimiento sapiencial por el Cénit y la concentración unitiva por el Nadir, y situándose las cuatro virtudes sobre el plano intermedio, el Horizonte, que es aquí el dominio del alma, de la conformidad y de la piedad109.
Mediante el discernimiento, aprehendemos el Absoluto e ipso facto, sus relaciones con la relatividad; mediante la concentración, nuestra consciencia espiritual se reabsorbe por decirlo así en su fuente divina inmanente; en el primer caso, todo se reduce al Objeto absoluto; en el segundo caso, todo se reduce al Sujeto puro. La piedad, que coincide con la virtud, es el encuentro del sujeto humano con el Objeto divino: el hombre se encuentra armoniosamente confrontado con Dios; la santa receptividad del alma se combina con la Presencia santificadora de Dios. Dicho de otro modo, el alma percibe o realiza la divina Presencia hic et nunc, en su misma relatividad existencial, mientras que la inteligencia y la voluntad tienden a atravesar la pantalla de la existencia para desembocar en el Principio trascendente o inmanente.
Dicho esto, queremos examinar una a una las virtudes claves: el desapego, la generosidad, la vigilancia, la gratitud.
El desapego: observemos en primer lugar que el apego está en la propia naturaleza del hombre; y, sin embargo, se le pide ser desapegado. El criterio de la legitimidad de un apego es que su objeto sea digno de amor, es decir, que nos comunique algo de Dios y, con mayor razón, que no nos aleje de Él; si una cosa o una criatura es digna de amor y no nos aleja de Dios —en cuyo caso nos acerca indirectamente a su divino modelo—, se puede decir que la amamos «en Dios» y «hacia Dios», luego de acuerdo con el «recuerdo» platónico y sin idolatría ni pasión centrífuga. Ser desapegado es no amar nada fuera de Dios ni a fortiori contra Dios; es, pues, amar a Dios ex toto corde. Pero hay todavía otra perspectiva que se encuentra en todo clima religioso, a saber, la del ascetismo penitencial: en lugar de partir de la idea de que todo exceso es un mal y de que el bien se sitúa entre dos excesos, como lo quiere Aristóteles y como lo enseña también el Islam global, este ascetismo ve el bien en el exceso de desapego; y esto también tiene su justificación según el punto de vista, el temperamento, la vocación, el medio. Según esta perspectiva, no hay exceso, hay simplemente sinceridad y totalidad; ello no impide que esta actitud no pueda, o no quiera dar cuenta de toda la realidad humana o, más precisamente, espiritual.
El desapego es lo opuesto de la concupiscencia y la avidez; es la grandeza de alma que, inspirada por la consciencia de los valores absolutos y, por tanto, también de la imperfección y de la fugacidad de los valores relativos, permite al alma guardar su libertad interior y su distancia respecto a las cosas. La consciencia de Dios, por una parte, anula de algún modo las formas y las cualidades, y, por otra, les confiere un valor que va más allá de ellas; el desapego hace que el alma esté como impregnada de la muerte, pero también, por compensación, que tenga consciencia de la indestructibilidad de las bellezas terrenales; porque la belleza no puede ser destruida, se retira en sus arquetipos y en su esencia, donde renace, inmortal, en la bienaventurada proximidad de Dios.
La generosidad: ¿cómo no iba a ser generoso el hombre santificado, puesto que espera en la divina Misericordia y no lo hace ciegamente? Porque no basta esperar de la Misericordia las ventajas que promete, es preciso además, e incluso ante todo, abrirse a ella y amarla por sí misma; ahora bien, amar la Misericordia es comprender su naturaleza y belleza y es querer unirse a ella participando en su función. Amar es, en una cierta medida, querer ser lo que se ama, o hacerse lo que se ama; es, pues, imitar lo que se ama.
La generosidad es lo opuesto del egoísmo, de la avaricia y de la mezquindad; precisemos sin embargo que es el mal el que se opone al bien y no viceversa. La generosidad es la grandeza de alma que gusta dar y también perdonar, porque permite al hombre ponerse espontáneamente en el lugar de los otros; que, por consiguiente, concede al adversario las oportunidades que humanamente puede merecer, por mínimas que fuesen, sin que esto reporte ningún perjuicio a la justicia o a la buena causa. La nobleza implica a priori una actitud benevolente y un cierto don de sí, sin afectación y sin violación de la evidencia de las cosas; el hombre noble intenta ayudar, salir al encuentro, antes que condenar y castigar, siendo a la vez implacable y rápido cuando la realidad lo exige. La bondad por debilidad o por ilusión no es una virtud; la generosidad es bella en la medida en que el hombre es fuerte y lúcido. En el alma noble, hay siempre un cierto instinto del don de sí, pues, Dios es el primero en desbordar caridad y, ante todo, belleza; el hombre noble no es feliz más que dándose, y se da ante todo a Dios, como Dios se da a él, y desea darse a él.
La vigilancia: el hombre santificado es también, y necesariamente, un hombre disciplinado; ser disciplinado es, intrínsecamente, dominarse y, extrínsecamente, hacer las cosas correctamente; no hacer nada a medias ni en contra de la lógica de las cosas, en una palabra, no ser ni negligente ni desordenado, ni extravagante por otra parte. En la naturaleza, cada cosa es enteramente lo que debe ser y cada cosa está en su lugar según las leyes de la jerarquía, del equilibrio, de las proporciones, de los ritmos; la libertad de las formas y de los movimientos se combina con una coordinación subyacente; es así como la perfección del alma exige que lo exterior sea conforme a lo interior. Es preciso que la musicalidad se combine con la geometría, porque la consciencia de lo absoluto debe penetrar en la alegría de la infinitud, y ésta es una condición fundamental del arte; la disciplina del carácter y de la compostura es señal de humildad tanto como de discernimiento y el uno no subsiste sin el otro. Ciertamente puede ocurrir que un santo sea negligente respecto a cosas de este mundo, pero será porque está absorto en la contemplación; aparte de esto, será perfectamente consciente y cuidadoso, y lo menos que se puede decir es que no basta ser negligente para ser un contemplativo o un santo. El hombre santificado evita toda singularidad ostentosa, a menos de una vocación particular; por esto, la disciplina exterior, que apunta a la norma y no a la originalidad, es una de las primeras etapas hacia la extinción del alma autócrata e indómita.
La vigilancia es la virtud afirmativa y combativa que nos impide olvidar o traicionar la «única cosa necesaria»: es la presencia de espíritu que nos lleva sin cesar al recuerdo de Dios y que, por lo mismo, nos hace estar atentos a todo cuanto nos aleja de Él. Esta virtud excluye toda negligencia y todo abandono —en las cosas pequeñas tanto como en las grandes— puesto que está fundada sobre la consciencia del momento presente, de ese instante siempre renovado que pertenece a Dios y no al mundo, a la Realidad y no al sueño. Es en este contexto en el que se sitúa, repetimos, la cualidad de la disciplina, del dominio de sí mismo, de la rectitud en todas las cosas.
La gratitud: el hombre agradecido es el que se mantiene en la santa pobreza, o en una especie de santa monotonía, si se quiere, en medio de distracciones inevitables y de ocupaciones complejas; se mantiene igualmente en un estado de santa infancia, quedándose bienaventuradamente alejado de toda curiosidad malsana, de toda tentación que a la vez aprisiona y acosa. El hombre piadoso se sabe en exilio —pero sin amargura ni ingratitud— y vive a la vez de certidumbre y de esperanza; y no irá al Paraíso más que aquél que, desde aquí abajo, se encuentra ya en él por su resignación a la voluntad de Dios y por las gracias que de ello resultan.
La gratitud es una virtud que nos permite no solamente contentarnos con las cosas pequeñas —aquí aparece la santa infancia—, sino también apreciar o respetar las cosas pequeñas o grandes porque vienen de Dios, comenzando por las bellezas y dones de la naturaleza; es preciso ser sensible a la inocencia y al misterio de las obras divinas. La adoración de la divina Sustancia entraña el respeto de los accidentes que la manifiestan; adorar a Dios «en espíritu y en verdad» es respetarlo también a través de ese velo que es el hombre, lo que equivale prácticamente a decir que es preciso respetar en todo hombre la santidad potencial en la medida en que nos sea razonablemente posible; en una palabra, admitir, si no comprender, la trascendencia del Creador, es reconocer su inmanencia en las criaturas. A los otros debemos mostrarles, en la medida de lo posible, que no nos detenemos en su accidentalidad terrenal, sino que, por el contrario, queremos tener consciencia de su substancia celestial, lo que excluye toda trivialidad en el comportamiento social. La educación es una manera lejana de ayudar a nuestro prójimo a santificarse o a hacerle recordar que, al estar hecho de santidad como imagen de Dios, está por la misma razón hecho para la santidad110. Quien dice respeto al prójimo dice respeto a sí mismo, porque lo que es verdadero para los otros lo es también para nosotros; el hombre es siempre un santo virtual. La dignidad nos viene impuesta por nuestra deiformidad, por nuestro sentido de lo sagrado, por nuestro conocimiento y nuestra adoración de Dios; la nobleza íntegra forma parte de la fe.
El hombre noble se mantiene siempre en el centro, nunca pierde de vista el símbolo, el don espiritual de las cosas, el signo de Dios, la gratitud a la vez ascendente e irradiante.
Dicho esto, nos es preciso dar cuenta del limite del principio de la piadosa cortesía, por descargo de consciencia y aunque la cosa sea obvia. El hombre está muy lejos de su propia substancia y, siendo de hecho accidente, se expone a la santa cólera en la medida en que reniegue de su dignidad humana; merece el rigor por parte de los que pueden tener por función manifestarlo, a saber, los profetas y los maestros espirituales, y después toda autoridad legítima e incluso todo hombre de bien, según las circunstancias. Esta severidad es caritativa y no vengativa cuando se ejerce respecto a los que pueden sacar provecho de ella; su intención es entonces no estigmatizar una perversión irremediable —cosa que se refiere a otra posibilidad—, sino liberar, por medio de una saludable sacudida, una virtud enterrada bajo una capa de hielo o de tinieblas, y ayudar así al hombre deiforme a «volver a ser lo que es», y lo que, en su pura substancia, nunca ha dejado de ser.
La forma más exterior de la disciplina es la etiqueta tradicional, que reglamenta los contactos sociales, sobre todo en el seno de las élites; y la forma más interior de la disciplina o de la rectitud es la dignidad moral, la cual resume todo cuanto hace a un hombre digno de confianza, por ejemplo, la veracidad de las promesas o la fidelidad a la palabra dada. Hablar de una «palabra de honor» es ya un pleonasmo, porque toda palabra compromete el honor de quien la pronuncia; toda palabra debería estar garantizada por el honor de su autor, al ser la dignidad moral un «imperativo categórico» de la condición humana. Es preciso, sin embargo, tener cuidado de no aislar de su contexto divino esta dignidad del hombre, porque todo lo que es humanamente válido lo es en virtud de este contexto o de este fundamento; el mejor honor es el que está enraizado, no en nuestro amor propio, sino en nuestra sinceridad para con Dios. O, también, lo que equivale fundamentalmente a lo mismo: el único honor irreprochable es el que prolonga el honor del Cielo sobre la tierra.
Si, contra la evidencia de las cosas, se nos preguntara qué tiene que ver la virtud con las cuestiones de la realización espiritual, o sea, de técnica rigurosa y extraindividual, responderíamos lo que sigue, situándonos en el mismo punto de vista estrictamente práctico: la realización espiritual impone al alma una inmensa desproporción por el hecho de que introduce la presencia de lo sagrado en las tinieblas de la imperfección humana; ahora bien, esto provoca fatalmente reacciones desequilibradoras que implican en principio el riesgo de una caída irremediable, reacciones que la belleza moral, combinada con las gracias que atrae por su naturaleza misma, puede en gran medida prevenir o atenuar. Es precisamente esta belleza la que los diletantes ambiciosos y desprovistos de imaginación creen poder desdeñar, porque no ven en ella más que un sentimentalismo ajeno a lo que creen que es la técnica realizadora; sin embargo, cuando el alma se ve como suspendida entre dos mundos, el uno ya perdido y el otro todavía no alcanzado, sólo una virtud fundamental y la gracia pueden salvarla del vértigo, y sólo esta virtud la inmuniza de entrada contra las tentaciones y las desviaciones.
En este plano de alquimia espiritual es importante no confundir una moralidad puramente extrínseca con la virtud intrínseca —que puede por lo demás parecer amoral en ciertos casos— ni una virtud natural de débil envergadura con una virtud profundamente enraizada en el corazón y que engloba al alma entera. Es importante comprender ante todo este principio: es intrínsecamente moral lo que, implicando un beneficio en un grado cualquiera, no daña a nadie; es intrínsecamente inmoral lo que, sin aprovechar a nadie, causa daño a otros o a nosotros mismos; teniendo siempre en cuenta la jerarquía de los valores.
Por una parte, las virtudes favorecen o incluso condicionan las actitudes contemplativas y, por otra, resultan de ellas en la medida en que estas actitudes son sinceras. Una virtud es profunda en la medida en que coincide con una superación de sí mismo, lo cual es sinónimo de objetividad, de imparcialidad, de serenidad ya celestial. Pues el virtuoso lo es porque su inteligencia y su sensibilidad perciben el ser mismo de las cosas.
Discernimiento sapiencial y concentración unitiva: el primero es objeto en el sentido de que el conocimiento mental implica la confrontación de un sujeto con un objeto, mientras que la segunda es subjetiva en el sentido de que la subjetividad tomada aisladamente y profundizada hasta su esencia representa el conocimiento —cardíaco y no mental— que supera la escisión entre un sujeto y un objeto. La sabiduría, como ciencia de los principios universales, es el polo objetivo del conocimiento; la santidad, como experiencia de ser y no de pensamiento, es su polo subjetivo111.
Al discernimiento sapiencial —determinado por el absoluto— se une la virtud de la veracidad; a la concentración unitiva —con miras al Absoluto— se une la virtud de la sinceridad. La sinceridad es una veracidad subjetiva y volitiva, como la veracidad es una sinceridad objetiva e intelectiva.
El principio de la veracidad se encuentra formulado de la mejor manera posible en la divisa de los maharajas de Benarés: «No hay derecho superior al de la verdad.» De una manera análoga, el principio de la sinceridad se expresa mejor en esta fórmula jurídica: «La verdad, sólo la verdad y toda la verdad», pero aplicada de modo moral y parafraseada en consecuencia: «El bien, todo el bien y nada más que el bien»: a saber, el movimiento de aproximación a Dios.
Esta virtud de sinceridad plantea el problema de la línea de demarcación entre lo que es obligatorio y lo que no lo es. Es aquí donde interviene la distinción, por una parte, entre la verdad absoluta y las verdades relativas y, por otra, entre el bien absoluto y los bienes relativos; ahora bien, se trata de no confundir la verdad relativa con el error ni el bien relativo con el mal; con mayor razón, no podría tratarse de tomar el error o el pecado por bienes relativos. Lo que hay que comprender es que el hombre sincero o el hombre veraz tiene el derecho de ser humano: tiene derecho por definición a las relatividades intelectuales y morales de las que tiene necesidad para vivir, siempre que estén de acuerdo con lo que él puede y debe aprehender intelectual y moralmente del Absoluto. Por una parte, nada se asemeja al Principio trascendente, y si no existiera más que este aspecto de la verdad total, el hombre tendría que renunciar a todo; pero su misma existencia prueba que la verdad implica otro aspecto, el de la participación, lo que nos permite añadir: por otra parte, todo manifiesta el Principio —que es inmanente sin dejar de ser trascendente—, sin lo cual nada existiría. Por consiguiente, si por una parte está la opacidad de las cosas, que nos obliga a buscar a Dios más allá de ellas, por otra está su transparencia, que nos permite aceptarlas a la vez que buscamos a Dios; aceptarlas precisamente en la medida en que son objetiva o subjetivamente transparentes y no de otra manera. Es decir, que el hombre que ama a Dios con sinceridad tiene sin embargo el derecho de amar a una criatura «en Dios», no contra Él; ser humano y vivir en la relatividad no es traicionar la sinceridad que debemos al Absoluto112.
La humildad, como es sabido o se debería saber, tiene su origen en nuestra total dependencia de Dios; resulta normalmente de esta consciencia un sentido de las proporciones siempre alerta, que nos impide tanto sobreestimarnos como subestimar a otro. Ahora bien, es preciso frenar, por supuesto, no esta virtud, sino su posible exceso; y se la frena por la virtud complementaria, la veracidad, que nos recuerda que ninguna virtud tiene derecho a ir contra la verdad y que, por consiguiente, nos incita a no sobreestimar a nadie y a no subestimamos cuando la diferencia de valores es evidente. Un maestro de escuela debe notar que tal muchacho está más dotado que él, pero no puede creer que él, maestro y adulto, es más ignorante y menos experimentado que el muchacho.
Una observación análoga es aplicable a la sinceridad, que consiste en ser lo que se expresa y en expresar lo que se es; aquí también hay una virtud que frena la interpretación torcida y el exceso, y es la prudencia. Porque la sinceridad no nos obliga a entregar a otros lo que les supera o lo que no les concierne, o lo que no les resulta de ninguna utilidad, sino que les perjudica; en una palabra, lo que ellos no desean conocer si son hombres de bien. Nos damos cuenta perfectamente que al volver aquí sobre el papel de la verdad en la economía de las virtudes, nos estamos repitiendo, pero poco importa; no tenemos que excusarnos demasiado por ello, puesto que, en la religión de «nuestro tiempo», se repite incansablemente que el reino de Dios está fuera de nosotros y que hay que admitirlo por humildad, y hasta por caridad.
Si las expresiones elípticas se comprendiesen fácilmente, diríamos de buena gana que la más grande de las virtudes es la verdad; la verdad, en cuanto es vivida, no solamente pensada, y en cuanto se convierte dentro de nosotros en el sentido de lo sagrado y la adoración.
La virtud en sí misma es la adoración que nos une a Dios y nos trae hacia Él, a la vez que irradia alrededor de nosotros; adoración primordial y cuasi existencial que se anuncia ante todo por el sentido de lo sagrado, como acabamos de decir. Lo sagrado es el perfume de la divinidad, es lo divino hecho presente; amar lo sagrado es penetrarse del perfume del puro Ser y de su serenidad. El alma de la Santísima Virgen, prototipo de toda alma santificada, está hecha de adoración innata, y ésta actualiza la Presencia real como un espejo refleja la luz; el alma virginal es consubstancial a esta Presencia como el espacio coincide con el éter que contiene.
La virtud una, o la devoción substancial, es reposar en el Ser, que es a la vez trascendente e inmanente, a la vez que está sacramentalmente presente, hic a nunc. Y toda virtud es, por participación en su propia esencia, un modo de adoración y por consiguiente de beatitud.
Dios ha puesto en nuestra substancia todas las virtudes; son función de la naturaleza de ésta, y esta naturaleza es la devoción primordial. Es por esto, repetimos, por lo que una virtud no es nunca una adquisición ni una propiedad: pertenece siempre a Dios y, por Él, al Logos; nuestra preocupación debe ser eliminar lo que se opone a las virtudes, no adquirir las virtudes para nosotros mismos; hay que dejar libre paso a las cualidades del Soberano Bien. Y este mensaje debemos, al tiempo de transmitirlo, llegar a realizarlo mediante una suerte de extinción activa o de actividad extintiva; debemos realizarlo porque de hecho lo somos en el fondo de nosotros mismos y, ante todo, en la intención creadora de Dios.
NATURALEZA Y PAPEL DEL SENTIMIENTO
Tanto la cuestión de las virtudes como la de la estética evoca, con razón o sin ella, la del sentimiento: con razón, si se entiende que el sentimiento juega un papel legítimo en la moral y en el arte, pero sin razón si se une a la noción de sentimiento un matiz peyorativo, como si se tratase de un exceso o de una debilidad. En realidad, el sentimiento es un estado de consciencia que no es mental, objetivo y matemático, sin duda, sino vital, subjetivo y, por decirlo así, musical: es el color emocional que toma el ego entero al contacto con cualquier fenómeno, comprendidos entre los fenómenos los pensamientos y las imágenes mentales por una parte y las intuiciones espirituales por otra. La calidad del sentimiento depende tanto de la del ego como de la del fenómeno; si por una parte se distingue entre hombres nobles, virtuosos y contemplativos y hombres vulgares, viciosos y superficiales, por otro lado se distinguirá entre fenómenos pertenecientes a diferentes niveles, a partir del plano físico hasta el plano espiritual, y, finalmente, entre diversos géneros, como los fenómenos de orden estético y los de orden moral. Los fenómenos provocan en el ego diversas coloraciones, según una serie indefinida de gradaciones en lo que concierne a la calidad y la intensidad, y estas coloraciones indican directa o indirectamente lo que somos; el sentimiento es bien una imagen, o bien una modalidad de la persona, según su grado de profundidad.
Como la inteligencia y la voluntad, el sentimiento es una facultad a la vez de discriminación y de asimilación; si detestamos es porque el objeto nos impide amar, es decir, sentir lo que es conforme a nuestra naturaleza y lo que, por este hecho, nos permite ser en la superficie lo que somos en profundidad. Y si en espiritualidad es importante conocer Lo que conoce y querer Lo que quiere, no lo es menos amar Lo que ama.
El sentimiento puede ser diverso en sus accidentes, pero es amor en su sustancia. El amor responde intuitiva y vitalmente a la belleza, a la bondad, al bien; se alimenta de ellos, por decirlo así, y transforma y asimila el alma despertando en el fondo de ésta la Belleza inmanente, la única que es, puesto que es la de Dios. La belleza exterior es precisamente su reflejo: amando inteligente y piadosamente —luego de una manera contemplativa— la belleza sensible, el alma se acuerda de su propia esencia inmortal; amando, quiere convertirse en el otro, a fin de poder volver a ser ella misma.
El sentimiento, considerado en todos sus aspectos, opera, por una parte, una discriminación de alguna manera vital entre lo que es noble, amable y útil y lo que no lo es y, por otra, una asimilación de lo que es digno de ser asimilado y, por lo mismo, realizado; es decir, que el amor está en función del valor del objeto. Si el amor prevalece sobre el odio hasta el punto de que no haya medida común entre ellos, es porque la Realidad absoluta es absolutamente amable; el amor es sustancia, el odio es accidente, salvo en las criaturas perversas. Hay dos clases de odio, uno legítimo y otro ilegítimo: el primero deriva de un amor víctima de una injusticia, como el amor de Dios clamando venganza, y éste es el fundamento mismo de toda santa cólera; la segunda clase de odio es el injusto, o el odio que no se encuentra interiormente limitado por el amor subyacente que es su razón de ser y que lo justifica; esta segunda clase de odio aparece como un fin en sí mismo, es subjetivo y no objetivo, y quiere destruir más que reparar.
Tanto el Corán como la Biblia admiten que hay una Cólera divina113; por consiguiente, también una «santa cólera» humana y una «guerra santa»; el hombre puede «odiar en Dios», según una expresión islámica. En efecto, la privación objetiva permite o exige una reacción privativa por parte del sujeto y todo está en saber si en tal caso particular nuestra conmiseración por tal sustancia humana debe aventajar a nuestro horror por el accidente que hace al individuo detestable. Pues es verdad que desde un cierto punto de vista hay que detestar el pecado y no al pecador, pero este punto de vista es relativo y no impide que a veces se esté obligado, por el juego de las proporciones, a despreciar al pecador en la medida en que se identifica con su pecado. Hemos oído decir una vez que quien es incapaz de desprecio es igualmente incapaz de veneración; esto es perfectamente cierto, a condición de que la evaluación sea justa y que el desprecio no supere los límites de su razón suficiente, tanto subjetiva como objetiva114. El justo desprecio es a la vez un arma y un medio de protección; hay también la indiferencia, ciertamente, pero ésta es una actitud de eremita que no es forzosamente practicable ni buena en la sociedad humana, pues corre el riesgo de ser mal interpretada. Por lo demás, y esto es importante, el justo desprecio se combina necesariamente con una cierta indiferencia, sin lo cual se carecería de desapego y también de ese fondo de generosidad sin el cual una cólera no podría ser santa. La visión de un mal no debe hacernos olvidar su contingencia; un fragmento puede o debe molestar, pero es preciso no perder de vista que es un fragmento y no la totalidad; ahora bien, la consciencia de la totalidad, que es inocente y divina, aventaja en principio a todo lo demás. Decimos «en principio», pues las contingencias conservan todos sus derechos; es decir, que una cólera serena es una posibilidad, e incluso una necesidad, porque, al detestar un mal, no dejamos de amar a Dios.
Es importante no confundir las nociones de sentimiento, sentimentalidad y sentimentalismo, como se suele hacer demasiado a menudo como consecuencia de un prejuicio, bien racionalista, bien intelectualista. Este segundo caso es por otra parte más sorprendente que el primero, porque si la razón se opone en cierto aspecto al sentimiento, el Intelecto permanece neutro a este respecto, como la luz permanece neutra respecto a los colores. Decimos adrede «intelectualista» y no «intelectual», porque la intelectualidad no podría implicar prejuicio.
Todo el mundo está de acuerdo en considerar que un sentimiento que se opone a una verdad no es digno de estima, y ésta es la definición misma del sentimentalismo. Cuando se reprocha justamente a una actitud el ser sentimental, esto no puede significar más que una cosa, a saber, que la actitud de que se trata contradice una actitud racional y usurpa su lugar; y recordemos que una actitud no puede ser positivamente racional más que en función, sea de un conocimiento intelectual, sea simplemente de una información suficiente sobre una situación real; no puede serlo por el simple hecho de que sea lógica, puesto que se puede razonar en ausencia de los datos necesarios.
De la misma manera que la intelectualidad es, por una parte, el carácter de lo que es intelectual y, por otra, la tendencia hacia el Intelecto, igualmente la sentimentalidad significa a la vez el carácter de lo que es sentimental y la tendencia hacia el sentimiento; en cuanto al sentimentalismo, éste sistematiza un exceso de sentimentalidad en detrimento de la percepción normal de las cosas: los fanatismos confesionales y políticos son de este orden. Si recordamos aquí estas distinciones de por sí evidentes, es únicamente a causa de las frecuentes confusiones como tenemos ocasión de observar en este terreno —y no somos ciertamente los únicos en hacerlo— y que amenazan con falsificar las nociones de intelectualidad y de espiritualidad.
«Dios es amor». Si esta sentencia es verdadera —y lo es por autoridad divina— el sentimiento es una dimensión normal, luego positiva en sí, del microcosmo humano, y todas las suspicacias a su respecto son aberrantes. Atmâ es Sat, Chit y Ananda: «Ser», «Consciencia» y «Felicidad», o también «Poder», «Sabiduría» y «Bondad»; en el microcosmo, estos aspectos vienen a ser la voluntad, la inteligencia y el sentimiento. Querer suprimir el sentimiento equivale pues, ontológicamente hablando, a querer suprimir el elemento Ananda, ni más ni menos.
Por lo demás, los adversarios del sentimiento —por consiguiente, en el fondo, del amor— se sitúan en una contradicción a la vez existencial y psicológica consigo mismos. En primer lugar, porque nada existe sin amor, y después, porque ningún hombre puede rechazar los sentimientos en su vida concreta, sea material, sea espiritual. Todo hombre, salvo hipocresía, aspira a la felicidad y ésta no tiene nada de ecuación matemática.
La cima de esta energía que es el sentimiento la constituye el amor a Dios; dicho de otro modo, esta cima es la fe o la devoción. La fe es el estímulo que nos hace vivir en Dios y por Dios; la devoción es el temor reverencial que está en relación con el sentido de lo sagrado y que de alguna manera nos encierra en un clima contemplativo de adoración y de paz.
Se nos podría objetar que el amor a Dios está por encima de los sentimientos y que compromete especialmente a la voluntad, la cual no tiene nada de sentimental; si ello es así, no sería preciso hablar de amor a Dios, porque el amor es indiscutiblemente un sentimiento; habría que elegir otra forma. El sentimiento, exactamente como la inteligencia mental, prolonga el Intelecto —limitándolo— y, por consiguiente, no puede encontrarse enteramente excluido de él; por consiguiente, no hay separación absoluta entre el amor emocional a Dios y el Intelecto, al implicar éste necesariamente una dimensión de amor sobrenatural115. Si por una parte el amor espiritual no puede ser una pasión ordinaria desde el momento en que su objeto es Dios y es función —o concomitancia— de una actividad de la inteligencia y de la voluntad, por otra parte se inspira necesariamente en su fuente sobrenatural, que es el Espíritu Santo y que es el Amor en sí mismo.
Hay el corazón-conocimiento y el corazón-amor; son como las dos facetas de un mismo misterio116. Es con el corazón amante con el que se relacionan estas palabras de Cristo: «Porque ha amado mucho, mucho le será perdonado»; y es asimismo al corazón, pero en su aflicción, al que se refieren estas otras: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.» Se habla del corazón que arde de amor, y también del que se funde; se funde bebiendo el vino de la gracia y, al fundirse, él mismo es el vino que es bebido por el Bienamado117.
LO QUE ES Y LO QUE NO ES LA SINCERIDAD
Cuántas veces hay que leer u oír decir que alguien se ha equivocado gravemente, o que es un vicioso o un criminal, pero que es «sincero», que, por consiguiente, «busca a Dios a su manera», y otros eufemismos de este género, lo que de hecho quiere decir lo siguiente: no temáis, no hace falta esforzarse ni por la verdad ni por la virtud. Esta opinión, verdaderamente perversa, no es sino una manifestación, entre otras muchas, del subjetivismo moderno, según el cual lo subjetivo más contingente prevalece sobre lo objetivo, incluso en los casos en que esto es la razón de ser de aquello y, por lo tanto, determina su valor. Esto quiere decir que el «sincerismo» de moda, lejos de ser moral o espiritual, no es más que individualismo más o menos cínico: con un matiz democrático por otra parte, puesto que querer dominarse y superarse es, según parece, querer ser más que los otros, como si nuestro esfuerzo por perfeccionarnos impidiera a los demás hacer otro tanto.
El cinismo y la hipocresía son dos formas de orgullo: el cinismo es la caricatura de la sinceridad o de la franqueza, mientras que la hipocresía es la caricatura del escrúpulo o de la disciplina, o de la virtud en general. Los cínicos creen que ser sincero es exhibir defectos y pasiones, y que ocultarlos es ser hipócritas; no se dominan ni, con mayor razón, intentan superarse; y el hecho de que tomen su tara por una virtud prueba precisamente su orgullo. Los hipócritas, por el contrario, creen que ser virtuoso es exhibir actitudes virtuosas, o que las apariencias de fe valen por la fe; su vicio consiste, no en manifestar las formas de la virtud —lo cual constituye una regla que se impone a todos—, sino en creer que esta manifestación es la virtud misma, y sobre todo en fingir las virtudes con intención de ser admirados; lo que viene a ser orgullo, puesto que significa individualismo y ostentación. El orgullo es sobreestimarse subestimando a los demás; y esto es lo que hacen el cínico y el hipócrita, grosera o sutilmente, según los casos.
Todo esto equivale a decir que tanto en el cinismo como en la hipocresía se pone al ego autócrata, luego tenebroso, en el lugar del espíritu y de la luz; ambos vicios son otros tantos robos mediante los cuales el alma pasional y egoísta se apropia de lo que pertenece al alma espiritual. En resumen, presentar un vicio como virtud y acusar correlativamente a las virtudes de ser vicios, como lo hace el cinismo sincerista, no es otra cosa que hipocresía, pero se trata de una hipocresía particularmente perversa.
En cuanto al orgullo, fue definido perfectamente por Boecio: «Todos los demás vicios huyen de Dios; únicamente el orgullo se levanta contra Él.» Y también por San Agustín: «Los otros vicios se apegan al mal a fin de que sea cumplido; sólo el orgullo se apega al bien, a fin de que perezca.» Cuando Dios está ausente, el orgullo colma necesariamente el vacío; no puede dejar de aparecer en el alma cuando nada se refiere al Soberano Bien. Ciertamente, las virtudes de los mundanos, o las de los incrédulos, tienen su valor relativo e indirecto, pero lo mismo vale para las cualidades físicas a su nivel; sólo las cualidades valorizadas por la Verdad y la Vía concurren a la salvación del alma; ninguna virtud separada de estos fundamentos tiene poder salvador, y esto prueba la relatividad, y el alcance indirecto, de las virtudes propiamente naturales. El hombre espiritual no se siente propietario de sus virtudes; renuncia a los vicios y se extingue —activa y pasivamente— en las Virtudes divinas, las Virtudes en sí mismas. La Virtud es lo que es.
El hombre virtuoso oculta sus defectos por las siguientes razones: en primer lugar, porque no les reconoce ningún derecho a la existencia y porque, después de cada caída, espera que esa sea la última; verdaderamente, no se puede reprochar a nadie que oculte sus faltas porque se esfuerza en no pecar, y que se comporte correctamente. Otra razón es la conformidad con la norma: para eliminar un defecto, es preciso no solamente tener la intención de eliminarlo por Dios y no por complacer a los hombres, sino también entrar activamente en el molde de la perfección; y si es evidente que no hay que hacerlo para complacer a los hombres, no es menos evidente que hay que hacerlo también para no escandalizarlos y para no darles mal ejemplo; esta es una caridad que Dios exige de nosotros, puesto que el amor a Dios exige el amor al prójimo.
Cuando la sedicente sinceridad rompe el marco de las reglas tradicionales —o simplemente normales— de comportamiento, descubre por esto mismo su carácter orgulloso; pues las reglas son venerables, y nosotros no tenemos derecho a despreciarlas poniendo nuestra subjetividad por encima de ellas. Cierto que a veces ocurre que algunos santos rompen estas reglas, pero lo hacen por arriba, no por abajo, en virtud de una verdad divina, no de un sentimiento humano. En todo caso, si el hombre tradicional se eclipsa detrás de una regla de comportamiento, no es ciertamente por hipocresía, es por humildad y por caridad; por humildad, porque reconoce que la regla tradicional tiene razón y es mejor que él; por caridad, porque no quiere ofrecer a sus prójimos el escándalo de sus defectos, sino más bien al contrario, entiende manifestar una norma saludable, incluso si personalmente no está situado todavía a su nivel.
Es importante distinguir entre la sinceridad sin más, que engloba y compromete al hombre entero —al menos desde el punto de vista moral— y una sinceridad fragmentaria que no merece este nombre más que como fenómeno psíquico y en los límites subjetivos en que el fenómeno se produce; de manera bien paradójica, este género de buena fe puede injertarse como un detalle autónomo sobre un fondo de mala fe, por cuanto, para mentir bien, es preciso comenzar por mentirse a sí mismo.
Se habla demasiado a menudo de la sinceridad de un error, pero se suele olvidar que la verdadera sinceridad, por cuanto coincide con el amor a la verdad, excluye la persistencia en una idea falsa, pues quien quiere ser profundamente sincero desconfía de sus inclinaciones naturales y vacila en identificarlas con la realidad objetiva. Esto equivale a decir que la sinceridad, en la medida en que compromete a la inteligencia, coincide con la objetividad —o al menos con una objetividad suficiente desde un determinado punto de vista relativo pero válido— y esta cualidad implica una cierta renuncia a sí mismo, luego una especie de muerte; como explica a su manera, y perfectamente, este adagio hindú: «No hay derecho superior al de la verdad.»
El hombre noble es el que se domina y gusta de dominarse; el hombre vil es el que no se domina y siente horror a dominarse118. El hombre espiritual es el que se supera y gusta de superarse; el hombre mundano permanece horizontal y detesta la dimensión vertical. Y esto es importante: no se puede uno someter a un ideal apremiante —ni intentar superarse por Dios— sin llevar en el alma lo que los psicoanalistas llaman «complejos»; esto viene a decir que hay «complejos» que son normales en el hombre espiritual o incluso simplemente en el hombre respetable, y que, inversamente, la ausencia de «complejos» no es forzosamente una virtud, por no decir más. Sin duda, el hombre primordial, o el hombre deificado, no tiene ya complejos, pero no basta carecer de complejos para ser un hombre deificado o un hombre primordial.
La raíz de toda verdadera sinceridad es la sinceridad para con Dios, no hacia nuestra propia y arbitraria complacencia; es decir, que no basta creer en Dios, es preciso también sacar todas las consecuencias de ello en nuestro comportamiento interior y exterior; y cuando se aspira a una perfección —puesto que Dios es perfecto y nos quiere perfectos— se procura manifestarla incluso antes de haberla realizado y para poder realizarla.
El que se somete a las normas interiores y exteriores, el que por consiguiente se esfuerza en el camino de la perfección, o de la eliminación de las imperfecciones, sabe muy bien que entre los que no realizan este esfuerzo los hay que son mejores que él desde el punto de vista de las cualidades naturales; pero estando dotado de inteligencia, sin lo cual no sería hombre, no puede ignorar que en lo que respecta a la verdad metafísica y al esfuerzo espiritual, él es forzosamente mejor que los mundanos, lo quiera o no, y que un esfuerzo por Dios vale infinitamente más que una simple cualidad natural que nada valoriza espiritualmente. Por lo demás, los mundanos buscan siempre cómplices para su disipación y su pérdida, y es por esto por lo que los espirituales se apartan de ellos en la medida de lo posible, a menos de tener una misión apostólica; pero, en este caso, los espirituales se guardarán bien de imitar el mal comportamiento de los mundanos, es decir, de ser contrarios a lo que predican.
Resumiendo, diremos que el contenido de la sinceridad es nuestra tendencia hacia Dios y, por consiguiente, nuestra conformidad a las reglas que esta tendencia exige, y no nuestra naturaleza pura y simple con todos sus defectos; ser sincero no es ser vicioso ante los hombres, es ser virtuoso ante Dios, y por consiguiente entrar en el molde de las virtudes que no se han asimilado todavía, cualesquiera que sean las opiniones de los hombres. Es verdad que algunos santos —en el Sufismo, las «gentes de la reprobación»— han intentado escandalizar a fin de ser despreciados, lo que equivale prácticamente a despreciar a los otros, pero el egoísmo moral o místico no tiene consciencia de ello; esta actitud no deja de constituir una espada de doble filo, al menos en los casos extremos —aquellos precisamente que nos permiten hablar de egoísmo— y no cuando se trata simplemente de actitudes neutras destinadas a ocultar una perfección o un deseo de perfección. En cualquier caso, los imperativos de determinada subjetividad mística no pueden impedir que la actitud normal sea la de practicar las virtudes en el equilibrio y la dignidad; y es importante no confundir el equilibrio con la mediocridad, que procede de la tibieza, mientras que el equilibrio procede de la sabiduría. La esencia de la dignidad es no solamente nuestra deiformidad, sino también la humildad acompañada de la caridad; estas dos virtudes compensan los riesgos que dimanan de nuestra cualidad de imagen de Dios, a la vez que participan en las Virtudes divinas, lo que las integra en nuestro teomorfismo. Este nos podría volver orgullosos y egoístas, pero cuando captamos su verdadera naturaleza, vemos que nos obliga, por el contrario, a las perfecciones no solamente del Señor, sino también del siervo; en esta complementariedad reside todo el misterio del pontifex humano.
Al margen de estas consideraciones de principio, sin duda no resultará inútil añadir que las reglas de comportamiento son a veces sutiles y complejas y hasta paradójicas: que un anciano juegue con los niños no le quita nada de su dignidad si mantiene la que se impone al hombre como tal; que un litigante reclame su derecho no es contrario a la caridad, si a su vez no comete una injusticia, aunque no sea más que por mezquindad119. La caridad no excluye la santa cólera, como tampoco la humildad excluye la santa altivez o la dignidad no excluye la santa alegría.
Hemos visto que la hipocresía consiste, no, por supuesto, en adoptar un comportamiento superior con intención de realizarlo y de afirmarlo, sino en adoptarlo con la intención de parecer más de lo que se es. No reside pues en un comportamiento que eventualmente nos sobrepasa, sino en la intención de parecer sobrepasar a los otros, y esto aunque sea sin testigos y a título de satisfacción íntima; la virulencia del error sincerista nos incita a poner de manifiesto una vez más esta distinción de por sí evidente. Si el solo hecho de adoptar un comportamiento modelo fuese hipocresía, no sería posible esforzarse hacia el bien, y el hombre no sería el hombre.
La sinceridad es la ausencia de mentira en el comportamiento interior y exterior; mentir es inducir voluntariamente al error; se puede mentir al prójimo, a sí mismo y a Dios. Ahora bien, el hombre piadoso que cubre su debilidad con un velo de rectitud no entiende mentir, ni miente ipso facto; no entiende manifestar lo que es de hecho, pero no puede evitar manifestar lo que quiere ser. Y alcanza así, por la fuerza de las cosas, la perfecta veracidad: pues lo que queremos ser es, de una cierta manera, lo que somos. Velo de hipocresía, velo de rectitud: en el primer caso, el velo es opaco y disimula; en el segundo, es transparente y comunica. La «caída del velo» (zawâl el-hijâb) es, en el primer caso, el rechazo de la hipocresía; en el segundo, es el abandono del esfuerzo, o más bien el olvido del símbolo, gracias a la presencia liberadora de lo Real.
EL MISTERIO DEL VELO
El velo evoca por sí mismo la idea de misterio, por el solo hecho de que oculta a la mirada algo demasiado sagrado o demasiado íntimo; pero posee igualmente un misterio en su propia naturaleza, por cuanto se convierte en el símbolo del ocultamiento universal; es decir, que el velo cósmico y metacósmico es un misterio porque procede de las profundidades de la Naturaleza divina. Según los vedantistas, no se puede explicar Mâyâ, aunque no se pueda evitar el comprobar su presencia; Mâyâ, como Atmâ, es sin origen y sin fin.
La noción hindú de la «Ilusión», Mâyâ, coincide en efecto con el simbolismo islámico del «Velo», Hijâb: la Ilusión universal es una potencia que por una parte oculta y por otra parte revela; es el Velo ante el Rostro de Allah36, o también, según una extensión del simbolismo, es la serie de los setenta mil velos de luz y de oscuridad que, ya sea por clemencia, ya sea por rigor, tamizan la Irradiación fulgurante de la Divinidad37.
El Velo es un misterio porque la Relatividad lo es. Lo Absoluto, o lo Incondicionado, es misterioso a fuerza de evidencia; pero lo Relativo, o lo condicionado, lo es a fuerza de ininteligibilidad. Si no se puede comprender el Absoluto es porque su luminosidad es cegadora; por el contrario, si no se puede comprender lo Relativo, es porque su oscuridad no ofrece ningún punto de referencia. Al menos, ello es así cuando consideramos la Relatividad en su apariencia de arbitrariedad, porque ella se hace inteligible en la medida en que comunica el Absoluto, o en la medida en que aparece como emancipación del Absoluto. Comunicar el Absoluto, velándolo, es la razón de ser de lo Relativo.
Es necesario, pues, intentar traspasar el misterio de la Relatividad a partir del Absoluto o en función del Absoluto, lo que nos obliga —o nos permite— discernir la raíz de la Relatividad en el Absoluto mismo: y esta raíz no es otra que la Infinitud, la cual es inseparable de lo Real que, siendo absoluto, es necesariamente infinito. Esta Infinitud implica la Irradiación, porque el bien tiende a comunicarse, como observa San Agustín; la Infinitud de lo Real no es otra cosa que su potencia de Amor. Y el misterio de la Irradiación lo explica todo: irradiando, lo Real se proyecta de alguna manera «fuera de Sí mismo» y, al alejarse de Sí mismo, se hace Relatividad en la misma medida de este alejamiento. Es cierto que este «fuera de» se sitúa forzosamente en lo Real mismo, pero no por ello deja de existir como exterioridad y a título simbólico, es decir, que es «pensado» por lo Infinito en virtud de su tendencia a la Irradiación, y, por tanto, a la expansión en un vacío en realidad inexistente. Este vacío no tiene realidad más que por las Irradiaciones que en él se proyectan; la Relatividad no es real más que por sus contenidos, que son, esencialmente, los del Absoluto. Es así como el espacio no tiene existencia más que por lo que contiene; un espacio vacío no sería ya un espacio, sería la nada.
Así pues, el prototipo principal del Velo es la dimensión divina de la Infinitud, que, como si dijéramos, irradia de lo Incondicionado a la vez que permanece como una cualidad rigurosamente intrínseca del mismo; en lo Absoluto, Shiva y Shakti son idénticos. La Mâyâ separativa y caprichosa, la que ilusiona, no surge inexplicablemente de la nada; procede de la propia naturaleza de Atmâ; porque teniendo el bien por definición tendencia a comunicarse, el «Bien Soberano» no puede no irradiar por sí mismo y en su Esencia, y después —y por vía de consecuencia— a partir de sí mismo y fuera de sí mismo; por ser Verdad, «Dios es Amor».
Esto equivale a decir que en Dios hay un primer Velo, a saber, la tendencia puramente principial y esencial a la comunicación, y por lo tanto a la contingencia, tendencia que permanece estrictamente en la Esencia divina. El segundo Velo es el efecto por así decirlo extrínseco del primero: es el Principio ontológico, el Ser creador que concibe las Ideas o las Posibilidades de las cosas. El Ser da lugar a un tercer Velo, el Logos creador, que produce el Universo, y éste es también, y en alguna medida a fortiori, un Velo que a la vez disimula y transmite los tesoros del Soberano Bien.
Absoluto, Infinitud, Perfección; este tercer término designa el resultado de la Irradiación operada por el Infinito en virtud del Absoluto, o, digamos más bien: por la Infinitud necesariamente propia del Absoluto. La primera Hipóstasis que surge en la Relatividad, a saber, el Ser, el Principio personal y creador, es la primera perfección, en el sentido de que Él es la Toda-Perfección; ahora bien, la Perfección está esencialmente tejida de Absolutidad y por tanto de Infinitud, pero en modo relativo y, por consiguiente, diferenciado; de ahí la profusión de Cualidades divinas.
En el Ser —el Ishwara de los vedantistas— el Absoluto da lugar al polo determinativo y, como si dijéramos, masculino o paternal del Ser, Purusha, mientras que la Infinitud se refleja como el polo a la vez receptivo y productivo y, como si dijéramos, maternal del Ser, Prakriti. La nueva Hipóstasis que resulta de ello, en la cima o en el centro mismo de la Existencia y, por tanto, más acá del Ser y en la creación, es el Intelecto universal, Buddhi; es el «Espíritu» ya creado pero sin embargo todavía divino, y es en suma la prolongación eficiente de la Inteligencia creadora e iluminadora de Dios, en la creación misma38.
La Perfección realiza esta paradoja: combinar lo Absoluto, que es infinito, con la Relatividad, luego con un grado o un modo de limitación; ahora bien, es precisamente la limitación la que permite percibir tal o cual potencialidad de absolutidad o de infinitud, lo que prueba que la Relatividad, si por una parte cubre limitando, por otra parte, descubre especificando.
El Supra-Ser es lo Absoluto o lo Incondicionado, que por definición es infinito, luego ilimitado; pero se puede decir también que el Supra-Ser es lo Infinito, que por definición es absoluto; en el primer caso, el acento se pone sobre el simbolismo de la virilidad; en el segundo caso, sobre la feminidad; la suprema Divinidad es ya Padre, ya Madre39. Las nociones de Absoluto y de Infinito no indican, pues, por sí mismas una polaridad, salvo cuando se las yuxtapone, lo que corresponde ya a un punto de vista relativo. Por una parte, como hemos dicho, el Absoluto es el Infinito, y viceversa; por otra parte, el primero sugiere un misterio de unicidad, de exclusión y de contracción y, el segundo, un misterio de totalidad, de inclusión y de expansión.
La Relatividad, lo hemos dicho, emprende su vuelo en el aspecto de Ilimitación de lo Incondicionado, y procede por velamientos sucesivos hasta el punto limite de alejamiento, punto que no es jamás alcanzado, puesto que es ilusorio, o que no es alcanzado más que simbólicamente; para nuestro mundo, este punto límite es la materia, pero se pueden concebir puntos límites indefinidamente más solidificados, y con mayor razón mucho más sutiles. Ahora bien, no hay cosmogénesis sin teogénesis; éste término es metafísicamente plausible, pero es malsonante por el hecho de que parece atribuir a las Hipóstasis un devenir, cuando no puede tratarse más que de sucesión principal en dirección a lo relativo. El punto de término de la teogénesis es la Hipóstasis más relativa o más exterior, a saber, el «Espíritu de Dios» que, siendo ya creado puesto que ocupa el centro luminoso de la creación, es sin embargo todavía divino; él es el Logos que prefigura, por una parte, al género humano como representante natural de Dios sobre la tierra y, por otra parte, al Avatâra, como representante sobrenatural de Dios entre los hombres.
La polaridad «Incondicionado-Ilimitado» —en la medida en que se puede tratar aquí de una polaridad, lo que resulta, no del sentido de estas palabras, sino únicamente de su yuxtaposición comparativa, la cual restringe precisamente sus significados—, esta polaridad, decimos, se repite en la estructura misma del Velo, o de Mâyâ, o de la Relatividad, lo que nos lleva al simbolismo del tejido: el primer término de la polaridad es la urdimbre, o la dimensión vertical o masculina, mientras que el segundo término es la trama, o la dimensión horizontal o femenina; y cada una de estas dimensiones, en todos los niveles, contiene los elementos de Existencialidad, Consciencia y Felicidad, conforme al ternario vedántico, y de una manera bien activa, o bien pasiva, según que los elementos procedan de la urdimbre o de trama. La complementariedad «Incondicionado-Ilimitado», que incluye estos tres elementos, produce así, en un juego indefinido y tornasolado, el río inconmensurable de los fenómenos; el universo es así un velo que por una parte exterioriza la Esencia y por otra se sitúa en esta misma, en cuanto Infinitud.
En lenguaje islámico, la polaridad divina, que acabamos de comparar con la urdimbre y con la trama, se expresa mediante la letra alif, que es vertical, y la letra bâ, que es horizontal; son las dos primeras letras del alfabeto árabe, una de las cuales simboliza lo determinativo y la actividad, y la otra la receptividad o la pasividad40. Las mismas funciones se expresan mediante las imágenes del Cálamo (Qalam) y de la Tabla (Lawh): en todo fenómeno y en cada nivel cósmico hay una «Idea» que se encarna en un receptáculo existencial; el Cálamo es el Logos creador, mientras que las Ideas que contiene y que proyecta proceden de la «Tinta» (Midâd). Encontramos la misma polaridad en el microcosmo humano, siendo el hombre a la vez «vicario» (khalîfah) y «servidor» (’abd)41, o intelecto y alma.
Según un célebre hadîth, Dios era un tesoro oculto que quiso ser conocido y que por esta razón creó el mundo. Estaba oculto a los hombres todavía inexistentes; es por consiguiente la inexistencia de los hombres la que constituyó el primer velo; Dios creó pues el mundo para los hombres a fin de ser conocido por ellos y proyectar su propia Felicidad en innumerables consciencias relativas. Es por esto por lo que se ha dicho que Dios creó el mundo por amor.
Allí donde está Atmâ, allí está Mâyâ, la Vida intrínseca y el Poder de despliegue extrínseco. En lenguaje islámico, y, haciendo abstracción de la noción de Hijâb, se dirá que allí donde está Allâh, allí está la Rahmah, la infinita Clemencia y Misericordia, y esto es lo que expresa esta fórmula fundamental que inicia las suras del Corán y, en la vida humana, todo escrito y toda empresa: «En el nombre de Dios el Muy Clemente, el Muy Misericordioso.» El hecho de que se añadan estos nombres de infinita Bondad al nombre de Allâh indica que la Bondad está en la esencia misma de Dios y que ella no es, como la mayoría de las Cualidades divinas, un elemento que no aparece más que por refracción en el plano ya relativo de los atributos; es decir, que la Rahmah pertenece a la Dhât, la Esencia, y no a los atributos, Çifât42. La Rahmah es Mâyâ, no en el aspecto de Relatividad y de Ilusión, sino en el de Infinitud, de Belleza, de Generosidad43.
En el Vedânta, Atmâ se reviste de tres grandes velos (o «envolturas» = koshas), que corresponden analógicamente, prefigurándolos causalmente, a los estados de vigilia, de sueño con sueños y de sueño profundo: estos velos o estados son Vaishwânara, Taijtâsa, Prâjna; lo que velan es la Realidad incondicionada e inefable, Turîya, que en el microcosmo humano será la Presencia divina en el fondo del corazón. Esta realidad, o este cuarto «estado» en sentido ascendente, es el Supra-Ser, o Atmâ en sí mismo; es de él del que se dice que es «ni manifestado (vyakta) ni no-manifestado (avyakta)», y esto exige la siguiente precisión importante.
La idea de lo no-manifestado tiene dos sentidos diferentes; hay lo no-manifestado absoluto, Parabrahman o Brahma nirguna («no cualificado»), y lo no-manifestado relativo, Ishwara o Brahma saguna («cualificado»); este no-manifestado relativo, el Ser como principio «existenciador» o matriz de los arquetipos, puede ser llamado lo «manifestado potencial» en relación con lo «manifestado efectivo», el mundo; porque en el propio orden divino, el Ser es la «manifestación» del Supra-Ser, sin la cual la manifestación propiamente dicha, o Existencia, no sería ni posible ni concebible. Decir que lo no-manifestado absoluto es el principio a la vez de lo manifestado —el mundo— y de lo no-manifestado relativo —el Ser— sería una tautología: el Supra-Ser, al ser el principio del Ser, es implícitamente el principio de la Existencia. Desde el punto de vista de lo no-manifestado absoluto, la distinción entre lo manifestado potencial —que es lo no-manifestado relativo y creador— y lo manifestado efectivo o lo creado, o sea, entre el Ser y la Existencia, no tiene ninguna realidad; esto no es, desde el punto de vista del Supra-Ser, ni una complementariedad ni una alternativa.
En el orden principal o divino, conviene considerar primeramente lo Absoluto en sí mismo, y, en segundo lugar, lo Absoluto en cuanto se despliega en Mâyâ, o en el modo de Mâyâ; en este segundo aspecto, «toda cosa es Atmâ». De una manera análoga, pero en el mismo marco de Mâyâ, se pueden considerar las cosas, primeramente en sí mismas, luego en el aspecto de la existencia separada que las determina como fenómenos, y en segundo lugar en el Ser, por tanto como arquetipos. Todo aspecto de relatividad —incluso principal— o de manifestación es vyakta, y todo aspecto de absolutidad —incluso relativa— o de no-manifestación es avyakta.
Para realizar el Supra-Ser, que es el Sí mismo absoluto, es preciso, según la Katha Upanishad, pasar «más allá de la obscuridad»; ahora bien, este «más allá de la obscuridad» es con toda evidencia la luminosidad intrínseca del Sí mismo, la cual se revela después de la obscuridad que presenta lo no-manifestado en relación con la ilusoria luminosidad de lo manifestado. Como «los extremos se tocan», el máximo de conocimiento «interior» tendrá por complemento el máximo de conocimiento «exterior», no ciertamente en el sentido de un saber científico, sino en el sentido de que el hombre que ve a Dios perfectamente en el interior o más allá de los fenómenos, lo verá perfectamente en el exterior o en los fenómenos44; de suerte que la «elevación» del espíritu hacia Dios entraña subjetivamente un «descendimiento» de Dios en las cosas45. Esta «visión divina» del mundo trae consigo fácilmente un «mandato celestial» o una misión espiritual, cualquiera que sea su grado, pero tanto más elevada cuanto más profundo y total sea el conocimiento interior; inversamente, se podría decir que tal mandato predestinado coincide providencialmente con el conocimiento supremo; pero no se podría afirmar, en todo caso, que un grado de conocimiento o de realización implica ipso facto una misión profética legisladora, pues si no todo sabio perfecto debería ser un fundador de religión.
En cualquier caso, lo que se trataba de señalar aquí es que el levantamiento del velo en la dimensión interior e intelectiva se acompaña de una iluminación o de una transparencia de los velos en los cuales y por los cuales vivimos; y de los cuales somos, por el hecho mismo de nuestra existencia.
El velo puede ser espeso o transparente, único o múltiple; cubre o descubre, violenta o suavemente, súbita o progresivamente; incluye o excluye y así separa dos regiones, una interior y otra exterior. Todos estos modos se manifiestan tanto en el microcosmo como en el macrocosmo, o tanto en la vida espiritual como en los ciclos cósmicos.
El Velo impenetrable sustrae a la mirada algo demasiado sagrado o demasiado íntimo; el velo de Isis sugiere los dos aspectos, puesto que el cuerpo de la Diosa coincide con el Santo de los Santos. Lo «sagrado» se refiere al aspecto divino Jalâl, la «Majestad»; lo «íntimo», por su parte, se refiere al Jamâl, a la «Belleza»; Majestad cegadora y Belleza embriagadora. El Velo transparente, por el contrario, revela tanto lo sagrado como lo íntimo, como un santuario que abre su puerta o como una novia que se entrega, o como un novio que acoge y toma posesión.
Cuando el Velo es espeso, oculta a la Divinidad: está hecho de las formas que constituyen el mundo, pero éstas son también las pasiones del alma; el Velo espeso está tejido de fenómenos sensoriales alrededor de nosotros y de fenómenos pasionales en nosotros mismos; y advirtamos que un error es un elemento pasional en la medida en que es un error importante y en la medida en que el hombre se aferra a él. El espesor del Velo es a la vez objetivo y subjetivo, en el mundo y en el alma: es subjetivo en el mundo en la medida en que nuestro espíritu no penetra la esencia de las formas, y es objetivo en el alma en el sentido de que las pasiones o los pensamientos son fenómenos.
Cuando el Velo es transparente, revela la Divinidad: está hecho de las formas en cuanto éstas comunican sus contenidos espirituales, los comprendemos o no; de una manera análoga, las virtudes dejan traslucir las Cualidades divinas, mientras que los vicios indican su ausencia o, lo que viene a ser lo mismo, su contrario. La transparencia del Velo es a la vez objetiva y subjetiva, lo que se comprenderá sin esfuerzo después de lo que acabamos de decir; porque si por una parte las formas son transparentes, no en el aspecto de su existencia, sino en el de sus mensajes, por otra parte es nuestro espíritu el que las hace transparentes por su penetración. La trascendencia espesa el Velo; la inmanencia lo vuelve transparente, sea en el mundo objetivo, sea en nosotros mismos, por el hecho de nuestra toma de consciencia de la Esencia subyacente, aunque, en otro aspecto diferente, la comprensión de la trascendencia sea un fenómeno de transparencia, mientras que, por el contrario, el goce grosero de lo que nos es ofrecido en virtud de la inmanencia, es con toda evidencia un fenómeno de espesamiento46.
En el Islam, la ambigüedad del Velo se expresa mediante las dos nociones de «abstracción» (tanzîh) y de «semejanza» (tashbîh). Desde el primer punto de vista, la luz sensible no es nada en comparación con la Luz divina, que es la única que «es»; «ninguna cosa se Le parece», dice el Corán, proclamando así la trascendencia. Desde el segundo punto de vista, la luz sensible «es» la luz divina —o «no es otra cosa» que ésta— pero manifiesta en un determinado plano de existencia, o a través de un determinado velo existencial; «Dios es la Luz de los cielos y de la tierra», dice también el Corán; por tanto la luz sensible se Le parece, «es Él» en un cierto aspecto, el de la inmanencia. A la «abstracción» metafísica corresponde la «soledad» mística, khalwah, cuya expresión ritual es el retiro espiritual; la «semejanza», por su parte, da lugar a la gracia de la «irradiación», jalwah47, cuya expresión ritual es la invocación de Dios practicada en común. Misterio de trascendencia o de «contracción» (gabd), por una parte, y misterio de inmanencia o de «dilatación» (bast), por otra; la khalwah separa del mundo, la jalwah lo transforma en santuario.
Según una teoría de Ibn Arabî, Adán y Muhammad se corresponden en el sentido de que tanto el uno como el otro manifiestan la síntesis —inicial en el primer caso y terminal en el segundo—, mientras que Set y Jesús se corresponden en el sentido de que el primero manifiesta la exteriorización de los dones divinos y, el segundo, su interiorización hacia el fin del cielo; mostramos aquí el sentido, no las palabras de esta doctrina. Se podría decir también que Set manifiesta el tashbîh, la «semejanza» o la «analogía», luego el simbolismo, la participación de lo humano en lo divino y que, inversamente, Jesús manifiesta la «abstracción», luego la tendencia hacia un puro «más allá», al no ser de este mundo el reino de Cristo. Adán y Muhammad manifiestan entonces el equilibrio entre el tashbîh y el tanzîh; Adán, a priori y Muhammad a posteriori. Set, el revelador de los oficios y de las artes, ilumina el velo de la existencia terrenal; Cristo desgarra el velo oscuro48; el Islam, así como la Religión primordial, combina las dos actividades.
Al lado de la palabra hijâb, «velo», está también la palabra sitr, que significa a la vez «cortina», «velo», «cobertura» y «pudor»; igualmente satîr, «casto», y mastûr, «púdico»49. Desde el punto de vista sexual, se vela lo que es, en diferentes aspectos, terrenal y celestial, caído e incorruptible, animal y divino, a fin de protegerse contra la eventualidad, bien de una humillación, o bien de una profanación, según las perspectivas o las circunstancias.
Hay sedas tornasoladas en las que dos colores opuestos aparecen alternativamente sobre una misma superficie, según la posición de la tela; este juego de colores evoca la ambigüedad cósmica, a saber, la mezcla de «proximidad» (gurb) y de «alejamiento» (bu’d) que caracteriza al tejido del que está hecho el mundo y del que estamos hechos nosotros. Esto nos lleva a la cuestión de la actividad subjetiva del hombre ante la ambigüedad objetiva del mundo: el hombre noble, y por consiguiente el hombre espiritual, mira en los fenómenos positivos la grandeza sustancial y no la pequeñez accidental, pero está obligado a discernir la pequeñez cuando ella es sustancial y, por consiguiente, determina la naturaleza de un fenómeno. El hombre vil, por el contrario, y a veces el hombre simplemente mundano, ve lo accidental antes que lo esencial y se aferra a la consideración de los aspectos de pequeñez que entran en la constitución de la grandeza, pero que no pueden empequeñecerla de ningún modo, salvo a los ojos del hombre que estuviese él mismo hecho de pequeñez.
Los dos colores tornasolados, es obvio, pueden tener un significado únicamente positivo: actividad y pasividad, rigor y dulzura, fuerza y belleza, y otras complementariedades. El Velo universal implica un juego de contrastes y de choques, y también, e incluso más profundamente o más realmente, un juego de armonía y de amor.
El árbol del centro es simbólicamente idéntico al velo que separa la creación del creador50. El pecado de la primera pareja humana fue haber levantado el velo, y la consecuencia fue su exilio detrás de un nuevo velo más exterior y que les separaba de la intimidad con Dios. De caída en caída, el hombre se va creando nuevos velos separativos; y es así como todo pecado es para el individuo un velo que le separa de una gracia precedente. Inversamente, todo retorno a Dios opera la caída de un velo y la recuperación de un Paraíso perdido.
A fin de cuentas, cuando San Agustín exclama «feliz culpa» al referirse al pecado de Adán y Eva, indica en suma el carácter necesario de la caída: muchas doctrinas cosmogónicas presentan en efecto la pérdida de la beatitud original como un hecho neutro y como una etapa inevitable en la plena realización del hombre, acentuando por consiguiente sus efectos compensatorios como lo hace el Cristianismo a posteriori. Esto es lo que muestra la unión sexual, imagen clásica de la caída, al menos según la sensibilidad cristiana; el Islam y otras religiones insisten por el contrario en la virtud liberadora y perfeccionadora de la sexualidad, pero sin negar jamás los méritos posibles de la castidad ni su necesidad en ciertos casos. En cualquier caso, todo en el orden natural es más o menos relativo, y le es posible al hombre realizar la alquimia sexual de una manera puramente interior, como también es posible lo inverso; esto es evidente y ya lo hemos dicho explícita o implícitamente. Del mismo modo, no enunciamos nada nuevo recordando que el hombre lleva en sí mismo el Paraíso perdido, que en realidad permanece siempre accesible, no fácilmente, sino bajo condiciones tradicionales y personales rigurosas; intrate per angustam portam. El ángel de la espada flamígera, o el dragón guardián del santuario51, no dará libre paso más que a aquél que, habiendo vencido la caída, no ha sido rozado por el pecado; a aquél, cuya «bajada a los infiernos» fue de entrada una «feliz culpa», o a aquél que, conociendo así el «santo y seña», posee la llave del Jardín celestial y de la Liberación.
Se habla a menudo de una multitud de Velos, lo que indica la complejidad del cubrimiento o, más precisamente, los grados ontológicos y existenciales52, y también, desde el punto de vista humano, el carácter provisional y no irremediable de la separación. La pluralidad del Velo promete un movimiento progresivamente acogedor, o, por el contrario, hace temer un movimiento inverso de exclusión sucesiva53.
El Velo que se abre suavemente indica la acogida en alguna beatitud; el Velo que se abre bruscamente —o el desgarramiento del Velo —significa por el contrario un fiat lux súbito, una iluminación deslumbradora, un satori, como se diría en el Zen, si no es —a escala cósmica— un dies irae: la irrupción inesperada de una luz celestial a la vez vengadora y salvadora y, a fin de cuentas, equilibradora. En cuanto al Velo que se cierra suavemente, lo hace caritativamente y sin intención de rigor; si, por el contrario, se cierra bruscamente, indica una desgracia.
A título de ilustración tradicional del misterio del levantamiento del velo quisiéramos mencionar aquí el râsa-1îlâ, la danza de las gopis en compañía de Krishna; igualmente el robo de los saris por Krishna en el baño de las gopis. La pérdida de los vestidos significa en cada uno de estos casos un retorno a la Esencia, sea en el éxtasis del perfecto abandono a Dios, como en el primer ejemplo, sea a través de una prueba espiritual, como en el segundo; el robo de los saris simboliza la pérdida de la individualidad en el amor a Dios, y después, su restitución en un plano superior, el del desapego; pero puede simbolizar también, de una manera más general, la exigencia divina de que el alma comparezca desnuda ante su Creador. Y recordamos que el vestido es una imagen no solamente de la individualidad, sino también del formalismo exotérico, debiendo ser trascendidas las dos cortezas de una manera o de otra, y después retomadas en un plano superior y con una intención nueva54; superación intelectual en el segundo caso, relativizando las formas a priori y universalizándolas a posteriori, y superación moral en el primero, objetivando el ego primeramente y después reanimándolo con un perfume de santa infancia.
El simbolismo del Velo se amplía cuando se considera un elemento nuevo que se superpone a él, a saber, los bordados, el tejido ornamental, la impresión decorativa: el velo así enriquecido55 sugiere el juego de Mâyâ en toda su diversidad y en todos sus visos, como lo hace igualmente, acentuando su despliegue, el misterioso plumaje del pavo real, o como lo hace un abanico pintado que, al abrirse, luce su mensaje y su esplendor56. Tanto el pavo real como el abanico son emblemas o atributos de Vishnu; y especifiquemos que el abanico, en Extremo Oriente y en otras partes, es un instrumento ritual que, como la Mâyâ universal, puede a la vez abrir y cerrar, manifestar y reabsorber, avivar y apagar. El despliegue, cualquiera que sea su imagen, es la proyección de la Existencia, que manifiesta todas las virtualidades; el cierre es la reintegración en la Esencia y el retorno a la plenitud potencial; el juego de Mâyâ es una danza entre la Esencia y la Existencia, siendo ésta el Velo y aquélla la Desnudez. Y la Esencia es inaccesible a lo existente como tal, como decía la inscripción sobre la estatua de Isis en Saïs: «Yo soy todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será; y nunca ningún mortal ha levantado mi velo.»
Los velos son divinos o humanos, sin hablar de los cubrimientos que representan o experimentan las otras criaturas. Los velos divinos son, en nuestro cosmos, las categorías existenciales: el espacio, el tiempo, la forma, el número, la materia; después, las criaturas con sus facultades, y también, en otro plano, las revelaciones con sus verdades y sus límites57. Los velos humanos son, en primer lugar, el propio hombre, el ego en sí; después el ego pasional y tenebroso, y finalmente las pasiones, los vicios, los pecados, sin olvidar, en un plano normal y neutro, los conceptos y pensamientos en cuanto ropajes de la verdad.
Una de las funciones del Velo es la de separar; el Corán alude a ello, desde diversos puntos de vista: o bien la cortina separa al hombre de la verdad que rechaza, o bien le separa de Dios que le habla, o, aun, separa a los hombres de las mujeres a las cuales no tienen derecho, o, por último, separa a los condenados de los elegidos. Pero la separación más fundamental, aquella en la que se piensa en primer lugar, es la separación entre el Creador y la creación, o entre el Principio y su manifestación. En metafísica rigurosa o total, se añadirá la separación entre el Supra-Ser y el Ser, perteneciente este último a Mâyâ, luego a la Relatividad; la línea de demarcación de los dos órdenes de realidad, o el Velo, precisamente, se sitúa pues en el interior mismo del orden divino.
Si entendemos por Mâyâ su manifestación cósmica global, podremos decir que Atmâ se refleja en Mâyâ y toma en ella una función central y profética, Buddhi, y que Mâyâ a su vez se encuentra prefigurada en Atmâ y en él anticipa o prepara la proyección creadora. En el mismo orden de ideas: es Mâyâ contenida en Atmâ —es, pues, el Ishwara creador— la que produce el Samsâra, o el macrocosmo, la jerarquía de los mundos y el encadenamiento de los ciclos; y es Atmâ contenido en Mâyâ —en el Mantra sacramental— quien deshace el Samsâra en cuanto microcosmo. Misterio de prefiguración y misterio de reintegración: el primero es el de la Creación y también el de la Revelación; el segundo es el de la Apocatástasis y también el de la Salvación.
Todo esto evoca el simbolismo taoísta del Yin-Yang: una región blanca y una región negra con un disco negro en la primera y un disco blanco en la segunda; lo que indica aquí que la relación entre el Rostro y el Velo se repite desde los dos lados del Velo, primeramente en el interior, in divinis, y luego en el exterior, en el seno del universo. En términos sánscritos: hay Atmâ y Mâyâ, pero también hay, por lo mismo —puesto que la Realidad es una y la naturaleza de las cosas no puede implicar un dualismo fundamental—, Mâyâ en Atmâ y Atmâ en Mâyâ 58.
En el uso terrenal, es decir, como objeto material y símbolo humano, el Velo oculta por una parte lo sagrado puro y simple y, por otra, lo ambiguo o lo peligroso. Desde este último punto de vista, diremos que Mâyâ posee un carácter de ambigüedad por el hecho de que vela y revela y que, desde el punto de vista de su dinamismo, aleja de Dios porque ella crea, al tiempo que acerca a Dios porque reabsorbe o libera. La belleza en general y la música en particular suministran una imagen elocuente del poder de ilusión, en el sentido de que ellas tienen una cualidad a la vez exteriorizadora e interiorizadora y de que actúan en un sentido o en otro según la naturaleza y la intención del hombre: naturaleza pasional e intención de placer, o naturaleza contemplativa e intención de «recuerdo» en el sentido platónico de la palabra. Se vela a la mujer como en el Islam se prohibe el vino, y se le quita el velo —en ciertos ritos o en ciertas danzas rituales59— con la intención de una magia por analogía, pues el descubrimiento de la belleza con vibración erótica evoca, a la manera de un catalizador, la revelación de la Esencia liberadora y beatífica; de la Hagîgah, la «Verdad-Realidad», como dirían los sufíes. Es en virtud de esta analogía como los sufíes personifican el Conocimiento beatífico y embriagador bajo la forma de Laîla, a veces de Salmâ, personificación que por lo demás se ha concretado, desde el punto de vista de la realidad humana y en el mundo semítico, en la Santa Virgen, que combina en su persona la substancia de santidad y la humanidad concreta; la santidad deslumbrante e inviolable y la belleza misericordiosa que la comunica con pureza y dulzura. Como todo ser celestial, María manifiesta el Velo universal en su función de transmisión: es Velo porque ella es forma, pero es Esencia por su contenido y, por consiguiente, por su mensaje. Ella es a la vez cerrada y abierta, inviolable y generosa60; ella está «vestida de sol» porque está vestida de Belleza, «esplendor de lo Verdadero», y es «negra pero bella» porque el velo es a la vez cerrado y transparente, o porque, después de haber sido cerrado en virtud de la inviolabilidad, se abre en virtud de la misericordia. La Virgen está «vestida de sol» porque, como Velo, ella es transparente: la Luz, que es al mismo tiempo la Belleza, se comunica con tal potencia que parece consumir el Velo y abolir el cubrimiento, de suerte que el Interior que es la razón de ser de la forma, parece, por decirlo así, envolver la forma transubstanciándola. «Quien me ha visto ha visto a Dios»: estas palabras, o su equivalente, se encuentran en los mundos tradicionales más diversos y se aplican especialmente también a la «divina María», «vestida de sol», puesto que está reabsorbida en él y como contenida en él61. Ver a Dios viendo al hombre-teofanía es en cierto modo ver la Esencia antes que la forma: es sufrir la huella del contenido divino junto con la del continente humano, y «antes» que éste en razón de la preeminencia de lo divino. El Velo se ha convertido en Luz, ya no hay Velo.
No hay más que la Luz; los velos provienen necesariamente de la propia Luz, están prefigurados en ella. No vienen de la luminosidad, sino de la irradiación; no de la claridad, sino de la expansión. La Luz luce por sí misma, después irradia para comunicarse, y al irradiar, produce el Velo, y los velos; irradiando y expandiéndose, crea el alejamiento, los velos, las gradaciones. La tendencia intrínseca a la irradiación es el primer Velo, el que se precisa en seguida en Ser creador y después se manifiesta como cosmos. El esoterismo o la gnosis, al ser la ciencia de la Luz, es por esto mismo la ciencia de los cubrimientos y descubrimientos, por la fuerza de las cosas puesto que por una parte el pensamiento discursivo y el lenguaje que lo expresa constituyen un velo y, por otra, la razón de ser de este velo es la Luz.
Dios y el mundo no se mezclan; no hay más que una sola Luz, vista a través de innumerables velos; el santo que habla en nombre de Dios no habla en virtud de una inherencia divina, porque la substancia no puede ser inherente a lo accidental; es Dios quien habla; el santo no es más que un velo cuya función es manifestar a Dios, «como una nube ligera hace visible al sol», según una comparación de la que los musulmanes hacen uso frecuente. Todo accidente es un velo que hace visible, más o menos indirectamente, la Substancia-Luz.
En el Avatâra hay, con toda evidencia, separación entre lo humano y lo divino —o entre el accidente y la Substancia—. Y después, mezcla, no entre el accidente humano y la Substancia divina, sino entre lo humano y el reflejo directo de la Substancia en el accidente cósmico; se puede calificar de «divino» a este reflejo en relación con lo humano, a condición de no reducir de ningún modo la Causa al efecto. Para unos, el Avatâra es el Dios «descendido»; para otros, es una «apertura» que permite ver al Dios que está inmutablemente «en lo alto»62.
La irradiación universal es el desarrollo de lo accidental a partir de la Relatividad inicial; el Ser necesario, irradiante en virtud de su infinitud, da lugar a la Contingencia. Y el Corazón vuelto transparente comunica la Luz una y reintegra así la Contingencia en lo Absoluto; esto equivale a decir que no somos verdaderamente nosotros mismos más que por nuestra consciencia de la Substancia y por nuestra conformidad con esta consciencia, pero no que debamos salir de toda relatividad —suponiendo que pudiéramos— porque Dios, al crearnos, ha querido que existamos.
Resumamos: las posibilidades son los velos que, por una parte, restringen lo Real absoluto y, por otra, lo manifiestan: la Posibilidad a secas, en singular y en sentido absoluto, es el Velo supremo, el que envuelve al misterio de la Unicidad y al mismo tiempo lo despliega, permaneciendo inmutable y sin privarse de nada; la Posibilidad no es otra que la Infinitud de lo Real. Quien dice Infinitud, dice Potencialidad: y afirmar que la Posibilidad sin más, o la Potencialidad, a la vez vela y revela lo Absoluto no es sino una manera de expresar la bidimensionalidad —en sí indiferenciada— que podemos discernir analíticamente en lo absolutamente Real. De la misma manera, podemos discernir en ella una tridimensionalidad, también intrínsecamente indiferenciada, pero anunciadora de un posible despliegue: estas dimensiones son el «Ser», la «Consciencia» y la «Felicidad». Es en virtud del tercer elemento —inmutable en sí mismo— por lo que la Posibilidad divina desborda y da lugar, «por amor», a ese misterio de exteriorización que es el Velo universal, cuya urdimbre está formada por los mundos y la trama por los seres.
NÚMEROS HIPOSTÁTICOS Y CÓSMICOS
El simbolismo de los números y de las figuras geométricas permite dar cuenta sin dificultad de los modos y grados de ocultación y descubrimiento; no quiere esto decir que su comprensión propiamente dicha hubiera de hacerse fácil, pero los símbolos suministran al menos claves y elementos de claridad.
Se puede representar la Realidad absoluta, o la Esencia, o el Supra-Ser, mediante el punto; sin duda resultaría menos inadecuado figurarlo por el vacío, pero el vacío no es propiamente hablando una figuración, y si damos un nombre a la Esencia, con el mismo derecho, y con el mismo riesgo, podemos representarla por un signo; y el signo más simple y, por lo mismo, el más esencial, es el punto.
Ahora bien, quien dice Realidad dice Potencia o Potencialidad, o Shakti, si se quiere; hay pues en lo Real un principio de polarización, perfectamente indiferenciado en lo Absoluto, pero susceptible de ser discernido y causa de todo despliegue subsiguiente. Podemos representar esta polaridad de principio mediante un eje horizontal o vertical: si es horizontal, significa que la Potencialidad, o la Mâyâ suprema, mora en el Principio supremo, Paramâtmâ, a título de dimensión intrínseca o de potencia latente; si el eje es vertical, significa que la Potencialidad se convierte en virtualidad, que irradia y se comunica, que por consiguiente da lugar a esta Hipóstasis primera que es el Ser, el Principio creador63. Es en esta primera bipolaridad, o en esta dualidad principal, donde se encuentran prefiguradas o prerrealizadas todas las complementariedades y oposiciones posibles: el sujeto y el objeto, la actividad y la pasividad, lo estático y lo dinámico, la unicidad y la totalidad, lo exclusivo y lo inclusivo, el rigor y la dulzura. Estos pares son horizontales cuando el segundo término es el complemento cualitativo y por lo tanto armonioso del primero, es decir, si es su Shakti; son verticales cuando el segundo término tiende de una manera eficiente hacia un nivel más relativo o cuando se encuentra ya en él. No tenemos que mencionar aquí las oposiciones puras y simples, cuyo segundo término no tiene más que un carácter privativo y que no pueden tener ningún arquetipo divino, salvo de una manera puramente lógica y simbólica.
En el microcosmo humano, la dualidad se manifiesta por la doble función del corazón, que es a la vez Intelecto y Amor, refiriéndose éste al Infinito y aquél al Absoluto; desde otro punto de vista, que refleja la proyección hipostática descendente, el Intelecto corresponde al Supra-Ser, y lo mental al Ser.
En el microcosmos humano, la dualidad se manifiesta por la doctrina vedántica Sat, Chit, Ananda: Dios, a partir de su Esencia supraontológica es puro «Ser», puro «Espíritu», pura «Felicidad»64.
Como el binario, el ternario presenta dos aspectos diferentes según la posición del triángulo, geométricamente hablando. En el triángulo recto, la dualidad de la base es contemplativa en el sentido de que ella indica, por la cima, un repliegue hacia la unidad; el ternario es así la relatividad que entiende conformarse a la absolutidad y rehusa alejarse de ella; cierra el movimiento hacia lo múltiple. En el triángulo invertido, la dualidad es operativa en el sentido de que tiende, por la cima invertida, hacia la irradiación extrínseca o la producción.
Esto equivale a decir que el elemento Ananda, o bien constituye la irradiación interna e intrínseca de Atmâ, que no desea otra cosa —por decirlo así— que el goce de su propia Posibilidad infinita, o bien por el contrario tiende hacia la manifestación —y la refracción innumerable— de esta Posibilidad ahora desbordante. Es así como, en el amor sexual, el fin o el resultado puede ser exterior y casi social, a saber, el hijo; pero puede también ser interior y contemplativo, a saber, la realización —mediante este simbolismo vivido, precisamente— de la Esencia una en la cual se funden los dos componentes de la pareja, lo que es un nacimiento hacia lo alto y una reabsorción en la Substancia65. En este caso, el resultado es esencialidad, mientras que en el caso precedente es perfección; es decir, que las dimensiones de absolutidad y de infinitud por una parte proceden de la Esencia que las une y, por otra, producen la perfección que las manifiesta.
Pero hay todavía otro tipo de ternario, cuyo ejemplo más inmediato es la jerarquía de los elementos constitutivos del microcosmo, corpus, anima, spiritus, o soma, psyché, pneuma; del mismo orden es el ternario vedántico de las cualidades cósmicas, tamas, rajas, sattva. Este ternario se funda, no sobre la unión de dos polos complementarios con vistas a un tercer elemento, bien superior o inferior, o bien interno o externo, sino sobre los aspectos cualitativos del espacio medido a partir de una consciencia que se encuentra situada en él: dimensión ascendente o ligereza, dimensión descendente o pesantez, dimensión horizontal disponible para las dos influencias.
El ternario que hemos considerado con anterioridad —el de Sat-Chit-Ananda— tiene también un fundamento espacial, pero puramente objetivo: son las tres dimensiones del espacio: altura, anchura y profundidad; la primera corresponde al principio masculino, la segunda al principio femenino, y la tercera al fruto, que es intrínseco o extrínseco; esta última distinción se expresa precisamente por la posición del triángulo. Ahora bien, el nuevo ternario que consideramos aquí —cuerpo, alma, espíritu, u obscuridad, calor, luz— este nuevo ternario se encuentra también en el triángulo y ello de dos maneras muy instructivas: o bien el espíritu se sitúa en la cima, y entonces la imagen expresa la trascendencia del Intelecto con relación al alma sensible y al cuerpo, que entonces son situados sobre el mismo plano, con la diferencia no obstante de que el alma se sitúa a la derecha, lado positivo o activo; o bien el cuerpo se sitúa en la cima invertida, y entonces la imagen expresa la superioridad tanto del alma como del espíritu en relación con el cuerpo.
Y esto indica dos aspectos del ternario divino correspondiente: en un sentido, el mundo es el «Cuerpo» de Dios, siendo su «Alma» el Ser como matriz de los arquetipos, y su «Espíritu», la Esencia; en otro sentido —y entonces nos acercamos al rigor vedántico—, la Esencia o el Supra-Ser es el «Espíritu» de Dios, mientras que la subordinación de Mâyâ o de la Relatividad se encuentra expresada por la yuxtaposición, sobre la base del triángulo, del Ser y de la Existencia, luego del «Alma» y del «Cuerpo».
Pero volvamos al ternario Sat-Chit-Ananda representado por el triángulo, cuya cima indica Sat y cuyos dos ángulos inferiores indican respectivamente Chit y Ananda: por la inversión del triángulo, la cima, que es Ser y Potencia irradiante en el triángulo recto, se convierte en potencia que aleja y coagula, luego, a fin de cuentas, subversiva, en el triángulo invertido; es la imagen de la caída de Lucifer, en que el punto más elevado se convierte en el punto más bajo, imagen que explica la relación misteriosa y paradójica entre el Ser poderoso, pero inmutable, y la potencia manifestadora que aleja del Ser hasta rebelarse finalmente contra él66. La potencia cosmogónica positiva e inocente desemboca en este punto de caída que es la materia, mientras que la potencia centrífuga subversiva conduce al mal; éstos son dos aspectos que es preciso no confundir.
Hay una imagen particularmente concreta del ternario vedántico que es el sol: el astro solar, como todas las estrellas fijas, es materia, forma e irradiación. La materia, o la masa-energía, manifiesta a Sat, el Ser-Potencia; la forma equivale a Chit, la Consciencia o Inteligencia67; la irradiación corresponde a Ananda, la Felicidad o la Bondad. Ahora bien, la irradiación incluye tanto el calor como la luz, al igual que Ananda participa a la vez en Sat y en Chit, refiriéndose el calor a la Bondad y la luz a la Belleza; la luz transporta a lo lejos la imagen del sol, de la misma manera que la Belleza transmite la Verdad; «la Belleza es el esplendor de la Verdad». Según un simbolismo un poco diferente y no menos plausible, el sol se presenta a la experiencia humana como forma, luz y calor: Sat, Chit, Ananda; en este caso, la substancia se hace una con la forma, que indica la Potencia fundamental, mientras que la luz manifiesta la Inteligencia y el calor, la Bondad68.
Por lo que respecta al reflejo del ternario hipostático en el microcosmo humano, diremos que el Intelecto, que es el «ojo del corazón» o el órgano del conocimiento directo, se proyecta en el alma individual limitándose y polarizándose; se manifiesta entonces en un triple aspecto o, si se prefiere, se escinde en tres modos, a saber, la inteligencia, la voluntad y el sentimiento. Es decir, que el Intelecto mismo es a la vez cognoscitivo, volitivo y afectivo en el sentido que implica tres dimensiones que se refieren respectivamente al «Conocimiento» (Chit), al «Ser» (Sat) y a la «Felicidad» (Ananda) del Principio (Atmâ).
La inteligencia opera la comprensión de Dios, del mundo, del hombre; el sujeto que conoce se encuentra enteramente determinado por el objeto conocido o por conocer; Dios aparece a priori bajo el aspecto de la trascendencia. La voluntad a su vez opera, espiritualmente hablando, el movimiento hacia Dios y, por tanto, ante todo, la concentración contemplativa, sobre la base de las condiciones requeridas, por supuesto; aquí, es el sujeto el que predomina, lo que, por otra parte, resulta del hecho de que, por la fuerza de las cosas, Dios es considerado prácticamente bajo el aspecto de la inmanencia. En el tercer ámbito, el alma, el hombre no se reduce ni al objeto conocido ni al sujeto que toma consciencia, pues éste es el plano de la confrontación del hombre con Dios; es por consiguiente el plano de la devoción y de la fe y del diálogo humanamente divino —o divinamente humano— entre la persona y su creador.
Aquí conviene precisar que, en el conocimiento, el sujeto se extingue ante el objeto: si éste es positivo, absorbe, por así decirlo, al sujeto a la vez que lo extingue, pero si es negativo, la extinción del sujeto significa simplemente el rigor de la percepción. En la concentración contemplativa y realizadora, por el contrario, que procede de la voluntad desde el punto de vista de la operación inmediata, el sujeto humano se encuentra absorbido unitivamente por el Sujeto divino, lo que al mismo tiempo implica con toda evidencia una extinción en relación con este último.
El símbolo natural de la trinidad es la tridimensionalidad del espacio: interpretadas en conexión con el microcosmo humano, la altura evoca la inteligencia, la anchura el sentimiento y la profundidad la voluntad. Porque la inteligencia tiende hacia lo alto, hacia lo esencial y lo trascendente; cuando está pervertida por el error, cae, contradiciendo su propia naturaleza. El sentimiento, por su parte, es nosotros mismos en nuestra totalidad existencial, hic et nunc, lo que expresa la anchura, con una diferencia cualitativa entre la derecha y la izquierda; dicho de otro modo, el sentimiento, en el sentido completo y profundo que consideramos aquí, representa la persona humana y la elección que ella puede hacer de su destino. En cuanto a la voluntad, avanza como nuestro caminar; se adentra en el porvenir de la misma manera que nuestro paso se adentra en el espacio, a menos que retroceda oponiéndose a su propia vocación espiritual y escatológica; en los dos casos, hay una referencia a la dimensión de profundidad.
Cuando se quiere dar cuenta de la Realidad metacósmica desde el punto de vista de las Hipóstasis numerales, se puede sin arbitrariedad poner el punto final después del número tres, que constituye un limite tanto más plausible cuanto que marca de alguna manera un repliegue sobre la Unidad; expresa en efecto la Unidad en lenguaje de pluralidad y parece querer detener el despliegue de ésta. Pero con no menos razón se puede ir más lejos, como en efecto lo hacen diversas perspectivas tradicionales.
Considerada en el aspecto del principio de cuaternidad, la Esencia implica cuatro cualidades o funciones, que en la tierra reflejan el Norte, el Sur, el Este, y el Oeste. Con la ayuda de esta correspondencia analógica, podremos discernir tanto más fácilmente, en la Esencia misma y por consiguiente en estado indiferenciado y latente —en el que «todo está en todo»—, pero evidentemente a título de potencialidad de Mâyâ, los cuatro principios siguientes: primeramente la Pureza o la Vacuidad, la Exclusividad; en segundo lugar, en el opuesto complementario —se trata simbólicamente del eje Norte-Sur—, la Bondad, la Belleza, la Vida o la Intensidad, la Atracción; en tercer lugar la Fuerza o la Actividad, la Manifestación; y en cuarto lugar —es el eje Este-Oeste— la Paz, el Equilibrio, o la Pasividad, la Inclusividad, la Receptividad. Se refieren a estos principios, en el Corán, los nombres Dhul-Jalâl, Dhul-Ikrâm69, El-Havy, E1-Qayyûm: el poseedor de la Majestad, de la Generosidad, el Viviente, el Inmutable70, nombres que podríamos traducir igualmente por las siguientes nociones: la Pureza inviolable, el Amor desbordante, el Poder invencible, la Serenidad inalterable; o la Verdad, que es Rigor y Pureza, la Vida, que es Dulzura y Amor, la Fuerza, que es Perfección activa, y la Paz, que es Perfección pasiva.
La imagen de la cuaternidad es el cuadrado, o también la cruz: ésta es dinámica y aquél estático71. La cuaternidad significa la estabilidad o la estabilización; representada por el cuadrado, es un mundo sólidamente establecido y un espacio que encierra; representada por la cruz, es la Ley estabilizadora que se proclama hacia las cuatro direcciones, indicando así su carácter de totalidad. La cuaternidad estática es el Santuario que ofrece la seguridad; la cuaternidad dinámica es la irradiación de la Gracia ordenadora, que es a la vez Ley y Bendición72. Todo esto se encuentra prefigurado en Dios, en la Esencia de una manera indiferenciada y, en el Ser, de una manera diferenciada.
Estática, la Cuaternidad es intrínseca y de alguna manera replegada sobre sí misma, y es Mâyâ refulgente como Infinitud en el seno de Atmâ; dinámica, la Cuaternidad irradia, y es Mâyâ en su función de comunicar Atmâ y de desplegar sus potencialidades; en este caso, establece el cosmos según los principios de totalidad y de estabilidad —éste es el sentido de la cuaternidad en sí misma— y le infunde las cuatro cualidades de las que tiene necesidad para subsistir y para vivir73; éste es el sentido de los cuatro Arcángeles que, emanando del Espíritu divino (Rûh) cuyas funciones representan, sostienen y gobiernan el mundo.
La Cuaternidad no es más que un desarrollo de la dualidad Atmâ Mâyâ, Dêva y Shakti: la Divinidad y su Potencia a la vez de Vida interna y de Irradiación teofánica.
Pero la cuaternidad no se refiere solamente al equilibrio, determina igualmente el desarrollo, y por lo tanto el tiempo o los ciclos: hay cuatro estaciones, cuatro partes del día, cuatro edades de las criaturas y de los mundos. Este desarrollo no podría aplicarse al Principio, que es inmutable; lo que significa es una proyección sucesiva, en el cosmos, de la Cuaternidad principal y, por consiguiente, extratemporal. La cuaternidad temporal tiene ante todo un sentido cosmogónico y por lo demás permanece cristalizada en los cuatro grandes grados del despliegue universal: el mundo material corresponde al invierno, el mundo vital al otoño, el mundo anímico al verano y el mundo espiritual —angélico o paradisíaco— a la primavera; y esto en el microcosmos tanto como en el macrocosmos74.
El paso de la trinidad a la cuaternidad se efectúa, si puede decirse así, por la bipolarización de la cima del triángulo, que implica virtualmente una dualidad por el hecho de su doble origen; es el paso del triángulo al cuadrado. La trinidad es, por ejemplo, el padre, la madre y el hijo; ahora bien el hijo no puede ser neutro, forzosamente es varón o hembra; si es lo uno, reclama lógicamente la presencia de lo otro. De una manera análoga, la oposición complementaria entre el Norte y el Sur reclama una región intermedia que, bipolarizándose a su vez, da lugar al Este y al Oeste, participando éste de cierta manera del Norte y aquél del Sur.
Este proceso principal de progresión se repite en el caso de la Cuaternidad, como, mutatis mutandis, se repite para los otros números: toda cuaternidad es un quinario virtual y no se caracteriza más que por el hecho de que el centro se encuentra como si dijéramos proyectado en las cuatro extremidades: la cuaternidad es el centro considerado en su aspecto cuaternario. Pero basta con acentuar el centro independientemente de sus prolongamientos para obtener el quinario: así, cuando se habla de las cuatro edades, el individuo que las experimenta está comprendido en cada edad; y en las cuatro estaciones, la tierra que las experimenta está sobreentendida, pues si no, las estaciones, como las edades, no serían más que abstracciones.
La Cuaternidad divina se refleja en cada uno de los tres modos del microcosmo humano: inteligencia, voluntad, sentimiento; o consciencia intelectiva, volitiva y afectiva; o, también, comprensión, concentración y conformidad o virtud. En lugar de «sentimiento» podríamos decir simplemente «alma», porque se trata de la persona humana como tal, que es por definición amante; o más precisamente, que es capaz de incluir o de excluir de su amor fundamental las cosas que se presentan a su experiencia.
Hemos discernido, en la naturaleza divina, los cuatro «puntos cardinales» siguientes: la Pureza, la Fuerza, la Vida, la Paz; o la Vacuidad, que excluye, la Actividad, que manifiesta, la Atracción, que reintegra, el Equilibrio, que incluye. Ahora bien, la inteligencia iluminada por la verdad —conforme a su razón de ser— implica estos polos por el hecho de que es capaz de abstracción, de discriminación, de asimilación o de certidumbre, de contemplación o de serenidad.
Todavía en conexión con la inteligencia, es preciso que consideremos aún otra cuaternidad, cuyos elementos constitutivos son a las cuatro cualidades descritas lo que las regiones intermedias son a los puntos cardinales: estos elementos son la razón y la intuición de una parte, y la imaginación y la memoria de otra, lo que corresponde a los ejes Norte-Sur y Este-Oeste. La razón realiza, no la intelección, sino la cohesión, la interpretación, la ordenación, la conclusión; la intuición, que es su opuesto complementario, realiza la percepción inmediata aunque velada y la mayoría de las veces aproximativa, siempre en el plano de los fenómenos externos o internos, porque aquí se trata de lo mental y no del puro Intelecto. En cuanto a la imaginación y la memoria, la primera es prospectiva y realiza la invención, la creación, la producción en un grado cualquiera; la segunda, por el contrario, es retrospectiva y realiza la conservación, el enraizamiento, la continuidad empírica. Podríamos añadir aquí que la cualidad de la razón es la justicia, que es objetiva; la de la imaginación es la vigilancia, que es prospectiva; la de la intuición es la generosidad, que es subjetiva; y la de la memoria es la gratitud, que es retrospectiva.
Podríamos decir cosas análogas respecto de los otros dos planos del microcosmos, la voluntad y el sentimiento, o el alma volitiva y el alma afectiva si se prefiere, pero nuestra intención no es llevar más lejos este análisis, que no hemos presentado más que a título de aplicación y de ejemplo.
En cuanto a la divinidad considerada en el aspecto del número cinco, presenta el carácter de la Cuaternidad con la diferencia de que las cuatro funciones son esencialmente consideradas en su relación con el centro o la cima, en un sentido bien estático y centrípeto, bien dinámico y centrífugo. Si tomamos el ejemplo de los elementos —tierra, fuego, aire, agua— se los considerará no en sí mismos, sino como modalidades del elemento central, el éter; o también, tomando el ejemplo de las facultades mentales —razón, intuición, imaginación, memoria— se las mirará ya como tendentes contemplativamente hacia el Intelecto, ya como emanando operativamente de él. En cuanto a las cuatro direcciones del espacio, también dependen de un centro, a saber, la consciencia, que establece las relaciones espaciales. Estos ejemplos reflejan una situación hipostática, de la que, después de todo cuanto hemos dicho con anterioridad, no daremos cuenta detallada75.
La imagen de este número es el pentagrama: con la cima en lo alto, si se trata del aspecto estático y vuelto hacia la Esencia; con la cima hacia abajo, si se trata, por el contrario, del aspecto dinámico y de la tendencia hacia la manifestación. La imagen del número cinco puede ser también la cruz, como ya hemos hecho notar más arriba; la diferencia es que en la imagen de la cruz el centro está todavía más implícito que en el pentagrama, donde se exterioriza de alguna manera y de centro se convierte en cima; es como si el corazón se hubiese convertido en cerebro. Además, si la cruz combina la verticalidad y la horizontalidad, el pentagrama acentuará la distinción entre la superioridad y la inferioridad: la verticalidad en la cruz se vuelve superioridad en el pentagrama, de suerte que en este último el eje Norte-Sur se encuentra representado por los dos ángulos superiores, y el eje Este-Oeste por los ángulos inferiores, equivaliendo la cima del pentagrama al centro de la cruz.
Y esto indica que el pentagrama es una imagen del hombre, pero también, y a priori, una imagen del Prototipo divino. En éste, la «Mano derecha» («Sur»: Dulzura) se abre; la «Mano izquierda» («Norte»: Rigor) se cierra; el «Pie derecho» («Este»: Actividad) se aproxima; el «Pie izquierdo» («Oeste»: Pasividad) se aleja. En el hombre, la mano derecha —siempre hablando simbólicamente— realiza el bien; la mano izquierda evita o impide el mal; el pie derecho acerca a Dios; el pie izquierdo aleja del mundo. Más fundamentalmente, y dando a las dos perfecciones pasivas el sentido positivo que implican en primer lugar —porque «Mi Clemencia ha precedido a mi Cólera»— diremos que la Mano izquierda de Dios se refiere a la Pureza, luego también a la purificación del hombre, mientras que el Pie izquierdo se refiere a la Inmovilidad —y el hombre que reza se mantiene de pie delante de Dios—, por consiguiente, a la Paz y también a la paciencia y a la gratitud.
Si el pentagrama se aplica a Dios o al hombre, se aplica igualmente, de una manera nueva, al encuentro de lo humano y lo divino en el Avatâra; el simbolismo islámico nos suministra un explícito ejemplo de ello al describir el misterio del Profeta por medio de los cinco términos siguientes: el «Alabado» (Muhammad), el «Servidor» (Abd), el «Enviado» (Rasûl), la «Bendición» (Çalât), la «Paz» (Salâm). Así pues, las cualidades de «Servidor» y de «Enviado» proceden de la naturaleza humana de Muhammad: el hombre «avatárico» está perfectamente sometido a Dios y por lo mismo sirve de instrumento a Dios; la Revelación de lo divino presupone la extinción de lo humano. A estas dos cualidades o funciones se superponen dos dones divinos, uno que confiere al «Servidor» las gracias equilibradoras, armoniosas y apaciguadoras, y otro que confiere al «Enviado» las gracias fulgurantes, iluminadoras y vivificantes, a saber, precisamente, la «Paz» y la «Bendición»76. La cima del pentagrama es el nombre Muhammad, que esotéricamente designa al Logos en cuanto «Luz muhammadiana» (Nûr muhammadî); cuando el pentagrama está invertido, encontrándose entonces la cima abajo, el mismo nombre designa la personalidad humana e histórica del Profeta77. La síntesis de estos cinco elementos se cristaliza en el epíteto «Amigo» (Habîb), que implica de hecho todo el misterio del Avatâra.
En cuanto al número seis, su imagen es, bien el sello de Salomón, bien la cruz de tres dimensiones: Norte, Sur, Este, Oeste, Cenit, Nadir. En el sello de Salomón, la interpretación varía según pongamos el acento sobre la punta superior o sobre la punta inferior; en este último caso, es la tendencia a la manifestación la que predomina78. El número seis es el del despliegue total —de ahí los seis días de la creación— y es por lo mismo el número de las hipóstasis.
Por lo que respecta al número siete, su imagen es también el sello de Salomón, pero con el punto central; es igualmente la estrella de las seis direcciones del espacio con, además, la consciencia que las mide; lo que el número cinco es al número cuatro, el número siete lo será al número seis. La diferencia es que, en los números pares, la Esencia se hipostasía en los polos en presencia, mientras que en los números impares aparece en el primer plano como su principio, o como su centro que los determina, sea gozándolos en el interior, sea haciéndolos irradiar hacia el exterior. En el primer caso, el del goce interno, es el elemento Atmâ o Shiva el que predomina; en el segundo caso, el de la irradiación, es el elemento Mâyâ o Shakti.
Podemos detenernos en este número siete, que es el de la irradiación divina a la vez centrífuga y centrípeta; por consiguiente, el de la proyección del Principio tanto como del retorno a él después del despliegue79: los «siete espíritus de Dios» o los «Angeles de la Paz», por una parte «se mantienen siempre dispuestos a penetrar cerca de la Gloria del Señor», según el Libro de Tobías, pero por otra parte están «en misión por toda la Tierra», según el Apocalipsis80. Es la divina Mâyâ que emerge de Dios y que retorna a Él, siendo este último sentido el que explica la santidad del séptimo día81; aquí también están, para hablar con Zacarías, los «siete ojos de Yahve» que miran el mundo y que, añadiremos, vuelven a cerrarse sobre la Esencia82.
Cada uno de los números divinos o hipostáticos es un velo que, por una parte, oculta la Unidad y, por otra, la explicita. Ahora bien, estos velos, ya lo hemos dicho, no se pueden contar, ya que Mâyâ es indefinida en virtud del Infinito que la anima y que ella manifiesta en un despliegue diversificador e inagotable.
Dicho esto, volvamos al número seis en cuanto se aplica a la diversidad —o al despliegue— de las «dimensiones» comprendidas en la naturaleza divina. Coincide en efecto con el sello de Salomón la siguiente presentación de los aspectos de la realidad suprema: por una parte el Absoluto, el Infinito, la Perfección; por otra, la Trascendencia, la Inmanencia, la Manifestación. El Absoluto es como el punto geométrico; el Infinito, su Shakti si se quiere —o la «Energía» si el Absoluto es la «Substancia»—, el Infinito es pues como la línea que prolonga el punto, o como la cruz o la estrella, puesto que el espacio es pluridimensional83; la Perfección, en cambio, es como el círculo que por una parte extiende el punto y, por otra, limita la cruz. La serie de los círculos concéntricos simboliza la sucesión —primeramente ontológica y después cosmológica— de los planos de refracción de la irradiación universal; éstos son los receptáculos —eventualmente los mundos— en los cuales el Absoluto, prolongado por el Infinito, se proyecta y, en alguna medida, se encarna. El primero de los círculos indica el grado de las Cualidades divinas: Dios es perfecto en sus Cualidades, mientras que su Esencia trasciende esta primera polarización o esta primera relatividad.
A continuación viene el segundo ternario, constituido por la Trascendencia, la Inmanencia y la Manifestación: estas hipóstasis se distinguen de las precedentes por el hecho de que presuponen el mundo. En efecto, la Realidad divina no puede ser trascendente e inmanente más que por referencia al mundo que ella supera y al mismo tiempo penetra; con mayor razón, no puede manifestarse más que en un mundo que, por definición, está ya manifestado. Este último elemento, la Manifestación divina o Teofanía, es el reflejo directo del Principio en el cosmos —son las diversas apariciones del Logos— y cierra el despliegue de los aspectos divinos o de las Hipóstasis.
La prerrogativa del estado humano es la objetividad, cuyo contenido esencial es lo Absoluto. No hay conocimiento sin objetividad de la inteligencia; no hay libertad sin objetividad de la voluntad; no hay nobleza sin objetividad del alma. En cada uno de los tres terrenos, objetividad a la vez horizontal y vertical; el sujeto, ya sea intelectivo, volitivo o afectivo, encara necesariamente tanto lo contingente como lo Absoluto: lo contingente porque el sujeto es él mismo contingente y en la medida en que lo es, y lo Absoluto porque el sujeto tiene algo de lo Absoluto por su capacidad de objetividad.
Ahora bien, el esoterismo, por sus interpretaciones, sus revelaciones y sus operaciones interiorizantes y tendentes a lo esencial, tiende a realizar la objetividad pura o directa; ésta es su razón de ser. La objetividad da cuenta tanto de la inmanencia como de la trascendencia; es extinción y reintegración a la vez. Y ella no es otra que la Verdad, en la que el sujeto y el objeto coinciden, y en la que lo esencial prevalece sobre lo accidental —o en la cual el principal prevalece sobre su manifestación—, bien extinguiéndolo, bien reintegrándolo, según los diversos aspectos ontológicos de la propia relatividad1.
Quien dice objetividad, dice totalidad, y esto en todos los planos: las doctrinas esotéricas realizan la totalidad en la misma medida en que realizan la objetividad; lo que distingue la doctrina de un Shankara de la de un Râmânuja es precisamente la totalidad. Por una parte, la verdad parcial o indirecta puede salvar y, en este aspecto, puede bastarnos; por otra parte, si Dios ha juzgado bueno darnos una comprensión que supere el mínimo necesario, nosotros no podemos hacer nada frente a esto y no estaríamos muy acertados quejándonos. El hombre posee ciertamente la libertad de cerrarse a tales evidencias —y es frecuente que lo haga por ignorancia o por comodidad—, pero lo menos que se puede decir es que nada le obliga a ello.
En resumen, la diferencia entre las dos perspectivas de que se trata no está solamente en la manera de considerar tal objeto, está también en los objetos que se consideran; es decir, que no solamente se habla de forma diferente de una misma cosa, se habla también de cosas diferentes, lo que es la evidencia misma.
Sin embargo, si por una parte el mundo de la gnosis y el de la creencia son distintos, por otra, y desde otro punto de vista, se encuentran e incluso se interpenetran. Se nos dirá tal vez que tal o cual de nuestras consideraciones no tiene nada de específicamente esotérico o de gnóstico; convenimos en ello sin esfuerzo y somos los primeros en reconocerlo. Que las dos perspectivas de que se trata puedan y deban coincidir en bastantes puntos, y esto en diferentes niveles, es evidente, porque la verdad subyacente es una y porque también el hombre es uno.
En el conocimiento, hay que distinguir la relación de analogía de la relación de identidad, porque es esto lo que fundamentalmente diferencia el pensamiento racional de la inspiración intelectual, en el sentido propio y riguroso de este adjetivo. La relación de analogía es la de la discontinuidad entre el centro y la periferia: las cosas creadas, incluidos los pensamientos —luego todo lo que constituye la manifestación cósmica—, están separadas del Principio; las realidades trascendentes captadas por el pensamiento están separadas del sujeto pensante Esto equivale a decir que el conocimiento racional o mental es como un reflejo separado de su fuente luminosa, reflejo por lo demás expuesto a toda suerte de perturbaciones subjetivas.
La relación de identidad, en cambio, es la de la continuidad entre el centro y la periferia, por consiguiente, se distingue de la relación de analogía como la estrella se distingue de los círculos concéntricos. La manifestación divina, alrededor de nosotros y en nosotros mismos, prolonga y proyecta el Principio y se identifica con éste bajo el aspecto, precisamente, de la cualidad divina inmanente, el sol es realmente el Principio percibido a través de los velos existenciales, el agua es realmente la Pasividad universal percibida a través de estos mismos velos En lo que concierne al conocimiento, no basta que esta relación sea simplemente pensada para conferir al razonamiento un carácter de divinidad, y por tanto de verdad y de infalibilidad. Es cierto que objetivamente todo pensamiento manifiesta —por la relación metafísica de identidad— al Pensador divino, si podemos expresarnos así, pero esta situación puramente objetiva y existencial, ontológica si se quiere, es absolutamente general y queda fuera de las diferencias cualitativas, de suerte que ella no tiene nada que ver con la realización subjetiva y cognitiva de la relación de identidad. Hemos dicho que en el conocimiento racional o mental las realidades trascendentes captadas por el pensamiento están separadas del sujeto pensante; pero, en el conocimiento propiamente intelectual o cardíaco, las realidades principales captadas por el corazón se prolongan en la intelección; el conocimiento cardiaco es uno con lo que conoce, es como un rayo de luz ininterrumpido.
Los kantianos nos pedirán que demostremos la existencia de este modo de conocer; ahora bien, en esto hay un primer error, a saber, que el conocimiento no es algo que se pueda probar de facto; y el segundo error, que sigue inmediatamente al primero, es que una realidad que no se puede probar —es decir, que no se puede hacer accesible a tal o cual necesidad de causalidad artificial e ignorante—, que una tal realidad, puesto que parece carecer de prueba, no existe y no puede existir. El racionalismo integral carece de objetividad intelectual tanto como de imparcialidad moral2.
Pero volvamos sobre nuestra distinción entre el conocimiento indirecto, racional y mental y el conocimiento directo, intelectual y cardiaco; aparte de estos dos modos, hay un tercero, que es el conocimiento por medio de la fe. Ahora bien, la fe equivale a un conocimiento cardiaco objetivado; lo que el corazón microcósmico no nos dice, el corazón macrocósmico —el Logos— nos lo dice en un lenguaje simbólico y parcial, y esto por dos motivos: para informarnos de aquello de lo que nuestra alma tiene una urgente necesidad, y para despertar en nosotros, en la medida de lo posible, el recuerdo de las verdades innatas.
Si hay un conocimiento intrínsecamente directo pero extrínsecamente objetivado en cuanto a su comunicación, debe haber correlativamente un conocimiento en sí indirecto pero sin embargo subjetivo en cuanto a su proceso, y éste es el discernimiento de las cosas objetivas a partir de sus equivalentes subjetivos, dado que la realidad es una; porque nada hay en el macrocosmo que no derive del metacosmos y que no se encuentre en el microcosmo.
El conocimiento directo e interior, el del Corazón-Intelecto, es aquél que los griegos llamaban la gnosis; la palabra «esoterismo» —según su etiología— designa la gnosis en cuanto ésta está de facto subyacente en las doctrinas religiosas, luego dogmáticas.
Desde el punto de vista exoterista se hace valer, contra el esoterismo universalista, que la Revelación dice tal o cual cosa y por consiguiente es necesario admitirla de una manera incondicional; desde el esoterismo se dirá que la Revelación es intrínsecamente absoluta y extrínsecamente relativa, y que esta relatividad resulta de dos factores combinados, la Intelección y la experiencia. Por ejemplo, que una forma no pueda ser absolutamente única en su género —de la misma manera que el sol, pese a representar intrínsecamente el centro único, no puede excluir la existencia de otras estrellas fijas—, es un axioma de la Intelección, pero a priori no tiene más que un alcance abstracto; en cambio se hace concreto por la experiencia, que nos pone íntimamente en relación, llegado el caso, con otros sistemas solares del cosmos religioso, y que nos obliga precisamente a distinguir, en la Revelación, un sentido intrínseco absoluto y un sentido extrínseco relativo. Según el primer sentido, Cristo es único, y él lo dijo; según el segundo sentido, él lo dijo en cuanto Logos, y el Logos, que es único, implica precisamente otras manifestaciones posibles.
Es cierto que la experiencia por sí sola, y en ausencia de la Intelección, puede dar lugar a conclusiones completamente opuestas: se pensará entonces que la pluralidad de religiones prueba su falsedad o, al menos, su subjetividad, puesto que ellas difieren. Muy paradójica, pero fatalmente —pues el «civilizacionismo» ha preparado el terreno—, los estratos oficiales del pensamiento católico se han dejado arrastrar por las conclusiones de la experiencia profana ignorando fácilmente las de la Intelección3; lo que lleva a estos ideólogos a admitir ciertos postulados extrínsecos del esoterismo —precisamente el de la validez de las otras religiones—, pero arruinando su propia religión y sin comprender en profundidad a las otras4.
El esoterismo ve las cosas no tal y como aparecen según una cierta perspectiva, sino tal y como son: él da cuenta de lo que es esencial y por tanto invariable bajo el velo de las diversas formulaciones religiosas, a la vez que toma necesariamente su punto de partida en una determinada formulación. Ésta es al menos la posición de principio y la razón de ser del esoterismo; está muy lejos de ser siempre, de hecho, consecuente consigo mismo, por cuanto las soluciones intermedias son humanamente inevitables.
Todo cuanto, en metafísica o en espiritualidad, es universalmente verdadero, se convierte en «esotérico» en la medida en que esto no concuerda, o parece no concordar, con tal o cual sistema formalista, tal o cual «exoterismo» precisamente; ahora bien, toda verdad tiene derecho de ciudadanía en toda religión, dado que toda religión está hecha de verdad. Es decir, que el esoterismo es posible e incluso necesario; toda la cuestión es saber a qué nivel y en qué contexto se manifiesta, porque la verdad relativa y limitativa tiene sus derechos, como la verdad total; los tiene en el aspecto preciso que le concede la naturaleza de las cosas, que es el de la oportunidad psicológica o moral y el del equilibrio tradicional.
La paradoja del esoterismo es que, por una parte, «nadie enciende una lámpara para ponerla bajo el celemín», y, por otra, «no entreguéis a los perros lo que es sagrado»; entre las dos imágenes se sitúa la «luz que brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron». Hay aquí fluctuaciones que nada puede impedir y que son el precio de la contingencia.
El exoterismo es algo precario en razón de sus límites o de sus exclusiones; llega un momento en la historia en que toda clase de experiencias lo obligan a matizar sus reivindicaciones de exclusividad, y entonces se ve obligado a una elección: escapar a estas limitaciones, bien por arriba, en el esoterismo, bien por abajo, en un liberalismo mundano y suicida; como era de esperar, el exoterismo «civilizacionista» de Occidente ha elegido hacerlo por abajo, combinándolo incidentalmente con algunas nociones esotéricas que en estas condiciones resultan inoperantes.
El hombre caído, es decir, el hombre medio, está como envenenado por el elemento pasional, de una manera bien grosera o bien sutil; de ello resulta un oscurecimiento del Intelecto y la necesidad de una Revelación proveniente del exterior. Separad el elemento pasional del alma y de la inteligencia —separad «la herrumbre del espejo» o del «corazón»— y el Intelecto será liberado; él revelará desde el interior lo que la religión revela desde el exterior5. Ahora bien, esto es importante: para poder hacerse entender por almas impregnadas de pasión, la religión debe adoptar un lenguaje, por así decirlo, pasional, de ahí el dogmatismo que excluye y el moralismo que esquematiza; si el hombre medio o el hombre colectivo no fuera pasional, la Revelación hablaría el lenguaje del intelecto y ya no habría exoterismo, ni por lo demás esoterismo como complemento oculto. Hay tres posibilidades: los hombres dominan el elemento pasional, cada uno vive espiritualmente de su Revelación interior; es la edad de oro, en la que todos nacen iniciados. Segunda posibilidad: los hombres están afectados por el elemento pasional hasta el punto de olvidar determinados aspectos de la Verdad, de ahí la necesidad —o la oportunidad— de Revelaciones externas, pero de espíritu metafísico, como las Upanishads6. En tercer lugar: los hombres están en su mayoría dominados por las pasiones, de dónde las religiones formalistas, exclusivistas y combativas, que les comunican por una parte el medio de canalizar el elemento pasional con vistas a la salvación, y por otra parte el medio de vencerlo con vistas a la Verdad total, y de superar por esto mismo el formalismo religioso que vela esta Verdad sugiriéndola de una manera indirecta. La Revelación religiosa es a la vez un velo de luz y una luz velada.
En quienes admiten el esoterismo o, lo que viene a ser lo mismo, la philosophia perennis, y que a la vez se sienten emotivamente solidarios de un determinado clima religioso, es grande la tentación de confundir lo sublime con lo esotérico y de creer que todo lo que ellos veneran procede ipso facto del esoterismo, comenzando por la teología y la santidad. Para escapar a toda confusión de este género, es importante tener una imagen precisa y no vacilante de aquello de que se trata; elegiremos como punto de referencia el ejemplo del no-dualismo impersonalista y unitivo de Shankara, confrontándolo con el monismo personalista y separativo de Râmânuja. Por una parte, la perspectiva de este último es sustancialmente semejante a los monoteísmos semíticos y, por otra parte, la perspectiva de Shankara es una de las expresiones más adecuadas posibles de la phiosophia perennis o del esoterismo sapiencial.
Según Shankara, la Realidad universal implica grados, en virtud de un elemento de ilusión que los determina de diferentes maneras. Sólo Atmâ o Brahma es absolutamente real; es el Sí mismo inefable y suprapersonal del que derivan, y en el que participan, todas las consciencias relativas; y él está velado por Mâyâ, que crea la ilusión de la separatividad y de la existencia, luego, del mundo, de las criaturas, de los objetos y de los sujetos. Independientemente de Shankara, diremos nosotros que esta Mâyâ —que coincide con la relatividad o la contingencia— es una emanación del Sí mismo, en virtud de la infinitud de éste, es decir, que la infinitud exige por su naturaleza en cierto modo desbordante la irradiación universal, mientras que la absolutidad excluye, por el contrario, por definición, todo desdoblamiento y toda diversificación; pero Shankara deja en suspenso esta cuestión del origen metafísico de Mâyâ y no habla de ésta sino de una manera más o menos práctica. Para él, Mâyâ es indefinible en cuanto a su causa, pero el jnânî sabe que existe, puesto que está inmerso en ella; sabe igualmente que es ilusoria, puesto que él puede escapar de ella; él obtiene esta liberación por la discriminación intelectual y por una concentración profunda y metódica sobre su propia esencia, la cual no es otra, en el fondo, que el infinito Sí mismo.
A Shankara no se le ocurre negar la validez relativa de los exoterismos que, por definición, se detienen en la consideración de un Dios personal. Este es el Absoluto reflejado en el espejo limitativo y diversificador de Mâyâ; él es Ishwara, el Principio creador, destructor, salvador y punitivo, y prototipo «relativamente absoluto» de todas las perfecciones. Este Dios personal y todopoderoso es perfectamente real en sí mismo, y con mayor razón en relación con el mundo y el hombre; pero ya es Mâyâ con respecto al Absoluto propiamente dicho. Para Shankara, el monoteísmo personalista es válido, y por lo tanto eficaz, dentro del marco de Mâyâ; pero como el espíritu humano se identifica en su esencia —de hecho difícilmente accesible— con el supremo Sí mismo, le es posible, con ayuda de la Gracia, escapar a la influencia de la Ilusión universal y alcanzar su propia Realidad inmutable. La bhakti o amor a la Divinidad personal es, para el vedantismo shankariano, una etapa necesaria hacia la Liberación —moksha— e incluso una concomitancia cuasi indispensable y natural del conocimiento supremo, el jnana: por una parte, el culto según la trascendencia encamina al espíritu hacia la consciencia de la inmanencia y, por consiguiente, de la identidad; así pues: hacia la superación de la dualidad y de la separatividad. Por otra parte, la consciencia de la transcendencia y la bhakti que de ella resulta se encuentran íntimamente ligadas en el alma misma del hombre. Quien dice «hombre» dice bhakta, y quien dice «espíritu» dice jnânî; la naturaleza humana está, como si dijéramos, tejida de estas dos dimensiones cercanas pero inconmensurables. Hay ciertamente una bhakti sin jnâna, pero no hay jnâna sin bhakti.
La perspectiva shankariana coincide en substancia con el platonismo en el sentido a la vez más amplio y más profundo, excepto en que los platónicos acentúan más la cosmología, y sin hablar de otras diferencias evidentes pero no esenciales.
Si Shankara representa el jnâna, Râmânuja es el gran portavoz de la bhakti 7, lo que no equivale a decir que personifique y presente el esoterismo puro y simple, porque en su perspectiva hay —como en el esoterismo cristiano— formas de esoterismo relativo8, pero su perspectiva global es, en todo caso, análoga a los mensajes directos y exotéricos de los tres monoteísmos surgidos de Abraham. Para Râmânuja, la Divinidad personal, el Dios creador y salvador, se identifica con el Absoluto sin ninguna reserva; según esta manera de ver, no hay lugar a considerar un Atmâ o una esencia que trascendería una Mâyâ, ni por consiguiente una Mâyâ que provocará o determinará la limitación hipostática de una Esencia. Vishnú crea el mundo, o la serie de los mundos, por emanación, y los reabsorbe después de la consumación de su ciclo respectivo; pero no es este emanacionismo el que nos interesa aquí, puesto que no es un punto de referencia en relación con las religiones monoteístas; la analogía está únicamente —o sobre todo— en el carácter personal de la Divinidad, después en la salvación por el solo amor de Dios, la bhakti, o, más comúnmente, la confianza en Él, la prapatti 9 y, finalmente, en la beatitud eterna —para los elegidos revestidos de cuerpos celestiales— en el Paraíso del Vishnú. Como en el Paraíso de los monoteístas semíticos, los elegidos participan íntimamente, en diversos grados, en la naturaleza de la Divinidad, según el principio «unión sin confusión»; es la unio mystica, pero la criatura sigue siendo criatura. Por otra parte, esto es verdad también para el no-dualismo shankariano en la medida en que considera la modalidad estrictamente humana, la cual no podría «convertirse en Dios»; no se «convierte en Dios» sino lo que ya lo es, de suerte que esta expresión, contradictoria en suma, se muestra como una elipse que cubre realidades inconmensurables.
Haciendo abstracción de elementos secundarios que quedan fuera de la cuestión, las tres religiones semíticas comparten su perspectiva general con el monismo de Râmânuja y no con el no-dualismo de Shankara, aunque este no-dualismo se manifieste esporádicamente en el seno de estas religiones, en su esoterismo sapiencial precisamente. Un error que en todo caso conviene evitar es la idea de que las grandes autoridades teológicas, aunque fuesen padres de la Iglesia, sean, en razón de su importancia, promotores del esoterismo total; los Tomás de Aquino, los Ashart y los Maimónides encarnan la perspectiva religiosa general, cierto que con aperturas incidentales sobre la gnosis, pero no se les podría pedir que suministraran el equivalente íntegro del Vedânta advaitino y shankariano nada más que a causa del papel de primera magnitud que representan en su respectiva religión10. Es por otra parte este papel o esta importancia la que excluye que la doctrina explícita o pública de los grandes teólogos supere el punto de vista del monismo vishnuíta, pese a que —repetimos— se encuentran en ellos elementos que de hecho lo superan; pero ni estos doctores ni sus partidarios sacan las consecuencias que estos elementos implican.
Aquí es preciso insistir sobre dos cosas. Primeramente, que los mismos testigos de la Revelación, apóstoles o compañeros, no fueron necesariamente jnânîs y que la forma misma del Mensaje, o su intención directa, excluye que la mayoría de estos venerables testigos hayan tenido esta cualidad; una minoría la poseía necesariamente. En segundo lugar, que un sabio consumado es siempre un santo, pero un santo no es siempre un sabio; por ello la noción polémica de una «sabiduría de los santos», dirigida contra el esoterismo sapiencial, no es más que un malentendido y un abuso de lenguaje. Es conocida esta petición de principio de la teología militante: Platón, Plotino, Proclo y otros no fueron cristianos; no podían, pues, ser santos. Por consiguiente, sus doctrinas proceden de la «sabiduría según la carne»11; mientras que se debía deducir de la elevación de sus doctrinas su posible santidad, por cuanto el cristianismo, a fin de cuentas, no podía prescindir de ellos12. En cuanto a la filosofía profana y propiamente racionalista de los griegos, que personifica especialmente Protágoras y de la que Aristóteles no queda por completo indemne, representa una desviación de la perspectiva que normalmente da lugar a la gnôsis o al jnâna; pero, cuando esta perspectiva se encuentra separada de la pura Intelección o, lo que es lo mismo, de su razón de ser, se hace fatalmente hostil a la religión y se abre a todas las aventuras; los sabios de Grecia no tenían necesidad de los Padres de la Iglesia para saberlo, y los Padres de la Iglesia no pudieron impedir que el mundo cristiano cayera en esta trampa. Por lo demás, por el «civilizacionismo» que ella hace suyo a fin de no dejar escapar ninguna gloria, la Iglesia asume paradójicamente la responsabilidad del mundo moderno —calificado de «civilización cristiana»—, que no es, sin embargo, otra cosa que la excrecencia de la sabiduría humana estigmatizada por los Padres.
Como aquí hablamos de desviación intelectual, mencionaremos en esta ocasión dos oscurecimientos notorios de la perspectiva esotérica, a saber: la idolatría y el panteísmo, ambos surgidos de la idea de inmanencia en detrimento de la trascendencia, y conteniendo ambos prototipos legítimos, que coexisten por otra parte con las desviaciones y que hay que guardarse de confundir con ellas13. Hay, sin embargo, tipos de idolatría que tienen un origen puramente mágico y empírico, como hay clases de panteísmo que no tienen más origen que las conjeturas de los filósofos.
Sea lo que fuere, hay en la ecuación exotérica entre la inteligencia y el orgullo una enseñanza pertinente: quien quiera hacer uso de su inteligencia sin riesgo de equivocarse debe poseer la virtud de la humildad; debe tener consciencia de sus límites, debe saber que la inteligencia no procede de él mismo, debe ser lo bastante prudente como para no juzgar nada sin los datos suficientes. Pero esta conciencia, o esta humildad, forma parte precisamente de la inteligencia en cuanto ésta implica por definición la objetividad; si la humildad —no el «humilitarismo» sentimental con aplicaciones absurdas— constituye una cualificación sine qua non de la gnosis o del jnâna es porque la sapiencia se funda sobre la inteligencia y porque ésta, al ser objetiva en la medida en que es integral, implica forzosamente la consciencia imparcial de lo que es, incluidos nuestros límites eventuales. El peligro de orgullo interviene con el racionalismo, es decir, con el prejuicio de fiarse de una inteligencia simplemente razonante y sin tener en cuenta los datos indispensables cuya ausencia ni siquiera se siente.
Dicho esto, volvamos a la cuestión del esoterismo como fenómeno tradicional. Sería completamente falso creer que la gnosis se presenta, en el seno de una determinada religión, como una doctrina extraña y sobreañadida; bien al contrario, lo que en cada religión suministra la clave para el esoterismo total o no-dualista, no es ningún concepto secreto de carácter heterogéneo; es, por el contrario, la propia idea-fuerza de la religión; y es necesario que sea así porque la religión, al presentarse con una exigencia absoluta —«fuera de la Iglesia no hay salvación»— se hace fiadora por esto mismo de la totalidad del mensaje y, por consiguiente, no puede excluir ninguna posibilidad esencial del espíritu humano. La gnosis cristiana tiene sin duda apoyos en Tomás de Aquino así como en Gregorio Palamas, pero estos apoyos se encuentran de hecho neutralizados por el «bhaktismo» general del cristianismo, a menos de aislarlos precisamente de este contexto; en todo caso, ellos no constituyen el fundamento de la sapiencia. La gnosis cristiana se apoya a priori, y necesariamente, sobre los misterios de la Encarnación y la Redención, y por tanto sobre el fenómeno cristiano en sí, como la gnosis musulmana, por su parte, se apoya ante todo sobre los misterios de la Trascendencia y de la Inmanencia, por consiguiente, sobre la verdad coránica o muhammadiana; además, la gnosis de ambas religiones se funda sobre el misterio del Amor divino, considerado en cada caso conforme a la acentuación característica. Amor de la teofanía a la vez divina y humana en el cristianismo, y amor del Principio a la vez trascendente e inmanente en el Islam.
Por lo que toca al esoterismo en sí, que no es otra cosa que la gnosis, debemos recordar dos cosas, aunque ya hayamos hablado de ellas en otras ocasiones. En primer lugar, es preciso distinguir entre un esoterismo absoluto y un esoterismo relativo; en segundo lugar, es preciso saber que el esoterismo, por una parte, prolonga el exoterismo —profundizándolo armoniosamente— porque la forma expresa la esencia y porque en este aspecto ambos son solidarios, pero por otra parte se opone a él —trascendiéndolo abruptamente— porque la esencia, por su ilimitación, es forzosamente irreductible a la forma, o dicho de otro modo, porque la forma, como límite, se opone a lo que es totalidad y libertad. Estos dos aspectos son fácilmente discernibles en el Sufismo14; es verdad que las más de las veces se mezclan en él, sin que se pueda decir si, por parte de los autores, hay piadosa inconsciencia o simplemente prudencia, o, también, discreción espiritual; esta mezcla es por otra parte algo natural hasta tanto no dé lugar a absurdos dialécticos15. El ejemplo de los sufíes muestra, en todo caso, que se puede ser musulmán sin ser asharita; por las mismas razones y con el mismo derecho se puede ser cristiano sin ser escolástico ni palamita, o digamos más bien que se puede ser tomista sin aceptar el sensualismo aristotélico del Aquinate, como se puede ser palamita sin compartir los errores de Palamas sobre los filósofos griegos y sobre sus doctrinas. En otros términos, se puede ser cristiano siendo platónico, puesto que no hay ninguna competencia entre un voluntarismo místico y una intelectualidad metafísica, haciendo abstracción del concepto semítico de la creatio ex nihilo.
Este concepto o este símbolo concuerda por lo demás con el emanacionismo de los griegos desde el momento en que se contempla éste según su propia intención y no según el razonamiento creacionista de los semitas, el cual es refractario al misterio de la inmanencia —es decir, de la relación de continuidad entre la Causa y el efecto— y, por consiguiente, proyecta fácilmente la actividad divina en el tiempo humano; la creación pasa a ser entonces un acontecimiento histórico y un hecho «gratuito», es decir, un hecho separado de las necesidades ontológicas enraizadas en la Naturaleza divina. En continuidad; por otra parte, la Libertad divina no podría excluir la perfección de necesidad, como tampoco ésta excluye aquélla, según las relaciones que exige la naturaleza de Dios16.
Por último, nos es preciso insistir sobre el siguiente punto: que las verdades trascendentes sean inaccesibles a la lógica de tal individuo o de tal grupo humano no puede significar que ellas sean intrínsecamente y de jure contrarias a toda lógica; porque la eficacia de 1a lógica depende siempre, por una parte, de la envergadura intelectual del pensador y, por otra, de la amplitud de la información o del conocimiento de los datos indispensables. La metafísica no se considera como verdadera —por aquellos que la comprenden— porque se enuncie de una manera lógica, sino que se puede enunciar de una manera lógica porque es verdadera, sin que —con toda evidencia— su verdad pueda ser jamás comprometida por los eventuales fallos de la razón humana.
En su celo por defender los derechos de la suprarracionalidad divina contra la lógica —de facto fragmentaria— de los racionalistas, algunos llegan hasta a reivindicar para el orden divino e incluso simplemente espiritual un derecho a la irracionalidad, luego al ilogismo, como si pudiera haber un derecho al absurdo intrínseco. Afirmar que Cristo anduvo sobre las aguas no es en absoluto contrario a la lógica o a la razón —aunque se pueda desconocer el fundamento del prodigio17— porque la ley de la gravedad es algo condicional, relativo, lo sepamos o no; e incluso sin saberlo, podemos al menos adivinarlo o tenerlo por posible, visto el nivel del fenómeno. Pero afirmar que Cristo habría andado sobre las aguas sin andar sobre las aguas, o elevándose por los aires, sería con toda seguridad contrario a la razón, puesto que un fenómeno o una posibilidad no podría ser bajo un solo y el mismo aspecto otro fenómeno u otra posibilidad, o la ausencia de lo que son; Dios puede exigir la aquiescencia al milagro o al misterio, pero no puede exigir la aquiescencia al absurdo intrínseco, y por tanto lógico y ontológico a la vez18.
El ejemplo más próximo y por lo tanto el más notable de lo que nosotros llamamos un «esoterismo relativo» nos viene suministrado por el Cristianismo: mientras que en el Judaísmo y el Islam el mensaje directo es exotérico —constituyendo el esoterismo el mensaje indirecto, porque es universal y, por consiguiente, supraformal— el Cristianismo es relativamente esotérico en su propio mensaje directo. Es esotérico no en relación con un teísmo personalista y un voluntarismo individualista —porque éste es su punto de vista general—, sino en relación con el formalismo moralista y ritualista del Judaísmo; esto equivale a decir que es esotérico en el marco del legalismo judío, como lo es el Visnuísmo bháktico en el marco del Hinduísmo formalista y horizontal. La idea inicial de Cristo —si nos es permitido expresarnos así— es en efecto que la razón de ser de la acción piadosa es la piedad de la intención, y que en ausencia de esta piedad la acción deja de ser piadosa; vale más realizar la piedad interior que cumplir sin amor a Dios ni al prójimo, y hasta por hipocresía, las manifestaciones o soportes exteriores de esta piedad; porque ésta, precisamente, tiene toda su razón suficiente en el amor a Dios.
El esoterismo de bhakti supera las formas exteriores, a saber, las prescripciones, como el esoterismo de gnosis, el jnâna, supera las formas interiores, a saber, los dogmas antropomorfistas y las actitudes individualistas y sentimentales que a ellos se refieren; sin embargo, todo esoterismo tiene necesidad de soportes doctrinales, rituales y morales, sin olvidar los soportes estéticos referentes a la contemplación. Quien dice hombre, dice forma; el hombre es el puente entre la forma y la esencia, o entre la «carne» y el «espíritu».
Cuando se habla de esoterismo cristiano no puede tratarse más que de tres cosas: puede tratarse primeramente de gnosis crística, fundada sobre la persona, la enseñanza y los dones de Cristo y beneficiaria eventualmente de conceptos platónicos, lo que en metafísica no tiene nada de irregular19; esta gnosis se ha manifestado especialmente, aunque de una manera muy desigual, en escritos como los de Clemente de Alejandría, Orígenes, Dionisio el Areopagita —o el Teólogo o el Místico, si se prefiere—, Escoto Erígena, el maestro Eckhart, Nicolás de Cusa, Jakob Boehme, Angelus Silesius20. A continuación puede tratarse de algo completamente diferente, a saber, de esoterismo greco-latino —o próximo-oriental— incorporado al Cristianismo: pensamos aquí ante todo en el hermetismo y en las iniciaciones artesanales. En este caso, el esoterismo es más o menos limitado e incluso fragmentario, reside más bien en el carácter sapiencial del método —hoy perdido— que en la doctrina y el fin; la doctrina era sobre todo cosmológica y, por consiguiente, el fin no sobrepasaba los «pequeños misterios» o la perfección horizontal, o «primordial», si nos referimos a las condiciones ideales de la «edad de oro». En cualquier caso, este esoterismo cosmológico o alquímico, y «humanista» en un sentido todavía legítimo —porque se trataba de devolver al microcosmo humano la perfección del macrocosmo siempre conforme a Dios—, este esoterismo cosmológico cristianizado, decimos, fue esencialmente vocacional, puesto que ni una ciencia ni un arte pueden imponerse a todo el mundo; el hombre elige una ciencia o un arte por razones de afinidad y de cualificación, y no a priori para salvar su alma. Estando la salvación garantizada por la religión, el hombre puede, a posteriori, y sobre esta misma base, sacar provecho de sus dones y sus ocupaciones profesionales, y es incluso normal o necesario que lo haga cuando una ocupación ligada a un esoterismo alquímico o artesanal se imponga a él por un motivo cualquiera.
Finalmente, y ante todo, fuera de toda consideración histórica o literaria, se puede y debe entender por «esoterismo cristiano» la verdad pura y simple —metafísica y espiritual— en cuanto se expresa o se manifiesta a través de las formas dogmáticas, rituales y de otra clase, del Cristianismo; o, formulado en sentido inverso, este esoterismo es el conjunto de los símbolos cristianos en cuanto ellos expresan o manifiestan la metafísica pura y la espiritualidad una y universal. Esto es independiente de la cuestión de saber hasta qué punto un Orígenes o un Clemente de Alejandría tenían consciencia de lo que se trataba; cuestión por lo demás superflua, puesto que es evidente que, por razones más o menos extrínsecas, ellos no podían tener consciencia de todos los aspectos del problema, por cuanto fueron ampliamente solidarios de la bhakti que determina la perspectiva específica del Cristianismo. En cualquier caso es importante no confundir el esoterismo de principio con el esoterismo de hecho, o una doctrina virtual, que tiene todos los derechos de la verdad, con una doctrina efectiva, que eventualmente no mantiene todo cuanto promete su propio punto de vista.
En relación con el legalismo judío, el Cristianismo es esotérico por el hecho de ser un mensaje de interioridad: para él, la virtud interior tiene más importancia que la observancia exterior hasta el punto de abolir ésta. Pero al ser voluntarista el punto de vista, éste puede ser trascendido por una nueva interioridad, la de la pura Intelección que reduce las formas particulares a sus esencias universales y que reemplaza el punto de vista de la penitencia por el del conocimiento purificador y liberador. La gnosis es de naturaleza crística en el sentido de que, por una parte, ella procede del Logos —del Intelecto a la vez trascendente e inmanente— y, por otra, es un mensaje de interioridad y, por consiguiente, de interiorización.
Nos falta responder aquí a la objeción de que la actitud del esoterismo implica una especie de duplicidad hacia la religión, que se finge practicar a la vez que se da a las cosas un alcance diferente; éste es un recelo que no tiene en cuenta la perspectiva de la gnosis ni su asimilación por el alma, en virtud de las cuales la inteligencia y la sensibilidad combinan espontáneamente puntos de vista diferentes sin traicionar ni su realidad particular ni sus exigencias propias21; la comprensión concreta de los niveles cósmicos y espirituales excluye toda mentira íntima. Hablar a Dios sabiendo que su Personalidad necesariamente antropomorfa es un efecto de Mâyâ no es menos sincero que hablar a un hombre sabiendo que también él, y con mayor razón, no es más que un efecto de Mâyâ, como todos lo somos; de la misma manera, no es carecer de sinceridad pedir un favor a un hombre, sabiendo que el autor del don es forzosamente Dios. La Personalidad divina, hemos dicho, es antropomorfa; además de que en realidad es el hombre quien se parece a Dios y no a la inversa, Dios se hace necesariamente hombre en sus contactos con la naturaleza humana.
La lealtad religiosa no es otra cosa que la sinceridad de nuestras relaciones humanas con Dios, sobre la base de los medios que Él ha puesto a nuestra disposición; al ser estos medios de orden formal, excluyen ipso facto otras formas sin que por ello les falte nada desde el punto de vista de nuestra relación con el Cielo; en este sentido intrínseco, la forma es realmente única e irreemplazable, precisamente porque nuestra relación con Dios lo es. Sin embargo, esta unicidad del soporte intrínseco y la sinceridad de nuestro culto en el marco de este soporte no autorizan lo que podríamos llamar el «nacionalismo religioso»; si condenamos esta actitud —inevitable para el término medio de los hombres, pero ésta no es la cuestión— es porque ella implica opiniones contrarias a la verdad, tanto más contradictorias cuando el fiel reivindica una sabiduría esotérica y dispone de datos que le permiten confirmar los límites del formalismo religioso con el que se identifica sentimental y abusivamente22.
Para comprender bien la relación normal entre la religión común y la sapiencia, o entre la bhakti y el jnânâ, es preciso saber que en el hombre hay, en principio, una doble subjetividad, la del «alma» y la del «espíritu»; ahora bien, una de dos: o el espíritu se reduce a la aceptación de los dogmas revelados, de suerte que sólo el alma individual es el sujeto de la vía hacia Dios, o el espíritu tiene consciencia de su naturaleza y tiende hacia el fin hacia el que está adecuado, de suerte que es él, y no el «yo», quien es el sujeto de la vía, sin abolir por ello las necesidades y los derechos de la subjetividad ordinaria, la del alma sensible e individual precisamente. El equilibrio de las dos subjetividades, la afectiva y la intelectiva —las cuales coinciden por otra parte necesariamente en un cierto punto23, da lugar a la serenidad cuyo perfume nos ofrecen los escritos vedánticos; la mezcla errónea de las subjetividades —en los esoterismos parciales o mal desenvueltos— produce por el contrario esta contradicción que podríamos llamar paradójicamente un «individualismo metafísico»: a saber, una mística atormentada de manifestaciones a menudo irritantes, pero a fin de cuentas heroica y abierta a la Misericordia; el Sufismo nos ofrece ejemplos de esto.
El ego como tal no puede reivindicar, en buena lógica, la experiencia de lo que está más allá de la egoidad; el hombre es el hombre y el Sí mismo es el Sí mismo. Es preciso guardarse de transferir el individualismo voluntarista y sentimental del celo religioso al plano de la consciencia transpersonal24; no se puede querer la gnosis con una voluntad que sea contraria a la naturaleza de la gnosis. No somos nosotros quienes conocemos a Dios, es Dios quien se conoce en nosotros.
La cuestión que se plantea aquí es la de saber cuál es el fondo del alma: si este fondo está hecho de celo interesado o si está hecho de contemplación desinteresada; dicho de otro modo: si el alma encuentra su felicidad y su expansión en una pasión dirigida hacia Dios, en el fervor por la recompensa celestial —lo que es ciertamente honorable sin agotar sin embargo toda la posibilidad espiritual del hombre—, o si el alma encuentra su felicidad y su expansión en una profunda toma de consciencia de la naturaleza de las cosas, y por consiguiente en su retorno a la Substancia de la que ella es un accidente. Por una parte, las dos cosas se excluyen, pero, por otra, se combinan; todo es aquí cuestión de relaciones y de proporciones.
La doctrina metafísica o esotérica se dirige a otra subjetividad que el mensaje religioso general: éste habla a la voluntad y al hombre pasional, y aquélla, a la inteligencia y al hombre contemplativo; el aspecto intelectual del esoterismo es la teología, mientras que el aspecto emocional del esoterismo es el sentido de la belleza en cuanto ella posee una virtud interiorizante; belleza de la naturaleza y del arte, y también, e incluso ante todo, belleza del alma, proyección lejana de la Belleza de Dios.
Esta compleja cuestión de la subjetividad merece, o exige, que le consagremos algunas consideraciones suplementarias, a riesgo de repetirnos sobre algún punto, pero con la esperanza de aportar precisiones, si no exhaustivas, al menos suficiente.
En el hombre hay una subjetividad o una consciencia que está hecha para mirar hacia el exterior y para percibir el mundo, ya sea éste terrenal o celestial; y además hay en el hombre una consciencia que está hecha para mirar hacia el interior, en dirección al Absoluto o al Sí mismo, ya sea esta visión relativamente separativa o unitiva. Es decir, que hay en el hombre una consciencia que es descendente y que obedece a la intención creadora de Dios, y otra que es ascendente y que obedece a la intención divina salvadora o liberadora; las dos son inconmensurables, aunque entre ellas exista una región en la cual se entrecruzan y dan lugar a una subjetividad única, y a un equilibrio existencial entre las dos consciencias divergentes; es por esto por lo que el hombre espiritualmente realizado puede ver a Dios en las cosas, y también los prototipos principales de las cosas en Dios. La consciencia psíquica y mental percibe las apariencias; la consciencia intelectual o cardíaca percibe la Esencia; pero la consciencia intermedia vive de las dos dimensiones a la vez. Viendo los fenómenos, ella ve a Dios en ellos, y ella los ve en Dios; percibe que cada cosa es la manifestación de una posibilidad divina, en modo analógico o privativo, y, al mismo tiempo, pero desde otro punto de vista, ve las cosas como inmersas en un mismo clima divino; en el primer caso, los objetos dejan transparentar la Realidad divina o sus modos, mientras que en el segundo caso la subjetividad participa extintiva y unitivamente en la Consciencia divina.
En todo caso, la subjetividad humana es un prodigio tan inaudito que basta para probar tanto a Dios como la inmortalidad del alma: a Dios porque esta subjetividad extraordinariamente amplia y profunda no se explica más que por un Absoluto que la prefigure substancialmente y que la proyecte en el accidente; y la inmortalidad, porque la cualidad incomparable de esta subjetividad no encuentra ninguna razón suficiente, o ningún motivo proporcionado a su excelencia, en el marco estrecho y efímero de una vida terrestre. Si es para vivir como hormigas, los hombres no tienen ninguna necesidad de sus posibilidades intelectuales y morales, lo que equivale a decir que no tienen necesidad de ser hombres; la propia existencia del hombre sería entonces un lujo tan inexplicable como inútil. No comprenderlo es la más monstruosa y también la más misteriosa de las cegueras.
El hombre que comprende la razón de ser de la subjetividad humana está salvado: ser, en la relatividad, un espejo de lo Absoluto, al mismo tiempo que una prolongación de la Subjetividad divina. Manifestar lo Absoluto en la contingencia, lo Infinito en la finitud, la Perfección en la imperfección.
La salvación exotérica es la fijación del sujeto humano individual, o del alma, en el aura incorruptible del Objeto divino, si podemos expresarnos así; la salvación esotérica, en cambio, es la reintegración del sujeto humano intelectual, o del espíritu, en la Subjetividad divina; este segundo modo de salvación —la liberación (moksha) de los vedantistas— implica el primer modo, porque el hombre como tal no puede jamás convertirse en Dios. Ciertamente, la substancia inmutable del hombre, que coincide con el supremo Sí mismo, se libera de este accidente que es el ego; pero ella no lo destruye, como tampoco la realidad de Dios impide la existencia del mundo.
El individuo humano tiene una gran preocupación que prevalece sobre todas las demás: salvar su alma; para conseguirlo, tiene que adherirse a una religión, y para poder adherirse a una religión tiene que creer en ella; pero como no se puede creer más que lo que, con la mejor voluntad del mundo, es creíble, el hombre que conoce suficientemente dos o más religiones, y que tiene además imaginación, puede sentirse impedido de adherirse a una de ellas por el hecho de que se presenta dogmáticamente como la única legítima y la única salvadora; porque ella se presenta, pues, con una exigencia absoluta, eventualmente sin ofrecer en su formulación característica determinados elementos convincentes y apaciguadores que se han podido encontrar en otras religiones, y sin poder persuadirnos de la no validez de estos elementos y de estas religiones. Que los Salmos o el Evangelio sean sublimes se debe admitir sin la menor vacilación; pero creer que ellos contienen en su propia literalidad, o en su clima psicológico, todo lo que ofrecen las Upanishads o la Bhagavadgîta es otra cuestión. Ahora bien, el esoterismo sapiencial, total y universal —no parcial y formalista— es el único que puede satisfacer toda necesidad legítima de causalidad, al ser su terreno el de las intenciones profundas y no el de las expresiones cargadas de prejuicios; sólo él puede responder a todas las cuestiones que se plantean por el hecho de las divergencias y limitaciones religiosas, lo que equivale a decir que, en las condiciones objetivas y subjetivas que aquí tenemos en cuenta él constituye la única clave que permite abordar una religión, dejando aparte toda cuestión de realización esotérica. Al mismo tiempo, el esoterismo íntegro indicará lo que, en tal o cual religión, es realmente fundamental desde el punto de vista metafísico y místico —operativo o alquímico, si se quiere— y, por consiguiente, lo que permite alcanzar la religio perennis.
Puesto que las religiones deben tener en cuenta las contingencias psicológicas y sociales y que ellas se limitan a ciertos aspectos, no por lo que incluyen sino por lo que excluyen, y que, sin embargo, se presentan necesariamente con una exigencia absoluta de adhesión, ellas no tienen, por así decirlo, el derecho a cerrarse a todo argumento que sobrepase su perspectiva dogmática; y, en efecto, la Providencia que opera en ellas por el hecho de su origen divino tiene en cuenta la situación que resulta de las condiciones muy particulares de nuestra época25, como tuvo en cuenta en todo tiempo, en una forma o en otra, ciertas situaciones excepcionales.
Las religiones dan cuenta, desde diversos ángulos de visión, del Principio divino y de la vida eterna; pero no pueden dar cuenta, como lo hace el esoterismo, del fenómeno religioso como tal y de la naturaleza de los ángulos de visión. Sería absurdo pedírselo, y esto por dos razones: en primer lugar por la razón evidente de que por definición toda religión debe presentarse como la única posible, al depender su punto de vista de la Verdad y debiendo excluir, por consiguiente, todo peligro de relativismo, y después, porque en su contenido intrínseco y esencial, que precisamente trasciende la relatividad de la formulación o del simbolismo, las religiones mantienen plenamente la promesa que implica el carácter total de su exigencia; plenamente, es decir, teniendo en cuenta lo que puede exigir la posibilidad más profunda del hombre.
La negación coránica de la Cruz significa el rechazo de la redención histórica como conditio sine qua non de la salvación, puesto que, para los cristianos, la Cruz no tiene sentido más que por esta redención histórica, única y exclusiva. En el marco del Cristianismo, la idea de que la redención es a priori la obra intemporal del Logos principal, no humano y no histórico, que ella pueda y deba manifestarse de diversas maneras, en diversas épocas y en diversos lugares, que el Cristo histórico, manifieste este Logos en un cierto mundo providencial, sin que sea necesario o posible delimitar ese mundo de una manera exacta; esta idea, decimos, es esotérica en relación con el dogmatismo cristiano, y sería absurdo pedirla a la teología.
Con toda evidencia, la ciencia esotérica de la relatividad de las formas religiosas es de un orden más contingente que la doctrina fundamental de cada una de estas formas, sin hablar de su esencia que, acabamos de decirlo, coincide con el principio mismo del esoterismo.
Simplificando las cosas, podríamos decir que el exoterismo pone la forma —el credo— por encima de la esencia —la Verdad universal— y no acepta ésta más que en función de aquélla; la forma, por su origen divino, es aquí el criterio de la esencia. Muy al contrario, el esoterismo pone la esencia por encima de la forma y no acepta ésta más que en función de aquélla; para él, y según la jerarquía real de los valores, la esencia es el criterio de la forma; la Verdad una y universal controla las diversas formas religiosas de la Verdad. Si la relación es inversa en el exoterismo, no es, evidentemente, como consecuencia de una subversión, sino porque la forma en cuanto cristalización de la esencia garantiza la Verdad; ésta es juzgada inaccesible fuera de la forma —o, más precisamente, de una forma con una exigencia absoluta— y con razón, en lo que concierne al término medio de los hombres, sin lo cual el fenómeno de la Revelación dogmática no se explicaría.
Lo que caracteriza al esoterismo en la misma medida en que es absoluto es que, en contacto con un sistema dogmático, por una parte universaliza el símbolo o el concepto religioso, y, por otra, lo interioriza; lo particular o lo limitado es reconocido como la manifestación de lo principal y lo trascendente, y éste a su vez se revela como inmanente. El Cristianismo universaliza la noción de «Israel», a la vez que interioriza la Ley divina; reemplaza la circuncisión de la carne por la del corazón, el «Pueblo elegido» por una Iglesia que engloba hombres de todas las procedencias, las prescripciones exteriores por las virtudes, todo ello con las miras puestas, no en la obediencia a la Ley, sino en el amor a Dios y, a fin de cuentas, en la unión mística. Estos principios o estas transposiciones difícilmente podían ser ignorados por los Esenios y, eventualmente, por otros iniciados judíos, pero la originalidad del Cristianismo consiste en que hizo de ello una religión y que sacrificó a ello el formalismo mosaico.
Según un principio que ya hemos señalado, el esoterismo absoluto, en el Cristianismo, no puede proceder más que del propio mensaje crístico, y no de otro, pese a ciertas convergencias doctrinales cuya posibilidad u oportunidad ya hemos señalado. Ahora bien, la idea-fuerza del Cristianismo es que «Dios se hizo hombre a fin de que el hombre se hiciera Dios»: es decir, en lenguaje vedántico —puesto que nuestro punto de referencia es Shankara—, «Atmâ se ha convertido en Mâyâ a fin de que Mâyâ se convierta en Atmâ»26. La unión con Cristo implica la identidad con él27; y nosotros añadiremos que la unión con la Virgen implica la identificación con el aspecto de dulzura y de infinitud del Logos, porque la shakti del Absoluto es el Infinito; todas las cualidades y prerrogativas de María se dejan reducir a los perfumes de la divina Infinitud. María es una dimensión de Jesús, la que él expresó al decir: «Mi yugo es suave y mi fardo ligero»; así pues, es ventajoso dirigirse a esta dimensión en particular a fin de alcanzar la totalidad. En sí misma, la Virgen personifica igualmente la Sabiduría informal, por el hecho de que ella es la Mujer «vestida de sol» y madre de la Revelación: ella es la Sabiduría en su aspecto de irradiación, luego de Belleza y de Misericordia28.
Mientras que en el Vedânta shankariano y no dualista es el Intelecto esencial —la Consciencia divina inmanente— el que opera la reintegración en el Sí mismo, en el Cristianismo este Intelecto salvador se objetiva y se personifica en Cristo y secundariamente en la Virgen29; en el Hinduismo, este mismo papel incumbe, según diferentes puntos de vista y a veces combinándose, ya al gran avatârâ o a su shaktî, ya al guru. La función del Cristo histórico es la de despertar y actualizar al Cristo interior; ahora bien, a semejanza del Logos que Jesús manifiesta humana e históricamente, el Cristo interior o el Corazón-Intelecto es universal y por tanto transpersonal30. Él es «verdadero hombre y verdadero Dios», y por consiguiente, hablando analógicamente, Mâyâ y Atmâ, Samsâra y Nirvâna: juego de cubrimiento y de descubrimiento y Realidad inmutable; drama cósmico y Paz divina.
Es un error fundamental confundir el jnânî con el racionalista, pese a que el racionalismo sea de hecho una desviación de la perspectiva intelectiva; porque el jnânî o, digamos, el intelectual por naturaleza, no desea ni pretende a priori conocer el fondo de las cosas; comprueba que ve lo que ve, es decir, que conoce lo que su discernimiento «naturalmente sobrenatural» le revela, lo quiera él o no; y se encuentra así en la situación de un hombre que fuese el único en ver nuestro sistema solar a partir de un punto en el espacio y que, por este hecho, conociera las causas de las estaciones, de los días y de las noches, del movimiento aparente de los astros, empezando por el sol. La religión general, dogmática, formalista, es solidaria —analógicamente hablando— de lo que aparece a una subjetividad humana determinada; el esoterismo, mientras acepta este sistema de apariencia a título de simbolismo y en el plano de una bhakti concomitante, tiene consciencia de la relatividad de lo que podríamos llamar paradójicamente los «fenómenos metafísicos». El racionalista, que reivindica una intelección cuyo principio sin duda concibe, pero de la que carece, y que confunde la razón con el Intelecto, realiza una desviación comparable al falso inspiracionismo de las sectas heréticas; pero como «la corrupción de lo mejor es lo peor», el racionalismo es mucho más nefasto que el falso misticismo, que al menos no ha intentado negar a Dios y la vida futura. Conviene recordar aquí lo que hemos dicho en otras ocasiones, a saber, que hay dos fuentes de certeza, exterior la una e interior la otra, la Revelación y la Intelección, habiendo usurpado el sentimentalismo la primera y el racionalismo la segunda; ahora bien, de hecho, la Intelección debe compaginarse con la Revelación como la Revelación debe iluminarse por la Intelección31.
Por lo demás, es falso decir, como quieren los fideístas oportunamente sensualistas, que la razón no recibe sus contenidos más que de dos fuentes, a saber, del exterior y de lo alto; la asimetría del esquema indica ya su insuficiencia. En realidad, la razón puede recibir sus contenidos del exterior y del interior, de abajo y de arriba: del exterior, los obtiene ya por los sentidos, ya por la Revelación; del interior, los obtiene ya del alma, ya de la Intelección. Es decir, que lo alto y lo bajo, o lo sobrenatural y lo natural, intervienen tanto en el interior como en el exterior; pudiendo por otra parte estos diversos factores combinarse en virtud de la transparencia metafísica de las cosas y conforme al principio platónico del «recuerdo».
El jnânâ parte de la idea de que el hombre es libre para escoger su destino; para los que desean salvarse, están los misterios y las iniciaciones; la muchedumbre de los profanos sigue su camino. La bhakti convertida en religión, por el contrario, tiene de particular que intenta forzar a los hombres a salvarse, lo que tiene la ventaja de transformar ciertas naturalezas y la desventaja de crear la estrechez de espíritu y el fanatismo, en el sentido propio y no abusivo de estos términos.
Aquí es necesario explicar dos paradojas: la de las iniciaciones artesanales y la del emperador. Las iniciaciones artesanales proceden del jnânâ, pero reducido a una cosmología y una alquimia, como hemos observado más arriba: se trata de devolver al hombre a la norma primordial, no por un heroísmo sentimental, sino simplemente fundándose en la naturaleza de las cosas y con la ayuda de un simbolismo artesanal32; ahora bien, es plausible que, en el caso de la masonería, esta perspectiva haya podido ceder el terreno a un universalismo humanista que no es más que la caricatura del punto de vista intelectivo, siendo la causa lejana el Renacimiento y la causa próxima el «siglo de las luces». En cuanto al caso del emperador, tiene de paradójico que la función de este monarca por una parte concierne al mundo y no a la religión, y por otra parte continúa el papel de pontifex maximus de la religión romana, la cual fue de tipo jnânâ por su origen ario y a pesar de la degeneración de su forma general y mayoritaria; es esta calidad de pontífice, por así decirlo «gnóstica», o esta investidura celestial directa —de la que Dante y otros gibelinos parecen haber tenido consciencia plena— la que explica con qué derecho, y sin encontrar oposición, pudo Constantino convocar el concilio de Nicea; esta misma cualidad, por difuminada que pudiera estar de hecho, explica la tolerancia y realismo de los emperadores con respecto a las minorías no cristianas, a las que a veces debían proteger contra los sacerdotes, y uno de cuyos ejemplos más patentes fue la «entente» entre cristianos y musulmanes en Sicilia bajo el emperador Federico II.
La diferencia entre los puntos de vista exotérico y esotérico aparece claramente cuando se comparan las actitudes morales respectivas: del lado del exoterismo, las virtudes dan fácilmente lugar a prejuicios que, por exceso de celo, se oponen a la realidad y por consiguiente a la inteligencia; del lado del esoterismo de principio —el que es plenamente fiel a su naturaleza— «no hay derecho superior al de la verdad», como lo estipula una máxima hindú, y todo bien debe resultar de la naturaleza de las cosas y no de nuestros sentimientos en cuanto ellos pierden el rastro de esa naturaleza. Desde el punto de vista esotérico o sapiencial, la humildad por ejemplo no es el deseo de rebajarse ni la autosugestión de una bajeza que en realidad no se tiene, sino la consciencia de una bajeza en principio ontológica y luego personal —porque todo individuo tiene límites, si no defectos—, y esta consciencia objetiva y desinteresada disuelve la ambición y la vanidad en sus raíces. Es decir, que el esoterismo o la sapiencia opera, no por medio de una tendencia sentimental autora de complicaciones inextricables, sino por medio de discernimiento y, por consiguiente, fuera de todo individualismo deformante y por lo demás inconfesado; la contradicción —inevitable, sin embargo, a su nivel— del exoterismo es la aspiración individualista a la superación de la hinchazón individual; es querer realizar la objetividad mediante la subjetividad. Por eso el hombre sentimentalmente humilde, luego humilde por celo, debe huir de las situaciones halagüeñas que para él significan tentaciones de orgullo, mientras que el hombre profundamente consciente de la naturaleza de las cosas no tiene nada de que huir, porque los errores no pueden seducirle.
En cualquier caso, esta distinción entre dos perspectivas concretas —porque no se trata de filosofía— quedaría sin duda demasiado esquemática si no añadiéramos que el hombre permanece siempre humano, es decir, que la actitud más objetiva va acompañada legítimamente de un elemento subjetivo en la medida en que este elemento no compromete la objetividad; y que, inversamente, la actitud más subjetiva se nutre forzosamente de un elemento objetivo, puesto que la humildad en sí misma está en función de una verdad. Es preciso tener en cuenta igualmente combinaciones entre las dos perspectivas en presencia, porque ocurre que un subjetivismo se encuentra aireado por un elemento de objetividad, y que, al contrario, un objetivismo se encuentra entorpecido por un elemento de subjetividad; el yin-yang chino, aparte sus otros significados, es un signo del hombre o, digamos, de la complejidad del alma.
Lo que acabamos de decir de la humanidad se aplica igualmente a la caridad y a las demás virtudes, las cuales se encuentran por otra parte comprendidas todas, de una cierta manera, en la humildad. El hecho de que el exceso de un bien constituye un mal concierne, no a las virtudes en sí, sino a nuestro esfuerzo hacia ellas, porque este esfuerzo puede estar mal inspirado; no puede haber un exceso de virtud intrínseco, como no podría haber un exceso de objetividad o, lo que es lo mismo, de verdad.
Uno de los modos de la dimensión esotérica es lo que se ha convenido en llamar el quietismo, del que queremos dar cuenta en pocas palabras. Se suele hacer una asociación de ideas entre el quietismo y la sexualidad espiritualizada, en el sentido en que se cree poder reducir estas dos posiciones a tentaciones de «facilidad», como si lo fácil fuese sinónimo de falso y lo difícil sinónimo de verdadero, y como si el quietismo verdadero y la sexualidad espiritualizada no implicasen aspectos, si no de penitencia, al menos de exigencia y de gravedad. En realidad, el quietismo se basa en las ideas de substancia existencial y de inmanencia divina y en la experiencia de la Presencia de Dios: consiste en «reposar en el propio ser» o, para expresarnos de otra manera, en reposar en la divina Paz; ahora bien, esta actitud exige esencialmente, primero, una comprensión suficiente del misterio, y después una actitud activa y operativa, a saber, la oración perpetua o la «plegaria del corazón», la cual implica una ascesis profunda si ella no se limita a una improvisación totalmente profana y pasajera y más nociva que útil. De cualquier modo, el hecho de que un cierto quietismo sentimental haya ignorado los aspectos rigurosos y activos de la santa quietud no autoriza a anatematizar el quietismo en sí; como tampoco, el gnosticismo sectario e intrínsecamente herético autoriza a condenar la verdadera gnosis, ni el libertinaje autoriza a calumniar el tantrismo.
Además del reproche de «facilidad», está el de «inmoralidad»: la espiritualidad que valoriza el elemento sexual parece como comprometida de antemano por su aparente búsqueda del «placer», como si el placer pudiese despojar a un símbolo de su valor, y como si la experiencia sensible no se encontrarse supercompensada por la experiencia contemplativa concomitante e interiorizadora; y, por último, como si el desagrado fuese un criterio de valor espiritual. Se reprocha también al quietismo el ser inmoral por el hecho de que admite un estado en que el hombre está más allá del pecado, idea que se refiere a una santidad —evidentemente incomprendida— en que los actos del hombre son como oro porque su substancia es el oro y todo cuanto toca se convierte en oro; lo que excluye con toda evidencia los actos intrínsecamente malos, sea respecto a Dios, sea respecto al prójimo. De hecho, el quietismo ha sido a menudo ascético, pero por su naturaleza admite sin reticencias la integración espiritual de la sexualidad, por cuanto se encuentra por decirlo así existencialmente en relación con la belleza, luego con el amor, o, más precisamente, con el aspecto contemplativo y apaciguante del amor. Pero este amor es también una muerte (amor = mors) sin lo cual no sería espiritual; «soy negra pero bella»33.
El hombre de gnosis tiene siempre consciencia —ésta es al menos su predisposición y su intención— del arraigo ontológico de las cosas: para él, lo accidental no es solamente esto o aquello, es ante todo la manifestación diversificada e inagotable de la Substancia; intuición que, en la medida en que es concreta y vivida, exige y favorece no solamente el discernimiento y la contemplación, sino también la nobleza de carácter, porque el conocimiento del Todo compromete al hombre total. Esta nobleza está por lo demás ampliamente comprendida en la misma contemplación, puesto que el hombre sólo es llevado a contemplar lo que él mismo ya es de una cierta manera y en un cierto grado.
Lo accidental es el sujeto y el objeto contingentes; es la contingencia, pues sólo la Substancia es el Ser necesario. Lo accidental es el mundo que nos rodea y la vida que nos arrastra; es el aspecto, o la fase, del objeto y el punto de vista —o el presente— del sujeto; es nuestra herencia, nuestro carácter, nuestras tendencias, nuestras capacidades, nuestro destino; el hecho de haber nacido con tal forma, en tal lugar, en tal momento y de sufrir tales sensaciones, tales influencias y tales experiencias. Todo esto es lo accidental, y todo esto no es nada, porque lo accidental no es el Ser necesario; los accidentes son limitados por una parte y pasajeros por otra. Y el contenido de todo esto es, en el fondo, la Felicidad; es ella la que nos atrae con mil reverberaciones y bajo mil disfraces; es ella lo que queremos en todas nuestras veleidades sin saberlo. En lo accidental opresivo y dispersante no somos verdaderamente nosotros mismos; no lo somos más que en la prolongación sacramental y liberadora de la Substancia, siendo el verdadero ser de toda criatura, en última instancia, el Sí mismo34.
Si comparamos la divina substancia con el agua, podremos decir que los accidentes son como las olas, las gotas, la nieve, el hielo, fenómenos del mundo o fenómenos del alma. La Substancia es pura Potencia, puro Espíritu, pura Felicidad; lo accidental transcribe estas dimensiones de modo limitativo, incluso de modo privativo; por una parte, lo accidental «no es», y, por otra, «no es otra cosa» que la Substancia. Esotéricamente hablando, no hay más que dos relaciones que considerar, la de la trascendencia y la de la inmanencia: según la primera, la realidad de la Substancia aniquila la del accidente; según la segunda, las cualidades del accidente —comenzando por su realidad— no pueden ser más que las de la Substancia. Exotéricamente hablando, el primer punto de vista es absurdo puesto que las cosas existen; y el segundo es impío, es panteísmo, puesto que las cosas no pueden ser Dios; el esoterismo da plenamente cuenta de que, por una parte, las cosas existen y, por otra, de que ellas no son Dios, pero, a estas dos comprobaciones iniciales añade una dimensión de profundidad que contradice su exclusivismo superficial y en cierto modo planimétrico. Mientras que el exoterismo se encierra en el mundo de lo accidental y de ello se enorgullece con gusto cuando quiere marcar su sentido de lo real frente a lo que se le aparecen como nubes, el esoterismo tiene consciencia de la transparencia de las cosas y de la Substancia subyacente, cuyas manifestaciones son la Revelación, el Hombre-Logos, el Símbolo doctrinal y sacramental, y también, en el microcosmo humano, la Intelección, el Corazón-Intelecto, el Símbolo vivido. Ahora bien, «manifestar» es «ser», el Nombre y lo Nombrado son misteriosamente idénticos. El santo y, con mayor razón, el Hombre-Logos es, por una parte, Manifestación de la Substancia en lo accidental y, por otra, Reintegración del accidente en la Substancia
Hay dos maneras de leer un libro: que el lector comience por el principio y prosiga pacientemente la lectura hasta el fin, o que elija libremente los capítulos que a primera vista suscitan su interés. Se observará sin dificultad que este nuevo libro tiene la misma estructura que nuestras obras precedentes, es decir, se compone de ensayos más o menos independientes los unos de los otros y de importancia desigual, como lo indica, por otra parte, la división en varias partes de contenido muy diverso.
El hecho de que hayamos recurrido de buena gana a las terminologías sánscrita y árabe tiene el siguiente significado: la India, con las Upanishads, representa la doctrina metafísica más antigua de la humanidad —pensamos en la metafísica explícita, no en el puro simbolismo que no tiene origen ni localización—, mientras que el Islam es la última Revelación de la humanidad y cierra así el ciclo de los grandes brotes legisladores y salvadores. Las dos corrientes tradicionales, la aria primordial y la semítica final, se han reencontrado en el suelo de la India, lo que, lejos de ser una casualidad —y no hay casualidad en fenómenos de semejante envergadura—, es por el contrario una situación simbólica llena de significado.
Nuestro libro, si contiene los elementos necesarios para permitir situar el esoterismo en el sentido más general del término —podríamos decir otro tanto de nuestras obras precedentes—, no es, sin embargo, un tratado sistemático sobre esta materia; por otra parte, no tiene necesidad de serlo para justificar su título, puesto que el esoterismo no está solamente en la elección de las ideas, sino que está también en la manera de considerar las cosas. Esto quiere decir que se encontrarán en este libro temas que por sí mismos son independientes del dominio esotérico, pero sin embargo se integran en él desde nuestra perspectiva, y así contribuyen a comunicar no tanto doctrinas históricamente clarificables, cuanto una disciplina de pensamiento conforme a estas doctrinas o más bien a su esencia.
Toda exposición doctrinal evoca de entrada la cuestión de las fuentes de la certeza y, por consiguiente, de los criterios de verdad. Ahora bien, la verdad nos es dada, de una parte, desde el exterior y, de otra, desde el interior, según sea indirecta y formal o directa y esencial: en condiciones normales, aprendemos a priori la realidad de las cosas divinas por la Revelación, que nos suministra los símbolos y los datos indispensables, y, a posteriori, tenemos acceso a la evidencia de estas cosas por la Intelección, que nos revela su esencia más allá de las formulaciones recibidas —pero no contra ellas— a condición de que nada en nuestra naturaleza ni en nuestra voluntad se oponga a ello. La Revelación es una Intelección en el macrocosmo, mientras que la Intelección es una Revelación en el microcosmo; el Avatâra es el Intelecto externo, y el Intelecto es el Avatâra interno.
Es notorio que la Revelación exige la fe; es menos evidente que la Intelección la exige igualmente a su manera, y esto parece incluso paradójico, puesto que el Intelecto, por definición, contiene la certidumbre. Pero la certidumbre tiene grados desde el punto de vista de la asimilación o de la integración, o de la sinceridad si se quiere; credo ut intelligam, pero también: intelligo ergo credo. En el primer caso, la fe consiste en aceptar la verdad obtenida por el exterior y en aceptarla de una manera instintiva, volitiva y sentimental; en el segundo caso, la fe no consiste en aceptar la evidencia, lo que sería un pleonasmo, sino en hacerla penetrar en nuestro ser entero, lo que compromete igualmente —como en la fe religiosa— a la voluntad y el sentimiento. Al respecto de este último, importa especificar que esta facultad no es reprobable más que cuando usurpa la inteligencia y se opone a la verdad, y no cuando prolonga la primera y sirve a la segunda, lo que constituye su función normal; si el sentimiento fuese ilegitimo, la belleza lo sería también, y no habría lugar a perseguir la belleza y el amor hasta su manantial divino.
Y recordemos aquí esta verdad axiomática: que la Intelección se sirva del razonamiento, lo que es humanamente inevitable, no puede significar que se identifique con éste; sin embargo, el razonamiento correcto y fundado sobre datos suficientes puede ser una causa ocasional para una intelección particular, exactamente como puede serlo un símbolo cualquiera en la naturaleza o en el arte. El pensamiento suficientemente adecuado, aunque fuese titubeante, puede actualizar una toma de consciencia procedente de una dimensión muy distinta del encadenamiento de las operaciones mentales, pues, proporcionado a la Intelección, ofrece un simbolismo y un punto de partida; ahora bien, la función de todo símbolo es quebrar la corteza de olvido que cubre la ciencia inmanente del Intelecto. La dialéctica intelectual, como el símbolo sensible, es un velo transparente que, cuando sucede el milagro del recordar, se desgarra y descubre una evidencia que, siendo universal, brota de nuestro ser, el cual no sería si no fuera Lo que es.
Antes que ninguna otra cosa, es preciso ponerse de acuerdo sobre el sentido de la palabra «esoterismo». Todo el mundo sabe que designa a priori doctrinas y métodos más o menos secretos porque se considera que sobrepasan las capacidades limitadas del común de los hombres. Ahora bien, lo que se trata de explicar es por qué esta perspectiva es posible e incluso necesaria, y cómo se aplica a los diversos planos de la existencia humana; todo esto partiendo de la idea de que se trata de esoterismo auténtico y no de esas falsificaciones o desviaciones, capaces de comprometer la palabra, si no la cosa, y que a menudo no hacen sino satisfacer una inclinación por la extravagancia. Ciertamente, todo esoterismo aparece como teñido de herejía desde el punto de vista del esoterismo correspondiente, lo que no podría evidentemente descalificarlo si es intrínsecamente ortodoxo, es decir, conforme a la verdad estricta y al simbolismo tradicional del que procede. Es verdad que el esoterismo más auténtico puede alejarse incidentalmente de este marco y referirse a simbolismos extraños, pero no podría ser sincretista en su propia sustancia. Por lo demás, lo que nos interesa aquí son menos los esoterismos históricos —tales como el pitagorismo, el Vedânta shivaíta o el Zen— que el esoterismo en sí, al que preferimos denominar sophia perennis y que en sí mismo es independiente de las formas particulares, puesto que constituye su esencia.
Se nos podría objetar que es contradictorio hablar en público de cosas tan precarias desde el punto de vista de la inteligibilidad; responderemos una vez más con los cabalistas que vale más que la sabiduría sea divulgada que no olvidada, haciendo abstracción de que sólo nos dirigimos a aquellos que quieran leernos y comprendernos. Vivimos una época de confusión y de sed en que las ventajas de la comunicabilidad pesan más que las de la secretividad; además, sólo las tesis esotéricas pueden satisfacer las imperiosas necesidades de causalidad que suscitan las posiciones filosóficas y científicas del mundo moderno. A esto es preciso añadir que si las doctrinas esotéricas no son aceptadas como merecen serlo, no es siempre por falta de buena voluntad; esta falta puede tener causas inexcusables o causas excusables, y en este último caso —que es a menudo cuestión de imaginación— se encuentra compensada por una actitud espiritual sin duda limitada, pero sin embargo positiva y eficaz. No pretendemos convertir a cualquiera que esté en paz con Dios, si lo está realmente, es decir, según la voluntad de Dios y con un corazón puro, y queremos asimismo subrayar que, en lo que nos concierne, la noción de esoterismo evoca mucho menos la superioridad intelectual que la totalidad de la verdad y los derechos imprescriptibles de la inteligencia, siempre en el clima de una relación humana, o sea, vivida, con el Cielo. La idea de que los no-esoteristas carecen por definición de inteligencia, o de que los esoteristas de facto están necesariamente provistos de ella, no anida, en todo caso, en nuestro espíritu.
Como ya hemos hecho notar más de una vez en nuestras obras precedentes, parece que se hace cada vez más difícil admitir —desde el punto de vista de la ideología de «nuestro tiempo»— no solamente que tal o cual religión sea la única verdadera, sino también que haya una verdadera religión, cualquiera que ella sea; en la medida en que las religiones tienen una parte de responsabilidad en esta situación —en función de las limitaciones humanas—, se la puede encontrar en las limitaciones de su cosmología y de su escatología, y también en su exclusivismo. Las tesis religiosas no son ciertamente errores, pero sí son recortes ocasionados por una determinada oportunidad mental y moral; se acaba por descubrir el recorte pero al mismo tiempo se pierde la verdad. Ahora bien, sólo el esoterismo puede explicar el recorte y restituir la verdad perdida, al referirse a la verdad total: sólo él puede dar respuestas que no sean ni fragmentarias ni estén comprometidas de antemano por un sesgo confesional. De la misma manera que el racionalismo puede hacer desaparecer la fe, el esoterismo la puede hacer recuperar.
Pero es necesario que nos situemos ahora en un punto de vista mucho más general. Según algunos, ninguna «ideología» ha salvado al mundo; sin preocuparnos de las intenciones de este término, respondemos que ningún sistema espiritual, ninguna religión, ha tenido jamás este fin, porque de lo que se trata es únicamente de proporcionar a los hombres el medio de salvarse, no de salvarles a su pesar, y también de proporcionarles el medio de crear un marco favorable, o lo menos desfavorable posible, para la realización de este fin. Sólo se puede salvar a los que quieren ser salvados: los que, en primer lugar, se dan cuenta de que se están ahogando y, en segundo lugar, quieren asirse a la tabla de salvación que se les ofrece; el hombre, siendo libre, está condenado a la libertad. No son las verdades ni los métodos de liberación los que han «hecho quiebra», son los hombres convertidos en «adultos», por decirlo así; las circunstancias atenuantes —límite de los esoterismos ante ciertas experiencias, de una parte, y descubrimientos científicos, de otra, en ausencia de la capacidad de interpretarlos e integrarlos—, estas circunstancias, decíamos, no bastan para disculpar a los hombres de hacerse insensibles a evidencias innatas y siempre palpables, y de cerrarse orgullosa y puerilmente a la Misericordia. Por lo demás, la historia de una religión es siempre la historia de una lucha entre un don divino y un rechazo a aceptarlo, lo que en parte explica las exageraciones compensatorias de los santos.
JINN
Corresponde al islamismo y la cultura árabe.
Seres espirituales que pertenecen al credo musulmán y que se encuentran a caballo entre los ángeles y los demonios.
Son considerados "genios" que pese a poseer cuerpos etéreos, comen, beben y pueden engendrar hijos, uniéndose algunas veces con mujeres.
Los más malignos son los mellada y los menos diabólicos los efrits.
De acuerdo con el Corán son seres espirituales creados del fuego, algunos de los cuales se convirtieron en infieles e intentaron sugerir falsas ideas a Mahoma, por lo que serán arrojados al infierno.
Sura 15, aleya 27: "Antes de él habíamos creado al genio, de fuego purísimo".
Sura 6, aleya 128: "Recuerda del día en que los congregue a todos y diga a los genios: "¡Oh genios! ¡Ya habéis abusado bastante del hombre! Y sus autores humanos dirán: Oh, Señor Nuestro, nos hemos solazado recíprocamente; pero, hemos alcanzado el término que nos fijaste. Entonces El les dirá: "el fuego será vuestro albergue, donde permaneceréis perpetuamente, hasta que Dios quiera; porque, tu Señor es prudente, sapientisimo".
El Dawah o método de adivinación aceptado en el Islam basado en la teología simbólica de las letras, de los noventa y nueve nombres de Dios y de sus atributos, considera veintiocho genios o jinns unidos a otras tantas letras y nombres de la divinidad, a la vez que opuestos al mismo número de ángeles.
JINN
Seres espirituales que se mencionan en el Corán y que fueron creados de fuego.
Los jinn son seres mortales y pueden ejercer un influjo maléfico sobre los hombres.
Su morada preferida son los árboles y los lugares desiertos.
Para algunos ocultistas los jinn son fuerzas de la naturaleza y causas de enfermedad.
Con frecuencia se les considera elementos hostiles.
Djinns.
Los Espíritus del Desierto.
Según parece, la palabra árabe "djinn" proviene de la misma raíz que la palabra "genio", que se encuentra en todas las lenguas arias, y que corresponde a un tipo muy preciso de espíritu juguetón.
En la tradición islámica se dice que Alá hizo a los ángeles con luz, a los hombres con polvo, y a los Djinns con fuego.
La fisionomía de los djinns es bastante complicada, ya que usualmente se los describe con un cuerpo que carece de materia sólida, y que está conformado por una especie de fuego negro y sin humo, del cual brota un hedor insoportable.
Fueron creados (siempre dentro de la tradición islámica) dos mil años antes de Adán, pero su raza no llegará a ver el Final de los Tiempos.
Pueden asumir una forma más o menos humana. Al principio se muestran como una columna de vapor, alta e indefinida; luego, según su voluntad, se presentan como un hombre, un chacal, un escorpión o una serpiente.
Lo curioso de estos seres es que entre ellos hay espíritus creyentes, ateos, agnósticos, e incluso heréticos. El porcentaje no está sujeto a las interpretaciones del Profeta.
Antes de matar a un reptil, afirma el Alcorán, debemos pedirle que se retire en nombre del Profeta. No se nos dice qué debemos hacer en el hipotético caso de que el batracio se resista a respondernos.
Muchas de las actividades de los djinns son prosaicas, suelen volar o hacerse invisibles. A menudo, durante sus vuelos logran llegar hasta el Cielo Inferior, donde escuchan a escondidas las conversaciones de los ángeles sobre acontecimientos futuros. De esta manera, pueden ayudar a los brujos, quienes habitualmente tienen comercio con estos indiscretos seres.
Se cree que los djinns disfrutan enterrando a la gente, y raptando hermosas mujeres. Arriesgamos una hipótesis: los primeros acaso son los maridos de las segundas. Que los sabios de la tradición recojan el guante.
Para evitar sus desaforadas actividades conviene invocar el nombre de Alá. Sus moradas más comunes son las ruinas o lugares abandonados, siempre que estén en el desierto. Los egipcios les atribuían las tormentas de arena, y aseguraban que las estrellas fugaces eran dardos arrojados por Dios a los depravados djinns.
Según otras tradiciones, los djinns habitan en una especie de mundo subterráneo, ya que Ibis (también llamado Seitán), un demonio de la religión islámica, es su padre y Señor.
Originalmente pertenecían a las tradiciones semíticas, quienes les atribuían el conocimiento, el cual no podían revelar, de todo lo que inquieta y desespera a los seres humanos. Tal vez por ello moraban perpetuamente en el desierto, y sólo se dejaban ver por los peregrinos extraviados y por los dementes.
domingo, 12 de septiembre de 2010
Mundus Imaginalis
Debes saber -¡que Dios te ayude!- que la Imaginación es el principio y la fuente del ser; es la esencia que contiene la perfección de la teofanía (zuhur al-ma'bud, la epifanía del que es adorado). Medita sobre tu fe personal respecto al Ser divino. ¿Acaso no ves que esta fe se asocia con determinados atributos y con algunos Nombres que ésta implica? ¿Dónde está ese lugar, cuál es el órgano de esa convicción íntima en la que Dios el Altísimo se te manifiesta? Ese lugar, ese órgano es precisamente la Imaginación, y por eso mismo afirmamos: la Imaginación es la esencia en la que se encuentra la perfección de la teofanía.
En cuanto tomas conciencia de ello te parece evidente que la Imaginación es principio y fuente de todo el universo, porque el Ser divino es también principio y origen de todas las cosa, y que la más perfecta epifanía sólo puede tener lugar en un receptáculo que sea a su vez origen y principio. Ese sustrato es la Imaginación. A partir de ahí es cierto que la Imaginación es principio y fuente de todos los universos sin excepción.
Historicamente, estos tres modelos han sido ampliamente ignorados o rechazados por la ortodoxia occidental, sea la teología cristiana o el racionalismo moderno. Pero cada vez que se ha roto, por decirlo así, la superficie, y han salido de su mundo "esotérico" o incluso "oculto", han ido acompañandos de extraordinarios florecimientos de vida creativa. En la florencia renacentista, y nuevamente entre los románticos ingleses y alemanes tres siglos después, la imaginación fue exaltada no sólo como la facultad humana más importante, sino como el fundamento mismo de la realidad.
William Blake, Oberon, Titania y Puck con las Hadas danzando
La imaginación primigenia
El mundo paralelo de los feéricos irlandeses era, para Yeats, sinónimo de imaginación. Yeats se niega a ver la imaginación como una especia de facultad abstracta que nos permite evocar vagamente imágenes de cosas que no perciben los sentidos. Mas bien entiende por "imaginación" algo que es casi opuesto a lo que habitualmente entendemos por ese nombre: todo un mundo poblado por daímones temperamentales que tiene vida propia. Ésta es la característica definitoria de esa imaginación que llamamos romántica.
Yeats se había sentido especialmente impresionado por William Blake, cuyas obras estuvo editando durante años. Blake parecía haber conservado esa mirada visionaria tradicional que le permitía ver ángeles en los árboles o huestes celestiales en el sol; al mismo tiempo, albergaba una compleja y sofisticada noción de imaginación como el modo primigenio que tiene el hombre de entender el mundo. Esto era algo que compartía con otros grandes poetas románticos, Wordsworth, Keats, Shelley y, sobre todo Coleridge, que proclamaba de forma magnífica:
Sostengo que la imaginación primigenia es el poder vivo y el primer agente de toda percepción humana, y es una repetición en la mente finita del eterno acto de creación en el infinito YO SOY...
La única preocupación de la imaginación primigenia, escribía otro poeta, W. H. Auden, son los seres y acontecimientos sagrados. Éstos no pueden ser anticipados, dice, sino que deben ser encontrados. Nuestra respuesta a ellos es una apasionada sensación de sobrecogimiento. Puede ser terror o pánico, asombro o alegría, pero debe ser terrible y sobrecogedor. Los seres y acontecimientos sagrados de Auden son nuestros dáimones, imágenes arquetípicas que generan la imaginación. Son principalmente personificaciones, pero desde luego, la imaginación puede como el encanto feérico, lanzar su sortilegio sobre cualquier objeto para que súbitamente lo veamos como dotado de alma, como una presencia, como si fuera una poderosa persona viva.
Se debe recalcar que la Imaginación, en la verdadera comprensión poética, romántica, es en gran medida lo opuesto de lo que ha llegado a significar, algo irreal e inventado, a lo que Coleridg llamaba "fantasía". "La naturaleza de la Imaginación es muy poco conocida", se lamentaba Blake, "y la naturaleza y la permanencia eternas de sus imágenes siempre existentes es considerada menos permanente que las cosas de naturaleza generativa y vegetativa". Sí, la imaginación es independiente y autónoma; precede y fundamenta la mera percepción; y espontáneamente produce esas imágenes -dioses, dáimones y héroes- que interactúan en las narraciones anónimas que llamamos mitos.
La idea de una imaginación mitopoética -hacedora de mitos- es tan extraña a todos, salvo a los más cercanos a Blake, que puede ser de utilidad volver a su prototipo entre los neoplatónicos. Como Platón, ellos entendieron que los dáimones son seres intermedios entre mortales y dioses; pero desarrollaron esa intuición e identificaron un estado daimónico íntegro, en parte físico y en parte espiritual, que mediaba entre nuestro mundo material sensorial y el mundo espiritual o "inteligible" de las formas, esos dioses abstractos que proporcionan los modelos ideales para todo lo que existe.
Este mundo intermedio fue denominado Psyché tou Kosmou, el Alma del Mundo, aunque mejor conocido en la Europa de la lengua latina como Anima Mundi. De ahí proceden los dáimones. A veces era imaginado jerárquicamente, con el mundo inteligible de los dioses arriba y el nuestro debajo, pero emanando los tres de una fuente desconocida llamada simplemente Uno. En otras ocasiones se concebía como un único reino dinámico con dos aspectos: uno inteligible (espiritual) y otro sensorial (materia). Y así es como en general lo ha descrito la tradición esotérica occidental. Todos los neoplatónicos, los filósofos herméticos, los alquimistas y los cabalistas han afirmado que el cosmos está animado por un alma colectiva que se manifiesta a veces espiritualmente, otras fisicamente, e incluso de ambas maneras a la vez, es decir, daimónicamente; pero que sobre todo relaciona y mantiene todos los fenómenos unidos. Ésta es la ortodóxia verdadera, dicen, a la que la ortodoxia errónea -que el filósofo A. N. Whitehead denominó "los tres últimos siglos provincianos- ha ignorado de forma deplorable.
Noel Paton, Reconciliación de Oberon y Titania
El mundo animado
Las mismas personas que han vaciado a la naturaleza de alma y la han reducido a materia muerta que obedece a leyes mecánicas, llaman peyorativamente animismo a la cosmovisión tradicional, término que en realidad anula lo que pretende describir. Para las culturas "animistas" no existe eso que se llama animismo. Existe sólo la naturaleza que se presenta a sí misma en toda su inmediatez como atestada de dáimones. Todo objeto o lugar sagrados tienen su genio o jinn, numen o náyade, hasta su boggart y su duende, según sea el caso.
Los románticos imaginaban así a la naturaleza. La Imaginación era coextensiva a la creación, igual que el Alma del Mundo. Eran idénticas. Todo objeto natural era espiritual y físico, como si dríada y árbol fueran el interior y el exterior de la misma cosa. De este modo, toda roca, todo árbol, era ambivalente: un daimon, un alam, una imagen. "A los ojos de un hombre de Imaginación -escribía Willliam Blake- la naturaleza es la Imaginación misma."
Johan Heinrich Füssli, Titania, Bottom y las hadas
La doble visión
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